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Aventura sin par de un tal Hans Pfaall

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

AVENTURA SIN PAR
DE UN TAL HANS PFAALL


S

egún las últimas noticias de Rotterdam, parece que esta ciudad se halla en un singular estado de efervescencia filosófica. Á decir verdad, se han producido fenómenos de un género tan inesperado, tan nuevo y tan absolutamente en contradicción con todas las opiniones admitidas, que no dudo que muy pronto se hallará trastornada toda Europa, y la física en fermentación; mientras que la razón y la astronomia se agarran de los cabellos. Parece que el... del mes de... (no recuerdo á punto fijo la fecha) se había reunido una inmensa multitud, con un objeto que no se especifica, en la gran plaza de la Bolsa de la agradable ciudad de Rotterdam. El dia era muy caluroso para la estación; apenas soplaba la brisa, y á la multitud no le desagradaba que de vez en cuando la regase, durante algunos minutos, un chaparrón benéfico, producido por las masas de blancas nubes diseminadas en la celeste bóveda del firmamento.

Sin embargo, hacia mediodía manifestóse en la multitud una ligera aunque notable agitación, seguida del clamoreo de diez mil lenguas; diez mil cabezas se levantaron para fijar la vista en el cielo; otras tantas pipas se retiraron simultáneamente de las bocas, y un grito prolongado, inmenso, atronador, sólo comparable con el mugido del Niagara, resonó á través de toda la ciudad y de los alrededores de Rotterdam.

El origen de aquel tumulto fué muy pronto evidente; vióse desembocar en un espacio de la extensión azulada, saliendo de una de aquellas grandes masas de nubes de contornos vagamente definidos, un sér extraño, heterogéneo, de aspecto sólido, de tan singular configuración y tan fantásticamente organizado, que la multitud de aquellos robustos menestrales, que le miraban desde abajo con la boca abierta, no podian de ningún modo comprender lo que era, ni cansarse de admirarle.

¿Qué podría ser aquello? Por todos los diablos de Rotterdam, ¿qué presagiaria semejante aparición?

Nadie lo sabía; á nadie le era posible adivinarlo; ni aun el burgo—maestre Mynheer Superbus Von Underduk poseía el más ligero dato para aclarar aquel misterio; de modo que los buenos ciudadanos, no teniendo cosa mejor que hacer, volvieron á colocar sus pipas en la boca, y con la vista siempre fija en el fenómeno, lanzaron bocanadas de humo, hicieron una pausa, contoneáronse de derecha á izquierda, murmurando significativamente, guardaron silencio otra vez, y después de gruñir de nuevo, siguieron fumando tranquilamente.

Sin embargo, veiase bajar, acercándose cada vez más á la beata ciudad, el objeto de tan general curiosidad, causa de aquella considerable humareda; de modo que á los pocos minutos el objeto estuvo lo bastante cerca para que se pudiera distinguir con claridad. Parecía ser, y lo era indudablemente, una especie de globo; pero hasta entonces, Rotterdam no habia visto otro semejante, pues quién ha oido hablar nunca de un globo fabricado tan sólo con diarios grasientos? Seguramente nadie en Holanda; y sin embargo, allí, sobre las narices del pueblo, ó más bien á cierta distancia de ellas, veíase el objeto en cuestión, construido—lo sé de buena autoridad—con dicho material, en el que nadie habia pensado hasta entonces para semejante objeto. Aquello era un escandaloso insulto al buen sentido de los menestrales de Rotterdam.

En cuanto á la forma del fenómeno, era más reprensible aún afectaba la figura de un gigantesco gorro de loco completamente invertido; y esta semejanza no se desvaneció en modo alguno cuando al mirarle más de cerca la multitud pudo ver una enorme bellota pendiente de la punta, y al rededor del borde superior ó de la base del cono, una serie de pequeños instrumentos semejantes á las campanillas de las ovejas, que resonaban continuamente.

Pero he aquí otra cosa más extraordinaria aún: suspendido de unas cintas azules en la extremidad de la fantástica máquina, balanceábase, á manera de barquilla, un inmenso sombrero de castor gris americano, de alas en extremo anchas, de copa hemisférica, con una cinta negra y una hebilla de plata. Cosa singular: algunos ciudadanos de Rotterdam hubieran jurado que conocian ya aquel sombrero, y á decir verdad, la multitud pareció casi familiarizada con él; mientras que la matrona Grettet Pfaall profirió una exclamación de alegría al verle, declarando que era positivamente el sombrero de su querido esposo. Ahora bien, esta circunstancia parecía tanto más importante cuanto que Pfaall había desaparecido de Rotterdam con tres compañeros hacia unos cinco años, de una manera tan repentina como inexplicable, y hasta el momento en que comienza este relato, todos los esfuerzos para obtener noticia de los ausentes fueron completamente inútiles. Cierto que se habian descubierto últimamente, en un punto retirado de la ciudad, algunas osamentas que se creyeron humanas, mezcladas con restos de extraño aspecto, llegando á suponer algunos que en aquel lugar se había cometido un horrible asesinato, y que Hans Pfaall y sus compañeros fueron probablemente las victimas.

El globo, pues en efecto lo era, hallábase entonces á cien pies del suelo, y la multitud podia ver claramente al personaje que le ocupaba. Era, por cierto, un sér extraño; sólo media dos pies de estatura, pero su pequeñez no le hubiera librado de perder el equilibrio y caer de su diminuta barquilla, á no haber tenido ésta un reborde circular que llegaba hasta el pecho del singular individuo, estando sujeto por las cuerdas del globo. El cuerpo del hombrecillo era desproporcionadamente voluminoso y comunicaba al conjunto de su persona un aspecto de redondez extravagante; sus pies, como era natural, no se podían ver; tenía las manos monstruosas; el cabello gris, sujeto por detrás en forma de coleta; la nariz prodigiosamente larga, ganchuda y de color rojizo; los ojos grandes y de penetrante mirada; y la barba y las mejillas, aunque llenas de arrugas, infladas al parecer: lo más singular en aquel conjunto era que en los dos lados de la cabeza no se veía la menor señal de orejas.

El hombrecillo vestía una especie de paletó, ó más . bien saco, de seda azul celeste, calzón ceñido, sujeto en las rodillas con hebillas de plata, chaleco amarillo, de una tela brillante, una especie de bonete blanco, puesto con gracia de medio lado; y como complemento de este equipo, un pañuelo de seda encarnado al rededor del cuello, con un nudo enorme y las puntas pendientes sobre el pecho.

Al llegar á cien pies del suelo, como ya he dicho, el hombrecillo pareció sobrecogido repentinamente de una agitación nerviosa, y hubiérase dicho que no deseaba acercarse más á la tierra firme. Arrojó cierta cantidad de arena, tomándola de un saco de lona, que á duras penas levantó, y mantuvose estacionario durante un momento; después sacó del bolsillo de su paletó, con cierta precipitación, una cartera de piel, pesóla en la mano con aire receloso, examinóla detenidamente, sorprendido al parecer, abrióla al fin, sacó una enorme carta sellada con lacre encarnado, muy bien sujeta con hilos del mismo color, y dejóla caer á los pies del burgomaestre Superbus Von Underduk.

Su Excelencia se inclinó para recogerla; pero el aeronauta, siempre muy inquieto, y no teniendo aparentemente nada que hacer en Rotterdam, comenzaba á prepararse ya para subir de nuevo, y como le era preciso descargar una parte de su lastre á fin de elevarse, media docena de sacos, arrojados uno después de otro sin tomarse la molestia de vaciarlos, cayeron sobre la espalda del infeliz burgo—maestre é hicieronle rodar varias veces por tierra á la vista de todo Rotterdam.

No se ha de suponer, sin embargo, que el gran Underduk dejó pasar impunemente aquella impertinencia de parte del hombrecillo; dicese que en cada una de sus caídas arrojó furiosamente seis bocanadas de humo de su querida pipa, la cual sujetaba entre tanto con toda su fuerza, como lo hará siempre, si Dios lo permite, hasta el último día de su vida.

Sin embargo, el globo se elevaba como una golondrina, y cerniéndose sobre la ciudad, desapareció tranquilamente detrás de una nube semejante á aquella de que habia salido de un modo tan singular, perdiéndose de vista para los buenos ciudadanos de Rotterdam, atónitos ante aquel espectáculo.

Toda la atención se fijó entonces en la carta, cuya transmisión, con los accidentes que la siguieron, habían estado á punto de ser tan fatales á la persona y á la dignidad de su Excelencia Von Underduk. Este funcionario, sin embargo, no se olvidó, durante sus movimientos giratorios, de poner en seguridad el objeto importante, la carta, que según el sobre, había caído en manos legítimas, puesto que iba dirigida a su Excelencia, primeramente, y al profesor Rudabub, en su calidad respectiva de presidente y vice—presidente del colegio astronómico de Rotterdam. En su consecuencia, estos dignatarios la abrieron al punto y hallaron la siguiente comunicación, muy extraordinaria, y á la verdad en extremo grave: A sus Excelencias Von Underduk y á Rudabub, presidente y vice—presidente del colegio nacional astronómico de la ciudad de Rotterdam.

Vuestras Excelencias se acordarán sin duda de un humilde artesano, componedor de fuelles, que desapareció de Rotterdam hará unos cinco años, con otros tres individuos y de una manera que debió considerarse inexplicable: yo soy el mismo Hans Pfaall, si vuestras Excelencias no lo llevan á mal, y el mismo que firma esta comunicación. Es notorio entre la mayor parte de mis conciudadanos que he ocupado por espacio de cuatro años la casita de ladrillo situada en la callejuela conocida con el nombre de Sauerkraut, donde aún habitaba en el momento de mi desaparición. Mis abuelos residieron siempre alli desde tiempo inmemorial ejerciendo invariablemente, como yo, el muy respetable y lucrativo oficio de componedores de fuelles, pues á decir verdad, hasta estos últimos años, en que todos se entregan con pasión á la politica, jamás se ejerció más fructuosa industria por un honrado ciudadano de Rotterdam, y nadie fué más digno que yo. El crédito era excelente, los parroquianos numerosos, y por lo tanto no faltaba dinero ni buena voluntad; pero como ya he dicho, muy pronto nos resentimos de los efectos de la independencia, de los grandes discursos, del radicalismo y de todas las drogas de esa especie. Aquellos que hasta entonces habían sido los mejores parroquianos del mundo, no tuvieron ya un momento para pensar en nosotros; todo lo necesitaban para aprender la historia de las revoluciones, vigilando en su marcha la inteligencia y la idea del siglo; si necesitaban soplar el fuego, construían un fuelle con algún diario; á medida que el gobierno se debilitaba, adquiría yo la convicción de que el cuero y el hierro eran cada vez más indestructibles; y muy pronto, no hubo en todo Rotterdam un solo fuelle que necesitase compostura. Semejante estado de cosas era insostenible; muy pronto quedé más pobre que una rata, y como tenía mujer é hijos, mis gastos llegaron á ser insoportables; de modo que empleaba todo mi tiempo en reflexionar sobre la manera más conveniente de poner fin á mis días.

Sin embargo, mis acreedores me dejaban pocos ratos para entregarme á la meditación; sitiaban materialmente mi domicilio desde la mañana á la noche, y tres de ellos, en particular, atormentábanme lo que no es decible, vigilaban de continuo mi puerta y me amenazaban á cada momento con la ley. Juré vengarme cruelmente de aquellos tres individuos, si llegaba á tener la suerte de cogerlos entre mis uñas; y creo que esta dulce esperanza fué la única cosa que me impidió rea lizar desde luego mi proyecto de suicidio, que era levantarme la tapa de los sesos de un pistoletazo. No obstante, juzgué que sería mejor disimular mi rabia, prodigando promesas y buenas palabras hasta que, por un feliz capricho de la suerte, se me presentara ocasión de vengarme.

Cierto día que conseguí escapar de aquellos tres perros, y hallándome más abatido que nunca, estuve vagando largo tiempo, sin objeto fijo, por las calles más oscuras, hasta que al fin, al doblar una esquina, me encontré junto á la tienda de un librero de viejo, vi á mano un sillón, destinado para los parroquianos, dejéme caer en él de muy mal humor, y sin saber porqué, abri el primer volumen que me cayó bajo las manos. Resultó ser un folleto sobre la astronomia especulativa, escrito por el profesor Encke de Berlin, ó por un francés cuyo nombre se asemejaba mucho al suyo; y como yo tenía un ligero conocimiento de esta ciencia, me absorbí pronto de tal manera en la lectura del folleto, que le lei dos veces de cabo á rabo sin saber lo que pasaba á mi alrededor.

