Aves sin nido/Primera Parte

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​Aves sin nido​ de Clorinda Matto de Turner
Primera Parte

Primera Parte

Capítulo I[editar]


 Era una mañana sin nubes, en que la Naturaleza, sonriendo de felicidad, alzaba el himno de adoración al Autor de su belleza.

 El corazón, tranquilo como el nido de una paloma, se entregaba a la contemplación del magnífico cuadro.

 La plaza única del pueblo de Kíllac mide trescientos catorce metros cuadrados, y el caserío se destaca confundiendo la techumbre de teja colorada, cocida al horno, y la simplemente de paja con alares de palo sin labrar, marcando el distintivo de los habitantes y particularizando el nombre de casa para los notables y choza para los naturales.

 En la acera izquierda se alza la habitación común del cristiano, el templo, rodeado de cercos de piedra, y en el vetusto campanario de adobes, donde el bronce llora por los que mueren y ríe por los que nacen, anidan también las tortolillas cenicientas de ojos de rubí, conocidas con el gracioso nombre de cullcu. El cementerio de la iglesia es el lugar donde los domingos se conoce a todos los habitantes, solícitos concurrentes a la misa parroquial, y allí se miente y se murmura de la vida del prójimo como en el tenducho y en la era, donde se trilla la cosecha en medio de la algazara y el copeo.

 Caminando al Sur media milla, escasamente medida, se encuentra una preciosa casa-quinta notable por su elegancia de construcción, que contrasta con la sencillez de la del lugar; se llama «Manzanares», fue propiedad del antiguo cura de la doctrina, don Pedro de Miranda y Claro, después obispo de la diócesis, de quien la gente deslenguada hace referencias no santas, comentando hechos realizados durante veinte años que don Pedro estuvo a la cabeza de la feligresía, época en que construyó «Manzanares», destinada, después, a residencia veraniega de Su Señoría Ilustrísima.

 El plano alegre rodeado de huertos, regado por acequias que conducen aguas murmuradoras y cristalinas, las cultivadas pampas que le circundan y el río que le baña, hace de Kíllac una mansión harto poética.

 La noche anterior cayó una lluvia acompañada de granizo y relámpagos, y, descargada la atmósfera dejaba aspirar ese olor peculiar a la tierra mojada en estado de evaporación: el sol, más riente y rubicundo, asomaba al horizonte, dirigiendo sus rayos oblicuos sobre las plantas que, temblorosas, lucían la gota cristalina que no alcanzó a caer de sus hojas. Los gorriones y los tordos, esos alegres moradores de todo clima frío, saltaban del ramaje al tejado, entonando notas variadas y luciendo sus plumas reverberantes.

 Auroras de diciembre espléndidas y risueñas, que convidan al vivir: ellas, sin duda, inspiran al pintor y al poeta de la patria peruana.



Capítulo II[editar]


 En aquella mañana descrita, cuando recién se levantaba el sol de su tenebroso lecho, haciendo brincar, a su vez, al ave y a la flor, para saludarle con el vasallaje de su amor y gratitud, cruzaba la plaza un labrador arreando su yunta de bueyes, cargado de los arreos de labranza y la provisión alimenticia del día. Un yugo, una picana1 y una coyunta2 de cuero para el trabajo, la tradicional chuspa3 tejida de colores, con las hojas de coca y los bollos de llipta4 para el desayuno.

 Al pasar por la puerta del templo, se sacó reverente la monterilla franjeada, murmurando algo semejante a una invocación: y siguió su camino, pero, volviendo la cabeza de trecho en trecho, mirando entristecido la choza de la cual se alejaba.

 ¿Eran el temor o la duda, el amor o la esperanza, los que agitaban su alma en aquellos momentos?

 Bien claro se notaba su honda impresión.

 En la tapia de piedras que se levanta al lado Sur de la plaza, asomó una cabeza, que, con la ligereza del zorro, volvió a esconderse detrás de las piedras, aunque no sin dejar conocer la cabeza bien modelada de una mujer, cuyos cabellos negros, largos y lacios, estaban separados en dos crenchas, sirviendo de marco al busto hermoso de tez algo cobriza, donde resaltaban las mejillas coloreadas de tinte rojo, sobresaliendo aún más en los lugares en que el tejido capilar era abundante.

 Apenas húbose perdido el labrador en la lejana ladera de Cañas, la cabeza escondida detrás de las tapias tomó cuerpo saltando a este lado. Era una mujer rozagante por su edad, y notable por su belleza peruana. Bien contados tendría treinta años, pero su frescura ostentaba veintiocho primaveras a lo sumo. Estaba vestida con una pollerita5 flotante de bayeta azul oscuro y un corpiño de pana café, adornado al cuello y bocamangas con franjas de plata falsa y botones de hueso, ceñía su talle.

 Sacudió lo mejor que pudo la tierra barrosa que cayó sobre su ropa al brincar la tapia y en seguida se dirigió a una casita blanquecina cubierta de tejados, en cuya puerta se encontraba una joven, graciosamente vestida con una bata de granadina color plomo, con blondas de encaje, cerrada por botonadura de concha de perla, que no era otra que la señora Lucía, esposa de don Fernando Marín, matrimonio que había ido a establecerse temporalmente en el campo.

 La recién llegada habló sin preámbulos a Lucía y le dijo:

 -En nombre de la Virgen, señoracha6, ampara el día de hoy a toda una familia desgraciada. Ese que ha ido al campo cargado con las cacharpas7 del trabajo, y que pasó junto a ti, es Juan Yupanqui, mi marido, padre de dos muchachitas. ¡Ay señoracha!, él ha salido llevando el corazón medio muerto, porque sabe que hoy será la visita del reparto, y como el cacique hace la faena del sembrío de cebada, tampoco puede esconderse porque a más del encierro sufriría la multa de ocho reales por la falla, y nosotros no tenemos plata. Yo me quedé llorando cerca de Rosacha que duerme junto al fogón de la choza y de repente mi corazón me ha dicho que tú eres buena; y sin que sepa Juan vengo a implorar tu socorro, por la Virgen, señoracha, ¡ay, ay!

 Las lágrimas fueron el final de aquella demanda, que dejó entre misterios a Lucía, pues residiendo pocos meses en el lugar, ignoraba las costumbres y no apreciaba en su verdadero punto la fuerza de las cuitas de la pobre mujer, que desde luego despertaba su curiosidad.

 Era preciso ver de cerca aquellas desheredadas criaturas, y escuchar de sus labios, en su expresivo idioma, el relato de su actualidad, para explicarse la simpatía que brota sin sentirlo en los corazones nobles, y cómo se llega a ser parte en el dolor, aun cuando sólo el interés del estudio motive la observación de costumbres que la mayoría de peruanos ignoran y, que lamenta un reducido número de personas.

 En Lucía era general la bondad, y creciendo desde el primer momento el interés despertado por las palabras que acababa de oír, preguntó:

 -¿Y quién eres tú?

 -Soy Marcela, señoracha, la mujer de Juan Yupanqui, pobre y desamparada -contestó la mujer secándose los ojos con la bocamanga del jubón o corpiño.

 Lucía púsole la mano sobre el hombro con ademán cariñoso, invitándola a pasar y tomar descanso en el asiento de piedras que existe en el jardín de la casa blanca.

 -Siéntate, Marcela, enjuga tus lágrimas que enturbian el cielo de tu mirada, y, hablemos con calma -dijo Lucía, vivamente interesada en conocer a fondo las costumbres de los indios.

 Marcela calmó su dolor, y, acaso con la esperanza de su salvación, respondió con minucioso afán al interrogatorio de Lucía y fue cobrando confianza tal, que la habría contado hasta sus acciones reprensibles, hasta esos pensamientos malos, que en la humanidad son la exhalación de los gérmenes viciosos. Por eso en dulce expansión le dijo:

 -Como tú no eres de aquí, niñay8, no sabes los martirios que pasamos con el cobrador, el cacique y el tata cura9, ¡ay!, ¡ay! ¿Por qué no nos llevó la Peste a todos nosotros, que ya dormiríamos en la tierra?

 -¿Y por qué te confundes, pobre Marcela? -interrumpió Lucía-. Habrá remedio; eres madre y el corazón de las madres vive en una sola tantas vidas como hijos tiene.

 -Sí, niñay -replicó Marcela-, tú tienes la cara de la Virgen a quien rezamos el Alabado y por eso vengo a pedirle. Yo quiero salvar a mi marido. Él me ha dicho al salir: «Uno de estos días he de arrojarme al río porque ya no puedo con mi vida, y quisiera matarte a ti antes de entregar mi cuerpo al agua», y ya tú ves, señoracha, que esto es desvarío.

 -Es pensamiento culpable, es locura, ¡pobre Juan! -dijo Lucía con pena, y dirigiendo una mirada escudriñadora a su interlocutora, continuó-: Y ¿qué es lo más urgente de hoy? Habla, Marcela, como si hablases contigo misma.

 -El año pasado -repuso la india con palabra franca-, nos dejaron en la choza diez pesos para dos quintales de lana. Ese dinero lo gastamos en la Feria comprando estas cosas que llevo puestas, porque Juan dijo que reuniríamos en el año vellón a vellón, mas esto no nos ha sido posible por las faenas, donde trabaja sin socorro; y porque muerta mi suegra en Navidad, el tata cura nos embargó nuestra cosecha de papas por el entierro y los rezos. Ahora tengo que entrar de mita10 a la casa parroquial, dejando mi choza y mis hijas, y mientras voy, ¿quién sabe si Juan delira y muere? ¡Quién sabe también la suerte que a mí me espera, porque las mujeres que entran de mita salen... mirando al suelo!

 -¡Basta!, no me cuentes más -interrumpió Lucía, espantada por la gradación que iba tomando el relato de Marcela, cuyas últimas palabras alarmaron a la candorosa paloma, que en los seres civilizados no encontraba más que monstruos de codicia y aun de lujuria.

 -Hoy mismo hablaré con el gobernador y con el cura, y tal vez mañana quedarás contenta -prometió la esposa de don Fernando, y agregó como despidiendo a Marcela-: Anda ahora a cuidar de tus hijas, y cuando vuelva Juan tranquilízalo, cuéntale que has hablado conmigo, y dile que venga a verme.

 La india, por su parte, suspiraba satisfecha por primera vez en su vida.

 Es tan solemne la situación del que en la suprema desgracia encuentra una mano generosa que le preste apoyo, que el corazón no sabe si bañar de lágrimas o cubrir de besos la mano cariñosa que le alargan, o sólo prorrumpir en gritos de bendición. Eso pasaba en aquellos momentos en el corazón de Marcela.

 Los que ejercitan el bien con el desgraciado no pueden medir nunca la magnitud de una sola palabra de bondad, una sonrisa de dulzura que para el caído, para el infeliz, es como el rayo de sol que vuelve la vida a los miembros entumecidos por el hielo de la desgracia.



Capítulo III[editar]


 En las provincias donde se cría la alpaca11, y es el comercio de lanas la principal fuente de riqueza, con pocas excepciones, existe la costumbre del reparto antelado que hacen los comerciantes potentados, gentes de las más acomodadas del lugar.

 Para los adelantos forzosos que hacen los laneros, fijan al quintal de lana un precio tan ínfimo, que el rendimiento que ha de producir el capital empleado excede del quinientos por ciento; usura que, agregada a las extorsiones de que va acompañada, casi da la necesidad de la existencia de un infierno para esos bárbaros. Los indios propietarios de alpacas emigran de sus chozas en las épocas de reparto, para no recibir aquel dinero adelantado, que llega a ser para ellos tan maldito como las trece monedas de Judas. ¿Pero el abandono del hogar, la erraticidad en las soledades de las encumbradas montañas, los pone a salvo? No...

 El cobrador, que es el mismo que hace el reparto, allana la choza, cuya cerradura endeble, en puerta hecha de vaqueta, no ofrece resistencia: deja sobre el batán el dinero, y se marcha enseguida, para volver al año siguiente con la lista ejecutoria, que es el único juez y testigo para el desventurado deudor forzoso.

 Cumplido el año se presenta el cobrador con su séquito de diez o doce mestizos, a veces disfrazados de soldados; y, extrae, en romana especial con contrapesos de piedra, cincuenta libras de lana por veinticinco. Y si el indio esconde su única hacienda, si protesta y maldice, es sometido a torturas que la pluma se resiste a narrar, a pesar de pedir venia para los casos en que la tinta varíe de color.

 La pastoral de uno de los más ilustrados obispos que tuvo la Iglesia peruana hace mérito de estos excesos, pero no se atrevió a hablar de las lavativas de agua fría que en algunos lugares emplean para hacer declarar a los indios que ocultan sus bienes. El indio teme aquello más aún que el ramalazo del látigo, y los inhumanos que toman por la forma el sentido de la ley, alegan que la flagelación está prohibida en el Perú, mas no la barbaridad que practican con sus hermanos nacidos en el infortunio.

 ¡Ah! Plegue a Dios que algún día, ejercitando su bondad, decrete la extinción de la raza indígena, que después de haber ostentado la grandeza imperial, bebe el lodo del oprobio. ¡Plegue a Dios la extinción, ya que no es posible que recupere su dignidad, ni ejercite sus derechos!

 El amargo llanto y la desesperación de Marcela al pensar en la próxima llegada del cobrador eran, pues, la justa explosión angustiosa de quien veía en su presencia todo un mundo de pobreza y dolor infamante.



Capítulo VI[editar]


 Lucía no era una mujer vulgar.

 Había recibido bastante buena educación, y la perspicacia de su inteligencia alcanzaba la luz de la verdad estableciendo comparaciones.

 De alta estatura y color medianamente tostado, lo que se llama en el país color perla; ojos hermosos sombreados por espesas pestañas y cejas aterciopeladas; llevaba además ese grande encanto femenino de una cabellera abundante y larga que, cuando deshecha, caía sobre sus espaldas como un manto de carey ondulado y brillante. Su existencia no marcaba todavía los veinte años, pero el matrimonio había dejado en su fisonomía ese sello de gran señora que tan bien sienta a la mujer joven cuando sabe hermanar la amabilidad de su carácter con la seriedad de sus maneras. Establecida desde un año atrás con su esposo en Kíllac, habitaba «la casa blanca», donde se había implantado una oficina para el beneficio de los minerales de plata que explotaba, en la provincia limítrofe, una compañía de la cual don Fernando Marín era accionista principal y, en la actualidad, gerente.

 Kíllac ofrece al minero y comerciante del interior la ventaja de ocupar un punto céntrico para las operaciones mercantiles en relación con las capitales de departamentos; y la bondad de sus caminos presta alivio a los peones que transitan cargados con los capachos del mineral en bruto, y a las llamas12 empleadas en el acarreo lento.

 Después de su entrevista con Marcela, Lucía se entregó a combinar un plan salvador para la situación de la pobre mujer, que era harto grave, atendidas sus revelaciones.

 Lo primero en que pensó fue en ponerse al habla con el cura y el gobernador, y con tal propósito les dirigió, a entrambos, un recadito suplicatorio solicitando de ellos una visita.

 La palabra de don Fernando en esos momentos podía ser eficaz para realizar los planes que debían ponerse en práctica inmediata, pero don Fernando había emprendido viaje a los minerales, de donde volvería después de muchas semanas.

 Una vez que Lucía resolvió llamar a casa a los personajes de cuyo favor necesitaba, púsose a meditar, intranquila, sobre la manera persuasiva como hablaría a aquellas notabilidades de provincia.

 -¿Y si no vienen? Iré en persona -se preguntó y respondió simultáneamente, con la rapidez del pensamiento que envuelve en sus giros la intención y la ejecución, y se puso a sacudir los muebles, arreglando esta y aquella silleta, hasta que, llegando junto a un sofá, tomó asiento y tornó a sus combinaciones de discurso en la forma más interesante, aunque sin los giros de retórica que habría necesitado para un caballero de ciudad.

 Entregada a este teje y desteje del pensamiento, sentía los minutos pesados, cuando tocaron a la puerta, y abriéndose suavemente el portón de vidrios dio paso al cura y al gobernador del poético pueblo de Kíllac.



Capítulo V[editar]


 Estatura pequeña, cabeza chata, color oscuro, nariz gruesa de ventanillas pronunciadamente abiertas, labios gruesos, ojos pardos y diminutos; cuello corto sujeto por una rueda hecha de mostacillas negras y blancas, barba rala y mal rasurada; vestido con una imitación de sotana de tela negra, lustrosa, mal tallada y peor atendida en el aseo, un sombrero de paja de Guayaquil en la mano derecha; tal era el aspecto del primer personaje, que se adelantó y, a quien saludó, la primera, Lucía, con marcadas manifestaciones de respeto, diciéndole:

 -Dios le dé santas tardes, cura Pascual.

 El cura Pascual Vargas, sucesor de don Pedro Miranda y Claro en la doctrina de Kíllac, inspiraba desde el momento serias dudas de que, en el Seminario, hubiese cursado y aprendido Teología ni Latín: idioma que mal se hospedaba en su boca, resguardada por dos murallas de dientes grandes, muy grandes y blancos. Su edad frisaba en los cincuenta años, y sus maneras acentuaban muy seriamente los temores que manifestó Marcela cuando habló de entrar al servicio de la casa parroquial, de donde, según la expresión indígena, las mujeres salían mirando al suelo.

 Para un observador fisiológico el conjunto del cura Pascual podía definirse por un nido de sierpes lujuriosas, prontas a despertar al menor ruido causado por la voz de una mujer.

 Por la mente de Lucía cruzó también enérgica la pregunta de cómo un personaje tan poco agraciado había podido llegar al más augusto de los ministerios; pues en sus convicciones religiosas estaba la sublimidad del sacerdocio que en la tierra desempeña el tutelaje del hombre, recibiéndolo en la cuna con las aguas del bautismo, depositando sus restos en la tumba con la lluvia del agua lustral, y durante su peregrinación en el valle del dolor, dulcificando sus amarguras con la palabra sana del consejo, y la suave voz de la esperanza.

 Olvidaba Lucía que, siendo misión dependiente de la voluntad humana, quedaba explicada su propensión al error, y ella no sabía cómo son generalmente los pastores de los curatos apartados.

 El otro personaje que seguía al cura Pascual, envuelto en una ancha capa española, cuya mención consta en cláusula del catorce testamento, lo cual podía constituir sus títulos de antigüedad, cuando no su árbol genealógico posesivo, era don Sebastián Pancorbo, nombre que recibió su señoría en bautismo solemne, de cruz alta, capa nueva, salero de plata y voz de órgano, administrado a los tres días de nacido.

 Don Sebastián, sujeto bien original, comenzando a juzgarlo por su vestido, es alto y huesudo; a su rostro no asoman nunca las molestias masculinas en forma de barba ni mostachos; sus ojos negros, vivos y codiciosos, denuncian en mirada inclinada a la visual izquierda que no es indiferente al sonido metálico, ni al metal de una voz femenina. El dedo meñique de la mano derecha se le torció siendo mozo, al dar un bofetón a su amigo, y desde entonces usa un medio guante de vicuña, aunque maneja con gracia peculiar aquella mano. El hombre no tiene átomo de nitroglicerina en su sangre: parece formado para la paz, pero su debilidad genial lo pone con frecuencia en escenas ridículas que explotan sus comensales. Rasga la guitarra con falta de oído y de ejecución tales, que le hacen notabilidad, aunque bebe como un músico de ejército.

 Don Sebastián recibió instrucción primaria tan elemental como lo permitieron los tres años que estuvo en una escuela de ciudad; y después, al regresar a su pueblo, fue llavero en Jueves Santo; se casó con doña Petronila Hinojosa, hija de notable, y en seguida le hicieron gobernador; es decir, que llegó al puesto más encumbrado que se conoce y a que se aspira en un pueblo.

