Aves sin nido/Segunda Parte

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Aves sin nido
de Clorinda Matto de Turner
Segunda Parte

Segunda Parte

Capítulo I[editar]

El corazón del hombre es como el cielo cargado de nubes: infinito en sus fenómenos e igual en el curso de sus sacudimientos tempestuosos.

Después de la noche de tormenta clarea el día de luz y de sol.

Tras de los sucesos tristes que dejamos narrados en la primera parte de esta historia, la población de Kíllac entró en un período de calma semejante al desfallecimiento que sigue al trabajo inmoderado, aunque la tempestad levantada en el corazón de Manuel tomaba proporciones considerables, impulsada por la soledad y la falta de ocupación consiguientes.

Transcurrieron así meses y meses.

Instaurado el juicio respectivo para descubrir a los verdaderos culpables del asalto, las diligencias preparatorias, con su tecnicismo jurídico, no había podido señalarlos, ni averiguar nada de lo que nosotros sabemos, siguiendo el proceso con la lentitud alentadora del reo, lentitud con que en el Perú se procede dejando impune el crimen y tal vez amenazada la inocencia.

Sin embargo, el expediente engrosaba: cada día se añadían pliegos de papel sin sellar con el respectivo cargo de reintegro oportuno, constando en autos extensas declaraciones de testigos que ni al expresar su edad, estado y religión decían verdad convincente.

Citaron al señor Marín al juzgado para prestar una instructiva como perjudicado, y no obstante el propósito que le asistía de no empeñarse en aquel juicio, se presentó, obedeciendo la citación, al juzgado de paz, comisionado por el de primera instancia para instruir el sumario.

El juez de paz, que era don Hilarión Verdejo, hombre ya entrado en años, viudo de tres mujeres, alto y cacarañado42, actual propietario de «Manzanares», que compró a la testamentaría del obispo don Pedro Miranda y Claro, estaba gravemente sentado en el despacho ante una mesa de pino, en un salón de vaqueta y madera de los que se fabricaban en Cochabamba (Bolivia) hace cuarenta años, y que hoy son, en las ciudades del Perú, una rareza de museo.

Acompañaban a Verdejo dos hombres de los que sabían rubricar, quienes iban a servir de testigos de actuación, y no tardó en llegar el señor Marín, a quien recibió el juez alargándole la mano y diciéndole:

-Usté perdonará, mi señor don Fernando, que lo haiga hecho venir pacá; yo hubiese ido pallá; pero el señor jués de instancias...

-Nada de excusas, señor juez, está muy en orden -contestó el señor Marín, y don Hilarión comenzó la lectura de algunos documentos que persuadieron a don Fernando, una vez más, de que sería risible de su parte proseguir aquel juicio, digno de ser tratado por gente seria.

-¿Vamos a la actuación, señor juez? -preguntó don Fernando.

-Esperemos otro poquito, mi señor; no tardará mi plumario pa quescriba -repuso Verdejo algo turbado, acomodando su sombrero en una esquina de la mesa y dirigiendo miradas ansiosas hacia la puerta por donde, al fin, apareció Estéfano Benites llevando la pluma sobre la oreja derecha. Saludó muy deprisa, y arrastrando una silleta, dijo:

-Mucho me he tardado, señor; usted dispense -tomando al mismo tiempo la pluma, sopándola en el tintero y colocándola en actitud de trasladar al papel que tenía delante el dictado de don Hilarión, que dijo:

-Ponga usté el encabezonamiento, don Estéfano, con buena letra, qués cosa de nuestro amigo el señor Marín.

Benites, después de llenar algunos renglones, contestó:

-Ya está, señor.

Entonces don Hilarión tosió para afinar la voz, y con tono magistral, o mejor, como escolar que repite su lección de memoria, comenzó así:

-Preguntado si sabe y le costa que hubieron desórdenes con armamentos de fuego en este pueblo la noche del sinco del mes corriente, respondió:

-Que sí sabe, y le consta, por haber sido su domicilio atacado -se apresuró a contestar don Fernando, deseoso de ahorrarle algunos aprietos de redacción al juez.

-Conesta declaración los mata usté a sus enemigos, mi don Fernando -dijo Verdejo haciendo paréntesis en el dictado.

Don Fernando se concretó a callar, y el juez continuó:

-Preguntado si sabe quiénes atacó la casa o conoce los autores del atentado...

-Que sí -dijo don Fernando con firmeza.

Al escuchar esta respuesta, Estéfano levantó la cara con la sorpresa consiguiente a tan inesperado golpe, observando el semblante del señor Marín, y aunque en él no pudo descubrir nada que le hiciese sospechar que estaba al cabo de su participación, desde aquel momento varió algo la forma de su letra, lo que demostraba que su pulso no iba firme.

Los testigos cruzaron entre sí una mirada significativa, y el juez no dejó de observar:

-Siendo estoasí, condenados tendremos -y creyendo haber trabajado lo suficiente, agregó-: Por hoy basta, don Fernando, mañana continuaremos, si Dios nordena otra cosa, porque mestán esperando pa un deslinde. ¡Jesús!, qué ocupao vive un jués... y todavía sin... -dijo rascando la palma de la zurda con los dedos de la diestra.