No obstante, como se acercaba la noche, tomé el camino de mi casa; pero la lectura de aquel tratado, coincidiendo con un descubrimiento neumático que me había revelado hacía poco un primo de Nantes, como secreto de gran importancia, acababa de producir en mi ánimo una impresión indeleble, y vagando á través de las oscuras calles, repasé minuciosamente en mi memoria los extraños razonamientos del escritor, á veces ininteligibles. Algunos pasajes me habían afectado de una manera extraordinaria, y cuanto más pensaba en ellos, más me interesaba el asunto. Mi educación, muy limitada, y mi completa ignorancia de los asuntos relativos á la filosofía natural, lejos de hacerme desconfiar de mi aptitud para comprender lo que había leído, ó de inducirme á poner en cuarentena las nociones vagas y confusas que surgieran naturalmente de mi lectura, convirtiéronse en aguijón más poderoso para mi espíritu, y fuí lo bastante vano, o tal vez razonable, para preguntarme si las ideas descabelladas que surgen desordenadamente de los espíritus no pueden contener á menudo toda la fuerza, toda la realidad y las demás propiedades inherentes al instinto y á la intuición.

Era ya tarde cuando llegué á casa, y al punto me acosté, pero estaba tan preocupado que no pude dormir, y pasé toda la noche sumido en profundas meditaciones. Por la mañana, á primera hora, corri á la tiendecilla del librero y gasté el poco dinero que me quedaba para comprar algunos volúmenes de mecánica y de astronomia prácticas. Los llevé á mi casa como un tesoro, y comencé á leerlos con detención, aprovechando cuantas horas me quedaban libres. Así pude adelantar lo bastante en mis nuevos estudios para poner en ejecución cierto proyecto, inspirado por el diablo ó por algún genio protector.

Durante aquel tiempo hice los esfuerzos posibles para contentar á los tres acreedores que tanto me martirizaban, y por último lo conseguí, vendiendo una buena parte de mi mobiliario para satisfacer hasta cierto punto sus reclamaciones, y ofreciendo saldar la diferencia apenas realizase un plan que había concebido, para el cual reclamaba sus servicios. Gracias á estos medios, pues mis acreedores eran muy ignorantes, no me costó mucho inducirlos á secundar mis miras.

Arregladas asi las cosas, con el auxilio de mi esposa, y adoptando las mayores precauciones para guardar el secreto, dispuse de lo poco que me quedaba, y pedi á préstamo una regular cantidad, sin cuidarme, con vergüenza lo confieso, de los medios de reembolsar la suma.

Gracias á este aumento de recursos, pude comprar varias piezas de batista muy buena, de doce varas cada una, cordel, barnices, un cesto de mimbre, y otros artículos necesarios para construir un globo de extraordinarias dimensiones. Encargué á mi mujer que le confeccionara lo más pronto posible, y le di todas las instrucciones necesarias para proceder convenientemente en su trabajo.

Al mismo tiempo construí con bramante una red de suficientes dimensiones, á la cual adapté un aro y varias cuerdas, y compré numerosos instrumentos y las materias necesarias para practicar experiencias en las más altas regiones de la atmósfera. Cierta noche transporté prudentemente á un sitio retirado de Rotterdam cinco barricas con aros de hierro, de cincuenta cuartillos de cabida cada uno, otro más grande, seis tubos de hoja de lata de seis pulgadas de diámetro por cuatro pies de longitud, una regular cantidad de cierta sustancia metálica que no quiero nombrar, y media docena de frascos llenos de un ácido muy común. El gas que debía resultar de esta combinación no se ha fabricado hasta ahora sino por mi, ó por lo menos no se aplicó nunca á semejante fin; sólo puedo decir aqui que es una de las partes constituyentes del ázoe, que tanto tiempo se ha considerado como irreductible, creyéndose que su densidad es menor que la del hidrógeno en unas treinta y siete veces ó poco más; carece de sabor, pero no de olor; arde cuando está puro, produciendo una llama verdosa, y ataca instantáneamente la vida animal. No tengo inconveniente en revelar todo el secreto; si bien pertenece de derecho, según he indicado ya, á un ciudadano de Nantes, en Francia, quien me lo comunicó incondicionalmente.

El mismo individuo tuvo á bien confiarme, sin conocer en modo alguno mis intenciones, un procedimiento para fabricar los globos con cierto tejido animal, que hace casi imposible el escape de gas; pero esto me pareció demasiado costoso, y por otra parte era muy posible que la batista revestida de cautchuc, produjese el mismo efecto. Sólo cito esta circunstancia porque creo probable que el individuo de que se trata intente uno de estos días alguna ascensión con el nuevo gas y la materia de que hablo, y porque no quiero robarle la gloria de un invento muy original.

En el espacio que debía ocupar cada una de las barricas practiqué secretamente un agujero, de modo que todos formaron un círculo de veinticinco pies de diametro, en cuyo centro, que era el sitio destinado al barril más grande, abri un hoyo profundo. En cada uno de los cinco agujeros deposité una caja de hoja de lata que contenía cincuenta libras de pólvora de cañón, y en el hoyo un barril que encerraba ciento cincuenta.

Entre este barril y las cinco cajas formé unos regueros de pólvora, y después de introducir en una la extremidad de una mecha de cuatro pies, llené el hoyo y coloqué el barril encima, dejando que sobresaliera un poco de éste la otra punta de aquella, aunque casi imperceptiblemente.

Además de los articulos enumerados, transporté á mi depósito general y oculté allí uno de los aparatos perfeccionados de Grimm para la condensación del aire atmosférico, aunque reconocí que esta máquina necesitaba singulares modificaciones para llenar el objeto á que yo la destinaba. Sin embargo, gracias á un continuo trabajo y á una incesante perseverancia, obtuve excelentes resultados en todos mis preparativos, y el globo quedó terminado muy pronto. Podía contener más de cuarenta mil pies cúbicos de gas, y elevarme fácilmente con todos mis aparatos, y ciento setenta y cinco libras de lastre, según calculé, si gobernaba bien. Habiale aplicado tres capas de barniz, y observé que la batista haría muy bien las veces de la seda; era tan sólida como esta última y costaba mucho más barata.

Cuando todo estuvo dispuesto, exigi á mi mujer que me guardara el secreto de todos mis actos desde el día en que visité la tiendecilla del librero, y prometila por mi parte volver tan pronto como las circunstancias me lo permitiesen; díle el poco dinero que me quedaba y nos despedimos. A decir verdad, no me inquietaba por ella, pues era una mujer de las que llaman vividoras, y podía arreglar sus asuntos sin mi auxilio.

Hasta creo, hablando con franqueza, que siempre me había tenido por un gandul, por un simple complemento de peso, una especie de hombre bueno para hacer castillos en el aire, y nada más, por lo cual no le disgustaría verse libre de mí. Era ya muy entrada la noche cuando nos despedimos, y ayudado por los tres acreedores que tanto me habian perseguido, trasladé el globo, con su barquilla y demás accesorios, por una senda retirada hasta el sitio donde guardaba todos los demás objetos: los encontré intactos; y di principio á mi tarea.

Era el primero de Abril y la noche estaba tan oscura, como ya he dicho, que no se veía ni una sola estrella; una espesa niebla nos molestaba mucho, pero lo que más me inquietaba era el globo, que á pesar del barniz que le protegia, comenzaba á cargarse de humedad, sin contar que la pólvora podía averiarse también. Hice trabajar mucho á mis tres acreedores, ocupándolos en amontonar hielo al rededor de la barrica central y agitar el ácido en las otras; pero á cada momento me importunaban con sus preguntas para saber qué proyectaba con todo aquel aparato, manifestando su descontento por la ruda tarea que les imponía. Dijéronme que no les era posible comprender lo que podría resultar de bueno haciéndoles mojarse la piel sólo para ser cómplices de tan abominable hechicería.

Ya comenzaba á inquietarme un poco y hacía los mayores esfuerzos para adelantar el trabajo, pues pensé que aquellos tontos habrían creido que yo tendría algún pacto con el diablo, y que todas mis operaciones no eran nada tranquilizadoras. Temiendo que me dejasen plantado, esforcéme para calmarlos, prometiendo pagarles cuanto se les debía tan pronto como hubiese llevado á buen fin el trabajo en que me ocupaba. Naturalmente, interpretaron mis palabras como quisieron, imaginandose sin duda que trataba de obtener una inmensa cantidad de dinero contante; la cuestión para ellos era que les satisfaciese mi deuda, y con tal que lo hiciese así, dándoles además una gratificación por sus servicios, seguro estoy que poco les importaba que mi alma y mi cuerpo se perdiesen.

Al cabo de cuatro horas y media, el globo me pareció bastante lleno, colgué la barquilla y puse en ella todo mi equipo, un telescopio, un barómetro, un electómetro, el compás, la brújula, el reloj, la campana, una bocina, etc., etc., así como un globo de cristal, cerrado herméticamente después de hacer el vacío, el condensador, cal viva, una barra de lacre, y abundante provisión de agua y víveres, tales como el pemmican, que contiene mucha materia nutritiva relativamente á su escaso volumen. También puse en mi barquilla un par de palomas y una gata.

Iba á rayar el día, y pensé que era la mejor hora para emprender mi ascensión. Dejé caer un cigarro en el suelo como por casualidad, y al bajarme para recogerle, prendi fuego disimuladamente á la mecha, cuya extremidad, como ya he dicho, sobresalia un poco del borde inferior de uno de los pequeños toneles.

Practiqué esta maniobra sin ser visto de ninguno de mis tres verdugos; salté á la barquilla, corté al punto la única cuerda que me retenía en tierra, y eché de ver con la mayor satisfacción que subía con inconcebible rapidez; el globo llevaba sin dificultad sus ciento setenta y cinco litras de lastre de plomo, y habría podido soportar doble cantidad. Cuando abandoné la tierra, el barómetro marcaba treinta pulgadas y el termómetro centigrado 19°.

Sin embargo, apenas me hallé á la altura de cincuenta varas, llegó á mis oidos un estruendo espantoso, y ví elevarse tan espesa tromba de fuego, de grava, de madera y de metal inflamado, con miembros humanos, que mi corazón desfalleció y arrojéme en el fondo de mi barquilla estremecido de horror.

Entonces comprendí que había cargado la mina espantosamente, y que debía sufrir las principales consecuencias de la sacudida. En efecto, en menos de un segundo sentí toda mi sangre afluir hacia las sienes, y de improviso prodújose á través de las tinieblas una agitación que no olvidaré jamás, pues parecía que el firmamento se desgarraba. Más tarde, cuando tuve tiempo de reflexionar, no dejé de atribuir la extremada violencia de la explosión, relativamente á mí, á su verdadera causa, es decir á mi posición directamente sobre la mina y en la línea de su acción más poderosa; pero en aquel momento sólo pensé en salvar mi vida.

El globo bajó primero, después se dilató violentamente, luego comenzó á girar con una velocidad vertiginosa, y por último, vacilante y rodando como un hombre ebrio, hízome saltar de la barquilla y me dejó enganchado, á espantosa altura, de cabeza abajo, en la extremidad de una cuerda muy delgada, de tres pies de longitud, que por casualidad se cruzaba cerca del fondo de la barquilla; en esta cuerda se enredó mi pie izquierdo providencialmente en medio de la caída. Es de todo punto imposible formarse una idea exacta de mi horrible situación: abrí convulsivamente la boca para respirar; un estremecimiento semejante á un acceso de fiebre sacudió todos los nervios y los mús
culos de mi sér; parecióme que los ojos saltaban de sus órbitas; sobrecogiéronme unas náuseas horribles; y por último perdí el conocimiento.