 Los dos personajes arrastraron su respectiva poltrona, señalada por Lucía, donde tomaron cómodo descanso.

 La señora de Marín hizo acopio de amabilidad y razonamiento para interesar a sus interlocutores en favor de Marcela, y dirigiéndose particularmente al párroco, dijo:

 -En nombre de la religión cristiana, que es puro amor, ternura y esperanza; en nombre de vuestro Maestro, que nos mandó dar todo a los pobres, os pido, señor cura, que deis por terminada esa deuda que pesa sobre la familia de Juan Yupanqui. ¡Ah!, tendréis en cambio doblados tesoros en el cielo...

 -Señorita mía -repuso el cura Pascual arrellanándose en el asiento, y apoyando ambas manos en los brazos del sillón-, todas esas son tonterías bonitas, pero, en el hecho, ¡válgame Dios! ¿Quién vive sin rentas? Hoy, con el aumento de las contribuciones eclesiásticas y la civilización decantada que vendrá con los ferrocarriles, terminarán los emolumentos; y... y... de una vez, doña Lucía, fuera curas; ¡moriremos de hambre...!

 -¿A eso había venido el indio Yupanqui? -agregó el gobernador, en apoyo del cura, y con tono de triunfo terminó recalcando la frase para Lucía-: francamente, sepa usted, señorita, que la costumbre es ley, y que nadie nos sacará de nuestras costumbres, ¿qué?...

 -Caballeros, la caridad también es ley del corazón -arguyó Lucía interrumpiendo.

 -¿Conque Juan, eh? Francamente, ya veremos si vuelve a tocar resortitos el pícaro indio -continuó don Sebastián pasando por alto las palabras de Lucía, y con cierta sorna amenazante que no pudo pasar inadvertida para la esposa de don Fernando, cuyo corazón tembló de temor. Las cortas frases cambiadas entre ellos habían puesto en transparencia el fondo moral de aquellos hombres, de quienes nada debía esperar, y sí temerlo todo.

 Su plan fue desconcertado en lo absoluto: pero su corazón quedó interesado de hecho por la familia de Marcela, y estaba resuelta a protegerla contra todo abuso. Su corazón de paloma sintió su amor propio herido y la palidez sombreó su frente.

 En aquel momento era precisa una salida decisiva, y ésta la halló Lucía en la energía con que respondió:

 -¡Triste realidad, señores! ¡Y bien!, vengo a persuadirme de que el vil interés ha desecado también las más hermosas flores del sentimiento de humanidad en estas comarcas, donde creí hallar familias patriarcales con clamor de hermano a hermano. Nada hemos dicho; y la familia del indio Juan no solicitará nunca ni vuestros favores ni vuestro amparo. -Al decir estas últimas palabras con calor, los hermosos ojos de Lucía se fijaron, con la mirada del que da una orden, en la mampara de la puerta.

 Los dos potentados de Kíllac se desorientaron con tan inesperada actitud, y no viendo otra salida para reanudar una discusión de la que, por otra parte, estaba en sus intereses huir, tomaron sus sombreros.

 -Señora Lucía, no se dé por ofendida con esto, y créame siempre su capellán -dijo el cura, dando una vuelta al sombrero de paja que tenía entre las manos; y don Sebastián se apresuró a decir secamente:

 -Buenas tardes, señora Lucía.

 Lucía acortó las fórmulas de la despedida empleando sólo una inclinación de cabeza; y viendo salir a aquellos hombres, después de dejar la más honda impresión en su alma de ángel, se decía temblorosa y vehemente:

 -No, no, ese hombre insulta al sacerdocio católico; yo he visto en la ciudad seres superiores, llevando la cabeza cubierta de canas, ir en silencio, en medio del misterio, a buscar la pobreza y la orfandad para socorrerla y consolarla; yo he contemplado al sacerdote católico abnegado en el lecho del moribundo; puro ante el altar del sacrificio; lloroso y humilde en la casa de la viuda y del huérfano; le he visto tomar el único pan de su mesa y alargarlo al pobre, privándose él del alimento y alabando a Dios por la merced que le diera. Y, ¿es ese el cura Pascual?... ¡Ah! ¡curas de los villorrios!... El otro, alma fundida en el molde estrecho del avaro, el gobernador, tampoco merece la dignidad que en la tierra rodea a un hombre honrado. ¡Márchense en buena hora, que yo sola podré bastarme para rogar a mi Fernando, y llevar las flores de la satisfacción a nuestro hogar!

 Cinco campanadas tañidas por la campana de familia anunciaron a Lucía las horas transcurridas, y le notificaron que la comida estaba servida.

 La esposa del señor Marín, con los carrillos encendidos por el calor de sus impresiones, atravesó varios pasadizos y llegó al comedor, donde tomó su asiento de costumbre.

 El comedor de la casa blanca estaba pintado en su techo y paredes, imitando el roble; de trecho en trecho pendían lujosos cuadros de oleografía, representando ya una perdiz medio desplumada, ya un conejo de Castilla listo para echarlo a la cacerola del guisante. En la testera izquierda alzábase un aparador de cedro con lunas azogadas, que duplicaban los objetos de uso colocados con simetría. A la derecha se veían dos pequeñas mesitas, una con un tablero de ajedrez, y otra con una ruleta; como que aquel era el lugar que los empleados de los minerales habían elegido para sus horas de solaz. La mesa de comer, colocada al centro de la habitación, cubierta con manteles bien blancos y planchados, lucía un servicio de campo, todo de loza azul con filetes colorados.

 La sopa exhalaba un espeso vapor que, con su fragancia, notificaba ser la sustanciosa cuajada de carne preparada de lomo molido con especias, nueces y bizcocho, todo disuelto en el aguado y caldo; siguiendo a ésta tres buenos platos, entre los que formaba número el sabroso locro colorado13.

 Servían el café de Carabaya que, claro, caliente y cargado, despedía su aroma inspirador desde el fondo de pequeñas tazas de porcelana, cuando se presentó un propio con una carta para Lucía, quien la tomó con interés, y, conociendo la letra de don Fernando, rompió el sobre y se puso a leerla de ligero. Las impresiones de su semblante podían revelar al observador el contenido de aquella misiva, en la cual decía el señor Marín que en la madrugada del día siguiente estaría en casa, pues los derrumbes ocasionados por las repetidas nevadas en la región andina habían paralizado por un tiempo los trabajos en los minerales, y que le enviasen un caballo de refresco, por estar sin herraduras el que lo conducía.



Capítulo VI[editar]


 Cuando Marcela volvió a su choza llevando un mundo de esperanzas en el corazón, ya sus hijas estaban despiertas, y la menorcita lloraba desconsolada al encontrarse sin su madre. Fueron suficientes algunos halagos de ésta y un puñado de mote14 para calmar a esta inocente predestinada que, nacida entre los harapos de la choza, lloraba, no obstante, las mismas lágrimas saladas y cristalinas que vierten los hijos de los reyes.

 Marcela tomó con afán los tacarpus15 donde se coloca el telar portátil que, ayudada por su hija mayor, armó en el centro de la habitación, dejando preparados los hilos del fondo y la trama, para continuar el tejido de un bonito poncho listado con todos los colores que usan los indios, mediante la combinación del palo brasil, la cochinilla, el achiote16 y las flores del quico17.

 Jamás tomó la cotidiana labor con más alegría de ánimo, ni nunca hizo la pobre mujer más castillos en el aire sobre la manera de participar a Juan las buenas nuevas que le esperaban.

 Las horas, por esta misma razón, se hicieron largas; pero al fin llegó el crepúsculo vespertino, abarcando con sus sombras tenues el valle y la población, y despidiendo de los campos a las cantoras palomas que revoloteaban en distintas direcciones en busca de su árbol bienhechor. Con estas volvió Juan, y no bien hubo sentido los pasos de su esposo, salió Marcela en su alcance: le ayudó a atar la yunta de bueyes en la cerca, echó la granza en el pesebre, y cuando su marido se sentó en un poyo de la vivienda, comenzó ella a hablarle con cierta timidez, que revelaba su desconfianza acerca de si Juan recibiría con agrado las noticias.

 -¿Tú conoces, Juanuco, a la señoracha Lucía? -preguntó la mujer.

 -Como que voy a la misa, Marluca, y allí se conoce a todos -respondió Juan con indiferencia.

 -Pues yo he hablado con ella hoy.

 -¿Tú? ¿Y para qué? -preguntó sorprendido el indio mirando con avidez a su mujer.

 -Estoy apenada con todo lo que nos pasa; tú me has hecho ver claro que la vida te desespera...

 -¿Vino el cobrador? -interrumpió Juan a Marcela, quien repuso con calmosa y confiada expresión:

 -Gracias al cielo que no ha llegado; pero, óyeme, Juanuco, yo creo que esa señoracha podrá aliviarnos; ella me ha dicho que nos socorrerá, que vayas tú...

 -Pobre flor del desierto, Marluca -dijo el indio moviendo la cabeza y tomando a la chiquilla Rosalía que iba a abrazar sus rodillas-, tu corazón es como los frutos de la penca: se arranca uno, brota otro sin necesidad de cultivo. ¡Yo soy más viejo que tú y yo he llorado sin esperanzas!

 -Yo no, aunque me digas que imito a la tuna18, pero, ayalay19, mejor es así que ser lo que tú eres, la pobre flor del mastuerzo, que tocada por la mano se marchita y ya no se levanta. A ti te ha tocado la mano de algún brujo; pero yo he visto la cara de la Virgen lo mismito que la cara de la señora Lucía -dijo la india y rió como una chiquilla.

 -Será -respondió melancólico Juan-, pero yo llego rendido del trabajo sin traer un pan para ti, que eres mi virgen, y para estos pollitos -y señaló a las dos muchachas.

 -Te quejas más de lo preciso, hombre; ¿acaso no te acuerdas que cuando el tata cura llega a su casa con los bolsillos llenos con la plata de los responsos de Todosantos no tiene quien le espere, como te espero yo, con los brazos abiertos, ni con los besos de amor con que te aguardan estos angelitos?... ¡Ingrato!... Piensas en el pan; aquí tenemos mote frío y chuño cocido, que con su olor nos convida desde el fogón... ¡Comerás, ingrato!

 Marcela estaba demudada. Las esperanzas que Lucía le infundió le hicieron otra; y su lógica, mezclada con la voz del corazón, que es inherente al corazón de la mujer, era irresistible, y convenció a Juan, quien tomaba en esos momentos dos ollas de barro negro colocadas en el fogón; y todos en grupo compartieron una cena agradable y frugal.

 Terminada la cena y ya envuelta la choza en las tenebrosas sombras de la noche, y sin otra lumbre que la tenue llama de los palos de molle que de vez en cuando se levantaba del fogón, tomaron descanso en una cama común colocada en un ancho poyo de adobes; duro lecho que para el amor y la resignación de los esposos Yupanqui tenía la blandura confortable de las plumas que el Amor deslizó de sus blancas alas.

 Lecho de rosas donde el amor, como el primitivo sentimiento de ternura, vive sin los azares y sin los misterios de medianoche que la ciudad comenta en voz baja, no alcanzando tampoco que esto sea un secreto.

 Una vez que esta historia llegue a los relatos de la ciudad más opulenta del Perú, donde se dirigen los protagonistas, tal vez tendremos ocasión de poner en paralelo el despertar del campo y el trasnochar de la capital...

 No bien asomó la hora conveniente, la familia de Juan dejó el humilde chuze20 tejido con florones de Castilla: rezó el Alabado, santiguose la frente, y comenzó las faenas del nuevo día.

 Marcela, en cuya mente bullían las ideas, fue la primera en decir:

 -Juanico, yo me voy luego donde la señora Lucía. Tú estás desconfiado y taciturno, pero mi corazón me está hablando sin cesar desde ayer.

 -Anda, pues, Marcela, anda, porque hoy de todos modos vendrá el cobrador; yo lo he soñado, y no nos queda otro recurso -contestó el indio, en cuyo ánimo parecía haberse operado una transición notable, bajo el influjo de las palabras de su mujer y la superstición avivada por su sueño.



Capítulo VII[editar]


 Aquella mañana la casa blanca respiraba felicidad, porque la vuelta de don Fernando comunicó alegría infinita a su hogar donde era amado y respetado.

 Empeñada Lucía en hallar los medios positivos para llevar a realidad sus propósitos de socorrer a la familia de Juan Yupanqui, pensó, desde luego, explotar la poesía y la dulzura que encierra para los esposos la primera entrevista después de una ausencia. Ella, que horas antes parecía lánguida y triste como las flores sin sol y sin rocío, tornose lozana y erguida en brazos del hombre que la confió el santuario de su hogar y de su nombre, el arca santa de su honra, al llamarla esposa.

 La cadena de flores que sujetó dos voluntades en una estrechó de nuevo a los esposos Marín, sujetando los eslabones el dios del Amor.

 -Fernando, alma de mi alma -dijo Lucía, poniendo las manos sobre los hombros de su marido, y reclinando la frente con cierta coquetería en la barba-, voy a cobrarte una deuda, pero... ejecutivamente.

 -De modo que hoy estás muy bachillera, hija; habla, pero ten en cuenta que si la deuda no consta legalmente me pagarás... multa -contestó don Fernando con sonrisa intencionada.

 -¡Multa!, si es la que cobras siempre, goloso, pagaré esa multa. Lo que debo recordar es una solemne oferta que me tienes hecha para el 28 de julio.

 -¿Para el 28 de julio?...

 -¿Te haces el olvidadizo? ¿No recuerdas que me tienes ofrecido un vestido de terciopelo que luciré en la ciudad?

 -Cabales, hijita: y lo cumpliré, pues he de encargarlo por el próximo correo. ¡Oh!, ¡qué linda estarás con ese vestido!

 -No, no, Fernando. Lo que quiero es que me dejes disponer del valor del vestido, a condición de presentarme el 28 de julio tan elegante como no me has visto desde nuestro casamiento.

 -¿Y qué?...

 -Nada, hijo, no admito interrogatorio: di sí o no -y los labios de Lucía sellaron los labios de don Fernando, el cual, satisfecho y feliz, respondió:

 -¡Adulona!, ¿qué puedo negarte si me hablas así? ¿Cuánto necesitas para este capricho?

 -Poca cosa, doscientos soles.

 -Pues -dijo don Fernando sacando su cartera, arrancando una hoja y escribiendo con lápiz unas líneas- ahí tienes la orden para que el cajero de la compañía te mande los doscientos soles. Y ahora déjame ir al trabajo para recuperar los días que he perdido en el viaje.

 -Gracias, gracias, Fernando -repuso ella tomando el papel contenta como una chiquilla.

 Al salir don Fernando de la habitación de Lucía en dirección al escritorio de trabajo, iba con el pensamiento sumergido en un mar de meditaciones dulces, despertadas por aquel pedido infantil de su esposa, comparándolo con los derroches con que otras mujeres victiman a sus maridos en medio de su afán por gastar lujo: y esa comparación no podía dejar otro convencimiento que el de la influencia de los hábitos que se dan a la niña en el hogar paterno, sin el correctivo de una educación madura, pues la mujer peruana es dócil y virtuosa por regla general.

 Pocos momentos después de las escenas anteriores. Marcela cruzaba el patio de la casa blanca, acompañada de una tierna niña que la seguía. Aquella muchacha era portento de belleza y de vivacidad, que desde el primer momento preocupó a Lucía, haciendo nacer en ella la curiosidad de conocer de cerca al padre, pues su belleza era el trasunto de esa mezcla del español y la peruana que ha producido hermosuras notables en el país.

 Mirando acercarse a la muchacha, se dijo para sí la esposa de don Fernando:

 -Este será, indudablemente, el ángel bueno de Marcela, en su vida; porque Dios ha puesto un brillo peculiar en los semblantes por donde respira un alma privilegiada.



Capítulo VIII[editar]


 Cuando el cura y el gobernador salieron de casa de la señora de Marín, después de la entrevista de la tarde en que los llamó para abogar en favor de la familia Yupanqui, entrevista de cuyos detalles nos hemos enterado en el capítulo V, ambos personajes se fueron platicando por la calle en estos términos:

 -¡Bonita ocurrencia!, ¿qué le parecen a usted, mi don Sebastián, las pretensiones de esta señorona? -dijo el cura sacando de la petaca un cigarro corbatón21 y desdoblando las extremidades del torcido.

 -No faltaba más, francamente, mi señor cura, que unos foráneos viniesen aquí a ponernos reglas, modificando costumbres que desde nuestros antepasados subsisten, francamente -contestó el gobernador deteniendo un poco el paso para embozarse en su gran capa.

 -Y deles usted cuerda a estos indios, y mañana ya no tendremos quien levante un poco de agua para lavar los pocillos.

 -Hay que alejar a estos foráneos, francamente.

 -¡Jesús! -se apresuró a decirle el cura, y tomando de nuevo el hilo de sus confidencias, continuó-: Cabalmente, es lo que iba a insinuar a usted, mi gobernador. Aquí, entre nos, en familia, nos la pasamos regaladamente, y estos forasteros sólo vienen a observarnos hasta la manera de comer, y si tenemos mantel limpio y si comemos con cuchara o con topos22 -terminó el cura Pascual, arrojando una bocanada de humo.

 -No tenga usted cuidado, francamente, mi señor cura, que estaremos unidos, y la ocasión de botarlos de nuestro pueblo no se dejará esperar -repuso Pancorbo con aplomo.

 -Pero mucho sigilo en estas cosas, mi don Sebastián. Hay que andarse con tientas; éstos son algo bien relacionados y pudiéramos dar el golpe en falso.

 -Cuenta que sí, mi señor cura, francamente; que ellos están buscándole tres pies al gato. ¿Se acuerda usted lo que dijo un día don Fernando?

 -¡Cómo no! Querer que se supriman los repartos, diciendo que es injusticia; ¡ja! ¡ja! ¡ja! -contestó el cura riendo con sorna y arrojando el pucho del cigarro, que había consumido en unos cuantos chupones de aliento.

 -Pretender que se entierre de balde, alegando ser pobres y dolientes, y todavía que se perdonen deudas..., ¡bonitos están los tiempos para entierros gratuitos! Francamente, señor cura -dijo don Sebastián, cuyo eterno estribillo de francamente lo denunciaba como un hipócrita o como un tonto; y habiendo llegado ambos amigos a la puerta de la casa de gobierno o consistorial, el gobernador invitó al cura a pasar delante; y, al penetrar al salón de recibo, encontraron allí reunidos a varios vecinos notables comentando, cada cual a su modo, la llamada del párroco y del gobernador a casa del señor Marín, pues la noticia ya se sabía en todo el pueblo.

 Cuando entraron los recién llegados, todos se pusieron en pie para cambiar saludos, y el gobernador pidió en el momento una botella de puro de Majes.

 -Es preciso, mi señor cura, que ahoguemos la mosca con un traguito, francamente -dijo con sorna el gobernador, quitándose la capa que, doblada en cuatro, colocó sobre un escaño de la sala.

 -Cabales, mi don Sebastián, y usted que lo toma del bueno -contestó el cura frotándose las manos.

 -Sí, mi señor cura, es del bueno, francamente; porque me lo manda doña Rufa antes de bautizarlo.

 -¿Así que nos lo brinda usted morito?

 -¡Morito! -repitieron todos los circunstantes; y en tales momentos se presentó un pongo23 con una botella verde surtida de aguardiente, y una copita de cristal rayado.

 El menaje de la sala, típico del lugar, estaba compuesto de dos escaños sofá forrados en hule negro, claveteados con tachuelas amarillas de cabeza redonda; algunas silletas de madera de Paucartambo con pinturas en el espaldar, figurando ramos de flores y racimos de fruta; al centro, una mesa redonda con su tapete largo y felpado de castilla verde claro, y sobre ella, bizarreando con aires de civilización, una salvilla de hoja de lata con tintero, pluma y arenillador de peltre.