-Como usted guste, señor juez, a mí no me urge esto -respondió don Fernando Marín, tomando su sombrero y despidiéndose.

Iba a salir, cuando se le llegó Estéfano con aire misterioso, y le dijo a media voz:

-Señor Marín, dispense usted, ¿quién me abonará mis derechos de... secretario?

-No sé, amiguito -contestó don Fernando moviendo la cabeza, y abandonó el santuario de la ley.

Luego que se encontraron solos, observó Verdejo, dirigiéndose a su plumario:

-Ha dicho que los conoce, ¿eh?

-Sí, don Hilarión; pero en la prueba están las tantas muelas, como había dicho el Cachabotas -respondió Benites, limpiando la pluma con un pedacito de papel.

-Eso también he pensao yo, don Estéfano, que pa algo, pues, sirve llevar tantos años de judicatura, e siquiera queda experiencia.

-Y ahora que recuerdo, señor, para que todo vaya bien aparejado, hay que decretar primeramente el embargo del ganado del campanero; porque hasta el presente folio resulta el único comprometido en esto -instruyó Benites, obedeciendo a un plan ya preconcebido.

-Ajá, ya meiba olvidando; ponga usted el decreto fuerte.

Autorizó el juez, y Benites redactó en seguida una especie de auto de embargo de las vacas, ovejas y alpacas de Isidro Champí, campanero de Kíllac, para quien aquel ganado representaba la suma de sacrificios sin nombre soportados por él y su familia durante su vida. Después de escribir, consultó Estéfano al juez y dijo:

-El depositario que exige la ley puede ser nuestro amigo Escobedo; es persona abonada, honrada y toda nuestra, señor juez.

-¿Escobedo? -repitió don Hilarión, rascándose la oreja, y después de una ligera pausa-. Sí, siestá bien, ponga usté a Escobedo -respondió Verdejo, ordenando los papeles desparramados sobre la mesa y tomando en seguida su sombrero para salir.

Capítulo II[editar]

La situación de Manuel era de las más complicadas.

Encerrado en su cuarto por largas horas, durante casi todo el día y casi toda la noche se decía en frecuentes soliloquios:

-Por mucho que el nombre de don Sebastián no conste todavía en los autos, él está repetido de boca en boca, signado por acusación y prueba. Las explicaciones de mi conducta dadas a los extraños que me vean frecuentar la casa de don Fernando Marín no podrán ser satisfactorias por el momento, ni honrosos para mí los comentarios que se hagan. Será, pues, necesario fortalecerse; iré también al sacrificio para ser algún día digno de ella. Dejaré de visitar la casa; pero ¡en qué momentos me impongo este alejamiento! ¡Dios mío! Cuando mi corazón pertenece a Margarita, cuando mi anhelo es poder participar de los arreglos que la señora Lucía proyecta para la buena educación de la huérfana. ¡Dolor del alma' ¡Tú te llamas Fatalidad, y yo soy tu hijo!

Al decir estas últimas palabras cayó Manuel sobre el sofá de su pequeño cuarto, y con la cabeza apoyada en las palmas de las manos y los codos sobre las rodillas, permaneció como quien se abisma en los mares sin orilla de la duda y la meditación.

Manuel, indudablemente que tenía un plan concebido en su cerebro, acaso dictado por su corazón, y ejecutarlo era la exigencia ineludible.

Había comenzado a preparar el campo para realizar ese plan concebido por él.

Un día, después de reñidas vacilaciones, el sentimiento avasalló a la voluntad, y se dijo:

-Sea tiempo de arrostrar todo comentario, y esta noche voy.

Y por la primera vez, desde su llegada, puso esmero en su peinado y vestido. Sacó unos guantes que estaban en el fondo del baúl y que fueron de estreno en sus exámenes universitarios; preparó sus botas de charol y se fue a hacer tiempo en el jardín de su casa.

El pensamiento de Margarita lució vivo entre las flores, y el joven, absorbido por sueños ilusorios, cogió una porción de lindas violetas rellenas, que en tanta abundancia se producían debajo de las enramadas del arrayán; formó con ellas un perfumado ramillete, y lo guardó en el bolsillo de la pechera interior de su gabán diciendo:

-Las violetas son las flores que representan la modestia, y la modestia es virtud que resalta más en una mujer hermosa, porque la fea debe serlo. ¡Para mi Margarita, las violetas! Cuando a mi edad se las arranca, en medio de los rayos de luz que alumbran el corazón enamorado, involuntariamente se va dejando un pedazo del alma en cada flor para que toda ella vuelva a juntarse con el alma de un ser amado. Los veinte años son, dicen, la poesía de la existencia, las flores sus rimas y el amor la propia vida. ¡Oh!, ¡yo siento, sé que vivo desde que amo!