No podría decir cuánto tiempo estuve en aquella posición; pero transcurrieron algunas horas, pues cuando recobré en parte el uso de mis sentidos observé que amanecía; el globo se hallaba á prodigiosa altura sobre la inmensidad del Océano, y en los límites de aquel vasto horizonte, en todo el espacio que mi vista alcanzaba, no veía señales de tierra. Sin embargo, mis sensaciones al recobrar el sentido no eran tan dolorosas como podía esperarlo; pero á decir verdadhabia mucho de locura en la contemplación plácida con que examiné al principio mi situación. Apliqué las manos á los ojos una después de otra, y preguntéme con asombro qué accidente podría haber dilatado mis venas, ennegreciendo tan horriblemente mis uñas; . después palpé la cabeza, movila varias veces, y al fin me aseguré que no era, como lo pensara un instante con espanto, más voluminosa que mi globo. Después, al tocar los bolsillos de mi pantalón, eché de ver que había perdido el libro de memorias y el monda—dientes, lo cual me produjo honda pena. Entonces sentí un vivo dolor en el tobillo del pie izquierdo, y comencé á darme cuenta de mi situación.

Pero ¡cosa extraña! no experimenté asombro ni horror, sino una especie de satisfacción al pensar en la destreza que debería desplegar para librarme de aquella extraña alternativa, y no dudé un momento de mi salvación. Por espacio de algunos minutos entreguéme á profundas reflexiones, y recuerdo muy bien que á menudo oprimí los labios, apliqué mi indice á un lado de la nariz, é hice los ademanes propios de las personas que, cómodamente sentadas en un sillón, meditan sobre asuntos intrincados ó importantes.

Cuando hube coordinado lo bastante mis ideas, acerqué con precaución mis manos á la espalda y desprendi la hebilla de hierro de la pretina del pantalón; tenia tres dientes un poco enmohecidos y giraban difícilmente; pero con mucha paciencia los coloqué en ángulo recto con el cuerpo de la hebilla y vi con la mayor satisfacción que se mantenian firmes. Sujetando entre los dientes esta especie de instrumento, comencé á desatar el nudo de mi corbata; mas antes de llevar á cabo esta maniobra, hube de reposar algunas veces. En una de las puntas de la corbata sujeté la hebilla, y para mayor seguridad até la otra al rededor de mi muñeca. Después, elevando el cuerpo, por un prodigioso esfuerzo muscular, consegui lanzar la hebilla sobre la barquilla y engancharla en el reborde circular.

Mi cuerpo formaba entonces con la pared de aquella un ángulo de cuarenta y cinco grados; pero no se ha de entender que yo estuviese á cuarenta y cinco gra— dos bajo la perpendicular; muy lejos de ello, hallabame siempre en un plano casi paralelo al nivel del horizonte y mi posición era por lo tanto de las más peligrosas.

Si se supone que al principio, cuando fuí lanzado de la barquilla, hubiese caído de cara al globo, en vez de dar la vuelta por el lado opuesto, ó en segundo lugar, que la cuerda á que me enganché hubiera estado pendiente por casualidad del reborde superior, en vez de pasar por una abertura de fondo, se comprenderá muy bien que en estas dos hipótesis me hubiera sido imposible efectuar semejante milagro, perdiéndose así para la posteridad mis presentes relaciones. Tenia, pues, muchos motivos para bendecir mi suerte; pero hallabame tan aturdido, que no podía hacer nada, y permanecí colgado durante un cuarto de hora, sin atreverme á intentar ningún esfuerzo y en un estado semejante al idiotismo. Sin embargo, esta disposición de mi sér fué sustituida muy pronto por un sentimiento de horror, de espanto y de desesperación. La sangre, tan largo tiempo acumulada en los vasos de la cabeza y del cuello, y que hasta entonces habia producido un saludable delirio, comenzaba ahora á refluir y recobrar su nivel; y entonces, pudiendo ya juzgar bien de mi terrible situación, comprendí el peligro, lo cual no mé sirvió más que para perder la sangre fría y el valor necesarios. Afortunadamente para mí, esta debilidad no duró largo tiempo; la energia de la desesperación me infundió ánimos; profiriendo gritos y haciendo frenéticos esfuerzos, me lancé convulsivamente por una sacudida general, y al fin, cogiéndome al borde tan deseado á fuerza de puños, contraje mi cuerpo y fuí á caer de cabeza en el fondo de la barquilla casi sin aliento.

Transcurrió un buen rato antes de que me serenase lo suficiente para ocuparme de mi globo; y al examinarle con atención tuve el gusto de reconocer que no había sufrido percance alguno. Todos mis instrumentos estaban intactos, y por fortuna no había perdido tampoco ni lastre ni provisiones. Miré mi reloj, que marcaba las seis; segui subiendo rápidamente, y el barómetro marcó entonces la altura de tres millas y tres cuartos. Debajo de mi veíase en el Océano un pequeño objeto negro, de forma ligeramente prolongada, poco más o menos de la dimensión de una ficha de dominó, y que no parecía otra cosa. Apunté mi telescopio y vi claramente que era un buque inglés de noventa y cuatro cañones, que avanzaba pesadamente, siguiendo la dirección del Oeste Sudoeste: fuera de este buque, sólo se divisaba agua y cielo.

Ya es hora de explicar á Vuestras Excelencias el objeto de mi viaje. Recordaréis que mi deplorable situación en Rotterdam me había impulsado á proyectar el suicidio, no porque estuviese cansado de la vida, sino porque era intolerable la miseria en que me hallaba.

En esta disposición de ánimo, deseando vivir aún, aunque la existencia me aburria, el folleto que lei en la tienda del librero y la oportuna revelación de mi primo de Nantes, despertaron en mi el deseo de apelar á un nuevo recurso y tomé un partido decisivo.

Resolvi marchar, pero vivir; abandonar el mundo, sin renunciar á la existencia; y en una palabra, suprimiendo los enigmas, determiné abrirme paso hasta la luna, sin cuidarme de todo lo demás.

Y ahora, para que no se me crea más loco de lo que soy, voy á exponer detalladamente, lo mejor que me sea posible, las consideraciones que me indujeron á creer que una empresa de este género, aunque dificil y llena de peligros, no estaba del todo fuera de los limites de lo posible para un espiritu audaz.

La primera cosa que se debía tener en cuenta era la distancia positiva de la luna á la tierra. Esta distancia media ó aproximativa, entre los centros de ambos planetas, es cincuenta y nueve veces, más una fracción, el radio ecuatorial de la tierra, ó sean unas,000 millas. Digo la distancia media ó aproximativa porque es fácil comprender que la forma de la órbita lunar, siendo una elipse de una excentricidad que no baja de o'05484 de su semi—eje mayor, y ocupando el centro de la tierra el foco de esa elipse, si conseguía de un modo u otro encontrar la luna en su perigeo, la distancia indicada disminuiria sensiblemente. No obstante, dejando á un lado esta hipótesis, era positivo que en todo caso debía deducir de las 237,000 millas el radio de la tierra, ó sea 4,000, y el de la luna que son 1,080, ó un total de 5.080; de modo que sólo debería franquear una distancia aproximativa de 231,920 millas. Pensé que este espacio no era verdaderamente extraordinario, pues repetidas veces se han hecho en tierra viajes de una celeridad de 60 millas por hora, y verdaderamente hay motivos para creer que se alcanzará mayor rapidez; pero aun contentándome con la de que hablo, no se necesitarían más de ciento sesenta y un días para llegar á la superficie de la luna.

Sin embargo, numerosas circunstancias me inducian á creer que la velocidad aproximativa de mi viaje excedería en mucho á la de sesenta millas por hora; y como estas consideraciones produjeron en mi una impresión profunda, las explicaré más ampliamente por lo que sigue.

El segundo punto que se debía examinar tenía distinta importancia. Según las indicaciones del barometro, sabido es que cuando nos elevamos sobre la superficie de la tierra á una altura de 1,000 pies, se deja debajo una trigésima parte, poco más o menos, de la masa atmosférica; que á 10,600 pies llegamos á una tercera parte, con corta diferencia; y que á 18,000, que es casi la elevación del Colopaxi, se pasa de la mitad de la masa fluida, ó en todo caso, la mitad de la parte ponderable del aire que rodea nuestro globo.

Se ha calculado también que á una altura que no excede de la centésima parte del diámetro terrestre, es decir, 80 millas, la rarefacción aumenta de tal modo, que la vida animal no es posible, y además, que los medios que tenemos á nuestro alcance para reconocer la presencia de la atmósfera, llegaban á ser del todo insuficientes. Sin embargo, no dejé de observar que estos últimos cálculos se basaban únicamente en nuestro conocimiento experimental de las propiedades del aire y de las leyes mecánicas que rigen su dilatación y compresión en lo que se puede llamar, comparativamente hablando, la proximidad inmediata de la tierra.

Al mismo tiempo, considérase como cosa positiva que á cualquiera distancia dada de su superficie, pero inaccesible, la vida animal no sufre ni debe sufrir esencialmente modificación alguna. Ahora bien, todo razonamiento de este género y según semejantes datos, ha de ser por necesidad puramente analógico. La mayor altura á que el hombre ha llegado es de 25.000 pies, y al decir esto refiérome á la expedición aereonautica de Gay—Lussac y Biot: es una elevación bastante regular aunque se compare con las 80 millas en cuestión, y yo no podía menos de pensar que el asunto daba lugar á la duda y mucha latitud á las conjeturas.

En fin, suponiendo una ascensión efectuada á cualquiera altura, la cantidad de aire ponderable atravesada en todo período ulterior del viaje, no está de manera alguna en proporción con la altura adicional adquirida, y es evidente que, elevándonos todo lo posible, no podemos, en rigor, llegar á un límite más allá del cual la atmósfera deja de existir en absoluto.

Deduje, en conclusión, que debe existir, aunque pueda ser en un estado de rarefacción infinita.

Por otra parte, yo sabia que no faltaban argumentos para demostrar que hay un limite verdadero y determinado de la atmósfera, más allá del cual falta por completo el aire respirable; pero se ha omitido una circunstancia por los que sostienen la existencia de este límite, que parecía no una refutación perentoria de la doctrina expuesta, sino un punto digno de la más seria investigación. Comparemos los intervalos entre las vueltas sucesivas del cometa de Encke en su perihelio, teniendo en cuenta todas las perturbaciones debidas a la atracción planetaria, y veremos que los periodos disminuyen gradualmente, es decir, que el eje de la elipse del cometa se acorta siempre, en proporción lenta, pero muy regular.

Ahora bien, esto es precisamente lo que debe suceder, si suponemos que el cometa halla una resistencia por haber penetrado en las regiones de su órbita un medio etéreo excesivamente raro, porque es evidente que este medio, retardando la velocidad de aquel, debe aumentar su fuerza centripeta y debilitar la centrifuga. En otros términos, la atracción del sol llegaría á ser cada vez más poderosa, y el cometa se aproximaría más en cada revolución. Verdaderamente no hay otro medio para explicarse el cambio de que se trata.

He aquí otro hecho: obsérvase que el diámetro verdadero de la parte nebulosa de ese mismo cometa se contrae rápidamente á medida que se acerca al sol, dilatándose muy pronto cuando continúa su marcha hacia su afelio. ¿No tenía yo alguna razón para suponer, con Mr. Valz, que esa aparente condensación de volumen tenia su origen en la compresión del medio citado, y cuya densidad está en proporción de la proximidad del sol? El fenómeno que afecta la forma lenticular, y que llaman luz zodiacal, era también un punto digno de atención: esta luz, tan visible en los trópicos, y que no es posible tomar por una luz meteorica cualquiera, elévase oblicuamente desde el horizonte y sigue por lo regular la línea del ecuador del sol: á mí me pareció dimanada evidentemente de una atmósfera especial que se extendia desde el astro hasta más allá de la órbita de Venus, y en mi opinión á mucha mayor distancia. No podia suponer que aquel medio estuviese limitado por la línea del trayecto del cometa, ó se hallara confinado en la inmediación próxima al sol; era sencillo imaginar, por el contrario, que invadía todas las regiones de nuestro sistema planetario, condensado al rededor de los planetas en lo que llamamos atmósfera, y modificado tal vez en algunas por circunstancias puramente geológicas, es decir, modificado ó variado en sus proporciones ó en su naturaleza esencial por las materias volatilizadas que emanan de sus globos respectivos.

Tomada la cuestión bajo este punto de vista, no podia ya vacilar apenas: suponiendo que á mi paso hallara una atmósfera esencialmente analoga á la que rodea la superficie de la tierra, pensé que por medio del muy ingenioso aparato de M. Grimm podría condensarla fácilmente en suficiente cantidad para las necesidades de la respiración. Esto era lo que oponía el principal obstáculo á un viaje á la luna; yo había empleado algún dinero y mucho trabajo para adaptar el aparato al objeto que me proponía, y confiaba del todo en su aplicación, con tal que pudiese llevar a cabo el viaje en muy corto tiempo. Esto me conduce á la cuestión de la velocidad posible.