 Las paredes, empapeladas con diversos periódicos ilustrados, ofrecían un raro conjunto de personajes, animales y paisajes de campiñas europeas.

 Allí estaban empapelados Espartero y el rey Humberto, junto a la garza que escuchó los sermones de San Francisco de Asís; más allá Pío IX y la campiña de Suiza, donde comparten sus regocijos campestres la alegre labradora y la vaca que lleva un cascabel en el pescuezo.

 El suelo, cubierto completamente con las esteras tejidas en Capana y Capachica24, ofrecía una vista simpática con el color de la paja en su mejor estado de conservación.

 La reunión constaba de ocho personas.

 El cura y el gobernador, Estéfano Benites, un mozalbete vivo y de buena letra que, aprovechando de las horas de escuela algo más que los condiscípulos, es ya figura importante en este juego de villorrio, y cinco individuos más, pertenecientes a familias distinguidas del lugar, todos hombres de estado, por haber contraído matrimonio desde los diecinueve años, edad en que se casan en estos pueblos.

 Estéfano Benites cuenta veintidós años debajo del sol; es alto, y su flacura singular, unida a la palidez de la cera que muestra su semblante, cosa rara en el clima donde ha nacido, recuerda la tisis que consume el organismo en los valles tropicales.

 Estéfano tomó la botella dejada por el pongo en la mesa de centro, y sirvió a cada uno su respectiva copita de aguardiente, que los concurrentes fueron tomando por turno.

 Cúpoles la ración de dos copas por estómago: a la segunda quedó abierto el apetito del copeo, y las botellas fueron llegando una tras otra a pedimento de don Sebastián.

 El cura y el gobernador, que se sentaron juntos en el sofá de la derecha, hablaban en secreto no sin la respectiva muletilla de Pancorbo que se dejaba oír a menudo mientras los otros razonaban también en grupo. Pero como la confianza reside en el fondo de la botella, ésta no tardó en saltar a la lengua, mojada por el puro de Majes, y aquí la de hablar claro de pe a pa.

 -No debemos consentir por nada, francamente, mi señor cura: y si no, ¡qué digan estos caballeros! -dijo don Sebastián levantando la voz y golpeando la mesa con el asiento de la copa que acababa de vaciar.

 -¡Chist! -repuso el cura sacando un pañuelo de madrás a grandes cuadros negros y blancos, y sonándose las narices, más por disimulo que por necesidad.

 -¿De qué se trata, señores? -preguntó Estéfano, y todos se volvieron con ademán hacia el párroco.

 El cura Pascual tomó entonces cierto aire de gravedad, y repuso:

 -Se trata... de que la señora Lucía nos ha llamado para abogar por unos indios taimados, tramposos, que no quieren pagar lo que deben; y para esto ha empleado palabras que, francamente, como dice don Sebastián, entendidas por los indios nos destruyen de hecho nuestras costumbres de reparto, mitas, pongos y demás...

 -No consentiremos, ¡qué caray! -gritaron Estéfano y todos los oyentes, y don Sebastián agregó con refinada malicia:

 -Y hasta ha propuesto el entierro gratuito para los pobres, y así, francamente, ¿cómo se queda sin cumquibus nuestro párroco?

 La declaración no tuvo en el auditorio el efecto que produjo la perorata del cura Pascual; lo que es fácil de explicarse, atendiendo a que en el fondo había conveniencias de un yo fatal y ejecutivo. Sin embargo, habló Estéfano en nombre de todos, concretándose a decir:

 -¡Vaya con las pretensiones de esos foráneos!

 -De una vez por todas debemos poner remedio a esas malas enseñanzas; es preciso botar de aquí a todo forastero que venga sin deseos de apoyar nuestras costumbres; porque nosotros, francamente, somos hijos del pueblo -dijo don Sebastián, alzando la voz con altanería y llegándose a la mesa para servir una copa al párroco.

 -Sí, señor, nosotros estamos en nuestro pueblo.

 -Cabales.

 -Como nacidos en el terruño.

 -Dueños del suelo.

 -Peruanos legítimos.

 Fueron diciendo los demás, pero a nadie se le ocurrió preguntar si los esposos Marín no eran peruanos por haber nacido en la capital.

 -Cuidadito no más, cuidadito, no hacerse sentir y... trabajar -agregó el cura marcando la doctrina hipócrita que engaña al hermano y desorienta al padre.

 Y aquella tarde se pactó en la sala de la autoridad civil, en presencia de la autoridad eclesiástica, el odio que iba a envolver al honrado don Fernando en la ola de sangre que produjo una demanda amistosa y caritativa de su mujer.



Capítulo IX[editar]


 Luego que Marcela estuvo cerca de Lucía, ésta no pudo contener su sorpresa preguntándole:

 -¿Ésta es tu hija?

 -Sí, niñay -respondió la india-, tiene catorce años, y se llama Margarita, y va a ser tu ahijada.

 La respuesta iba acompañada de satisfacción tal, que cualquiera la habría interpretado así: esa mujer se baña en el aroma de santo orgullo en que se sumergen las madres cuando comprenden que sus hijas son admiradas.

 Santa vanidad maternal que orna la frente de la mujer, sea en la ciudad alumbrada por focos eléctricos, sea en la aldea iluminada por la melancólica viajera de la noche.

 -Bien, Marcela, has acertado en venir con esta linda niña. A mí me gustan mucho las criaturas. Son tan inocentes, tan puras -agregó la señora de Marín.

 -Niñay, es que tu alma florece para el cielo -respondió la mujer de Yupanqui, cada momento más encantada por haber encontrado el amparo de un ángel de bondad.

 -¿Has hablado con Juan? ¿Cuánta plata necesitan ustedes para pagar todo y vivir en paz? -preguntó con interés Lucía.

 -¡Ay señoracha! Ni a contarla acierto; sin duda será mucha, mucha plata, porque el cobrador, si accede a que se le devuelva en plata su reparto, pedirá por cada quinta de lana sesenta pesos, y dos son... -y comenzó a contar en los dedos, pero Lucía, aligerándole la operación aritmética, le dijo:

 -Di ciento veinte.

 -Pues así, señoracha, ¡ciento veinte! ¡Ah, cuánta plata...!

 -¿Y cuánto me dijiste que adelantaron?

 -Diez pesos, niñay.

 -¿Y por diez cobran ahora ciento veinte? ¡Inhumanos...!

 Decía esto cuando llegó el marido de Marcela confundido y sudoroso.

 Entró sin etiqueta ninguna, y se fue a arrojar a los pies de Lucía. Marcela, al verlo, se levantó, azorada del asiento que poco ha tomó, y Lucía sin darse cuenta dijo:

 -¿Qué te pasa? ¿Qué ha sucedido? ¡Habla!

 Y el pobre indio, entre sollozos y fatiga, apenas pudo dejarse comprender estas palabras:

 -¡Mi hija, niñay...! ¡El cobrador...!

 Marcela entonces, fuera de sí, prorrumpió en gritos casi salvajes y se abalanzó a los pies de Lucía, diciéndole:

 -¡Misericordia, niñay! El cobrador se ha llevado a mi hija, la menorcita, por no haber encontrado la lana. ¡Ay! ¡Ay!

 -¡Temerarios! -exclamó Lucía sin poder comprender el grado de inhumanidad de aquellos comerciantes esbirros de la usura, y, dando la mano a esos desventurados padres quiso aun calmarlos diciéndoles con voz cariñosa:

 -Pero si sólo han sacado a la chica, ¿por qué se desesperan así? Luego la devolverán. Ustedes les llevarán la plata y todo quedará en paz, o alabaremos a Dios por consentir el mal para mejor apreciar el bien. ¡Cálmense...!

 -No, señoracha, no -repuso el indio algo repuesto de su confusión-, pues si vamos tarde ya no volveremos a ver más a mi hija. ¡Aquí la venden a los majeños, y se las llevan a Arequipa...!

 -¿Es posible, gran Dios? -exclamaba Lucía empalmando las manos al cielo, cuando apareció en la puerta la simpática figura de don Fernando, alcanzando a escuchar las palabras de su esposa, y quedándose un tanto irresoluto para proseguir sus pasos al ver los semblantes de los indios que rodeaban a Lucía, quien, al verle, fue a arrojarse en sus brazos diciéndole:

 -¡Fernando, Fernando mío! ¡Nosotros no podemos vivir aquí! Y si tú insistes, viviremos librando la sangrienta batalla de los buenos contra los malos. ¡Ah!, ¡salvémoslos! Mira a estos desventurados padres. ¡Para socorrer a éstos te pedí los doscientos soles, pero aun antes de haber hecho uso de ellos les han arrebatado su hija menor y se la llevan a la venta! ¡Ah! ¡Fernando! Ayúdame, porque tú crees en Dios, y Dios nos ordena la caridad antes que todo.

 -¡Señor!

 -¡Wiracocha!25 -dijeron a una voz Juan y Marcela estrujando sus dedos, mientras Margarita lloraba en silencio.

 -¿Sabes dónde ha ido el cobrador llevando a tu hija? -preguntó don Fernando dirigiéndose a Juan, y disimulando las emociones que se traslucían en su semblante, pues él no ignoraba los medios que empleaban aquellas gentes notables como uso corriente.

 -¡Sí, señor!, donde el gobernador han ido -contestó Juan.

 -Pues, vamos, sígueme -ordenó don Fernando con manifiesta resolución, y salió seguido de Juan.

 Marcela iba a precipitarse también tras ellos con Margarita, pero Lucía la detuvo tomándola de la mano, y le dijo:

 -Madre desventurada, tú no vayas; ofrece tu dolor al Autor de la resignación. Tus asuntos se han de arreglar hoy; te lo ofrezco por la memoria de mi madre bendita. Siéntate. ¿Cuánto debes al señor cura?

 -Por el entierro de mi suegra, cuarenta pesos, niñay.

 -¿Y por esto te embargó la cosecha de papas?

 -No, niñay, por los réditos.

 -¿Por los réditos? ¿Así que ustedes habrían quedado eternamente deudores? -preguntó con gesto significativo la señora de Marín.

 -Así es, niñay, pero la muerte también le puede jugar chaco al tata cura, pues ya hemos visto morir muchos curas que duermen en el campo santo sin cobrar sus deudas -repuso Marcela recobrando gradualmente su apacible actitud.

 La sencilla filosofía de la india, que llevaba tintes de un desquite, hizo sonreír a Lucía, quien llamó a un sirviente y le entregó la orden escrita que tenía, mandándole traer el dinero en el momento.

 Entretanto ofreció a Marcela una copita de ginebra, como reparador de sus fuerzas abatidas; tomó una rebanada de pan que estaba sobre un canastillo de alambre, y lo presentó a Margarita, diciéndole.

 -¿Te gustan las golosinas? Esto es un pan de dulce con canela y ajonjolí; es muy rico.

 La niña tomó el regalo con ademán melancólico y agradecido, y todos se pusieron a esperar la vuelta de alguno de los seres que aguardaban.

 El sirviente fue el primero que volvió con el dinero, y tomando Lucía cuarenta soles fuertes los entregó a la india diciéndole:

 -Toma, pues, Marcela, estos cuarenta soles, que son cincuenta pesos. Anda, paga la deuda al señor cura; no le hables de nada de lo que sucede con el cobrador; y si te pregunta de dónde tienes esta plata, respóndele que un cristiano te la ha dado en nombre de Dios, y nada más. No te detengas y procura volver pronto.

 Eran tales las emociones de la pobre Marcela, que le temblaban las manos de modo que apenas pudo contar el dinero, dejando caer las monedas a cada momento, en una, tres y cuatro piezas.



Capítulo X[editar]


 Ataquemos las costumbres viciosas de un pueblo sin haber puesto antes el cimiento de la instrucción basada en la creencia de un Ser Superior, y veremos alzarse una muralla impenetrable de egoísta resistencia, y contemplaremos convertidos en lobos rabiosos a los corderos apacibles de la víspera.

 Digamos a los canibus y huachipairis que no coman las carnes de sus prisioneros, sin haberles dado antes las nociones de la humanidad, el amor fraternal y la dignidad que el hombre respeta en los derechos de otro hombre, y pronto seremos también reducidos a pasto de aquellos antropófagos, diseminados en tribus en las incultas montañas del «Ucayali» y el «Madre de Dios».

 Juzgamos que sólo es variante de aquel salvajismo lo que ocurre en Kíllac, como en todos los pequeños pueblos del interior del Perú, donde la carencia de escuelas, la falta de buena fe en los párrocos y la depravación manifiesta de los pocos que comercian con la ignorancia y la consiguiente sumisión de las masas alejan, cada día más, a aquellos pueblos de la verdadera civilización, que, cimentada, agregaría al país secciones importantes con elementos tendentes a su mayor engrandecimiento.

 Don Fernando se presentó en compañía de Juan en casa del gobernador, quien se encontraba rodeado de gente, despachando asuntos que él llamaba de alta importancia, gente que fue desfilando sin etiqueta, hasta dejar solos a Pancorbo y el señor Marín.

 Casi a la entrada de la casa estaba en cuclillas una chiquilla de cuatro años de edad que, al ver a Juan, se abalanzó a él como perseguida por una jauría de mastines.

 Don Fernando entró serio y pensativo.

 Vestía un terno gris de tela tejida en las fábricas de casimir de Lucre26, confeccionado con todo el arte del caso por el más afamado sastre de Arequipa.

 La persona de don Fernando Marín era distinguida en los centros sociales de la capital peruana, y su fisonomía revelaba al hombre justo, ilustrado en vasta escala, y tan prudente como sagaz. Más alto que bajo, de facciones compartidas y color blanco, usaba patilla cerrada y esmeradamente criada al continuo roce del peine y los aceitillos de Oriza. Ojos verde claro, nariz perfilada, frente despejada y cabellos taiño ligeramente rizados y peinados con cuidado.

 Cuando penetró al salón-despacho del gobernador, se descubrió con política, tomando en la mano izquierda su sombrero de paño negro, y alargándole la diestra a Pancorbo, dijo:

 -Excúseme, don Sebastián, si interrumpo sus labores, pero el cumplimiento de un deber de humanidad me trae a solicitar de usted que le sea devuelta a este hombre la hijita que le han tomado, sin duda en rehenes por una deuda, y que sea castigado el autor de ese delito.

 -Tome usted asiento, mi don Fernando, y, hablemos despacio: estos indios, francamente, no deben oír esas cosas -respondió don Sebastián variando de lugar, y sentándose casi junto a don Fernando continuó en voz bien baja:

 -Verdad que le han traído la hijita, ahí está pues, pero eso, francamente, es sólo un ardí para obligarlo que pague unos dos quintales de alpacho27 que debe desde ahora un año.

 -Pues a mí me ha asegurado, señor gobernador, que esa deuda dimana de unos diez pesos, que forzosamente le dejaron en la choza el año pasado, y que ahora le obligan a pagar dos quintales de lana, cuyo valor aproximado es de ciento veinte pesos -replicó don Fernando con seriedad.

 -¿No sabe usted que esa es costumbre y comercio lícito? Francamente, yo aconsejo a usted no apoyar a estos indios -arguyó Pancorbo.

 -Pero don Sebastián...

 -Y por último, para aclarar todo, francamente, mi don Fernando, ese dinero es de don Claudio Paz.

 -El señor don Claudio es mi amigo, yo hablaré con él...

 -Esa es otra cosa así que, francamente, por el momento, hemos terminado -dijo don Sebastián levantándose de su asiento.

 -No creo, señor Pancorbo, porque deseo que usted haga devolver la hija al padre. Si usted acepta mi garantía por el dinero...

 -Corriente, mi don Fernando; allá que se la lleve Juan a la muchachita, y usted firmará una garantía -respondió don Sebastián acercándose a la mesa de donde tomó un pliego de papel, que colocó en situación de escribir, e invitando a don Fernando, agregó- Estas cosas no son desconfianza, mi amigo; pero, francamente, son necesarias, pues reza el refrán que cuenta y razón conservan la amistá.

 Don Fernando acercó una silleta a la mesa, escribió algunos renglones y después de rubricarlos pasó el pliego a don Sebastián. Éste se dio un golpecito en el bolsillo cartera de chaqué y dijo:

 -¿Mis anteojos?...

 Los anteojos estaban colocados al borde de la salvilla del peltre; los vio don Sebastián y calándoselos repasó la escritura; después dobló el papel, lo guardó en el bolsillo, y dirigiéndose a don Fernando, le dijo:

 -Muy bien, francamente, estamos arreglados, señor Marín, mis respetos a mi señora Lucía.

 -Gracias, adiós -repuso don Fernando con amabilidad, alargando la mano que estrechó el gobernador, y salió sacudiendo el polvo de aquella factoría de abusos. Con él salió Juan llevando en sus brazos a la pequeña Rosalía.

 Apenas dejó don Fernando la sala del gobernador, entró la mujer de éste, y tomándole el brazo con cierta dureza le dijo:

 -¡Si no puedo ya contigo, Sebastián! Tú me vas a hacer tan desgraciada como a la mujer de Pilatos, condenando tanto justo y poniendo tus garabatos en tanto papel que más provecho te dejará no leerlo siquiera.

 -¡Mujer! -dijo con aspereza por toda respuesta don Sebastián; pero su esposa continuó:

 -Estoy al cabo de todo lo que ustedes fraguan contra ese pobre don Fernando y su familia, y te pido que te apartes. ¡Apártate, por Dios, Sebastián! Acuérdate de... nuestro hijo, se avergonzaría mañana.

 -Quítate, mujer, tú siempre estás con estas cantaletas. Francamente, las mujeres no deben mezclarse nunca en cosas de hombres, sino estar con la aguja, las calcetas y los tamalitos28, ¿eh? -contestó enfadado Pancorbo; pero doña Petronila insistió en la réplica.

 -Sí, eso dicen los que para acallar la voz del corazón y del buen consejo echan a un diantre nuestras sanas prevenciones. ¡Acuérdate, Chapaco!29 -agregó con intención, golpeando la mesa con la palma de la mano, y salió haciendo una mueca desdeñosa.

 Don Sebastián lanzó un ¡uf! parecido a un bufido, y se puso a torcer tranquilamente un cigarro.



Capítulo XI[editar]


 Doña Petronila Hinojosa, casada, según el ritual romano, con don Sebastián Pancorbo, tocaba en los umbrales de los cuarenta años, edad en que había adquirido la propiedad de un cuerpo robusto y bien compartido, grueso, sin llegar a los límites de la obesidad.

 Su fisonomía revelaba, al primer examen, un alma bonachona que, en el curso de la vida y en un centro mejor que aquel en que le cupo la suerte de nacer, podía despuntar de noble y en aspiraciones elevadas.

 Su vestido es de lo más distinguido que se gasta en Kíllac y sus comarcas.

 Lleva los dedos cuajados de sortijas de poco valor; de sus orejas penden enormes chupetes de oro con círculo de diamantes finos: su pollerón de merino café claro luce cinco filas de volantitos menudamente encarrujados; y su mantón de cachemira a grandes cuadros grana y negro, con fleco largo rizado, va sujeto a la derecha con un prendedor de plata en forma de águila.

 Con este conjunto, doña Petronila es el tipo de la serrana de provincia, con su corazón tan bueno como generoso, pues que obsequia a todo el mundo, y derrama lágrimas por todo el que se muere, conózcalo o no. Tipo desconocido en las costas peruanas, donde la elegancia en el vestir y el refinamiento de las costumbres no permiten dar una idea cabal de esta clase de mujeres, que poseen corazón de oro y alma de ángel dentro de un busto de barro mal modelado.

 Doña Petronila, con educación esmerada, habría sido una notabilidad social, pues era una joya valiosa perdida en los peñascales de Kíllac.

 Si la mujer, por regla general, es un diamante en bruto, y al hombre y a la educación les toca convertirlo en brillante, dándole los quilates a satisfacción, también a la Naturaleza le está confiada mucha parte de la explotación de los mejores sentimientos de la mujer cuando llega a ser madre. Doña Petronila lo era de un joven que revelaba inteligencia notable, y que debía ser el heredero de las virtudes de su madre; pues, sea por gracia de predestinación, sea por haber ganado la batalla su ángel bueno en la lucha con el mal, se libró de ser contaminado en la corriente de depravación opresiva que existe en los pueblos chicos, llamados, con fundada razón y justicia, infiernos grandes.



Capítulo XII[editar]


 Marcela, que se encaminó a la casa del párroco, seguida de su graciosa Margarita, llevando los cuarenta soles de plata, halló al cura Pascual sentado junto a la puerta de su pequeño gabinete, cerca de una mesa de pino, tosca y añosa, cubierta con un paño que dejaba sospechar haber sido azul en sus tiempos de estreno. Tenía en la mano izquierda el breviario con el dedo índice metido a la mitad del volumen entre foja y foja, y recitaba, aunque maquinalmente, el rezo del día.

 Marcela llegó con paso tímido y dio el saludo así:

 -Ave María Purísima, tata curay -y se inclinó a besar la mano del sacerdote, enseñando a Margarita que hiciese otro tanto.

 El cura, fijándose en la muchacha y sin apartar la vista, repuso:

 -Sin pecado concebida -y luego agregó- ¿De dónde me has sacado, bribona, esta chica tan guapa y tan rolliza?

 -Es, pues, mi hija, tata curay -respondió Marcela.

 -¿Y cómo no la conozco yo? -preguntó el cura Pascual agarrando con los tres dedos de la derecha el carrillo izquierdo de la muchacha.

 -Es que vengo poco a esta estancia por no haber cumplido con nuestra deuda, y por esto no la reconoces, tata curay, a la huahua.

 -¿Y cuántos años tiene?

 -Yo... he contado como catorce años desde su óleo, señor.

 -¡Ah!, entonces no le eché yo el agua, porque apenas ha seis años que vine; y ¡bien!, este año ya la pondrás al servicio de la iglesia, ¿no? Ya puedes entrar a lavar los platos y los calcetines.

 -¡Curay...!

 -Y tú, roñona, ¿cuándo haces la mita? ¿No te toca ya el turno? -preguntó el cura clavando los ojos en Marcela, y palmeándole las espaldas con ademán confianzudo.

 -Sí, curay -respondió temblorosa la mujer.

 -¿O has venido ya a quedarte? -insistió el cura Pascual.

 -Todavía no, señor; ahora vengo a pagar los cuarenta pesos del entierro de mi suegra, para que quede libre la cosechita de papas...

 -¡Hola!, ¡hola! ¿Conque plata tenemos, eh? ¿Quién durmió anoche en tu casa?

 -Nadie, tata curay.

 -Nadie, ¿eh? Alguna roña le has hecho a tu marido, y yo te enseñaré a entrar en esas picardías con bandoleros dando mal ejemplo a esta chiquilla...

 -No hables así, tata curay -suplicó la mujer bajando los ojos ruborizada, y poniendo al mismo instante los cuarenta soles sobre la mesa. El cura, al ver la plata, distrajo su primera intención, soltó el breviario, que había colocado distraído debajo del brazo, y se puso a recontar y examinar la ley de las monedas.

 Luego que se hubo persuadido de la cantidad y calidad de la plata, abrió un enorme escaparate de madera con chapa de cerrojo corredizo, donde guardó el dinero, y volviéndose en seguida a Marcela le dijo:

 -Bien; son los cuarenta soles, y ahora, háblame, hija. ¿Quién te ha dado esta plata? ¿Quién ha ido anoche a tu casa?

 -No hables así, tata curay, el juicio temerario cuando sale de los labios oprime el pecho como piedra.

 -India bachillera, ¿quién te ha enseñado esas gramáticas?... Háblame claro.

 -Nadie, tata curay, mi alma está limpia.

 -Y, ¿de dónde has sacado esa plata? A mí no me engañas, yo quiero saberlo.

 -Un cristiano, tata curay -respondió Marcela bajando los ojos y tosiendo con ficción.

 -¡Cristiano! ¿No ves? Gato encerrado tenemos; habla..., porque yo... quiero devolverte esa plata.

 -La señora Lucía me ha prestado, y dame el vuelto para retirarme -dijo la madre de Margarita, tímida por quebrantar con aquella revelación el primer mandato de su benefactora. Y el cura Pascual, al oír el nombre de la esposa de Marín, dijo, como picado por la víbora del despecho:

 -¿Vuelto?... ¡Qué vuelto! Otro día te lo daré -y mordiéndose los labios con pasión reprimida, murmuró- ¡Lucía! ¡Lucía!

 El cura volvió a tomar su asiento, preocupado y sin parar ya mientes en la despedida sumisa de Marcela y Margarita, a quienes vio alejarse mascullando frases entrecortadas. Acaso tomaba de nuevo el hilo de sus rezos interrumpidos por la esposa de Juan Yupanqui.



Capítulo XIII[editar]


 La entrada de don Fernando a su casa fue un motivo de regocijo.

 Volvía triunfante con Juan y Rosalía: iba a recibir todas las manifestaciones de gratitud de su esposa; iba a saborear la satisfacción del bien practicado, a aspirar el aroma edénico que perfuma las horas siguientes a esas en que se consuela una desgracia o se enjuga una lágrima.

 Lucía lloraba de placer.

 Su llanto era la lluvia bienhechora que da paz y dicha a los corazones nobles.

 Juan se arrodilló ante la señora Marín, y mandó a Rosalía besar las manos de sus salvadores.

 Don Fernando contempló por un segundo el cuadro que tenía delante, con el corazón enternecido, y dirigiéndose al sofá se echó de costado apoyando la espalda con firmeza, y diciendo a su esposa:

 -Pocas veces me engaño, hija: creo que don Sebastián ha quedado profundamente herido en su amor propio por mi intervención a favor de éstos.

 -No lo dudes, Fernando; yo lo creo a pie juntillas, pero también, ¿qué puede hacer en represalia? -contestó Lucía acercándose a su esposo, pasándole la mano y acariciándole la cabellera.

 -Mucho, ángel mío, mucho; estoy verdaderamente pesaroso de haber invertido capitales en esta sociedad minera, en la inteligencia de que sería cuestión de un año a lo sumo.

 -Sí, Fernando mío pero acuérdate de que estamos al lado de los buenos -respondió Lucía con sencillez.

 -Ya encontraré forma de arreglar todo -decía el señor Marín, cuando se presentaron Marcela y Margarita llevando la alegría por divisa, y ambas se entregaron a vivos transportes de afecto ya con Juan, ya con Rosalía, a quien creían vendida y exportada.

 -Señor, señora, Dios les pague -decía Margarita dirigiéndose al esposo y la esposa.

 -¡Juanuco! ¡Rosaco! ¡Ay! ¡Ay!, dónde te hubiesen llevado, hija mía, sin la caridad de esta señora y este wiracocha -decía la madre con acento de ternura, tomando en brazos a su hija y cubriéndola de besos. Lucía, deseosa de saber el resultado de su comisión, preguntó a Marcela:

 -¿Cómo te fue? Y qué contentas vienen ustedes.

 Marcela dejó a un lado a Rosalía, y poniéndose en actitud respetuosa, contestó:

 -¡Señoracha, el tata cura tiene su alma vendida a Rochino!

 -¿Y quién es ese Rochino? -preguntó interesada Lucía e interrumpiendo a la mujer; pero Juan fue el que repuso sonriente:

 -Rochino, niñay, es el brujo verde que dicen vive en la quebrada de los suspiros, con olor a azufre, y compra las almas para llevarlas a vender en mejor precio en el Manchay puito.

 -¡Jesús, qué brujo! Me da miedo -dijo Lucía riendo, y dirigiéndose a su esposo, le preguntó:

 -¿Sabes, Fernando, lo que es el Manchay puito?

 -Infierno aterrador -respondió don Fernando, cuya curiosidad también fue picada por el comienzo que Marcela daba a su relato, y, a su vez, dijo:

 -Bien, y ¿por qué dices que el cura ha vendido su alma a Rochino?

 -¡Ay, Wiracocha!, cuando le dije que iba a pagarle, me empezó a examinar que quién había dormido anoche en mi casa, que era un bandolero con quien hice roña a Juan...

 -¿Eso te dijo el cura? -interrumpió Lucía espantada.

 -Sí, niñay, y dijo otras cosas para hacerme declarar.

 -¿Y qué?

 -Tuve que declararle.

 -¿Qué cosa declaraste? -preguntó Juan interesado en grado que hizo reír a don Fernando y Lucía.

 -La verdad, claro.

 -¿Y qué verdad fue esa? Habla -insistió Yupanqui

 -Que la señora Lucía nos ha prestado la plata.

 -¿Le has dicho? -preguntó la señora Marín con enojo, alzando del suelo un pañuelo que dejó caer.

 -Sí, niñay-, perdóname mi desobediencia, pero de otro modo no me deja salir de su casa el tata cura -respondió Marcela con ademán suplicante.

 -Mal hecho, muy mal hecho -dijo Lucía contrariada y moviendo la cabeza.

 -Esto es más claro que lo del gobernador, hija, porque si don Pascual se convino en transigir, ¿qué te importa que sepa él ser tú la dueña del dinero? -aclaró don Fernando.

 -Así es, señor, y hasta el vuelto, dijo que otro día me lo daría; y quedó contento de la gracia de Margarita, a quien dice que pronto la he de poner al servicio de la iglesia -explicó Marcela con llaneza.

 -¿A Margarita? ¡Jesús! -dijo Lucía, sin disimular su contrariedad.

 -Sí, niñay -repuso Marcela tomando a Margarita de la mano y presentándola a don Fernando y su esposa.

 Don Fernando detuvo la mirada con insistencia escudriñadora sobre el rostro y el porte de la niña, y dijo a su esposa:

 -¿Has reparado en la belleza tan particular de esta criatura?

 -¿Y qué no, Fernando? Desde que la vi estoy profundamente interesada por ella.

 -Esta niña debe educarse con esmero -dijo don Fernando tomando con cariño la mano de Margarita que, silenciosa como un clavel, mostraba su belleza y esparcía el aroma de sus encantos.

 -Va a ser nuestra ahijada, Fernando; me ha hablado para esto Marcela, ¿no? -dijo Lucía dirigiendo su final a la madre de Margarita.

 -Sí, niñay.

 -Sí -respondieron a una voz Juan y Marcela.

 -Hablaremos de ello mañana: por hoy, váyanse a descansar tranquilos -agregó don Fernando, levantándose y dando dos suaves palmaditas en los carrillos a Margarita y Rosalía simultáneamente, y toda la familia Yupanqui salió renovando su gratitud con estas sublimes frases:

 -¡Dios les pague!

 -¡Dios les bendiga!

 -Adiós: vengan cuando gusten -les dijo Lucía con ademán amistoso.

 Tras de los esposos Yupanqui y sus hijas cerró don Fernando la mampara y preguntó a Lucía:

 -¿Cuántos años tendrá Margarita?

 -Su madre dice que tiene catorce, pero su talla, su belleza, el fuego de sus ojos negros, todo revela en ella los tintes que la mujer adquiere entrada ya en los linderos de la pubertad.

 -No es extraño, hija; este clima es exuberante. Pero ahora debemos pensar en otra cosa. Acuérdate que debemos varias visitas a doña Petronila, y deseo que vayamos esta noche. Así quedará ella desimpresionada de lo que pueda haberle contado don Sebastián.

 -Como gustes, Fernando doña Petronila es una excelente señora. En eso del dinero, te suplico que arregles con el gobernador, pagándole. Éstos se enconan cuando se les escapa un duro de entre las manos.

 -Bien los conoces, hija.

 -¿No ves cómo quedó en paz el cura? Ahí tengo el resto de los doscientos soles que te pedí.

 -¡Ocurrencia la tuya! Descuida, hija; eso lo tomaré yo a cargo, y no habrá molestia alguna por la falta de entrega.

 -Fernando, ¡cuán bueno eres! Así se lo voy a decir a doña Petronila, si se ofrece. Y a propósito, me dicen que su hijo está próximo a llegar.

 -Lo siento, porque un joven acá se malogra.

 -Voy, pues, a cambiarme la bata -dijo Lucía dirigiéndose al interior-, no te haré esperar siglos.

Capítulo XIV[editar]

Tan luego como Marcela salió de la casa parroquial y el cura acabó sus rezos, llamó al pongo y le dijo:

-Pégate una carrerita donde don Sebastián, y dile que precisa mucho que me vea en el momento; que venga con los amigos.

-Sí, tata curay.

-Y después te pasas donde don Estéfano, y le dices que venga; y después pones la calentadora al fogón y la chocolatera al rescoldo, y dices a Manuela y Bernarda que aticen.

-Sí, tata curay -repuso el pongo, y salió con paso de postillón conductor de valija.

Don Sebastián estaba, casualmente, saliendo de su casa embozado en su eterna capa, cuando se le acercó el enviado del párroco, y después de escuchar atento el recado del cura Pascual, dijo al pongo:

-Regrésate de aquí no más; yo diré a los amigos -y dirigió sus pasos hacia la casa de Estéfano.

No obstante, el pongo, para cumplir exactamente con las órdenes de su patrón, fue a casa de Estéfano, y con su andar ligero se puso otra vez, en dos trancos, en la casa parroquial, yéndose en derechura a la cocina, donde cumpliría la segunda parte del mandato.

Cuando Pancorbo entró en casa de Estéfano Benites, éste se encontraba en una sala-tenducho, sentado alrededor de una pequeña mesa cubierta con un poncho de vicuña, jugando a la brisca en compañía de los mismos sujetos que conocimos trincando el morito en casa del gobernador.

Luego que Estéfano oyó el recado del cura Pascual, tiró las barajas sobre la mesa y dijo:

-Vamos, compadres, la iglesia nos llama.

-Y yo que tenía la cala segura -murmuró uno, llamado Escobedo, rascándose la cabeza con la mano izquierda, y acariciando las cartas que tenía abiertas en la diestra.

-¿Cuyo era el dos? -preguntaron varios levantándose simultáneamente, disponiéndose a marchar.

-Si el dos estaba todavía en la basa -contestó Estéfano arreglándose el sombrero que tenía echado hacia la nuca; y todos salieron en grupo, apareciendo don Sebastián que entraba al mismo tiempo, quien saludó diciendo:

-Cuando se mienta al ruin de Roma...

-Luego asoma -concluyeron todos a una voz, y don Sebastián, riendo con jovialidad, contestó:

-Ajá, y me place encontrar a todos ustedes reunidos, francamente, nuestro cura nos necesita.

-Vamos, pues, compadritos, que tal vez falte ayudante para un Dominus vobiscum -agregó con ademán picaresco Benites; y todos, riendo de la ocurrencia, continuaron el camino.

La influencia ejercida por los curas es tal en estos lugares, que su palabra toca los límites del mandato sagrado; y es tanta la docilidad de carácter del indio, que no obstante de que en el fondo de las cabañas, en la intimidad, se critica ciertos actos de los párrocos con palabras veladas, el poder de la superstición conservada por éstos avasalla todo razonamiento y hace de su voz la ley de los feligreses.

La casa de Estéfano Benites dista sólo tres cuadras de la parroquial; así que el cura no tuvo mucho que aguardar, y al oír el tropel salió a la puerta de la vivienda a recibir a sus visitas.

-Santas tardes, caballerazos; así me gusta la gente, cumplida -dijo el cura alargando la mano a unos y otros.

-Para servir a usted, mi señor cura -contestaron todos en coro sacándose los sombreros.

-Tomen ustedes asiento... Por acá, mi don Sebastián... don Estéfano, acomódense, caballeritos -dijo el cura Pascual señalando este y aquel asiento, y haciendo lujo de amabilidad.

-Gracias, así estamos bien.

-Mi cura, francamente, es usted muy amable.

-Pues, señores, las cosas se desgalgan y he tenido que molestar a ustedes -continuó el cura dando una vuelta como quien busca algo.

-No es molestia ninguna, señor cura -repusieron todos con esa manera de hablar en coro que se usa entre la gente de provincia.

-Sí, señores, pero no hemos de hablar a secas -dijo don Pascual sacando una sarta de llaves del bolsillo derecho de la cuasisotana, abriendo el escaparate donde estaban también los cuarenta soles de Marcela, y sacando un par de botellas con unas copitas, y poniéndolas sobre la mesa, agregó:

-Este es un licorcito con escorzonera y anís; no nos hará daño para el flato.

-Es usted muy amable, mi cura, pero francamente, usted se molesta; que sirvan estos jóvenes - dijo don Sebastián; y poniéndose en pie Estéfano corrió a recibir del cura la botella con que principiaba a servir, diciendo:

-Deme usted, señor, yo haré esto.

-Corriente -repuso el cura alargando la botella, y se fue a sentar en su sillón de vaqueta, al lado de don Sebastián.

-A la salud de ustedes.

-A la suya, señor cura.

Fueron las frases cruzadas, y se apuró la primera copa.

Don Sebastián, haciendo el gesto respectivo y escupiendo al rezago, dijo:

-¡Qué traguito tan confortable, francamente, que es... buenazo!

-Buen gusto le da la escorzonera.

-Yo sólo siento el anís.

-Estará con catarro, ¡bah!

Tales fueron las palabras que simultáneamente se dejaron oír, y alcanzando su copa vacía don Pascual, dijo:

-Pues hijos, se me ha humillado como a un cualquiera, haciéndome botar a las barbas los reales que me debía el tal indio Yupanqui, de que ustedes ya tienen noticia por lo que hablamos la otra tarde.

-¿Cómo?

-¿Qué?...

-Ya es insoportable esto, mi cura, francamente; esto mismo ha pasado hoy conmigo -repuso don Sebastián; y Estéfano, siempre listo, dijo:

-Es un ataque directo a nuestro cura y a nuestro gobernador, pero...

-¡No lo consentiremos! -repusieron todos a una.

-Debemos castigarlos, francamente -dijo don Sebastián, y golpeando el suelo con el tacón de la bota, agregó:

-Y estando las cosas calentitas...

-Sí, hijos; lo demás es dejarse meter los dedos a los ojos de la cara y uno no está muerto -apoyó el cura.

-Resolvamos en el acto: ustedes digan qué podemos hacer -dijo Escobedo acercándose a servir una copa, sin dar explicación alguna de este comedimiento, pero diciendo en voz baja a Estéfano:

-¡Qué chambonazo! Dejaste la botella sin tapa.

-Yo dirigiré la campaña, ¡qué caray! -gritó Estéfano ardiendo en entusiasmo.

-Si ustedes quieren, también yo, francamente, estoy listo -observó el gobernador.

-Procedamos por partes -aclaró el cura, recibiendo de Escobedo la copa que le brindaba, y desde aquel momento todos bebían de su cuenta y voluntad, obligando en breve a que se abriese de nuevo el escaparate para sacar las botellas.

El ánimo exaltado por el licor comenzó a producir discursos acelerados, y el cura Pascual, llamando al pongo, le dijo en secreto:

-¿Ya hirvió el agua?

-Sí, tata curay; también la señora ha venido.

-Bueno, dile, pues, que pase a la alcoba, que me aguarde, y tú trae todo listo.

El pongo, ágil como bien ejercitado en esta clase de servicios, no tardó en colocar en la mesa las tazas y una tetera de loza blanca surtida de té en estado de reposo; quedando en la puerta las dos mujeres mitayas, Manuela y Bernarda, de la servidumbre de la casa parroquial.

-Tomaremos una taza de té, caballeros -dijo el cura Pascual.