Todo el mundo sabe que los globos se elevan en el primer período de su ascensión con una rapidez comparativamente moderada. Ahora bien, la fuerza de extensión consiste tan sólo en la gravedad del aire ambiente respecto al gas del globo; y á primera vista no parece nada probable ni verosímil que á medida que éste vaya llegando sucesivamente á las capas atmosféricas de menor densidad, pueda aumentar su rapidez y velocidad primeras. Por otra parte, no recordaba que en ningún informe sobre un experimento anterior se hubiese demostrado jamás una disminución aparente en la celeridad absoluta de la ascensión, aunque tal pudo suceder á causa del escape de gas por un globo mal confeccionado, muchas veces falto de barniz, ó defectuoso por cualquier otro estilo. Parecíame, pues, que sólo el efecto de esta pérdida podría equilibrar la rapidez adquirida por el globo á medida que se alejase del centro de gravitación. Consideré también que, si en mi travesía hallaba el medio que yo habia imaginado, y era de la misma esencia de lo que llamamos aire atmosférico, importaba relativamente poco que le encontrase en tal ó cual grado de rarefacción, es decir, respecto á mi fuerza ascensional, pues no sólo el gas del globo estaria sometido á la misma rarefacción (en cuyo caso bastábame soltar una cantidad proporcional de gas suficiente para evitar una explosión), sino que por la naturaleza de sus partes integrantes, debía en todo caso ser siempre especificamente más ligero que un compuesto cualquiera de ázoe puro y de oxígeno. Había, pues, una probabilidad, y hasta muy grande, para que en ningún periodo de mi ascensión pudiese llegar á un punto donde las diversas gravedades reunidas de mi inmenso globo, del gas inconcebiblemente raro que encerraba, de la barquilla y de su contenido, igualasen á la gravedad de la masa de atmósfera ambiente desalojada; y se concibe sin dificultad que ésta era la única condición que pudiera detener mi fuga ascensional. Si llegaba alguna vez á ese punto imaginario, quedábame el recurso de servirme de mi lastre y de otros pesos, que representaban un total de 300 libras poco más ó menos. Al mismo tiempo, la fuerza centripeta debía de crecer siempre en razón del cuadrado de las distancias, y por lo tanto, llevando una celeridad prodigiosamente acelerada, llegaría sin duda al fin á esas lejanas regiones donde la fuerza de atracción de la luna se sustituia por la de la tierra.

Había otra dificultad que no dejaba de inquietarme.

Se ha observado que en las ascensiones á considerable altura, además de la dificultad para respirar, experiméntase en la cabeza y en todo el cuerpo un malestar indecible, acompañado á menudo de hemorragia nasal y otros sintomas alarmantes, malestar que se hace cada vez más insoportable á medida que el globo se eleva (1). Esta era una consideración bastante temible. No podia suceder muy bien que esos sintomas aumentasen hasta terminar por la muerte (1) Desde que Hans Pfaall publicó su primer trabajo he sabido que M. Green, el célebre aeronauta del globo el Nassan, y otros experimentadores combaten los asertos de M. de Humboldt, hablando, por el contario, de un malestar siempre decreciente, lo cual conviene con la teoría presentada aquí.—E. P.

misma? Después de madura reflexión, deduje que no.

Era preciso buscar el origen en la desaparición progresiva de la presión atmosférica á que está acostumbrada la superficie de nuestro cuerpo, y en la distensión inevitable de los vasos sanguíneos superficiales, —no en una desorganización positiva del sistema animal, como en el caso de la dificultad para respirar, por ser la densidad atmosférica químicamente insuficiente para la renovación regular de la sangre en un ventrículo del corazón. Excepto en el caso de faltar esta renovación, no veía motivo para que la vida no se conservase, aún en el vacío, pues la expansión y compresión del pecho, que se llama comunmente respiración, es un acto puramente muscular; es la causa y no el efecto de aquella. En una palabra, yo concebia que si el cuerpo se acostumbraba á la falta de presión atmosférica, estas sensaciones dolorosas debían disminuir gradualmente; y para soportarlas mientras durasen, tenía gran confianza en mi constitución de hierro.

He expuesto algunas de las consideraciones, no todas seguramente, que me indujeron á formar el proyecto de un viaje á la luna. Ahora, con permiso de Vuestras Excelencias, voy á manifestar el resultado de una tentativa cuya concepción parece tan audaz, y que en todo caso no tiene igual en los anales de la humanidad.

Habiendo llegado á la altura que ya he dicho, es decir, á tres millas tres cuartos, arrojé algunas plumas al aire y reconocí que subia siempre con suficiente rapidez; de modo que no era necesario gastar lastre, de lo cual me alegré mucho, pues deseaba guardar tanto como fuera posible, por la sencilla razón de que no tenía ningún dato positivo sobre la fuerza de atracción y la densidad atmosférica de la luna. Hasta entonces no me aquejaba ningún malestar fisico, respiraba libremente y no tenía dolor de cabeza. La gata estaba echada muy tranquila sobre mi ropa, de la que me había despojado, y miraba las palomas con aire indiferente; yo había atado las patas de estas últimas para impedirlas volar, y en aquel momento picaban afanosas algunos granos de arroz diseminados en el fondo de la barquilla.

A las seis y veinte minutos el barómetro marcó una elevación de 26,400 pies, ó sean cinco millas, con diferencia de una fracción. La perspectiva parecía no tener límites; pero nada es más fácil que calcular, con el auxilio de la trigonometría esférica, la extensión de superficie terrestre que abarcaba con la vista en aquel instante. La superficie convexa de un segmento de esfera es á toda la superficie de esta esfera como el grueso del segmento al diámetro de la misma. En mi caso, el espesor debajo de mí era poco más ó menos igual á mi elevación, ó á la altura del punto de vista sobre la superficie. La proporción de 5 á 8 millas expresaría, pues, la extensión de la superficie que yo abrazaba, es decir que veía la décimasexta parte de la superficie total del globo. El mar aparecía liso como un espejo, aunque con ayuda del telescopio pude observar que se hallaba en un estado de violenta agitación; el buque no era visible, sin duda por haber derivado hacia el Este. Desde aquel momento comencé á sentir á intervalos un fuerte dolor de cabeza, aunque seguía respirando con libertad; la gata y las palomas no experimentaban al parecer molestia alguna.

A las siete menos veinte el globo penetró en la región de una grande y espesa nube que me entorpeció mucho; mi aparato condensador se deterioro, y quedé calado hasta los huesos. Semejante encuentro no dejaba de ser muy singular, pues yo no podía suponer que una nube de tal naturaleza fuera capaz de sostenerse á tan considerable altura. Pensé remediar el mal arrojando dos pedazos de lastre de cinco libras cada uno, quedándome aún ciento sesenta y cinco libras; y gracias á esta operación atravesé muy pronto el obstáculo, observando al punto que mi rapidez había aumentado prodigiosamente. A los pocos segundos de haber salido de la nube, un relámpago deslumbrador la cruzó de una extremidad á otra, incendiandola completamente, de tal modo que la comunicó el aspecto de una masa de carbón en ignición: recuérdese que esto sucedió en pleno día. No se podría expresar con palabras la sublimidad de semejante fenómeno cuando se produce en las tinieblas de la noche, fenómeno solamente comparable con el infierno; y tal como le ví, aquel espectáculo me erizó los cabellos. Sin embargo, paseaba á lo lejos mis miradas en la inmensidad, explorando mentalmente las singulares y vastas bóvedas, los abismos rojizos y siniestros de un fuego espantoso é insondable. De buena habia escapado; si el globo hubiese permanecido un minuto más en la nube, es decir, si la molestia que me aquejó no me hubiese aconsejado arrojar lastre, el resultado habria sido muy probablemente mi muerte. Semejantes peligros, por más que se fije poco la atención en ellos, son los mayores que se pueden presentar cuando se va en globo. Entre tanto, había alcanzado una altura bastante considerable para no tener ya la menor inquietud por este concepto.

Desde aquel momento me elevé muy rápidamente, y á las siete el barómetro marcaba una altura al menos de nueve millas y media. Entonces comencé á experimentar mucha dificultad para respirar; la cabeza me dolía mucho; y como sintiera hacía tiempo cierta humedad en las mejillas, reconoci al fin que era sangre que saltaba continuamente del timpano de mis oídos.

Los ojos me inquietaban también mucho; al pasar la mano por encima, parecióme que estaban fuera de las órbitas, y todos los objetos contenidos en la barquilla y el globo tenían á mi vista un aspecto monstruoso y falseado. Estos sintomas excedían á lo que yo esperaba, é inquietábanme bastante. En aquella coyuntura arrojé imprudentemente fuera de la barquilla tres pedazos más de lastre de á cinco libras, y entonces la velocidad acelerada de mi ascensión condújome rápidamente sin bastante gradación á una capa de atmósfera en extremo rarificada, lo cual estuvo á punto de producir un resultado fatal para mi expedición y para mi persona. Sobrecogióme de pronto un espasmo que duró más de cinco minutos, y cuando cesó en parte, sólo pude respirar a grandes intervalos, de una manera convulsiva, desangrándome copiosamente durante todo este tiempo por nariz y oidos, y hasta ligeramente por los ojos. Las palomas parecían presa de excesiva angustia, y agitabanse para escapar; mientras que la gata mayaba lastimosamente, tambaleándose en la barquilla como bajo la influencia de un veneno.

Entonces reconocí, demasiado tarde, la grave imprudencia que había cometido al arrojar el lastre, y mi turbación fué indecible. Sólo esperaba, y esto en pocos minutos, porque mi padecimiento fisico contribuia también á impedirme que hiciera el menor esfuerzo para salvar la vida. Apenas me quedaba facultad para reflexionar, y el fuerte dolor de cabeza aumentaba por momentos; entonces comprendi que iba á perder muy pronto los sentidos completamente, y había empuñado ya una de las cuerdas de la válvula, cuando el recuerdo de la jugarreta que había hecho á mis tres acreedores, y el temor de las consecuencias que esto tendría á mi regreso, atemorizáronme por el pronto y me contuvieron; me eché en el fondo de la barquilla, esforzándome para coordinar mis ideas, y cuando lo hube conseguido un poco, resolví apelar al recurso de una sangría.

Como no tenía lanceta, érame imposible practicar bien la operación, pero la llevé á cabo abriéndome una vena en el brazo izquierdo con la hoja de mi cortaplumas. Apenas comenzó á salir la sangre experimenté mucho alivio, y cuando hube perdido una regular cantidad, los síntomas más peligrosos desaparecieron casi completamente. Sin embargo, no juzgaba oportuno ponerme en pie, y después de vendarme el brazo lo mejor que pude, permaneci inmóvil durante un cuarto de hora. Pasado este tiempo me levanté, sin sentir ya el malestar que me aquejaba.

Sin embargo, la dificultad de respirar había disminuído muy poco, y pensé que muy pronto sería urgente hacer uso del condensador. La gata se había vuelto á echar cómodamente sobre mi ropa, y con gran sorpresa observé que durante mi indisposición habia dado á luz cinco gatitos. Seguramente no esperaba este aumento de pasajeros, pero el incidente me agrado, pues proporcionábame la oportunidad de comprobar un hecho que más que ningún otro me habia inducido á intentar el viaje.

Yo había imaginado que la costumbre de la presión atmosférica en la superficie de la tierra era en gran parte causa de los dolores que atacaban la vida animal á cierta distancia de esa superficie. Si los gatitos experimentaban malestar en el mismo grado que su madre, debía considerar como falsa mi teoria; pero en el caso contrario, como una excelente confirmación de mi idea.

A las ocho hallábame á una elevación de diez y siete millas, y de consiguiente me pareció indudable que mi velocidad ascensional, no sólo aumentaba, sino que hubiera sido algo sensible hasta en el caso de no haber arrojado lastre, como lo había hecho. Los dolores de cabeza y de oídos repetíanse á intervalos con fuerza, y de vez en cuando producíase la hemorragia de la nariz; pero en suma, padecía mucho menos de lo que yo esperaba. No obstante, de minuto en minuto érame más dificil respirar, y cada inhalación iba seguida de un movimiento espasmódico del pecho, en extremo fatigoso. Por lo mismo preparé al punto el aparato condensador para que funcionara inmediatamente.