-Tanta molestia -respondieron varios.

-A ver, yo me encargaré de esto -dijo Escobedo agarrando la tetera por el asa.

-¿Con bastante tranquita raspada30? ¿eh?, hace un friecito, francamente -observó don Sebastián, frotándose las manos y fingiendo cierta tosecita.

-Ahora que vamos a tratar a lo serio, hemos hecho muy mal de venir todos reunidos -hizo notar Estéfano.

-Ciertamente. Es preciso salir disimulando -opinó Escobedo.

-Conviene llamar al campanero para explicarle en falso la cosa -dijo el cura apurando dos tragos de té y colocando la taza sobre el platillo.

-Lo bueno es dar... francamente, golpe final y decisivo.

-Entonces la culpa fue de la mala disposición.

-Sin que nos salga el tiro errado como la vez que atacamos al francés.

-La cosa es atacar y tomarlos sin salida a don Fernando y doña Lucía y...

-¡Matarlos!

-¡Bravo!

El sonido de varias tazas soltadas sobre los platillos formó coro a la última voz de aquel diálogo criminal, de donde salió la sentencia de muerte de don Fernando Marín y su esposa.

El cura dijo:

-Esa prevención al campanero es indispensable para que yo no aparezca, ¿eh?...

-Sí, señor cura; le diremos que se dice que unos bandoleros piensan atacar la —754→ iglesia, y que esté listo para tocar a rebato en el momento necesario -dijo Benites.

-Muy bien. Yo me encargo de la seña -repuso Escobedo dando un salto.

-Lo que conviene es esparcir la noticia en todo el pueblo, en varias formas: francamente, debemos tomar toda precaución para las averiguaciones posteriores -dijo Pancorbo; a lo que siguieron estas frases:

-Yo diré que piensan robar la casa cural.

-Yo que viene un batallón disperso.

-¡Tontos! Yo digo que unos arequipeños se quieren llevar a nuestra Virgen Milagrosa.

-¡Magnífico! Pero, francamente, las gentes irán a la iglesia -observó Pancorbo.

-No, señor- eso es para reunirlas, y después se dice que los asaltadores se han refugiado donde don Fernando, y ¡cataplum! -aclaró Estéfano Benites.

-Sí, está bien así: lo demás se desgalga, porque el pueblo exaltado no razona -reflexionó el cura Pascual alargando una copa a Estéfano y otra a Escobedo.

-No olvidemos comprometer al Juez de Paz.

-Francamente eso, eso es de no descuidarse.

-El Juez de Paz tiene su querencia donde la quiquijaneña31, yo iré por allá ahora, y lo engatuso -ofreció Benites.

-Ahora vamos -dijeron todos, y comenzaron a dar la mano al cura, que los despidió diciéndoles:

-Prudencia, pues, hijos -y salieron uno por uno tomando diferentes direcciones.

El cura se quedó hablando en secreto con el gobernador, no sin menudear el licorcito de su recomendación, y dijo:

-¡Ese muchacho Benites vale plata!, audaz y prevenido.

-Cabales, mi cura; francamente, que eso del Juez de Paz se nos iba escapando.

-Sí, bien dicen que los jóvenes de este tiempo saben mucho.

-Y de seguro que lo halla ahora al turno donde la quiquijaneña, francamente, ¡qué rabisalsera y buena mozota que es! Creo que usted también, mi cura, estaba rondando esos barrios, francamente -dijo con aire de chanzoneta don Sebastián, a lo que él repuso riendo:

-¡Qué, mi gobernador! -y le dio una palmadita en el hombro.

-Adiós, pues, mi cura, es hora de retirarse, y francamente que la noche está friecita como puna.

-A ver un gorrito para la cabecera, usted se irá a roncar -dijo el cura Pascual sirviendo dos copas llenas y alargando una a Pancorbo.

-¡Qué a roncar!, francamente, yo ni voy a mi casa me quedaré por ahí, por donde la Rufa, para ver mejor cómo se portan los muchachos.

-Bueno, bueno, mi don Sebastián; así que, hasta prontito -repuso el cura dándole un apretón de manos a su amigo.

Un cuarto de hora después, en todos los tenducos donde se vendía licor se oía algazara, disputas, glosas de marineras32 con acompañamiento de guitarra y bandurria, y los jaleos del baile, como que corría abundante el zumo de la vid.

Y las víctimas signadas para el sacrificio, con la paz en el alma y la felicidad en sus amantes corazones, se dirigían en aquellas mismas horas a casa de don Sebastián, de su oculto verdugo, en busca de la esposa de éste.


Capítulo XV[editar]


El sol de la felicidad alumbraba la casa de doña Petronila con los más puros de sus rayos.

Doña Petronila era la madre venturosa porque había estrechado en sus brazos, después de larga ausencia, a su querido Manuel, al sueño de sus horas dormidas, al delirio de sus días tristes: al hijo de su corazón.

Manuel, que salió niño de Kíllac, había vuelto convertido en todo un hombre de bien, no habiendo perdido un día en las labores escolares.

Manuel se encontraba sentado junto a su madre, teniendo las manos de ésta entre las suyas, contemplándola embelesado de satisfacción y departiendo las confidencias de familia.

Don Fernando y Lucía aparecieron en la puerta y al verlos pusiéronse de pie doña Petronila y Manuel, quien fue presentado por su madre con ese lenguaje inventado por las buenas madres. Así, dijo:

-Señora Lucía, señor Marín; este es, pues, Manuelito, mi niño, tan chiquito como se fue...

-Señora Petronila.

-Señor don Manuel -dijeron a su vez los esposos Marín.

-Señora, a los pies de usted... caballero -repuso Manuel. Y doña Petronila continuó con la llaneza de su alma:

-Ustedes no le conocen; pues, si recién viene después de siete años y ocho días. Tomen, pues, asiento -dijo señalando con ademán el sofá.

-Qué joven tan simpático es su hijo, doña Petronila -repuso Lucía.

-Permítame usted su sombrero, don Fernando -dijo Manuel recibiendo el sombrero que aquél tenía en la mano, y colocándolo sobre la mesa. Todos quedaron sentados, próximos unos a otros, y la conversación comenzó expansiva y franca.

Manuel era un joven de veinte eneros, de estatura competente, es decir, ni alto ni bajo, de semblante dulce y voz cuyo timbre sonoro le atraía las simpatías de sus oyentes. Sus labios rojos y delgados estaban sombreados por un bigote muy negro y sus grandes ojos resaltaban por un círculo ojeroso que los rodeaba. Su palabra fácil y su porte amanerado completaban el conjunto de un joven interesante.

-¿Ha elegido usted profesión? -preguntó don Fernando, dirigiéndose a Manuel.

-Sí, señor Marín, estudio segundo año de Derecho; pienso ser abogado, si la suerte me protege -respondió con modestia el hijo de doña Petronila.

-Le felicito, amigo, el vasto campo de la jurisprudencia ofrece encantos a la inteligencia -dijo don Fernando, a lo que Manuel repuso:

-Cualquiera de las otras profesiones también los ofrece, señor, cuando se les consagra la voluntad y el cariño...

Iba a continuar Manuel, cuando se oyó la detonación de un arma de fuego, que hizo brincar a las señoras, y sobresaltó a los hombres.

Lucía, como herida por un rayo, tomó el brazo de su esposo, y le dijo:

-Vamos, vamos, Fernando.

-Sí, señorita; váyase de ligero, y cierren bien las entradas de su domicilio -dijo confundida doña Petronila.

-¿Y qué puede ser? -preguntó Manuel sin dar mucha importancia.

-Es raro esto acá -repuso don Fernando. A ello Lucía observó:

-¿Si serán ladrones?...

-Vamos, sí -dijo don Fernando, ofreciendo el brazo a Lucía, pero Manuel se interpuso en ese momento, pidiéndole que le permitiese acompañar a su señora, y dando el brazo a ésta, con galante sonrisa, salieron los tres.

Doña Petronila se dijo:

-Mi corazón de madre no puede quedar tranquilo estando fuera de casa mi Manuelito -y se fue siguiendo al grupo a cierta distancia, con paso cauteloso.

Manuel, que desde el primer momento había simpatizado fuertemente con los esposos Marín, dijo a Lucía:

-Señora, yo que al llegar a Kíllac creí morirme de tristeza en este villorrio, lo he encontrado embellecido por la presencia de usted y de su esposo.

-Gracias, caballero; bien ha aprovechado usted las galantes frases de la ciudad -contestó Lucía con amable sonrisa.

-No, señora, mis palabras carecen de esa galantería de fórmula: sin ustedes y sin mi madre, ¿con quién podía yo tratar aquí? -repuso Manuel, y agregó con pena-: Esta tarde he conocido a los vecinos del pueblo y me han dado compasión.

-Eso es muy cierto, don Manuel, pero usted tiene a sus padres y nos tendrá por amigos.

-Sí, don Manuel, para un joven que viene de la ciudad, esto es tristísimo, le doy la razón -dijo a su vez don Fernando, como el marido celoso que notificaba estar prestando atención a lo que conversaba su esposa.

-Sólo siento que tal vez no permanezcamos ya mucho tiempo acá, porque los negocios de Fernando creo que se arreglarán pronto -contestó Lucía.

-Tanto peor para mí, si tuviese que alargar mi permanencia, que sólo debe ser de cuatro o seis meses -repuso Manuel.

Don Fernando adelantó dos pasos, ganando a la pareja para abrir la puerta de la calle; pues ya habían llegado a su casa.

-Pasará usted a descansar, Manuel -dijo Lucía soltando el brazo de su acompañante.

-Gracias, no, señora. Mi madre tendría cuidados si me demorara y quiero ahorrar esas molestias -contestó Manuel sacándose el sombrero en ademán de despedida.

-Pero la casa es muy suya, amigo -ofreció don Fernando.

-Sí, mil gracias, lo sé, y pronto les haré una visita. Buenas noches -repitió Manuel estrechando la mano de sus amigos, y desapareció en las oscuras calles de la villa, transitadas por uno que otro hombre embriagado.

Lucía y don Fernando tomaron algunas precauciones de seguridad como encareció doña Petronila; pero viendo que todo seguía tranquilo, se fueron a dormir.

La superficie de un lago cristalino, donde se retrata la imagen de las gaviotas, no es tan apacible como el sueño con que los narcotizó el Amor, batiendo sus nacaradas alas sobre la frente de Lucía y don Fernando. Sus corazones, estrechados bajo la atmósfera de un solo aliento, latían también acompasados y felices.

Mas ese descanso no fue como el eterno sopor de la materia.

El espíritu, que no duerme y se agita, luchó con la fuerza del presentimiento, ese aviso misterioso de las almas buenas; sacudiendo el organismo de Lucía, la despertó y le inspiró vacilación, temor, duda, todo ese engranaje complicado de sensaciones mixtas que acuden en las noches de insomnio.

Lucía sentía aquellos estremecimientos nerviosos, que no alcanzaba a ver ni a explicarse, ante un peligro para ella desconocido, y su pensamiento voló al recuerdo de aquellos ruidos de medianoche que, semejantes al rozar de alas o crujir de puertas, llevan al temor primero y después al recuerdo de los seres más amados, sea que estén ausentes o estrechen el cuello con el abrazo de sus afectos.

Ella velaba.

El viejo y único reloj del pueblo dio el duodécimo martillazo que marca la medianoche, y en el momento vibró en los espacios la sonora voz de la campana del templo. Su acento de bronce no convocaba a la oración pacífica y al retiro del alma; llamaba al vecindario a la batalla y al asalto con la imponente señal de convenio entre Estéfano y Benites y el campanero que aguardaba en la torre.

Y como el granizo que las negras nubes arrojan en medio de celajes eléctricos, comenzó a llover piedra y bala sobre el indefenso hogar de don Fernando.

Mil sombras cruzaban en diferentes direcciones, y la algazara comenzó a levantarse como la ola gigante que la tempestad alza en el seno de los mares, para romperla en la plaza con un bramido ronco y formidable.

El motín era aterrador.

Las voces de mando, bárbaras y contradictorias, ya en castellano, ya en quechua, se dejaban percibir, no obstante el ruido de las piedras y la fusilería.

-¡Forasteros!

-¡Ladrones!

-¡Súhua! ¡Súhua!33

-¡Entremetidos! -decían éstos y aquéllos.

-¡Mueran! ¡Mueran!

-¡Huañuchiy!34

-¡Matarlos! -repetían mil voces.

Y la acompasada vibración de la campana tocando a rebato era la respuesta a toda la vocería.

Lucía y don Fernando abandonaron el lecho del descanso, cubiertos con sus escasas ropas de dormir y lo poco que tomaron al paso para huir o caer en manos de sus implacables sacrificadores, para encontrar muerte cruel y temprana en medio de esa muchedumbre ebria de alcohol y de ira.


Capítulo XVI[editar]


Juan Yupanqui y Marcela, que, después de los sucesos que conocemos, se fueron de casa de Lucía, llegaron, pues, a la suya con Margarita y Rosalía, esas dos estrellas rientes de la choza, cuyos destinos estaban señalados con la marca que Dios pone en cada predestinado en el mapa de las evoluciones sociales.

En el cerebro de Juan Yupanqui no podían ya cobijarse los criminales pensamientos de la víspera. Ya no tocaría el tétrico umbral del suicida, cuya acción cubre de luto el corazón de los que quedan y mata las esperanzas de los que creen.

Dios puso a Lucía para que Juan volviese a confiar en la Providencia, arrancada de su corazón por el cura Pascual, el gobernador y el cobrador o cacique, trinidad aterradora que personificaba una sola injusticia.

Juan creía de nuevo en el bien, estaba rehabilitado, e iba a entrar en la faena de la vida con nuevo afán, para probar gratitud eterna a sus bienhechores.

Marcela ya no sería la viuda de un suicida, de un desertor de la vida, cuyo cadáver, sepultado en la orilla de un río o al borde de un camino solitario, no invocase de los suyos paz, suspiros, ni oraciones.

Sentado en la choza dijo Juan a su mujer:

-Recemos el Alabado, y ahora te juro entregar mis fuerzas y mi vida a nuestros protectores.

-¡Juanuco!... ¿No te dije?, yo también los serviré hasta vieja.

-Y yo también, mama -agregó Margarita.

Y todos tres se pusieron a instruir a Rosalía, explicándole que esos hombres no se la llevaron por la súplica del Wiracocha Fernando y la señora Lucía de la casa grande. Y haciéndola arrodillar en el fondo de la vivienda, con las manitas empalmadas al cielo, le hicieron repetir las sublimes frases del Bendito y Alabado.

-Ahora atiza el fogón -dijo Juan a Margarita.

-Asaremos unas papas, aquí hay ají -repuso Marcela sacando unas hojas de maíz envueltas y atadas con un pedazo de hilo de lana.

-Mañana hemos de matar gallina, Marcela; estoy contentísimo, y nuestro compadre nos ha de prestar unos dos pesitos -dijo alegre Juan.

-Así me gusta, tata. O pediremos el vuelto que tiene el cura -respondió la mujer colocando junto a su marido dos platos de barro vidriados.

-¡Qué vuelto! ¿Para qué tanto? -repuso Yupanqui.

-Qué linda estará nuestra Margarita cuando sea la ahijada de la señorocha Lucía, ¿eh? -dijo la mujer variando el giro de la conversación.

-Ni lo dudes; ¡ay!, ella la vestirá con las ropas que usan.

-Pero me duele el corazón cuando me acuerdo que ya no nos mirará como ahora, cuando Margarita sea una niña -dijo suspirando Marcela y acercándose a poner un palo de leña al fogón.

-¿Qué estás pensando en eso? La señora Lucía le enseñará a respetarnos -respondió el indio.

-¡Bendígala, Pachacamac! -agregó Marcela con recogimiento.

-Mama, ¿y cuando sea mi madrina la señora Lucía, me voy con ella? -preguntó Margarita.

-Sí, hija -contestó la madre.

-¿Y tú, y mi Juan y mi Rosalía? -insistió Margarita.

-Iremos a verte todos los días -repuso Marcela sin dejar de atender a lo que estaba preparando, mientras que Juan acariciaba entre las rodillas a Rosalía, al mismo tiempo que decía a su mujer:

-Parece que se le ha soltado la lengua.

-Así parece -respondió Marcela dando una vuelta a las papas que se asaban; pero Margarita volvió a preguntar:

-¿Y me llevarán las frutas de la mora y los nidos de los gorriones?

-Sí; todo eso te llevaremos si aprendes a coser y tejer las labores tan lindas que dice saber la señora Lucía -respondió Marcela sacando al mismo tiempo las papas y poniéndolas en los platos que estaban junto a su marido.

La cena fue apetitosa y frugal; pero la oración de Rosalía llegó al cielo alcanzando sueño reparador para la familia de Juan Yupanqui, que descansaba sin el comején de las dudas en el humilde lecho de las satisfacciones.

Un profundo bostezo de Juan hizo notar a Marcela que su marido estaba completamente dormido y que las hijas habían seguido su ejemplo, quedándose la choza en silencio absoluto.

Y mientras aquí moran los manes de la Quietud, veremos lo que pasa en la casa parroquial.


Capítulo XVII[editar]

Una sombra negra, sobresaltada e impaciente, paseaba de un extremo a otro en la habitación completamente oscura, pues faltó valor para encender la lámpara de aceite de linaza allí usada o la vela de sebo fabricada por el velero lugareño con sus adminículos de arrayán y romero hervido, que da blancura y consistencia a la grasa animal.

El crimen siempre se acomoda con la negrura de la noche.

Al frente casi de una pequeña ventana con balaustres y hojas de madera pintada con tierra amarilla, estaba colocada una antigua cuja35 hecha de madera de zumbaillo con toldilla cubierta por unos cortinajes de damasco de seda, cuya antigüedad explicaba el mismo sitio en que se lucían.

La cama ancha y confortable con su curioso tapador hecho de mil muestras de cachemira de diversos colores, pero ingeniosamente combinadas por la curiosidad de alguna mujer hacendosa, o por la mano de alguna beata de ciudad, estaba entreabierta y en cierto grado de desorden. Junto a ella se hallaba sentada en una banca de madera, y un tanto reclinada hacia las almohadas, una mujer clandestinamente recibida, y a quién anunció el pongo desde las primeras horas de la noche cuando el cura estaba en el conciliábulo.

El cura Pascual esperaba el resultado de las tremendas combinaciones fraguadas por él, y lo aguardaba entre tinieblas, por no arrojar ni la más pequeña sospecha sobre sí, encontrándose despierto y con luz en altas horas de esa noche; y de vez en cuando asomaba el oído a las rendijas de la ventana.

-¿Qué te pasa, hombre de Dios? Nunca te he visto tan desasosegado como ahora -aventuró a decir la mujer.

-¿No oíste ese tiro? -repuso el cura balbuciente, pues el licorcito de escorzonera estaba en acción y la palabra no salía franca.

-Ese tiro; pero si de eso han pasado tantas horas, y todo está en paz -arguyó la mujer.

-Pueden robar la iglesia: malas noticias me han traído esta tarde los vecinos -dijo el cura a secas con propósito de desorientar por completo la malicia de la mujer, pues la idea de aparecer inocente bullía en su cerebro.

-¿Ladrones en Kíllac, ladrones para la iglesia? ¡Jajay! -respondió la mujer en voz bien alta y soltando la risa.

-Calle, mujer de mis pecados -contestó el cura con ira manifiesta golpeando el suelo con el pie.

-Pero, hombre, ven; recuéstate un momento...

-Calla, demonio -interrumpió el cura Pascual.

-No seas torpe otra vez, después de... las torpezas que has hecho -replicó la mujer como deseando armar gresca.

Y el cura no tuvo otro medio de evitar que hablase en voz alta, voz acusadora, que ir a su lado y recostarse junto a ella, sacando del bolsillo un pañuelo de seda con que se amarró la cabeza.

Y un búho cruzó por los tejados de la casa parroquial, dejando percibir su siniestro aleteo, y pregonando el mal agüero con ese lúgubre graznido que es el terror de las gentes sencillas.

Don Sebastián no se había recogido a su casa.

Doña Petronila llamó dos sirvientes para mandarlos en busca de su marido, a fin de que le sirviesen de compañía, pero Manuel dijo tomando su sombrero y un bastón de huarango:

-Yo iré, madre.

-De ningún modo lo consentiré. ¡Ay, hijo!, no sé qué me anuncia el corazón. Ese tiro de escopeta, la ausencia prolongada de tu padre, las andanzas de Estéfano, todo me tiene preocupada -dijo con triste acento doña Petronila; pero Manuel, inspirándose en la nobleza de sus sentimientos y, tal vez en un doble deseo, repuso:

-Por lo mismo, madre, a mí me toca ir en busca de don Sebastián, y alejarlo del peligro y de compromisos...

-Sería inútil, hijo mío; tú no conoces su genio testarudo. ¡Ah! ¡Te ruego, Manuel! -agregó doña Petronila abrazando a su hijo con afecto, el cual se quedó pensativo y taciturno por unos segundos; y doña Petronila, aprovechando del silencio, insistió suplicante:

-Tu deber te manda cuidarme, Manuel. ¡Soy tu madre, no me dejes sola! ¡Por Dios te lo ruego...!

-No saldré, madre -repuso Manuel con energía arrimando a la pared el bastón que levantó y sacándose el sombrero.

-¡Ahora sí, ahora sí, Manuelito! Tal vez podré dormir. Vamos.

-Sí, acuéstate, madre: la noche está muy fría, y la hora avanzada.

-Recógete, pues, a tu cuarto, y hasta tempranito -dijo doña Petronila mirando con satisfacción a su hijo.



Capítulo XVIII[editar]


A las primeras campanadas y disparos de armas los capataces de don Fernando huyeron despavoridos en busca de seguridad, porque comprendieron que allí era el ataque.

Don Fernando se preparaba para la defensa, y fue en mangas de camisa a tomar un rifle de caza que tenía bien provisto de municiones; pero Lucía se interpuso suplicante repitiendo angustiada:

-¡No, Fernando mío, no! ¡Sálvate, sálvame, salvémonos...!

-¿Y qué hacer, hija? No hay otro remedio, porque moriremos indefensos -repuso don Fernando intentando calmar las impresiones de su esposa.

-Huyamos, Fernando -dijo Lucía aprovechando de las últimas palabras de su marido.

-¿Por dónde, Lucía querida? Las entradas de la casa están ya ganadas -respondió don Fernando tomando una caja de cápsulas de Remington, y echándosela en el bolsillo del pantalón.

Las voces se repetían en la calle, cada vez más aterradoras e implacables.

-¡Bandoleros!

-¡Advenedizos!

-¡Forasteros!

-Sí, ¡la muerte! ¡la muerte...!

Eran las palabras que se alcanzaban a percibir en ese torbellino de la asonada. De improviso se dejó oír una voz nueva, fresca, sin los gases del alcohol, que, con toda la arrogancia y serenidad del valor, dijo:

-¡Atrás, miserables! ¡Así no se asesina!

Y otra voz apoyó la anterior, diciendo:

-Nos han engañado, ¡miserables!

-No hay tales ladrones -observó la misma voz que apoyó a la primera.

-Por acá la gente honrada -gritó uno con valor.

-¡Vengan por este lado! -ordenó la primera voz, y en aquel momento llegó una mujer con un farol de vidrio provisto de una vela de sebo que proyectaba luz tenue.

Los fuegos y las campanadas habían cesado.

Los pelotones de gente comenzaron a diseminarse en distintas direcciones, y la reacción de la turba fue completa.

La entrada de la casa de don Fernando estaba totalmente destrozada, y grandes piras de piedras formadas al acaso yacían junto a las puertas convertidas en astillas.

-¡A ver ese farol por acá! -gritó un hombre abriéndose paso entre la multitud; y a la escasa luz del farol que llegó, reconoció Manuel a doña Petronila

-Madre, ¿tú aquí? -dijo Manuel con sorpresa.

-¡Hijo, estoy a tu lado! -repuso doña Petronila con el semblante lleno de pavor alcanzando el farol a su hijo, y juntos comenzaron a reconocer a los muertos y heridos.

El primer cadáver que encontraron fue el de un indio, a cuyos pies estaba una mujer bañada también en sangre y lágrimas, gritando con desesperación:

-¡Ay! ¡Han muerto a mi marido! ¡Habrán muerto también a mis protectores!

Juan y Marcela acudieron desde los primeros tiros en auxilio de la casa de don Fernando.

Juan cayó traspasado por una bala que, entrándole por el pulmón derecho, salió rompiendo la segunda costilla y rozando el hígado.

Marcela, con una herida también de bala en el hombro, arrojaba un chorro de sangre, y junto a ella yacían tres cadáveres de indios indefensos.

-¡Madre! -dijo Manuel llamando la atención de doña Petronila-, esta india acabará en algunos momentos más sin asistencia inmediata.

-Separémosla de aquí, que la vea el barchilón -contestó doña Petronila.

-¡A ver unos hombres! -dijo Manuel y varios se presentaron ofreciéndose para conducir a Marcela.

El intrépido joven, que, desafiando la ira de un populacho ebrio, se abrió paso y contuvo el motín, se dijo al ver la solicitud de todos para recoger a los muertos y atender a los heridos:

-¡Está visto! La asonada es fruto de un error más digno de perdón que de castigo.

Varios hombres levantaron a Marcela completamente débil, para llevarla a medicinarse.

-Despacio, con cuidado no más -dijo doña Petronila.

-¡Ay! ¡Ay!..., ¿dónde me llevan? -pregunto Marcela agarrándose la herida con la otra mano, y agregó con lamento:

-¡Mis hijas...! ¡Rosacha! ¡Margarita!

-¿Qué habrá sido de don Fernando y Lucía? -dijo Manuel con interés creciente; y en aquellos momentos asomaba la aurora de un nuevo día para alumbrar la cara de los culpables.

Capítulo XIX[editar]


Había alguno interesado como Manuel en saber la suerte que hubo corrido la pareja Marín.

Este era el cura Pascual, quien hizo prodigios de inventiva para allanar explicaciones con doña Melitona, que así se llamaba la mujer que fue a acompañarlo en esa noche siniestra.

Luego que las campanas quedaron mudas y cesaron los disparos, el cura Pascual dijo para sí:

-Esta es la hora en que ya se ha arribado a un resultado cualquiera. -Y dirigiéndose a Melitona, agregó con disimulo:

-Parece que toda esa bulla ha concluido, ¿eh?

-Sí, creo que ha pasado, curay ¡Jesús, y qué sustos los que he tenido! -respondió Melitona haciendo aspavientos, a lo que el cura repuso:

-Y los míos no han sido pocos desde la hora en que sentí el primer disparo, creyendo que atacasen la iglesia, y tú que porfiabas...

-Felizmente nos persuadimos pronto de que era en otra parte, y ¿cómo te hubiese consentido salir?

-¡Jesús me ampare! Bien hecho que me atajaste, Melitonita; si bien dicen que las mujeres...

-Y, ¿qué habrá sido, curay? -preguntó con inocencia la mujer.

-Serán cosas de política: gracias a Dios que no salí, gracias, gracias -repetía el cura en cuyo corazón estaba creciente la ansiedad por saber el resultado, aunque alcanzaba a dominar sus emociones aparentando calma.

Melitona se quedó dormida sin más explicaciones, pero el cura velaba aguardando inquieto la llegada de la aurora.

No bien hubo rayado el crepúsculo matutino y se sintieron los pasos de la gente que transitaba por las calles, tosió fuertemente el cura, desprendiéndose el pañuelo con que había atado su cabeza, y colocándolo debajo de la almohada, dijo:

-Vete, pues, Melitonita; tú que eres mujer debes ser harto curiosa; infórmate de lo que en realidad ha pasado anoche en este vecindario, que, como hemos calculado, ha sido... me parece en la dirección de la casa de don Fernando; yo voy a prepararme para celebrar.

-Ahoritita, curay -respondió doña Melitona dándose por satisfecha de la comisión; santiguose tres veces, se vistió, prendiose el mantón de cachemira morada con guardas negras, y salió.

Las primeras gentes con quienes se encontró le dieron razón casi exacta del asalto a la casa de don Fernando Marín; pero deseosa de llevar a la casa parroquial noticias comprobadas por sus ojos, se introdujo al mismo teatro del suceso.

-¡Jesús! ¡Qué temeridad! ¡Qué herejes habrán hecho esto! ¡Ay, vean, pues, todo pedazos! -decía caminando por entre las ruinas, y contemplando los despojos.

Lucía y don Fernando se encontraban sanos y salvos, rodeados de gente en el gabinete de su casa, y Manuel, con toda la indignación de su corazón puro, y con todo el fuego de su edad, decía en alta voz:

-Es inconcebible iniquidad igual, señor don Fernando. Este pueblo es un pueblo bárbaro, y la salvación de ustedes ha sido milagrosa. Cuéntenos cómo salvaron.

-El milagro es de Lucía -respondió con tono seco don Fernando, anudándose la corbata que por distracción tenía suelta, y dando grandes pasos por la habitación.

-¡Señora Lucía! -dijo por toda respuesta Manuel, dirigiendo la vista hacia el sofá, donde estaba un tanto recostada aquélla, profundamente emocionada; y aspirando de rato en rato sales encerradas en un frasquito de cristal de Bohemia, cuya tapa entreabría con cuidado.

Don Fernando, como siguiendo el curso de sus ideas, dijo:

-¡Qué horror! ¡Muchos sabrán lo que es despertar en la bulla del desorden, el tiroteo y la matanza, porque en el país se soportan y se presencian con frecuencia esos levantamientos y luchas civiles, que ya en nombre de Pezet36, Prado o Piérola37 llevan el terror y el sobresalto, sea en el aura de una revolución, sea en los fortines de una resistencia! ¡Pero lo que pocos sabrán es el despertar del sueño de la felicidad entre el plomo homicida y la voz del degüello lanzados en los muros de su propio dormitorio! -¡Basta, don Fernando! ¡Basta! -gritaron varias voces en coro.

-¡Qué atrocidad! -agregó Manuel pasándose la mano por debajo del pelo, y don Fernando, contestando a la primera pregunta de Manuel, desatendida en medio de ese tumulto natural de pensamientos, dijo:

-Estuve resuelto, Manuel, a ofrecerme al sacrificio y morir matando. Pero las lágrimas de mi buena y santa esposa me hicieron pensar en salvarme para salvarla también. Ambos huimos por la pared de la izquierda y fuimos a refugiarnos detrás de unos cercos de piedra, fronterizos, precisamente, del lugar del ataque, y desde ahí hemos presenciado impasibles el asalto a nuestra casa, el heroísmo de usted, la abnegación maternal de doña Petronila, el fin de nuestro pobre Juan, y la victimación de la desgraciada Marcela.

-¡Pobre Juan!, ¡pobre Marcela!, ahora que la desventura nos ha hermanado, mis afanes serán para ella y sus hijas -dijo Lucía suspirando con profunda pena e interrumpiendo a su marido.

-¡Oh, sí! Margarita, Rosalía, desde hoy esas palomas sin nido hallarán la sombra de su padre en esta casa -afirmó don Fernando.

-Hagamos conducir aquí a Marcela para medicinarla con esmero -dijo Lucía enternecida; y dirigiéndose particularmente al joven, agregó:

-Manuel, se lo suplico en nombre de la amistad. Encárguese usted de eso.

A lo que Manuel respondió con vehemencia juvenil:

-Ahora mismo, señora; usted, ángel de los buenos, restañará las heridas de una madre, y nosotros, don Fernando, tomaremos cuenta a los culpables.

Al decir esta última frase, una palidez mortal bañó su fisonomía, porque el nombre de don Sebastián cruzó por su mente; de don Sebastián, el esposo de su madre, el hombre a quien él daba el nombre de padre.

Tomó su sombrero maquinalmente, se inclinó y salió con paso apresurado, cruzándose en el camino con doña Melitona, que estaba escuchando todo desde la puerta, sin perder palabra.

Don Fernando se sentó junto a Lucía y, sacó un cigarro para fumar.

Como doña Melitona creía saber lo suficiente, volvió a desandar lo andado para informar al cura que esperaba impaciente la llegada de su parientita para irse a celebrar.

Melitona dijo entrando y desprendiéndose del mantón:

-Traigo todo calientito, curay.

-Sí, Melitonita, y ¿cómo había sido eso? -preguntó el cura Pascual.

-Dicen que don Fernando tuvo no sé qué asunto de cuentas con unos laneros, y que don Sebastián metió la mano a favor de no sé quiénes, y luego de ahí vino el disgusto, y se armó gresca, y que otros creyeron que eran ladrones y tocaron las campanas -relató Melitona con ademanes y movimientos de cabeza.

-¿Conque eran asuntos de particulares? Buena raspa he de echarle al campanero para que no sea ligero con sus campanas -repuso el cura con maña.

-Así aseguran, curay, pero el hijo de don Sebastián, un joven recién llegado, está ahí, donde don Fernando, muy de la casa, y ha dicho que él castigará a los culpables -aclaró Melitona.

-¿Eso ha dicho? -preguntó el cura; y mordiéndose el labio, agregó para su capote- ¡Joven imberbe!, y cuando tu padre te diga: «Calla, aquí estoy...», y aun sin esto, quien más vive, más sabe...

Y a poco rato se oyó la campana del pueblo llamando a misa.


Capítulo XX[editar]

La entrada de Marcela, conducida en una camilla de palos, herida, viuda y seguida de dos huérfanas, a la misma casa de donde el día anterior salió contenta y feliz impresionó tan vivamente a Lucía, que se hallaba sola en aquellos momentos, que no pudo contener sus lágrimas y se fue llorando hacia Marcela.

Hizo colocar la camilla en una vivienda aseada; tomó entre los brazos a Rosalía, acarició a Margarita y llamó a entrambas, diciéndoles:

-Hijas, pobrecitas, preciosas.

Luego habló a Marcela, sentándose junto a ella, y le dijo:

-¡Oh, hija mía! ¡Cuánta resignación necesitas! Te ruego que te calmes, que tengas paciencia...

-Niñay, ¿no te has asustado de protegernos? -dijo la india con voz y mirada lánguida, pero Lucía, sin contestar a esta pregunta, continuó:

-¡Qué débil estás! -y dirigiéndose a dos sirvientas que estaban hacia la puerta, ordenó-: Que le preparen un poco de caldo de pollo con algunas rebanadas de pan tostado y un huevo batido; ustedes han de cuidarla con todo esmero.

El semblante de Marcela revelaba sus terribles sufrimientos, pero las palabras de Lucía parecían haberle dado alivio. Era tal la influencia benéfica que ante ella ejercía aquella mujer tan llena de bondad, que, a pesar de haber declarado el barchilón de Kíllac que la herida era mortal y, de término inmediato, porque la bala permanecía incrustada en el omóplato, adonde había llegado atravesando el hombro izquierdo, y la fiebre ya invadía el organismo, Marcela fue alentándose visiblemente.

Así transcurrieron dos días, dando ligeras esperanzas de salvar a la enferma.

Acababa de entrar de la calle don Fernando, a quien preguntó Lucía con grande interés:

-Fernando, ¿y los restos de Juan?

-Han sido ya conducidos al camposanto con todos los honores que he podido hacerle tributar, corriendo yo con los gastos, y los han depositado en una sepultura provisional -contestó don Fernando, satisfaciendo con palabra minuciosa la pregunta de Lucía, quien dijo:

-¿Y por qué provisional, hijo?

-Porque es probable que los jueces hagan practicar un nuevo reconocimiento, dudando del que he mandado hacer -contestó don Fernando sacando un papel del bolsillo.

-¡Qué fórmulas, Dios mío! Y, ¿qué dice ese certificado? ¿A ver?

-Aquí consta -repuso don Fernando desdoblando el papel y leyendo- «que Juan Yupanqui sucumbió instantáneamente por la acción del proyectil lanzado de cierta altura, y que, rompiendo la escápula derecha, había atravesado oblicuamente ambos pulmones, destrozando las gruesas arterias del mediastino».

-¿Ese informe arrojará luz para la averiguación y descubrimiento del autor? -preguntó Lucía con intención.

-¡Ay, hija!, poca esperanza debemos abrigar de conseguir nada -repuso don Fernando volviendo a doblar y guardar el papel.

-Y el cura Pascual, ¿qué dice?

-¡Pst! No ha tenido inconveniente en depositar un responso sobre la tumba de Juan Yupanqui, como no lo tuve yo para colocarle su humilde cruz de palo -contestó don Fernando torciéndose el bigote.

-¿Acaso ignorará los pormenores del asalto que hemos sufrido?

-¡Que los ignore! Estás disparatando, hija. Yo lo creo complicado.

-¿Sí? ¡No faltaba más para renegar de estos hombres! ¿Y los jueves? -insistió Lucía indignada.

-Los jueces y las autoridades han tomado algunas medidas, como las de depositar las piedras hacinadas en nuestras puertas como cuerpos del delito -contestó don Fernando riendo y dando en seguida a su fisonomía un gesto de tristeza que revelaba su honda decepción; acaso el escepticismo que todos aquellos acontecimientos hacían nacer en su corazón noble y justiciero.

Conversando así, atravesaron los esposos Marín el pasadizo que conduce de una vivienda a otra, y llegaron al cuarto de Lucía, donde se sentaron fronterizos, Lucía en el sofá y don Fernando en un sillón: recostándose y cruzando las piernas, dijo éste a su esposa:

-Voy a molestarte, hija; creo que hay un poco de chicha de quinua38 con arroz; dame un vaso.

-Al momento, hijito -repuso Lucía poniéndose de pie y saliendo de la habitación.

Un minuto después volvía la señora de Marín con un vaso de cristal colocado en un platillo de loza, conteniendo una leche espesa espolvoreada con canela molida, que provocaba por la vista y el olfato, y lo presentó a su marido.

Don Fernando apuró la chicha con avidez, puso el vaso sobre la mesa, limpió sus bigotes con un pañuelo perfumado y volvió a su primitiva actitud, diciendo a Lucía:

-Qué bebida tan confortable, hija. No sé cómo hay gentes que prefieren a ésta la cerveza del país.

-De veras, hijo; yo no puedo ver esa cerveza que hacen donde Silva y Picado.

-Y volviendo a recordar al pobre Juan, ¿sabes, hija, que ese indio me ha despertado aún mayor interés después de su muerte? Dicen que los indios son ingratos, y Juan Yupanqui ha muerto por gratitud.

-Para mí no se ha extinguido en el Perú esa raza con principios de rectitud y nobleza, que caracterizó a los fundadores del imperio conquistado por Pizarro. Otra cosa es que todos los de la calaña de los notables de aquí hayan puesto al indio en la misma esfera de las bestias productoras -contestó Lucía.

-Hay algo más, hija -dijo don Fernando-; está probado que el sistema de la alimentación ha degenerado las funciones cerebrales de los indios. Como habrás notado ya, estos desheredados rarísima vez comen carne, y los adelantos de la ciencia moderna nos prueban que la actividad cerebral está en relación de su fuerza nutritiva. Condenado el indio a una alimentación vegetal de las más extravagantes, viviendo de hojas de nabo, habas hervidas y hojas de quinua, sin los albuminoides ni sales orgánicas, su cerebro no tiene dónde tomar los fosfatos y la lecitina sin ningún esfuerzo psíquico; sólo va al engorde cerebral, que lo sume en la noche del pensamiento, haciéndole vivir en idéntico nivel que sus animales de labranza.