El aspecto de la tierra en aquel período de mi ascensión era verdaderamente magnifico: al oeste, al norte y al sud, en todo el espacio que mi vista alcanzaba, extendiase una superficie ilimitada de mar, al parecer inmóvil, que de vez en cuando tomaba un tinte azul más profundo; y á una inmensa distancia hacia el Este, prolongábanse con mucha claridad las islas Británicas, las costas occidentales de Francia y España, y una pequeña porción de la parte norte del Continente Africano. Era imposible distinguir la menor señal de edificios; las más orgullosas ciudades de la humanidad habían desaparecido completamente de la faz de la tierra.

Lo que me sorprendia sobre todo en el aspecto de las cosas que estaban debajo de mi era la concavidad aparente de la superficie del globo; fuí bastante necio para esperar que su verdadera convexidad se manifestase más claramente á medida que me elevaba; pero á los pocos segundos de reflexionar sobre el hecho pude explicarme esta contradicción. Una linea dirigida perpendicularmente sobre la tierra desde el punto en que me hallaba habría formado la perpendicular de un triángulo rectángulo cuya base se habría extendido desde el ángulo recto en el horizonte y la hipotenusa de este en el punto ocupado por mi globo; pero la altura á que me hallaba no era nada, ó casi nada comparativamente con la extensión que mi vista abarcaba; en otros términos, la base y la hipotenusa del triángulo supuesto eran tan largas, en comparación con la perpendicular, que podían considerarse como dos líneas casi paralelas: de este modo, el horizonte del areonauta se le aparece siempre al nivel de su barquilla. Sin embargo, como el punto situado desde luego debajo de él se halla aparentemente, y lo está en efecto, á inmensa distancia, es natural que le parezca también sumamente alejado debajo del horizonte. De aqui la impresión de concavidad, impresión que durará basta que la altura se halle relativamente á la extensión de la perspectiva en una proporción tal que desaparezca el paralelismo aparente de la base y de la hipotenusa.

Sin embargo, como las palomas parecian sufrir horriblemente, resolvi ponerlas en libertad; desaté una de ellas, magnífico macho de color gris, y lo coloqué en el borde de la barquilla; mas al punto eché de ver que estaba muy inquieto; miraba ansiosamente á su alrededor, batia las alas y arrullaba con fuerza, aunque sin atreverse á marchar. Al fin le cogi y arrojéle á unas seis varas de distancia; pero muy lejos de bajar, como yo esperaba, hizo grandes esfuerzos para volver al globo, produciendo sonidos muy agudos y penetrantes. Al fin consiguió ocupar su primera posición en el borde de la barquilla; mas apenas se hubo posado, inclinó la cabeza sobre el cuello y cayó muerto en el fondo de aquella.

La otra paloma no tuvo tan mala suerte: para evitar que hiciese como su compañera y volviera al globo, precipitéla con toda mi fuerza, y tuve el gusto de observar que seguía bajando con gran rapidez, haciendo uso de sus alas muy fácilmente con la mayor naturalidad. Al poco tiempo se perdió de vista, y no dudo que llegase á buen puerto. En cuanto á la gata, que parecía bastante repuesta de su crisis, devoraba en aquel momento con evidente satisfacción el ave muerta, y acabó por dormirse, muy contenta al parecer. Los gatitos, bien vivos, no manifestaban el más ligero síntoma de malestar.

A las ocho y cuarto, no pudiendo ya respirar más tiempo sin sufrir intolerables dolores, ocupéme en adaptar alrededor de la barquilla el aparato unido con el condensador. Este aparato exige algunas explicaciones, y vuestras Excelencias recordarán sin duda que mi objeto era ante todo encerrarme completamente en mi barquilla, preservandome de la atmósfera en extremo rarificada, en medio de la cual vivía; y por último, introducir con mi condensador una cantidad de esa misma atmósfera, preparada para la respiración.

Con este objeto arreglé un saco muy grande de cautchuc en extremo flexible, muy sólido y completamente impermeable; toda la barquilla estaba en cierto modo colocada en este saco, cuyas dimensiones eran propias para el objeto; es decir que pasaba por debajo del fondo de la barquilla, extendíase sobre sus bordes y subia por fuera á lo largo de las cuerdas hasta el aro donde estaba sujeta la red. Desplegado así el saco, y cerrado herméticamente por todos lados, era preciso sujetar ahora la abertura, haciendo pasar el tejido de cautchuc sobre el aro, ó en otros términos, entre este y la red; pero si desprendia la una del otro para efectuar la operación ¿cómo se sostendría la barquilla? Ahora bien, la red no estaba ajustada al aro sólidamente, y sí sólo por una serie de nudos corredizos; no deshice más que un corto número de estos á la vez, y dejé la barquilla suspendida por los otros. Después de hacer pasar cuanto pude de la parte superior del saco, rehice los nudos, mas no en el aro, pues la interposición de la cubierta de cautchuc hacia esto imposible, sin una serie de grandes botones fijos en aquella, á unos tres pies bajo la abertura del saco: los intervalos de los nudos y de los botones se correspondian. Hecho esto, desprendí del aro algunos más de aquellos, introduje una nueva parte de la cubierta, y deshechos los nudos, los fijé á su vez en los botones respectivos. Por este procedimiento pude pasar toda la parte superior del saco entre la red y el aro.

Es evidente que el aro debía caer desde entonces en la barquilla, no estando sostenido el peso de esta y de cuanto contenia sino por la fuerza de los botones. A primera vista, este medio no ofrecía tal vez la suficiente seguridad; pero no había razón alguna para desconfiar, pues no solamente los botones eran en si sólidos, sino que estaban tan unidos, que cada uno de ellos no soportaba en realidad más que una ligera parte del peso total. Aunque la barquilla hubiera pesado tres veces más, no habría tenido la menor inquietud por este concepto. Elevé el aro á lo largo de la cubierta de cautchuc, y le fijé en tres ligeras pértigas preparadas al efecto; con esto me proponía conservar en la parte superior del saco la suficiente tirantez, y mantener la inferior de la red en la posición apetecida. Ya no me faltaba más que anudar la abertura del saco, lo cual hice facilmente, reuniendo los pliegues de cautchuc y oprimiéndolos fuertemente con una especie de torniquete fijo.

En los lados de la cubierta desplegada al rededor de la barquilla habia adaptado tres cristales redondos muy gruesos, pero sumamente claros, á través de los cuales podia ver á mi alrededor, sin dificultad, en dirección horizontal; y en la parte del saco que formaba el fondo había una cuarta ventana análoga, correspondiente á una pequeña abertura, que practicada en el suelo de la misma barquilla, permitíame mirar perpendicularmente debajo de mi. No me había sido posible aplicar el invento á la parte superior, sobre mi cabeza, á causa de verme obligado á cerrar la abertura de una manera especial, y por efecto de los numerosos pliegues que resultaban, siéndome preciso renunciar por lo tanto á ver los objetos situados en mi zénit.

Esto importaba poco, pues aunque hubiera podido tener una ventana sobre mi, el globo me habría impedido ver.

A la distancia de un pie, bajo una de las ventanas laterales, había una abertura circular de tres pulgadas de diámetro, con un reborde de cobre, modelado interiormente para adaptarse á la espiral de un tornillo; el ancho tubo del condensador estaba apuntado en este reborde, hallándose el cuerpo del aparato, naturalmente, en la cámara de cautchuc. Al hacer el vacio en el cuerpo de la máquina, atraíase al tubo una masa de atmósfera ambiente rarificada, que salía condensada y mezclada con el aire sutil contenido ya en la camara. Esta operación, repetida varias veces, llenaba al fin aquella de una atmósfera conveniente para respirar; pero en un espacio tan reducido como aquél, debia viciarse muy pronto por necesidad, haciéndose impropio para la vida por su repetido contacto con los pulmones. Entonces, rechazabale una pequeña valvula puesta en el fondo de la barquilla, precipitándose muy pronto el aire denso en la atmósfera rarificada. Para evitar en un momento dado el inconveniente de un vacio total en la cámara, esta purificación no se debía practicar en una vez, sino gradualmente, teniendo la válvula abierta sólo algunos segundos, y cerrándola después, hasta que uno ó dos golpes de la bomba del condensador hubiesen dado con que llenar la atmósfera expulsada. Por amor á los experimentos, había puesto la gata y su progenie en un cestito, suspendiendo este, fuera de la barquilla, de un botón que habia cerca del fondo, próximo á la válvula, á través de la cual podría introducirles el alimento en caso necesario.

Practiqué esta maniobra antes de cerrar la abertura de la cámara, y no sin alguna dificultad, pues para llegar á la parte inferior de la barquilla hube de servirme de una de las pértigas, provista de un gancho.

Apenas el aire condensado penetró en la cámara, el aro y aquellas fueron inútiles: la expansión de la atmósfera obtenida distendió poderosamente el cautchuc.

Cuando hube concluído todo este arreglo, y la cámara estuvo llena de aire condensado, eran ya las nueve menos diez minutos. Durante todo el tiempo empleado en estas operaciones había sufrido horriblemente por la dificultad de respirar, y deploré el descuido, ó más bien la increible imprudencia de que me habia hecho culpable al aplazar para última hora un asunto de tanta importancia.

Pero al fin, cuando hube terminado, comencé á recoger, y muy pronto, los beneficios de mi invento.

Respiré de nuevo con la más completa facilidad; y ciertamente no había razón para que no fuese así.

Complacióme por demás sentirme aliviado de los vivos dolores que hasta entonces me aquejaran; lo único que me molestaba era un ligero dolor de cabeza, con cierta sensación de plenitud en las muñecas, en los tobillos y en la garganta. Era evidente que una gran parte del malestar ocasionado por haber desaparecido la presión atmosférica se desvanecia del todo, y casi todos los dolores que me acosaban durante las dos últimas horas debían atribuirse tan sólo á los efectos de una respiración insuficiente.

Á las nueve menos cuarto, es decir poco antes de haber cerrado la abertura de mi cámara, el mercurio, después de alcanzar su límite extremo, había vuelto á caer en la cubeta del barometro, que, como ya he dicho, era muy grande. Señalaba entonces una altura de 132,000 pies, ó sean veinticinco millas, y de consiguiente, en aquel momento abarcaba con la mirada por lo menos la 320." parte de la superficie total de la tierra. A las nueve había perdido esta última de vista otra vez por el Este, pero no sin observar antes que el globo derivaba rapidamente hacia el noroeste. El Océano conservaba siempre su aspecto de concavidad, mas con frecuencia impedíanme verle las masas de nubes flotantes.

A las nueve y media repetí el experimento de las plumas, arrojando un puñado á través de la válvula: no revolotearon, como yo esperaba, sino que cayeron perpendicularmente como una bala, y con tal velocidad, que las perdi de vista á los pocos segundos. Al pronto no supe qué pensar de aquel fenómeno extraordinario, pues no podia creer que mi velocidad ascensional hubiese aumentado tan repentina y prodigiosamente; pero reflexioné muy pronto que la atmósfera estaba entonces demasiado rarificada para sostener ni aun las plumas, que estas caían realmente como á mí me pareció, con excesiva rapidez; y que me habían sorprendido simplemente las velocidades combinadas de su caída y de mi ascensión.