-Creo como tú, querido Fernando, y te felicito por tu disertación, aunque yo no la entiendo, pero que, a ponerla en inglés, te valdría el dictado de doctor y aun sabio en cualquiera Universidad del mundo -contestó Lucía riendo.

-¡Picarona! Pero aquí sólo me ha valido tu risa -dijo don Fernando coloreándose ligeramente, pues las palabras de su esposa le hicieron notar que había echado un párrafo científico, acaso pedantesco o fuera de lugar.

-No, hijo, ¿qué? si yo me río es sólo... por la formalidad con que hemos venido a disertar acerca de estas cosas sobre la tumba de un indio tan raro como Juan.

-Raro no, Lucía; si algún día rayase la aurora de la verdadera autonomía del indio, por medio del Evangelio de Jesús, presenciaríamos la evolución regeneradora de la raza hoy oprimida y humillada -contestó don Fernando volviendo a su expansión de palabra.

-Tampoco te contradigo, hijito, pero discutiendo aquí sobre los muertos, estamos olvidando a los vivos. Voy a ver si han dado su alimento a Marcela -dijo Lucía, y salió con paso ligero.

Capítulo XXI[editar]



Manuel no tuvo ni una hora de descanso verdadero desde que se iniciaron los funestos acontecimientos que traían conmovida a la población de Kíllac.

Luego que ordenó la traslación de Marcela a casa de Lucía y la presenció en parte, se consagró a practicar averiguaciones prudentes, empleando para ello la sagacidad, patrimonio que deja la buena educación de un colegio sistemado y celoso. Por esta misma prudencia, huía de una inmediata explicación con don Sebastián, y se impuso alejamiento momentáneo de casa del señor Marín.

Pero todo acontecimiento va a su desenlace.

Una mañana, al regresar a su casa, taciturno y caviloso, absorbido por una sola idea, halló a su madre preparando unos suches39 que, abiertos medio a medio con su respectiva provisión de pimienta, cebollas picadas, sal, ají y manteca, extendidos en una sartén de barro, aguardaban ir al horno para su cocimiento.

Al ver a su hijo, doña Petronila dijo:

-¡Manuelito, cómo te gustaban los suches asados al horno! ¿recuerdas, tatay? Por eso estoy arreglándolos yo misma. ¿Quién había de cocinar para mi hijo?...

-Gracias, madre. Despacha esa golosina al horno y óyeme en tu cuarto -dijo Manuel, para cuyo corazón fue un bálsamo aquella sencilla escena de familia, diciéndose enseguida al caminar hacia la habitación de doña Petronila:

-¡Benditas las madres! Quien no ha sentido los mimos y las caricias de su madre, ni recibido los besos de la que nos llevó en su seno, ¡oh!, no sabe lo que es amor.

Entrado en la alcoba, arrastró una silleta junto a la mesa, se sentó en ella con fuerza, apoyó los codos y dejó caer la cabeza en la palma de las manos en actitud meditabunda.

¡Qué combinaciones las que hacía!

Todos los hilos que tomó en las investigaciones practicadas con las personas que a él se asociaron le conducían a entrever a los verdaderos autores del asalto de la casa de don Fernando Marín, y allí se destacaban las figuras de don Sebastián, el cura Pascual y Estéfano Benites.

Llegó doña Petronila, y dando una palmada en el hombro de Manuel, dijo:

-¿Te has dormido, Manuelito?

Manuel dejó caer los brazos sobresaltado, alzó los ojos, y fijándolos con cariñosa expresión en su madre se puso de pie y le contestó:

-Nada de eso, madre; el espíritu intranquilo sólo va a la vigilia. Siéntate, hablaremos.

Y arrastrando otra silla junto a la suya, la ofreció a su madre.

-No, hijo, yo me sentaré aquí no más en este banquito; aquí estoy más cómoda -repuso doña Petronila rechazando la silleta, sentándose en un asiento bajo de su preferencia, cubierto con una alfombra, y arreglándose las faldas del vestido.

-Como gustes -dijo Manuel sentándose a su vez.

-Ya adivino de lo que quieres hablar. ¡Jesús, qué cosas las que han pasado! ¿No? Hasta ahora no me vuelve el alma al cuerpo, estoy viendo no más las caras de los indios muertos, bañados en sangre, cubiertos de tierra, ¡Jesús! ¡Jesús!

-¡Ah, madre mía! ¡Con qué fatal estrella he vuelto para presenciar estos sucesos! Pero son lamentaciones inútiles, hagamos de tripas corazón, y vamos a remediar algo y tratar de que don Sebastián salve -contestó Manuel, iniciándose las confidencias entre madre e hijo.

-¡Ay, hijo mío, ay! ¿Para qué te contaría todo? Desde que lo hicieron gobernador a tu padre, se ha vuelto otro, y... ya no puedo con él...

-Sí, lo sé. Todo lo he comprendido, madrecita, desde el primer momento.

-Háblale, pues, tú; a ti te oirá.

-¡Temo que no! Si yo fuese su hijo verdaderamente, hablaría en él la voz del amor paterno, pero... tú... tú lo sabes...

-¿Y para qué traes a colación esas cosas? -dijo doña Petronila enfadada.

-Perdona, madre. Y vamos al grano. Tú tienes que ayudarme, pero con cariño; sin palabras amargas, sin cargo, nada de eso, simplemente debemos hacer que deje la gobernación y, por lo demás, yo echaré sobre mis hombros los resultados; lo tengo meditado. Ahora he de verme con el pícaro cura.

-No hables así de un sacerdote. ¡Jesús! ¡El descomulgado se desgracia!

-Madre, el hombre que prostituye su ministerio merece desprecio; pero no hablemos de él, tratemos de don Sebastián. Entra a verlo a su cuarto y procura hablarle, preparándole el ánimo para que me reciba después.

-¿Ahora mismo? -preguntó doña Petronila levantándose al propio tiempo.

-Sí, madre, no hay horas que perder -repuso Manuel, abrochándose el botón del saco.

Y doña Petronila salió pausadamente. Al llegar a la puerta de la habitación de don Sebastián se detuvo unos segundos, santiguó su frente y entró.

Manuel se quedó dando paseos en el cuarto de su madre, entregado a sus combinaciones, porque la entrevista con don Sebastián tenía que ser algo dura para él.

En el curso de sus paseos, de repente fijó su vista en un vaso de arcilla que estaba colocado en una esquinera, el cual le llamó tan vivamente la atención que, examinándolo, dijo:

-Este debe ser un huaco de mucha importancia: qué tierra tan fina... y estos dibujos tan admirablemente ejecutados, qué bien hechas las labores de la Lliclla de la ccoya y las sombras del manto que lleva flotante el indio, que será algún cacique.

-Manuelito, parece que Chapaco está en su buen rato -dijo doña Petronila, entrando alegre.

-¿Qué le has dicho sobre el asunto? -preguntó con interés Manuel, colocando el huaco en su mismo sitio.

-Yo nada le he querido porfiar, por tus mismos encargos; pero le he dicho que conviene que deje la gobernatura, porque han de venir disgustos con motivo de apresar a los factores de la otra noche y demás.

-¿No le has dicho que él está señalado como partícipe?

-¿Para qué le iba a decir eso? ¡Jesús! Habría brincado de rabia. ¡Yo no me atrevo...!

-Pero, ¿qué respondió al fin?

-«Yo sabré lo que me hago», me ha respondido, pero con buenas mañas. Anda, no más -dijo doña Petronila, tomando la mano de su hijo.

Manuel besó en la frente a su madre y se dirigió a la habitación de don Sebastián Pancorbo, gobernador de Kíllac.

Capítulo XXII[editar]

Don Sebastián se encontraba recostado en un sillón, envuelto en un poncho felpado, la cabeza atada con un pañuelo carmesí de seda, cuyas puntas, formando nudo, quedaban hacia la frente. Estaba visiblemente preocupado.

-Buenos días, señor -dijo Manuel al entrar.

-Buenos días. ¿De dónde pareces, Manuel? Francamente, desde que has llegado no nos hemos visto más que tres veces -respondió don Sebastián, disimulando su preocupación.

-La culpa no es mía, señor, usted no ha estado en casa.

-Francamente, estos amigos y el cargo que desempeño; ya uno no se pertenece; tienes razón, Manuelito -dijo el gobernador.

Y como buscando forma de sincerar su conducta, agregó:

-Lo que es la otra noche, francamente, hijo, he estado en mucho peligro, sin poder contener el desorden que hubo. ¿Qué se va a hacer sin fuerza armada?... Pero tú te portaste muy bien..., y, francamente, este don Fernando no más también tiene la culpa.

-Yo vengo a hablar con usted seriamente sobre lo ocurrido la otra noche. Yo no puedo quedarme con los brazos cruzados cuando veo que acusan a usted.

-¿A mí? -dijo Pancorbo, pegando un brinco.

-A usted, señor.

-¿Y quién es ése? A ver, ¿quién? Francamente, quiero conocerlo.

-No se exalte usted, señor; cálmese y hablaremos entre padre e hijo: aquí nadie nos oye -replicó Manuel, mordiéndose los labios.

-Pues y tú, ¿qué dices? ¡Habla! También; francamente, me gusta la ocurrencia.

-De todas las averiguaciones que he practicado, resulta... casi la evidencia de que el cura Pascual, usted y Estéfano Benitos han tramado y dirigido esto contra don Fernando, por devoluciones de dinero de reparto y de entierro.

Don Sebastián iba cambiando de colores a cada palabra de Manuel, y pálido al final, presa de un temblor nervioso, sin poderse ya dominar, dijo:

-¿Eso dicen? Francamente, ¡nos han vendido!

-No eran ustedes solos; otros individuos pertenecían al complot; y las tramas que se hacen entre muchos y entre copas no llevan el sello del secreto -repuso Manuel con calma.

-Será el Escobedito; francamente, a mí me daba mala espina ese mocito.

-Alguno habría sido, don Sebastián; pero ya no es tiempo de conjeturas, sino de poner a usted en salvo.

-¿Y qué cosa has ideado, hijo? -preguntó don Sebastián cambiando de tono.

-Que usted deje la gobernación inmediatamente -repuso el joven.

-¡Eso no, francamente eso no! ¿Dejar de ser yo autoridad en el pueblo donde he nacido? No, no, ni me propongas esas cosas, Manuel -contestó don Sebastián enfadado.

-Pero tendrá usted que hacerlo antes que lo destituyan, y, yo se lo pido, se lo aconsejo; usted ha sido llevado por la corriente, el principal autor es el cura, yo me entenderé con él y usted firma su renuncia, don Sebastián. Desde niño le he dado el nombre de padre, todos me creen su hijo, y usted no puede dudar de mi interés, ni despreciar mis consejos todo lo hago por amor a mi madre, por gratitud a usted -dijo Manuel agotando su arsenal persuasivo y secando su frente, por donde corría el sudor de la discusión en que tuvo que mencionar nuevamente su paternidad desconocida para la sociedad.

Don Sebastián estaba conmovido; abrazó a Manuel, diciéndole:

-Haz, pues, como piensas, francamente... pero, el cura que no se quede sin su ración.

-Todo se arreglará lo mejor posible para usted, señor, y más tarde iremos juntos adonde don Fernando, porque conviene que ustedes queden de acuerdo. Ahora me voy adonde el cura Pascual, hasta luego -dijo Manuel tomando su sombrero.

Y salió en dirección a la casa parroquial, mientras que don Sebastián repetía entre dientes, moviendo la cabeza:

-¡Escobedito, o Benites... mocitos...!

El cura Pascual tomaba en aquellas horas tranquilamente su desayuno, rodeado de dos gatos, uno negro y otro amarillo con blanco; un perro lanudo dormitaba con la cabeza entre las dos patas delanteras, estirado largo a largo en el umbral del cuarto, y el pongo con los brazos cruzados, en ademán humilde, esperaba de pie junto al perro las órdenes de su amo.

Cuando sintió pasos y vio a Manuel, el cura alzó un plato sopero y, volcándolo, tapó otro plano en que había un pichón aderezado a la criolla, con dos tomates partidos sobre las alas y una rama de perejil en el pico.

-Señor cura -dijo Manuel al entrar, descubriéndose con política.

-Jovencito Manuel, ¿a qué feliz casualidad debo el gusto de verlo por acá? -repuso el cura.

-La causa de mi venida no le debe ser desconocida, señor cura -respondió Manuel con sequedad y enfado, pues iba preparado a no usar de cumplimientos con el cura Pascual.

-Caballerito, me sorprende usted -dijo el cura variando de tono y levantando distraído un tenedor de la mesa.

Manuel, que permanecía de pie, tomó el primer asiento y contestó:

-Sin preámbulo, señor cura; la asonada que antenoche ha cubierto de vergüenza y de luto este pueblo es obra de usted...

-¿Qué dice usted, insolentito? -dijo el cura moviéndose en su asiento, sorprendido al oír por primera vez un lenguaje gastado de igual a igual y en tono acusador.

-Nada de calificativos, señor cura; acuérdese usted que no es la sotana la que hace respetar al hombre, sino el hombre quien dignifica ese hábito que así cubre a buenos sacerdotes como a ministros indignos -replicó Manuel.

-¿Y qué pruebas tendrá usted para semejante acusación?

Todas las que un hombre necesita para acusar a otro hombre -repuso con llaneza el joven.

-¿Y si en mi lugar se encontrase usted con otra persona ante cuya presencia tuviese que bajar la cabeza avergonzado? -dijo el cura Pascual, tirando sobre la mesa el tenedor que aún conservaba en la mano y creyendo haber dado un golpe decisivo a Manuel.

Pero éste, sin perder su serenidad, respondió con aplomo:

-Esa persona a quien usted alude, señor cura, ha sido infeliz máquina de usted, como han sido los otros...

-¿Qué dice usted, colegial? -dijo colérico el cura, por cuya mente cruzó la duda de esta forma: «¿Si le habrá revelado el bergante de Pancorbo?»...

-Lo que usted oye, señor cura, y seamos breves -agregó Manuel.

-Más breve será usted marchándose -contestó el cura colérico.

-Antes de tiempo, antes de llenar mis propósitos, no lo espere usted, señor cura.

-¿Y qué es lo que pretende usted? -preguntó el párroco cambiando el tono de la voz y dominando sus ímpetus de cólera.

-Que usted y don Sebastián reparen el daño que han hecho, antes que la justicia reclame a los delincuentes.

-¿Qué oigo? ¡Santo cielo! ¡Don Sebastián, débil y afeminado, me ha vendido...! -exclamó el cura vencido totalmente por Manuel, quien acababa de mencionar a su padre.

Mas como quien encuentra un nuevo reducto de defensa, dijo:

-¿Será usted un hijo desnaturalizado que acusa a su propio padre?

-Claro que no, desde que voy en busca de la reparación prudente y meditada para atenuar la falta, que de todos modos habrá de tenerla, pues nuestras creencias religiosas nos enseñan que sin la previa remisión del mal no hallaremos abiertas las puertas del cielo.

-¡Ajá! ¿Eso le han enseñado a usted sus maestros, para no reparar en la acusación de su padre? -preguntó con ironía el cura, empeñado en su labor de zapa.

-Algo más, señor cura: me han enseñado que sin la rectitud de acción no hay ciudadano, ni habrá patria, ni familia; y le repito que no acuso a don Sebastián; busco satisfacción para atenuar su falta...

Iba a continuar el joven, cuando apareció un sirviente de casa de don Fernando, todo azorado y descompuesto, gritando desde la puerta:

-Señor, señor, auxilios para un moribundo.

-Vaya usted, señor cura, a cumplir esos deberes del sacerdote, y... en seguida hablaremos -dijo Manuel, reparando que había un testigo, e inclinándose salió.

El cura fue a tomar su sombrero, y mirando a Manuel que se marchaba, dijo con desprecio:

-¡Pedazo de masón!

En seguida fue a destapar el plato que había preservado del aire y, oliéndolo, murmuró a media voz:

-Se me ha enfriado el pichoncito... en fin, al regreso lo tomaré.


Capítulo XXIII[editar]

Los esposos Marín no omitían gestos ni asistencia esmerada para alcanzar la salvación de la enferma, pero, desgraciadamente, ésta empeoraba por grados, acortándose los momentos de su vida.

Lucía encontrábase en aquella hora junto a don Fernando, con quien platicaba en dulce intimidad, y le dijo:

-¿Qué misterios son éstos, Fernando? ¡Marcela llegó a nuestro hogar tranquilo y dichoso en busca de un amparo que halló en nombre de la caridad; nosotros nos gozamos en el bien, y de estas acciones buenas, elevadas y santas, ha resultado el infortunio de todos!

-Acuérdate, hija, que la faena de la vida es de lucha, y que la sepultura del bien la cava la ignorancia. ¡El triunfo consiste en no dejarse enterrar!...

Margarita apareció en la puerta como un meteoro, gritando:

-Madrina, madrina, mi madre te llama.

-Allá voy -contestó Lucía.

Y dirigiéndose a su marido con una palmadita en el hombro:

-Adiós, hijito -dijo-; y echose a andar hacia la habitación de Marcela.

Esta se encontraba medio sentada, apoyada en varios almohadones de cotí rosado. Al ver a Lucía se le llenaron los ojos de lágrimas, y con voz desfalleciente y entrecortada, exclamó:

-¡Niñay... voy a... morirme...! ¡Ay...! ¡Mis hijas...! ¡Palomas sin nido... sin árbol... y sin... madre...! ¡Ay!

-¡Pobre Marcela, estás muy débil, no te agites! No quiero ahora repetirte discursos para probarte los misterios de Dios, pero tú eres buena, tú... eres cristiana -dijo Lucía arreglando las cobijas de la cama un tanto rodadas.

-¡Sí... niñay...!

-¡Si te ha llegado tu hora, Marcela, parte tranquila! ¡Tus hijas no son las aves sin nido; ésta es su casa; yo seré su madre...!

-¡Dios... te pague...! Quiero... revelarte... un secreto... para que... se pierda en tu corazón... hasta la hora precisa -dijo la enferma esforzándose para hablar seguido.

-¿Qué? -preguntó Lucía acercándose más.

Y Marcela, aplicando sus labios casi helados a los oídos de la esposa de don Fernando, murmuró frases que por varias veces hicieron volver los ojos a Lucía para fijarlos con asombro en la enferma, quien al terminar preguntó:

-¿Prometes... niñay?

-Sí, te lo juro por Cristo mi Señor muerto en la cruz -respondió Lucía conmovida.

Y la pobre mártir, para quien las horas de agonía se aproximaban, agregó lo que iba a ser su despedida de los negocios del mundo:

-¡Dios te pague...! Ahora... quiero confesarme... después... ¡la muerte ya me... espera!

Anunciaron la llegada del cura Pascual, cuyo saludo correspondió Lucía con frialdad, llevándose de la mano a Rosalía y Margarita, a quienes iba a distraer para que no presenciasen la eterna partida de su madre.

El párroco, llegando al lecho de la moribunda, escuchaba las confidencias sacramentales de su víctima.

Margarita ya no podía dejarse engañar.

Sus ojos estaban enrojecidos por el llanto.

Tenía que llorar aún, cuando viese sacar a su madre en hombros extraños, para dejarla por siempre en el suelo húmedo del cementerio.

¡Pobre Margarita!

Sin embargo, en su dolor, ella no medía la magnitud de su desventura.

Lucía, al sacar a las muchachitas y entregarlas a una sirviente para que les pusiera los vestidos que les estaban cosiendo en la máquina «Davis», se dijo:

-¡Adorable candidez la de los niños! ¡Ah! La niñez todo lo dora al calor de un sol refulgente, mientras que la vejez todo lo hiela con el frío del escepticismo. ¿Tienen razón de ser escépticos los viejos conociendo a la humanidad? Niñas -agregó en alta voz-, vayan con Manuela, que ha de darles bizcochos y bonitos trajes.