A las diez ya no tenía apenas que hacer, pues nada exigía mi atención inmediata; todo iba muy bien, y estaba persuadido de que el globo ascendía con una velocidad siempre mayor, aunque no tenia medio alguno para apreciar el grado de rapidez. No sentía dolor ni molestia de ninguna especie, y hasta disfrutaba de un bienestar que no había conocido desde mi salida de Rotterdam. Ocupábame unas veces en inspeccionar mis instrumentos, y otras en renovar la atmósfera de la cámara; en cuanto á esto último, resolví practicar la operación cada cuarenta minutos, más bien para preservar completamente mi salud que por una necesidad absoluta. Sin embargo, no podía menos de hacer conjeturas, dejándome llevar de ciertas ilusiones: mi pensamiento se elevaba á las extrañas y quiméricas regiones de la luna; mi imaginación, libre ya de toda traba, vagaba á su antojo entre las maravillas multiformes de un planeta tenebroso y cambiante. Unas veces creía ver bosques llenos de venerables encinas, precipicios pedregosos, sonoras cascadas y abismos sin fondo; otras, llegaba de repente á tranquilas soledades mundadas de un sol de mediodía, donde no podía penetrar nunca viento alguno del cielo, y donde se extendian, hasta perderse de vista, vastas praderas cubiertas de amapolas y grandes flores semejantes á lirios, todas silenciosas é inmóviles durante una eternidad. Después de viajar largo tiempo, penetraba en un país que no era otra cosa sino un lago tenebroso, con una frontera de nubes; pero estas imágenes no eran las únicas que fluctuaban en mi cerebro. Algunas veces creía ver negros horrores, verdaderamente espantosos, que agitaban las últimas profundidades de mi alma por la simple hipótesis de su, posibilidad. Sin embargo, no podía permitir á mi pensamiento fijarse con insistencia en estas últimas contemplaciones, pues pensaba juiciosamente que los peligros verdaderos y palpables de mi viaje eran harto suficientes para absorber toda mi atención.

A las cinco de la tarde, cuando me ocupaba en renovar la atmósfera de la cámara, aproveché esta ocasión para observar la gata y sus hijuelos á través de la válvula. Parecia sufrir mucho otra vez, y no dudé que se debía atribuir particularmente su malestar á la respiración; pero mi prueba, respecto a los gatitos, habia tenido un resultado de los más singulares. Como era natural, esperaba que manifestarían una sensación de dolor, aunque no tanto como la madre, y esto hubiera sido suficiente para confirmar mis suposiciones respecto á la costumbre de la presión atmosférica; mas no esperaba hallarlos, después de un escrupuloso examen, disfrutando de perfecta salud, sin la menor señal de malestar. Sólo podía explicarme esto desarrollando más mi tema, y suponiendo que la atmósfera ambiente, en alto grado rarificada, podría no ser insuficiente, bajo el punto de vista químico, para las funciones vitales, como crei al principio, y que á una persona nacida en semejante región le sería dado, tal vez, no sentir la menor molestia para respirar; mientras que al volver å las capas más densas, inmediatas á la tierra, sufriría sin duda dolores análogos á los que yo acababa de padecer. Fué para mi motivo de profundo sentimiento el accidente desgraciado que me privó de mi pequeña familia de gatos, y del medio de profundizar la cuestión por un experimento continuado. Al pasar la mano por la válvula con una taza llena de agua para la madre, la manga de mi camisa se enganchó en la hebilla que sostenia el cesto, el cual se desprendió del botón. Aunque se hubiese evaporado en el aire, no se habría perdido de vista de una manera más instantánea; seguramente no transcurrió la décima parte de un segundo entre el momento de soltarse y su desaparición completa con todo cuanto contenia.

Hubiera deseado que llegasen á tierra felizmente; mas no era posible que la gata y sus hijuelos sobrevivieran para referir su odisea.

A las seis de las tarde observé que una gran parte de la superficie visible de la tierra estaba sumida en una espesa sombra y avanzaba de continuo con singular rapidez; á las siete menos cinco, dicha superficie quedó envuelta en las tinieblas de la noche.

Sin embargo, hasta algunos instantes después los rayos del sol poniente no dejaron de iluminar el globo; y esta circunstancia, que yo esperaba ya, no dejó de causarme un inmenso plącer. Era evidente que por la mañana contemplaría el cuerpo luminoso á su salida, algunas horas antes que los ciudadanos de Rotterdam, aunque estuviesen situados mucho más lejos que yo en el Este; y que de día en dia, á medida que me hallase á más altura en la atmósfera, disfrutaría de la luz solar durante un período cada vez más largo.

Resolví entonces redactar un diario de mi viaje, contando los días de veinticuatro horas consecutivas, sin tener en cuenta los intervalos de tinieblas.

A las diez me acometió el sueño y me eché para pasar el resto de la noche; pero de pronto hallé una dificultad que, si bien hubiera debido saltarme á la vista, pasó desapercibida para mi hasta el último momento.

Si me dormía, según era mi intención, no podría renovar el aire de la cámara durante aquel intervalo: respirar aquella atmósfera más de una hora era cosa de todo punto imposible, y si este tiempo se prolongaba un cuarto de hora más, podían resultar las más deplorables consecuencias. Tan cruel alternativa me inquietó mucho; y apenas se creerá que después de haber estado expuesto á tantos peligros me pareciese la cosa tan grave que desesperase de llevar a cabo mi designio, resignándome por último á bajar.

Pero esta vacilación sólo fué momentánea: reflexioné que el hombre es el más completo esclavo de la costumbre, y que mil casos de la rutina de su existencia se consideran de importancia esencial, no siendo tales sino porque ha hecho rutina de las necesidades.

Era positivo que no podia dormir; pero sería fácil adquirir la costumbre de despertarme sin el menor inconveniente de hora en hora durante todo el tiempo consagrado á mi reposo. Bastábanme cinco minutos cuando más para renovar completamente la atmósfera; y la única dificultad verdadera reducíase á inventar un procedimiento para despertarme en el momento necesario. Sin embargo, era este un problema cuya solución, lo confieso, no me apuraba poco.

Había oído hablar del estudiante que, para no dormirse sobre los libros, tenía en la mano una bola de cobre que, resonando al caer en una vasija del mismo metal puesta en el suelo junto á su silla, servía para despertarle si le sobrecogía el sueño. Sin embargo, mi caso era muy distinto del suyo y no daba lugar á semejante idea, pues yo no deseaba estar siempre despierto, y sí sólo á intervalos regulares. En fin, imaginé un medio que, aun cuando parezca muy sencillo, consideréle como un invento comparable con el del telescopio, de las máquinas de vapor y hasta de la imprenta.

Se ha de observar por lo pronto que el globo, á pesar de la altura á que había llegado, seguía subiendo en línea recta con toda regularidad y que la barquilla no experimentaba la menor oscilación. Esta circunstancia me favoreció mucho para llevar á cabo mi proyecto: la provisión de agua se hallaba en barriles sólidamente sujetos en el interior de la barquilla; desprendi uno de ellos, y cogiendo dos cuerdas, las até con fuerza en el reborde de aquella, de modo que la cruzasen paralelamente, á la distancia de un pie una de otra; asi formaban una especie de tableta, sobre la cual coloqué el barril, sujetándole en posición horizontal.

A unos ocho pies sobre estas cuerdas y á cuatro del fondo de la barquilla, fijé una tabla delgada, la única que tenía, y sobre ella, y debajo de uno de los bordes del barril, puse una pequeña vasija de barro.

Después practiqué un agujero en el fondo de aquel, de modo que correspondiese con la vasija, y adapté un pedazo de madera cortado en forma de tapón, introduciéndole y retirandole hasta que se ajustase de modo que el agua cayera por el agujero sólo en cantidad suficiente para llenar el receptáculo hasta el borde en el intervalo de sesenta minutos. En cuanto á esto último, me fué fácil asegurarme pronto; bastóme observar hasta dónde se llenaba la vasija en un tiempo dado. Dispuesto así el mecanismo, lo demás se adivina sin dificultad.

Mi lecho estaba en el fondo de la barquilla de modo que mi cabeza, cuando me echaba, hallábase debajode la vasija, siendo evidente que al cabo de una hora, una vez llena aquella, el agua debía desbordarse y caer desde una altura de más de cuatro pies sobre mi rostro, lo cual me despertaría sin duda al punto, aunque durmiera profundamente. Eran lo menos las once cuando terminé mi operación y al punto me acosté, confiado en la eficacia de mi invento. No se defraudaron mis esperanzas: de sesenta en sesenta minutos despertábame con toda exactitud mi fiel cronómetro; vaciaba entonces el contenido de la vasija por el agujero del barril, dejaba funcionar el condensador y volvía á mi cama. Estas interrupciones regulares en mi sueño me causaron menos fatiga de la que esperaba, y cuando al fin me levanté de hecho, eran ya las 7: el sol alcanzaba algunos grados sobre la línea de mi horizonte. Abril.—Observé que mi globo había llegado á una inmensa altura, y que la convexidad de la tierra se manifestaba al fin de una manera notable. Debajo de mi, en el Océano, divisábanse numerosos puntos negros, que sin duda eran islas; sobre mi cabeza, el cielo tenía un color negro de azabache y las estrellas visibles brillaban mucho, bien es verdad que siempre me habían parecido iguales desde el primer día de mi ascensión. Muy lejos, hacia el Norte, divisaba en el confín del horizonte una línea de deslumbrante blancura y supuse al punto que aquello sería el límite Sur del Mar de los hielos polares. Mi curiosidad se despertó en alto grado, porque esperaba avanzar mucho más en aquella dirección, y tal vez hallarme en un momento dado directamente sobre el mismo polo. Entonces deploré que la enorme altura á que me hallaba me impidiera practicar un examen tan seguro como yo queria; pero de todos modos, aún podía hacer algunas buenas observaciones.

No me ocurrió nada extraordinario durante aquel dia; mi aparato funcionaba siempre con toda regularidad y el globo subía sin ninguna vacilación aparente; pero el frío era intenso y debía abrigarme todo lo posible con mi paletó. Cuando las tinieblas se extendieron sobre la tierra me acosté, aunque todavia me iluminó durante algunas horas la luz del día. Mi reloj hidráulico funcionaba muy bien y dormi con toda tranquilidad hasta la mañana siguiente, salvo las interrupciones periódicas. Abril.—Me he levantado con buena salud y contento, causándome no poca admiración el extraño cambio sobrevenido en el aspecto del mar: ya no presentaba en su mayor parte el tinte azul intenso observado por mí hasta entonces; tenía un color blanco agrisado y un brillo que deslumbraba los ojos. La convexidad del Océano era tan evidente, que toda la masa de sus aguas lejanas parecía precipitarse con violenta rapidez en el abismo del horizonte, é instintivamente presté atento oido, esperando percibir los ecos de la poderosa catarata.

Las islas no estaban ya visibles, bien porque hubiesen quedado detrás del horizonte hacia el Sudeste, ó ya porque mi mayor elevación las hubiera puesto fuera del alcance de mi vista: no me era posible determinarlo, pero me inclinaba en favor de esta última opinión. La faja de hielo, al Norte, era cada vez más aparente; el frío habia perdido mucho de su intensidad; no me ocurrió nada nuevo, y pasé el día leyendo, pues no olvidé los libros al emprender mi excursión. Abril.—He contemplado el singular fenómeno del sol levante, cuando toda la superficie visible de la tierra estaba sumergida en las tinieblas aún; pero la luz comenzó á difundirse sobre todas las cosas y volví á ver la línea de los hielos por el Norte; entonces era muy distinta y parecia de un tono más oscuro que las aguas del Océano. Evidentemente me acercaba con la mayor rapidez. Imaginé que divisaba todavía una faja de tierra hacia el Este, y otra en la dirección Oeste; pero no me fué posible asegurarme. Temperatura moderada; no ha ocurrido nada importante este día, y me acuesto temprano. Abril.—Me ha sorprendido mucho hallar la faja de hielo á una distancia moderada, llamándome la atención un inmenso campo de hielo que se extendia hacia el Norte. Era evidente que el globo conservaba su misma posición; de modo es que debía llegar muy pronto á la altura del Océano boreal, y por lo tanto, tenía grandes esperanzas de ver el polo. Durante todo el día continué acercándome á los hielos.

A la caida de la noche, los límites de mi horizonte se agrandaron de improviso y muy sensiblemente, lo cual se debía sin la menor duda á la forma de nuestro planeta, que es la de un esferoide aplanado. Al fin, cuando las tinieblas me invadieron, me acosté con mucha ansiedad, temiendo pasar sobre un punto tan curioso sin poder observarle bien. Abril.—Me levanté temprano, y con mucha alegría contemplé lo que vacilaba en considerar como el mismo polo Norte. Allí estaba, sin duda alguna, directamente bajo mis pies; pero jay! entonces me hallaba á tan inmensa elevación, que no podía distinguir nada con claridad. A juzgar por la progresión de las cifras que indicaban mis diversas alturas en diferentes momentos, desde el 2 de Abril á las ó de la mañana hasta las 9 menos 20 minutos de la misma (instante en que el mercurio volvió á caer en la cubeta del barómetro) había seguramente motivo para suponer que el globo debía haber alcanzado en aquel momento—7 Abril á las 4 de la madrugada—una altura de 7,254 millas, por lo menos, sobre el nivel del mar. Esta elevación puede parecer enorme; pero el cálculo en que se basaba dábame sin duda un resultado muy inferior á la realidad. De todos modos era evidente que tenía á la vista la totalidad del mayor diámetro terrestre; todo el hemisferio norte se extendía debajo de mí como un inmenso mapa en relieve, y el gran círculo mismo del ecuador formaba la linea fronteriza de mi horizonte.