Y se dirigió en busca de don Fernando, que estaba ocupado en su escritorio. Casi al mismo tiempo llegaban Manuel y don Sebastián. Cuando los vio Lucía, estrujándose los dedos entrelazados, se preguntó asombrada:

-¿Qué va a suceder hoy en esta casa, donde en tan pocos días se han desarrollado acontecimientos tan trágicos y cuya extensión aún no es posible medir? ¿Qué nuevo drama va a presentarse en mi hogar, donde una mano invisible reúne ahora a los principales actores, perseguidores y perseguidos, culpables e inocentes, en presencia de una madre que se halla en los bordes del sepulcro abierto por estos notables, que en un supuesto ataque a sus costumbres sólo persiguen fines particulares, sin desdeñar medios inicuos? ¡Dios mío...!

-A los pies de usted, señora Lucía -dijo Manuel encontrando a la esposa del señor Marín casi a la puerta del escritorio, donde entraron seguidos de don Sebastián.

-Caballeros -repuso Lucía con manifiesto desagrado para don Sebastián, quien, descubriéndose, dijo:

-Muy buenos días, señora... señor...

-Hola, don Manuel; adiós, don Sebastián -repuso don Fernando, dominando el mal efecto que le produjo la presencia del segundo.

Pero Manuel, calculando de antemano aquel efecto, y para atenuar las cosas, fue el primero en comenzar la conversación, diciendo:

-Señor don Fernando, hemos venido para acordar con usted la manera como podrá recibir la más explícita satisfacción de un pueblo que le ha ofendido con la misma ignorancia con que ofende un perro rabioso.

-Satisfacerme a mí, don Manuel, no es cosa difícil, a la verdad; yo, más o menos, he estudiado el carácter de este pueblo, que se desarrolla sin los estímulos del buen ejemplo y del sano consejo; que a costa de su propia dignidad va a conservar lo que él llama legendaria costumbre. Pero, ¿cómo se reparan los daños causados en tanta víctima? -contestó el señor Marín, dando a sus palabras la severa acentuación de la verdad y del reproche.

-Y, francamente, ¿cuántos muertos ha habido? -se atrevió a preguntar don Sebastián con voz temblorosa.

-¡Y qué! ¿Usted lo ignora, don Sebastián? ¿Usted que es la autoridad local? ¡Cosa extraña, por demás extraña! -dijo don Fernando por toda respuesta, dando un paso hacia el asiento que ocupaba su esposa.

-Su natural extrañeza -se apresuró a decir Manuel- quedará satisfecha, don Fernando, al saber que mi padre no ha salido de casa después de los sucesos que me cupo la suerte de contener, habiéndose encargado del puesto el teniente gobernador, como llamado por la ley.

-Esa diligencia precautoria y muy pensada no lo pone a salvo de responsabilidades -observó Lucía con su natural vivacidad femenina.

Pero Manuel, siempre listo, repuso:

-Señora, yo que he venido en momentos tan trágicos para Kíllac, para este pueblo de mi nacimiento, no podía permanecer indiferente; debía buscar reparos, prevenir nuevos males, y he persuadido a mi padre de que renuncie el puesto que... no ha sabido sostener. Voy en pos de alguna reparación.

-¿Y va usted a entrar en pugna con vicios que gozan del privilegio de arraigados, con errores que fructifican bajo el árbol de las costumbres, sin modelos, sin estímulos que despierten las almas de la atonía en que las ha sumido el abuso, el deseo de lucro inmoderado y la ignorancia conservada por especulación? Me parece cosa difícil, don Manuel -dijo el señor Marín.

Manuel no estaba ni derrotado ni persuadido, y replicó:

-Esa, precisamente, esa es la lucha de la juventud peruana desterrada en estas regiones. Tengo la esperanza, don Fernando, de que la civilización que se persigue tremolando la bandera del cristianismo puro no tarde en manifestarse, constituyendo la felicidad de la familia y como consecuencia lógica, la felicidad social.

-¿Y sus fuerzas serán suficientes, joven Manuel? ¿Cuenta usted con otros apoyos a más del que le ofrece su madre y le brindamos nosotros, sus amigos? -preguntó don Fernando, deteniendo el paseo que daba en esos momentos y botando a la puerta un pedacito de papel que estaba estrujando como una pelotilla durante la discusión.

Lucía cruzó los brazos como cansada, y don Sebastián permanecía firme como un palo plantado bajo su capa histórica.

-Cuento con que este pueblo no ha tocado en la abyección; sus masas son dóciles, me lo ha probado el suceso mismo que lamentamos, y me parece fácil guiarlo por el buen sendero -repuso Manuel con calor.

-No contradigo a usted, Manuel, pero...

-El error también tiene remedio, francamente, mi señor -aventuró a decir don Sebastián.

-Es claro, cuando ese error no ha traspasado los dinteles de la eternidad, don Sebastián; tenemos siete heridos, cuatro muertos y la desventurada Marcela próxima a expirar, dejando a sus hijas; en suma, huérfanas, viudas...

-¿De qué modo rectificará usted esos errores? -preguntó Lucía, enderezando los pies y saliendo en apoyo de su marido.

Don Sebastián se tapó la cara con ambas manos como un niño; Manuel palideció, secándose el copioso sudor que invadía su frente, y la voz desesperada de Margarita llegó a todos:

-¡Misericordia...! ¡Madrina, padrino, favor...!

-¡Vamos! -dijo Lucía, poniéndose de pie con la velocidad del pensamiento, y ordenando a los presentes con la vista.

Todos corrieron junto al lecho de la esposa mártir, cuya vida se extinguió en un suspiro, resbalando por sus mejillas la última lágrima blanquecina con que se da el adiós al valle del dolor.

Marcela acababa de volar a las serenas regiones de la paz perdurable, dejando su vestidura mortal, para que el hombre discuta en su presencia la teoría de la descomposición orgánica que proclama la Nada y los principios de la perfección mecánica movida por un Algo, cuyo comienzo y cesación de funciones reclama una mano constructora, revelando al Autor de la Naturaleza.

¡Allí estaba el cadáver!

Y don Sebastián y el cura Pascual, los únicos responsables de las calamidades ocurridas en Kíllac, presentes ante los despojos de la muerta.

Capítulo XXIV[editar]


La chismografía y los comentarios corrían de boca en boca, exactos unos, desfigurados los más, y los indios, avergonzados de la docilidad con que acudieron al llamamiento de las campanas y cayeron en el engaño para atacar el pacífico hogar de don Fernando Marín, vagaban por los alrededores del pueblo taciturnos y miedosos.

Estéfano Benites reunió a los suyos en el mismo despacho de su casa donde los encontramos jugando a la baraja, y al persuadirse de que sus cómplices vacilaban, les dijo para animarlos:

-Compadrito, a lo hecho, pecho.

-Yo no creí que el tiro saliese sin puntero -respondió Escobedo, sacudiendo un lloqque40 que tenía entre las manos.

-Si vienen las justicias, ya saben ustedes lo que hay que hacer -instruyó Estéfano.

-¿Y qué? ¿Y si nos llevan a declarar con juramento? -observó Escobedo.

-No saber nada, compadre, y... eso lo acordaremos bien cuando comiencen las cosas; vale que soy el secretario del juez de paz.

-Culpemos a los indios muertos -opinó uno.

-Entregaremos al campanero; ese indio tiene vacas y puede pleitear -dijo otro.

-Hombre, ¿y tú hablaste con Rajita esa noche? -preguntó Escobedo al primero de los opinantes.

-Yo, no; el que habló fue don Estéfano -repuso el aludido.

-Sí, yo hablé con él -afirmó Benites.

-¿Y cómo fue eso? Yo pienso citarlo a Rajita, porque es mi amigo, y porque tenemos pendiente un negocio de molienda de trigo -dijo con interés Escobedo.

-Bueno, lo que le dije fue: Santiago, estate sobre aviso, que por unos papeles sé que han llegado unos bandoleros a las cercanías, robando iglesias, y como la custodia del pueblo es rica, hay que guardarla.

-Está bien: Rajita me quiere mucho; es capaz de seguirme al purgatorio -apoyó Escobedo sonriendo y dándose golpecitos en los pies con el lloqque.

-No se descuiden, pues, de averiguar lo que pasa, ¿eh? Yo me voy donde don Sebastián, para que hagamos los apuntes -dijo Benites despidiéndose de sus colegas.

Y cada cual se fue a su mentidero, que así se llaman las esquinas de la plaza, nombre dado por ellos mismos en un momento de inspiración.

La asonada había pasado, pues, tal como se fraguó en la casa parroquial, aunque sin los resultados perseguidos por aquellos ciegos conservadores de sus costumbres viciadas.

Reunidas las gentes, se señaló la casa de don Fernando como el refugio de los supuestos bandoleros, y como los momentos de excitación del populacho nunca son de reflexiones, creyeron y atacaron. Esa fue la tragedia.

Después, la palabra valerosa de un joven casi desconocido en el pueblo, seguido de una mujer tan respetable y querida como doña Petronila, impuso la tregua a que siguió la calma; y luego, con ese cambio rapidísimo de sentimientos populares, vino el arrepentimiento, el horror a lo ya ejecutado, que con los tornasolados celajes de la aurora se contempló como la farsa más inicua.

La autoridad judicial se apersonó en el lugar del siniestro, y dos peritos nombrados ad hoc expidieron su informe en términos tan técnicos como oscuros para llegar a la investigación de la verdad.

A la entrada de don Fernando, Lucía, don Sebastián y Manuel al cuarto de Marcela, que acababa de morir, el cadáver, aún tibio, yacía tendido en un ligero catre de hierro sin toldilla, cubierto con una frazada blanca de listas azules y carmesí, tejida en el lugar, y sus brazos extendidos sobre la cama dejaban descubierta una parte del hombro.

Arrodillado junto al lecho mortuorio, con el rostro escondido entre las manos, estaba el cura Pascual.

Margarita, casi totalmente transformada, con una batita negra de percal, los cabellos sueltos y los ojos reverberantes con las lágrimas que brotaban desde su corazón, agarraba una de las manos de la muerta.

Lucía sacó del bolsillo de su bata un pañuelo blanco, y con él cubrió el rostro de la difunta, con el respeto que le inspiraba aquella mártir de su amor de madre, de su gratitud y de su fe.

En el cerebro de Lucía bullían las revelaciones que Marcela le confió en sus últimos momentos. Don Fernando y don Sebastián se quedaron en medio de la habitación, y Manuel, fijándose en Margarita, sintió agolparse a su corazón toda la sangre de sus venas.

¿Entraba en aquella habitación en el momento psicológico que se revuelven las grandes pasiones del corazón humano? ¿Era que conocía a Margarita en situación tan solemne y cuando su alma estaba predispuesta por tantas sensaciones encontradas al estallido de las más grandes de las pasiones? ¿Era una confusión de sentimientos o la belleza notable de Margarita lo que sojuzgó el corazón del estudiante de segundo año de Derecho?

No lo sabemos, pero el arquero niño infiltró el alma de Margarita en el corazón de Manuel; y junto al lecho de muerte nació el amor que, rodeado de una valla insuperable, iba a conducir a aquel joven, nacido al parecer en esfera superior a la de Margarita, a los umbrales de la felicidad.

En la habitación mortuoria nunca es animada la palabra.

Frases dichas a media voz, pasos cautelosos y cuchicheos, como si todavía se velase a un enfermo; tal es el cuadro donde todos imitan el silencio sepulcral.

Por esta vez fue el cura Pascual quien dejando su actitud de recogimiento, con mirada vaga y voz clara, dijo:

-Alabad todos a Dios, porque, dando hoy la gloria a una santa en el cielo, redime a un pecador en la tierra. ¡Hijos míos! ¡Hijos míos! ¡Perdón! ¡Pues yo prometo en este templo augusto, aquí, frente a las reliquias de una mártir, que para este pecador comenzará una era nueva...!

Todos quedaron estupefactos, y miraban al cura Pascual, creyendo que estaba loco.

Pero él, sin darse cuenta, continuó:

-No creáis que en mí hubiese muerto la semilla del bien que deposita en el corazón del hombre la palabra de la madre cristiana. ¡Desdichado el hombre que es arrojado al desierto del curato sin el amparo de la familia! ¡Perdón! ¡Perdón...!

Y volvió a caer de rodillas, entrelazando las manos en actitud suplicante.

-Desvaría -dijo uno.

-Se ha vuelto loco -observaron otros.

Don Fernando, adelantando varios pasos, tomó del brazo al cura Pascual, lo levantó y le condujo a su escritorio o cuarto de trabajo, para ofrecerle un descanso.

Lucía, dirigiéndose a los presentes, dijo:

-¡Dios mío...! Pero... ¡Vamos! Dejemos en paz a quien no es ya de aquí.

Y señaló el cadáver de Marcela.

Manuel, tomando de un brazo a Margarita, contestó con voz dulce:

-¡Señora, si Marcela ha partido al cielo arrancando lágrimas, esta niña viene de allá infundiendo esperanzas!

-Dice bien Manuel, Margarita, si no pude hacer felices los días de tu madre, haré colmados de dicha los años de tu existencia: ¡tú serás mi hija! -repuso Lucía dirigiéndose a la huérfana.

Aquellas palabras cayeron como lluvia vivificante sobre el joven que, mirando a Margarita, se repetía interiormente:

-¡Qué linda! ¡Es un ángel! ¡Ah!, yo también trabajaré por ella.

-¡Vamos! -repitió Lucía tomando del brazo a don Sebastián, que parecía una estatua de sal-. Tenemos que cumplir los últimos deberes con la que fue Marcela.

Y le sacó, dejando que Manuel llevase a la huérfana, que, por una misteriosa combinación, salía de la vivienda mortuoria de su madre conducida por el hombre que tanto iba a amar en la vida.

Capítulo XXV[editar]

Positiva es la influencia simpática que ejerce ante sus semejantes el hombre que, reconociendo la mala senda, se detiene para desandar lo andado y pide el amparo de los buenos.

Por descorazonado y egoísta que sea el actual siglo, es falso que el arrepentimiento no inspire interés y merezca respeto.

Las palabras del cura Pascual habían conmovido los nobles sentimientos de don Fernando Marín, en grado tal, que adquirió completa disposición para apoyar, o mejor dicho, defender al párroco de las complicaciones que sobreviniesen en el curso de los acontecimientos iniciados con la intervención del juzgado; pero el señor Marín era hombre de mundo, conocedor del corazón humano, y en la actitud del cura Pascual vio una faz diferente de la que el vulgo veía, y dijo para sí:

-Esta es la explosión del susto, el sacudimiento nervioso que produce el miedo; yo no puedo tener fe en las palabras de este hombre.

Mientras tanto el cura Pascual, como adivinando por intuición el pensamiento del señor Marín, dijo a éste:

-No quiero detenerme, don Fernando. Las resoluciones acompañadas de vacilación se desvirtúan. He sido más desgraciado que criminal. Mienten los que, sentando una teoría ilusoria, buscan la virtud de los curas lejos de la familia, arrojados en el centro de las cabañas, cuando la práctica y la experiencia, como dos punteros de la esfera que han de señalar con infalibilidad la hora, nos marcan que es imposible conseguir la degeneración de la naturaleza del hombre.

-Usted ha podido ser un sacerdote ejemplar, cura Pascual -contestó el esposo de Lucía, casi apoyando las últimas palabras de su interlocutor.

-Sí, en el seno de la familia, don Fernando, pero hoy, ¡puedo decirlo delante de usted!, solo, en el apartado curato, soy un mal padre de hijos que no han de conocerme, el recuerdo de mujeres que no me han amado nunca, un ejemplo triste para mis feligreses, ¡ah...!

La voz del párroco estaba ahogándose; gruesas gotas de sudor corrían por su frente y su mirada infundía, más que respeto, miedo.

-Cálmese, cura Pascual, ¿a qué tanta exaltación? -dijo don Fernando con ademán compasivo, a la vez que con la fisonomía demudada por la sorpresa, pues aquel que tenía delante no era el cura Pascual que vio y trató tantas veces; era el león despierto del letargo con el dolor de una herida mortal, desgarrándose sus propias entrañas.

-La revelación de Marcela... -dijo el cura por toda respuesta, tapándose la cara con ambas manos y volviéndose a descubrir para levantarlas al cielo como sobrecogido de espanto.

¿Eran horribles, acaso de magnitud y trascendencia, aquellas palabras de la revelación sacramental? Indudablemente.

Cualesquiera que ellas fuesen, cayendo sobre un ánimo ya preparado por el terror que le infundió el resultado de la asonada y la sobreexcitación cerebral producida por el licor y los placeres que apuró en brazos de Melitona, agregándose a esto las palabras que lanzó Manuel como un tremendo reto, todo debía producir su estallido.

En tales situaciones el hombre va a los dos extremos de la vida social: la virtud o el crimen.

Pero el pobre organismo del cura estaba gastado totalmente, y la reacción para el bien no podía ser indicio de perseverancia. Aquél era el delirium tremens que asalta el cerebro, mostrándole fantasmas que hablan y amenazan. Sus labios estaban —779→ secos, su respiración quemada; mas el cura, continuando su discurso interrumpido por una lucha interior, dijo:

-La mujer es como la miel: tomada en cantidad agota la salud... ¡Estoy resuelto, don Fernando...!

El cura Pascual deliraba, y cayó al suelo completamente privado, de donde lo levantaron presa de una fiebre tifoidea, y fue preciso conducirlo a su casa, desierta de los afectos y cuidados de familia y de todo auxilio.

No había para el infeliz más asistentes que su pongo y sus mitayas41 forzosas, ni más cariño que el de su perro.


Capítulo XXVI[editar]

Todas las elevadas cumbres de las montañas que rodean Kíllac estaban cubiertas de esa palidez que a veces derrama el astro rey, al hundirse en el ocaso, y, que en el país se ha dado en llamar el sol de los gentiles.

Estaba tranquila la tarde y las cigarras comenzaban a cruzar el espacio, anunciando la llegada de la noche con ese zumbido del qqués-qqués.

Lucía y Manuel, en presencia de don Sebastián, se ocupaban de los últimos arreglos para el entierro de Marcela, cuando entró don Fernando, a quien dijo su esposa:

-¡Fernando! ¡Qué cosas!, ¿no? ¿Sigue el arrepentimiento del pobre cura?

-Hija, el cura Pascual se está muriendo con fiebre, y en el delirio dice cosas que estremecen el alma -contestó don Fernando pasándose la mano por la frente.

-¡Dios me ampare y me favorezca! ¡Ahora no falta más que vengan las justicias francamente, esto es horrible! -repetía golpeándose la frente con la palma de la mano.

-Calma, don Sebastián, no vaya usted a ponerse malo -dijo don Fernando llevando la mano al hombro del gobernador.

En aquel momento lanzó su primer clamor la campana del templo, tocando a muerto y pidiendo en su doble una oración para Marcela, mujer de Yupanqui...

Lucía, que tenía cerca a Margarita, la trajo hacia su corazón, y estrechándola contra su pecho, le dijo:

-Vamos a buscar a tu hermanita Rosalía; hace tantas horas que no la vemos...

Y dirigiéndose a su marido, agregó:

-Fernando, tú entiéndete con ellos; yo voy a preparar el albergue prestado para las dos aves sin nido.

-¡Margarita! ¡Margarita! -murmuró Manuel al oído de la niña-. ¡Lucía es tu madre, yo seré... tu hermano!

Y resbaló una lágrima por el rostro del joven, como la perla valiosa con que su corazón pagaba a Lucía el cariño por la huérfana, cuyo altar de adoración ya estaba levantado en su alma con los lirios virginales del primer amor.

¡Amar es vivir!