Vuestras Excelencias, sin embargo, comprenderán fácilmente que las regiones sin explorar aún, y confinadas en los limites del circulo ártico, aunque se hallaban directamente debajo de mí, estaban demasiado lejos del punto de observación para que pudiese practicar un minucioso examen.

Sin embargo, lo que yo veia era de una naturaleza singular é interesante. Al norte de la inmensa faja citada, que se podría definir, salvo una ligera restricción, como límite de la exploración humana en esas regiones, seguia extendiéndose sin interrupción, ó por lo menos muy pequeña una sábana de hielo. Desde su principio, la superficie de aquel mar helado se deprime marcadamente; más lejos parece plano; y por úlmo llega á ser singularmente cóncavo, terminándose en el polo mismo por una cavidad central circular, cuyos bordes se marcan bien, y cuyo diámetro aparente indicaba entonces, respecto á mi globo, un ángulo de 65 segundos, poco más o menos. En cuanto al color, era oscuro, de diversa intensidad, siempre más sombrío que ningún punto del hemisferio visible, y llegando á veces al negro: más allá era difícil distinguir cosa alguna. A las siete de la tarde, el globo pasaba hacia la orilla oeste de los hielos, deslizándose rápidamente en dirección al ecuador. Abril.—He observado una sensible disminución en el diametro aparente de la tierra, y un cambio positivo en su color y aspecto general. Toda la superficie visible presentaba entonces, en diversos grados, un tinte amarillo pálido, y en ciertas partes tenía un brillo casi doloroso para los ojos. La densidad de la atmósfera me molestaba mucho para ver bien; y entre las masas de nubes apenas me era posible distinguir el planeta de vez en cuando. En las últimas cuarenta y ocho horas aquel obstáculo me impidió la observación; y como la altura á que me hallaba era excesiva, confundíame con aquellas masas flotantes de vapor, y el inconveniente aumentaba á medida que ascendía.

No obstante, pude reconocer sin dificultad que el globo se cernía entonces sobre el grupo de los grandes lagos de la América del Norte, corriéndose directamente hacia el Sud, lo cual debía conducirme muy pronto en dirección á los trópicos.

Esta circunstancia fué para mí altamente satisfactoria, y consideréla como un feliz presagio de mi triunfo. A decir verdad, la dirección que había tomado hasta entonces me inquieto, pues era evidente que si la hubiera seguido largo tiempo, no me habría sido posible llegar á la luna, cuya órbita no está inclinada sobre la ecliptica sino en un pequeño ángulo de 5º 8' 48".

Por extraño que esto parezca, hasta aquel periodo tardío no comencé á comprender la gran falta que había cometido al no partir de algún punto terrestre situado en el plano de la elipse lunar. Abril.—El diámetro de la tierra ha disminuido hoy mucho, y la superficie adquiere por momentos un tinte amarillo más pronunciado. El globo se ha deslizado siempre en linea recta hacia el sud, llegando á las 9 de la noche sobre la costa norte del golfo de Méjico. Abril.—Un ruido sordo, un crugido terrible que no me podía explicar en manera alguna, me despertó de improviso á las cinco de la mañana; fué breve, pero mientras duró, no se parecía á ninguno de los ruidos que jamás oyera. Inútil parece decir que esto me alarmó mucho, pues al pronto crei que el globo se desgarraba; pero al examinar todo el aparejo atentamente, no encontré el menor desperfecto. He pasado la mayor parte del día haciendo conjeturas sobre tan extraordinario accidente, pero sin hallar una explicación satisfactoria. Me acosté muy descontento, poseído de la mayor ansiedad. Abril.—He observado una disminución sensible en el diámetro aparente de la tierra, y un acrecentatamiento considerable, por primera vez, en el de la luna. Entonces fué un penoso trabajo para mí condensar en la cámara el suficiente aire atmosférico para la conservación de la vida. Abril.—Se ha verificado un cambio singular en la dirección del globo, y aunque ya le esperaba, he experimentado el mayor placer. En su dirección primera había llegado al vigésimo paralelo de latitud sur, y ha girado bruscamente hacia el Este, en angulo agudo, siguiendo esta ruta todo el día, y manteniéndose poco más o menos en el plano exacto de la elipse lunar. Lo más digno de notarse era que este cambio ocasionaba una oscilación muy sensible de la barquilla, oscilación que duró algunas horas en mayor o menor grado. Abril.—Me ha ocasionado otra vez mucha inquietud la repetición de aquel crugido que me atemorizó el 10, sin que aún pueda explicarme la causa de una manera satisfactoria. Observo notable decrecimiento en el diámetro aparente de la tierra; que subtiende respecto al globo un ángulo de 25 grados; y en cuanto á la luna, érame imposible verla, porque estaba casi en mi zenit. Avanzaba siempre en el plano de la elipse, pero progresando poco hacia el Este. Abril.—Disminución excesivamente rápida en el diámetro de la tierra. Hoy me ha impresionado mucho la idea de que el globo avanzaba por la línea de los apsides, remontando hacia el perigeo, ó en otros términos, que seguía directamente el camino que debía conducirle á la luna en esta parte de su órbita, la más próxima á la tierra. La luna estaba sobre mi cabeza, y de consiguiente invisible para mí. Siempre me ocupa el enojoso é indispensable trabajo para condensar la atmósfera.

Abril.—Ni siquiera podía distinguir claramente en el planeta los contornos de los continentes y de los mares. Hacia el medio día me inquietó por tercera vez ese ruido espantoso que tanto me asombrara antes; pero duró más, y fue mayor su intensidad. Poseido de terror, esperaba temblando alguna terrible destrucción, cuando la barquilla osciló con violencia suma, y junto al globo vi pasar una masa de materia, gigantesca, inflamada y rugiendo como el fragor de mil truenos, sin dejarme tiempo de ver lo que era. Cuando me recobré de mi admiración y espanto, supuse naturalmente que aquello debía ser algún enorme fragmento volcánico desprendido de aquel mundo á que me acercaba con tanta rapidez, y sin duda un pedazo de esas singulares sustancias recogidas á veces en la tierra, que se llaman aerolitos, á falta de un nombre más preciso. Abril,—Al mirar hoy hacia arriba, en cuanto me era posible, por cada una de las dos ventanas laterales, ví, con mucha satisfacción, una parte muy pequeña del disco lunar que avanzaba, por decirlo así, mas allá de la vasta circunferencia de mi globo. Mi agitación fue extremada, pues apenas me cabia ya duda que iba á llegar muy pronto al fin de mi peligroso viaje.

A decir verdad, el trabajo que exigia entonces el condensador se acrecentó hasta el punto de ser intolerable, sin dejarme apenas punto de reposo. Ya no debía pensar en dormir; sentía un malestar indecible, y todo mi sér desfallecia; la naturaleza humana no podía soportar más tiempo semejante padecer. Durante el intervalo de las tinieblas, muy corto ahora, otra piedra meteórica pasó de nuevo cerca del globo, y la frecuencia de estos fenómenos comenzó á inquietarme. Abril.—Esta mañana debe ser memorable en mi expedición. Se recordará que el 13 la tierra subtendia relativamente á mí un ángulo de 25 grados; el 14 había
disminuído éste mucho; el 15, más aún; y el 16, antes de acostarme, calculé que no era más que de 7 grados 15 minutos. Imaginese, pues, cuál sería mi asombro cuando al despertarme en la mañana del 17, después de un breve sueño agitado, vi que la superficie planetaria colocada debajo de mi había aumentado de una manera tan inopinada y espantosa, que su diametro aparente subtendía un ángulo de 39 grados al menos. Quedé como herido del rayo; ninguna palabra podría dar idea exacta del asombro, del estupor que me sobrecogió; mis piernas vacilaron, estremecime de pies á cabeza, y erizóseme el cabello.—¡El globo ha reventado!—Esta fué la primera idea que cruzó por mi mente; no había la menor duda. ¡Tal vez caía ya en aquel momento con la más impetuosa é incomparable velocidad! A juzgar por el inmenso espacio recorrido ya con tal rapidez, debía encontrar la superficie de la tierra dentro de diez minutos. ¡Dentro de diez minutos quedaría aniquilado, destrozado!

Pero al fin la reflexión vino en mi auxilio; medité y comencé á dudar. La cosa era imposible; de ningún modo podía haber bajado tan rápidamente; y además; aunque me acercase á la superficie situada debajo de mí, mi verdadera velocidad no estaba de ningún modo en relación con la espantosa rapidez que había imaginado al principio.

Estas reflexiones calmaron la perturbación de mis ideas, y pasé á considerar el fenómeno bajo su verdadero punto de vista. Era preciso que mi asombro me hubiese privado del ejercicio de mis sentidos para que no echase de ver la inmensa diferencia que había entre el aspecto de la superficie que estaba debajo de mí y la de mi planeta natal. Esta última se hallaba, pues, sobre mi cabeza y del todo oculta por el globo; mientras que la luna—la luna misma en toda su gloria, —se extendía debajo de mi: la tenia á mis pies.

El asombro y el estupor producidos en mi espiritu por aquel extraordinario cambio en la situación de las cosas eran tal vez, bien mirado, lo más inexplicable en mi aventura, pues aquella inversión, no sólo era natural en sí é inevitable, sino que hacía largo tiempo habiala previsto, considerandola como una simple circunstancia, como una consecuencia que debía producirse cuando llegara al punto exacto en que la atracción del planeta sería reemplazada por la del satélite, ó en otros términos, cuando la gravitación del globo hacia la tierra fuese menos poderosa que su gravitación hacia la luna.

Cierto que salía de un profundo sueño, que todos mis sentidos estaban aún trastornados cuando me encontré de pronto ante un fenómeno de los más sorprendentes, un fenómeno que esperaba y no esperaba en aquel momento.

La revolución misma debía haberse verificado naturalmente de la manera más suave y gradual, y es positivo que, aunque me hubiese despertado en el momento en que se efectuó, me habría parecido hallarme en sentido inverso, sin notar síntoma alguno interior del cambio de posición, es decir, una molestia, una perturbación cualquiera en mi persona ó en mi aparato. Es casi inútil decir que al darme cuenta de mi situación, y una vez libre del terror que absorbió todas las facultades de mi alma, me fijé tan sólo en la contemplación del aspecto general de la luna. Desarrollábase debajo de mí como una inmensa carta geográfica, y aunque se hallase todavía á considerable distancia, á mi modo de ver, las asperidades de la superficie se marcaban con una claridad muy singular, que no podía explicarme. La falta completa de océano, de mar, y hasta de lagos y ríos, me llamó la atención desde luego, como el carácter más extraordinario de su condición geológica.

Sin embargo ¡cosa extraña! veía vastas regiones planas, de carácter positivamente aluvial, aunque la mayor parte del hemisferio visible estuviese cubierto de innumerables montañas volcánicas en forma de conos, que más bien tenían el aspecto de eminencias formadas por el arte que de salientes naturales. La más alta no excedía de tres millas tres cuartos de elevación perpendicular; pero un mapa de las regiones volcánicas de los Campi Phlegroei daría á Vuestras Excelencias mejor idea de la superficie general que cualquiera descripción, siempre defectuosa, que yo trate de hacer. La mayor parte de esas montañas se hallaban evidentemente en estado de erupción, y dábanme una terrible idea de su furiosa violencia por las piedras que lanzaban, impropiamente llamadas meteóricas, que partiendo de abajo, pasaban junto al globo con una frecuencia y velocidad espantosas. Abril.—Hoy he observado un aumento enorme en el volumen aparente de la luna, y la rapidez de mi descenso ha comenzado á inquietarme. Ya se recordará que al principio, cuando comencé á soñar en la posibilidad de un paso hacia la luna, entró por mucho en mis cálculos la hipótesis de una atmósfera ambiente, cuya densidad debia ser proporcionada al volumen del planeta; y esto á despique de muchas teorías contrarias, y hasta á pesar de la preocupación universal, que no admite la existencia de una atmósfera lunar cualquiera. Sin embargo, además de las ideas que ya emiti respecto al cometa de Encke y á la luz zodiacal, lo que me confirmaba en mi opinión eran ciertas indicaciones de M. Shroeter, y de Lilienthal. Este sabio observó la luna por la noche, poco después de ponerse el sol, antes que la parte oscura se hiciese visible, y continuó examinándola hasta que dicha parte llegó á serlo. Los dos cuernos parecían afilarse, formando una especie de prolongación muy aguda, cuya extremidad estaba ligeramente bañada por los rayos solares cuando una parte del hemisferio oscuro no se veía; y poco tiempo después, todo el borde sombrio se iluminó. Yo pensé que aquella prolongación de los cuernos más allá del semicirculo reconocía por causa la refracción de los rayos del sol por la atmósfera de la luna; y calculé también que la altura de esta atmósfera (que podía refractar bastante luz en su hemisferio oscuro para producir un crepúsculo más luminoso que la luz reflejada por la tierra cuando la luna se halla á unos 32 grados de su conjunción), debía ser de 1356 pies de rey. Según esto, supuse que la mayor elevación capaz de refractar el rayo solar era de 5376 pies.

Mis ideas sobre este punto se confirmaban también con un pasaje del tomo 82 de las Transacciones filosóficas, en el cual se dice que, al efectuarse una ocultación de los satélites de Júpiter, el tercero desapareció después de mantenerse invisible uno ó dos segundos, y que el cuarto no se pudo distinguir al acercarse al limbo (1).

Yo había fundado en la resistencia mi esperanza de (1) Hevelius escribe que algunas veces observó en cielos muy serenos, donde hasta las estrellas de sexta y séptima magnitud brillaban visiblemente, que, supuesta la misma altura de la luna, igual alejamiento de la tierra, y el mismo telescopio, el astro y sus manchas no aparecían siempre tan luminosas. Dadas estas circunstancias, es evidente que la causa del fenómeno no reside en nuestra atmósfera ni en el telescopio, ni en la luna, ni en el ojo del observador, por lo cual debe buscarse en alguna cosa (una atmósfera?) existente al rededor de la luna.

Casini ha observado á menudo que en el momento de quedar ocultos por la luna Saturno, Júpiter y las estrellas fijas, cambiaban su forma circular, tomando la oval; y en otras ocultaciones no sorprendió ningún cambio en aquella. Se podría inferir, de consiguiente, que en algunos casos, pero no siempre, la luna está envuelta en una materia densa, en la cual se refractan los rayos de las estrellas.—E. P.

bajar sano y salvo, ó mejor dicho, en el apoyo de una atmósfera existente en estado de densidad hipotética.

Por lo demás, si había hecho una conjetura absurda, debía suponer que el desenlace de mi excursión sería quedar pulverizado contra la áspera superficie del satélite: en una palabra, tenía mil razones para estar atemorizado.

La distancia que me separaba de la luna era comparativamente insignificante; pero el trabajo exigido por el condensador no había disminuido en nada, ni veía indicio alguno de densidad creciente en la atmósfera. Abril.—Esta mañana, á eso de las nueve, hallandome espantosamente cerca de la superficie lunar, y cuando mi inquietud llegaba á su colmo, he observado con mucha alegría que el pistón del condensador daba señales evidentes de una alteración en la atmósfera.

A las diez tuve motivos para creer que su densidad habia aumentado considerablemente; á las once, el aparato exigía sólo un trabajo muy ligero; á medio día me aventuré, no sin alguna vacilación, á aflojar el torniquete, y al ver que no daba ningún mal resultado, abrí con resolución la cámara de cautchuc y descubrí la barquilla. Como ya debía esperarlo, una violenta migraña, acompañada de espasmos, fué la consecuencia inmediata de un experimento tan precipitado y lleno de peligros; pero como estos y otros inconvenientes para la respiración no eran de tal carácter que pusieran mi vida en peligro, me resigué á sufrirlos, tanto más cuanto que tenía motivos para esperar que desaparecerian progresivamente, pues á cada minuto me aproximaba á las capas más densas de la atmósfera lunar. Sin embargo, mi aproximación se efectuaba con impetuosidad excesiva, y bien pronto quedó demostrado cosa muy alarmante para mí que si no me engañaba, probablemente, al contar con una atmósfera cuya densidad debía ser proporcional al volumen del satélite, me habia equivocado mucho, sin embargo, al suponer que esa densidad, aun en la superficie, seria suficiente para soportar el inmenso peso contenido en la barquilla de mi globo. Tal hubiera debido ser el caso, exactamente como en la superficie de la tierra, si suponemos que en uno y otro planeta la verdadera gravitación del cuerpo está en razón de la densidad atmosférica; mas no era así; y mi precipitada caída lo demostraba suficientemente. Pero ¿por qué?

No se podía explicar esto sino teniendo en cuenta esas perturbaciones geológicas que ya enuncié hipotéticamente.

Como quiera que sea, tocaba casi en el planeta, y caí con la más terrible impetuosidad. He aquí por qué, sin perder un minuto, arrojé todo mi lastre, mis barricas de agua, mi aparato condensador, mi saco de cautchuc, y, en fin, todos los artículos contenidos en la barquilla; pero todo esto no sirvió de nada. Caia siempre con espantosa rapidez, y bien pronto me hallé á media milla de la superficie. Como expediente supremo, me despojé de mi paletó, del sombrero y de las botas; desprendí también la barquilla, que no pesaba poco; y cogiéndome á la red con ambas manos, apenas tuve tiempo de observar que todo el país, en cuanto mi vista alcanzaba, estaba lleno de viviendas liliputienses. Un momento después caia como una bala en el centro mismo de una ciudad de aspecto fantástico, y en medio de una multitud de seres pequeños, ninguno de los cuales pronunció una sílaba ni se molestó en lo más mínimo para auxiliarme. Todos estaban con las manos en las caderas, gesticulando como idiotas de la manera más ridícula, y, mirándome de través. Separéme de ellos con profundo desdén, y levantando la vista hacia la tierra que acababa de abandonar, de la cual me había desterrado tal vez para siempre, diviséla bajo la forma de un inmenso y sombrío escudo de cobre, de un diámetro de dos grados poco más o menos, fijo é inmóvil en el cielo, y guarnecido en uno de sus bordes de una media luna de brillante oro. No se descubría ninguna señal de mar ni de continente, y el conjunto presentaba manchas variables, cruzadas por las zonas tropicales y ecuatorial, como por otras tantas fajas.

Así, pues, me permitiré manifestar á Vuestras Excelencias, que después de una larga serie de angustias é indecibles peligros, llegué al fin sano y salvo, á los diez y nueve días de mi salida de Rotterdam, al término del viaje más extraordinario é importante que jamás se emprendió y efectuó, ni siquiera se concibió por un ciudadano cualquiera de vuestro planeta. Réstame sólo referir mis aventuras, pues Vuestras Excelencias comprenderán fácilmente que después de residir cinco años en un planeta que, tan interesante ya de por si, lo es doblemente por su íntimo parentesco, en calidad de satélite, con el mundo habitado por el hombre, puedo ya mantener con el Colegio Nacional Astronómico correspondencias secretas de mayor importancia que los simples detalles, por sorprendentes que sean, del viaje llevado á cabo con tanta felicidad.

Tal es, en suma, la verdadera cuestión. Tengo muchas cosas que decir, y sería para mí un verdadero placer comunicaroslas. He de hablar extensamente sobre el clima de ese planeta, sus asombrosas alternativas de frío y de calor, su claridad solar, que dura quince días, implacable y brillante; de su temperatura glacial, más que polar, que se siente en la otra quincena; de una traslación constante de humedad, efectuada por destilación, como en el vacio, desde el punto situado bajo el sol hasta el más lejano; de la raza misma de los habitantes, sus usos y costumbres y sus instituciones políticas; de su organismo particular, su fealdad, su falta de orejas, apéndices superfluos en una atmósfera tan singularmente modificada; de su ignorancia sobre el uso y las propiedades del lenguaje, y el singular método de comunicación que reemplaza la palabra; de la incomprensible relación que une á cada ciudadano de la luna con otro del globo terraqueo, relación análoga que rige igualmente los movimientos del planeta y del satélite, por el cual las existencias y destinos de los habitantes del uno están enlazados con los del otro; y por último, si no lo llevan á mal Vuestras Excelencias, les hablaré muy particularmente de los sombríos y horribles misterios relegados á las regiones del otro hemisferio lunar, regiones que, gracias á la concordancia casi milagrosa de la rotación del satélite sobre su eje con su revolución sideral al rededor de la tierra, no se han vuelto jamás hacia nosotros, y á Dios gracias, no se expondrán nunca á la curiosidad de los telescopios humanos.

He aqui todo lo que desearía referiros, todo esto y mucho más aún; pero si he de hacerlo reclamo mi recompensa. Aspiro á volver al seno de mi familia y á mi casa; y como precio de mis comunicaciones ulteriores, y teniendo en cuenta la luz que puedo hacer, si tal me place, sobre diversos ramos importantes de las ciencias fisicas y metafisicas, solicito que, por la influencia de vuestra digna corporación, se me perdone el crimen de que me hice culpable al abandonar la ciudad de Rotterdam. El portador de la presente, habitante de la luna que ha tenido á bien servirme de mensajero en la tierra, y á quien he dado las instrucciones necesarias, esperará la contestación de VV. EE. y me traerá la gracia solicitada si hay medio de obtenerla.

Tengo el honor de ofrecerme fiel y humilde servidor de Vuestras Excelencias.

HANS PFAALL.

Al terminar la lectura de este extraño documento, el profesor Rudabub, mudo de sorpresa, dejó caer su pipa en tierra, según dicen; mientras que Mynheer Superbus Von Underduk, después de limpiar sus antiparras y guardarlas en el bolsillo, olvidó su dignidad hasta el punto de hacer tres piruetas, estupefacto y poseido del mayor asombro.

Se obtendría la gracia; esto era indudable, ó por lo menos así lo prometió el buen profesor Rudabub: jurólo profiriendo un voto enérgico; y tal fué decididamente la opinión del ilustre Von Underduk, quien cogiendo del brazo á su colega recorrió la mayor parte del camino hacia su casa sin pronunciar una palabra, para deliberar sobre medidas urgentes. Sin embargo, llegado á la puerta del domicilio, el profesor sugirió la idea de que, habiendo desaparecido el mensajero (aterrado sin duda por el aspecto de los ciudadanos de Rotterdam), el perdón no serviría de gran cosa, puesto que sólo un habitante de la luna podía emprender tan lejano viaje.

Ante una observación tan sensata, el burgomaestre debió ceder, y el asunto no tuvo más consecuencias; mas no pudieron evitarse los rumores y las conjeturas. La carta fué publicada y dió origen á una infinidad de opiniones y cuentos. Algunos hombres por demás juiciosos llegaron hasta el punto de ridiculizar la cosa, presentándola como una pura invención, como un canard; pero creo que esta palabra es para esa gente un término general que aplican á todas las materias cuando su inteligencia no puede penetrarlas. En cuanto á mí, comprendo en qué han fundado semejante acusación. Veamos lo que dicen: Ante todo, que algunos farsantes de Rotterdam profesan ciertas antipatías especiales contra determinados burgomaestres y astrónomos.

Secundo: que un enano extravagante, escamoteador de oficio, cuyas orejas habían sido cortadas en castigo de alguna falta, habia desaparecido hacía algunos dias de la inmediata ciudad de Brujas.

Tertio: que las gacetas pegadas al rededor del pequeño globo eran de Holanda, y de consiguiente no se podían haber fabricado en la luna: eran papeles sucios: muy grasosos; y el impresor Gluck juraba por la Biblia que aquellos diarios se habian tirado en Rotterdam.

Quarto: que se había visto dos o tres días antes al mismo Hans Pfaall, el vil borracho, con los tres bribones á quienes llamaba sus acreedores, en una taberna mal afamada de los arrabales, cuando volvían de una expedición con los bolsillos llenos de dinero.

Y por último, que es opinión generalmente admitida, ó que debe serlo, que el Colegio de los astrónomos de Rotterdam, así como todos los colegios astronómicos de las demás partes del mundo, no es ni mejor, ni más sabio, ni más ilustrado de lo que se necesita.