Llegó por fin la ansiada hora y Manuel, calándose los guantes y perfumando su ropa, se lanzó por en medio de las oscuras calles de Kíllac, cuyo empedrado desigual devoró con pasos de gigante, y llegó a casa de don Fernando con el corazón palpitante de emociones, que para él trascendían ambrosía.

Al entrar al salón de recibo, encontró a Lucía dando las últimas puntadas a una relojera de raso celeste, en que había bordado con sedas matizadas de colores una flor no me olvides con las iniciales de su esposo al extremo.

Cerca de ella estaba Margarita, más linda que nunca, con su cabellera suelta sujeta a la parte de la frente con una cinta de listón, y se ocupaba en acomodar en una caja de cartón las fichas del tablero contador, en el cual ya conocía todas las letras.

Rosalía, junto con una muchachita de su edad, reía, lo más alegre del mundo, de una muñeca de trapo a la que acababan de lavar la cara con un resto de té que había en una taza.

Manuel se quedó extasiado por algunos segundos contemplando aquel hermoso cuadro de familia, donde Margarita representaba para su corazón el ángel de la Felicidad.

Lucía volvió la cabeza creyendo encontrarse con don Fernando, pero al ver a Manuel, dijo sorprendida y dejando su labor:

-¡Ah! ¿Era usted, Manuel?

-Buenas noches, señora Lucía. Y, ¡cómo se ha sorprendido usted con mi presencia! ¿Si iré a morirme? -repuso Manuel con ademán alegre, descubriéndose y dando la mano a la señora Marín.

-No diga usted eso; si me he sorprendido es porque usted se ha perdido tantos días -contestó con amabilidad la esposa de don Fernando, correspondiendo a la salutación de Manuel, e invitándole un asiento con la mano.

-Razón de más para que ustedes hayan vivido a toda hora en mi memoria y en mi corazón -repuso el joven, fijando la vista en Margarita, a quien saludó en ese momento, diciéndole-: Y, ¿cómo está la dichosa ahijada?

Y tomó la diminuta mano, que al rozar la suya produjo para ambos jóvenes el efecto del contacto de las almas.

-Bien, Manuel; ya conozco todas las letras del tablero -contestó la niña, sonriendo de contento.

-¡Bravísimo!

-Parece broma, pero cada día me siento más satisfecha de mi ahijada, ¿no? -dijo Lucía mirando a la huérfana.

-¿A ver? Quiero someterte a examen -dijo Manuel, tomando la caja.

Y vaciando las fichas comenzó a escoger letras, enseñándoselas a Margarita.

-A, X, D, M -decía la niña con viveza encantadora.

-Aprobada -dijo riendo Lucía.

-Ahora ya debes combinar, yo seré tu maestro -propuso Manuel, tomando seis letras y después nueve, y colocándolas en orden, dijo:

-¡Mira...!

Y le hizo deletrear:

-Margarita, Manuel.

Lucía conoció la intención de Manuel, y con tono amable, acompañado de una sonrisa, le dijo:

-Bueno, maestro, no se desentienda de sus intereses; quiere grabar su nombre en la memoria de las discípulas.

-A algo más llega mi audacia, señora; quisiera grabarlo en el corazón -contestó Manuel en tono de broma.

Margarita no apartaba la vista del tablero. Sin arriesgar apuesta, parece que podríamos asegurar que ya sabía combinar aquellos dos nombres. Manuel se encontraba emocionado por el giro que tomaban las cosas, y como quien disimula, preguntó:

-Señora, ¿don Fernando no está en casa?

-Sí, está; cabalmente a la entrada equivoqué a usted con él, y no debe tardar. Pero a todo esto, ¿por qué se ha alejado usted de casa? -preguntó Lucía.

-Señora, no quiero enfadarla con explicaciones dolorosas; he creído prudente hacerlo mientras duren estos asuntos judiciales.

-Es usted precavido, Manuel, pero nosotros, que estamos al corriente de todo, que usted nos salvó...

-No por ustedes, sino por los demás -se apresuró a decir Manuel, sin desatender el interés que Margarita manifestó para oír las palabras de su madrina.

En estos momentos entró don Fernando, colocó su sombrero en una silleta y alargó la mano a Manuel, quien se puso de pie para recibirle.

Capítulo III[editar]

El cura Pascual salvó milagrosamente del ataque de tifoidea, que le tuvo siete días postrado en el lecho, de donde lo arrancó la asistencia caritativa.

Su convalecencia iba a ser tardía, no obstante la benignidad del clima y la abundancia de leche y alimentos nutritivos. Su cerebro necesitaba cambio de lugar, de objetos y de costumbres para quedar desposeído de las imágenes que en él vivían con todo ese comején de los remordimientos, y resolvió ir a la ciudad en busca de un facultativo y de algún consuelo, dejando temporalmente el curato a un fraile exclaustrado de los antiguos franciscanos, que llegó a Kíllac casi al mismo tiempo que la nueva autoridad nombrada por el Supremo Gobierno para regir la provincia. Elegido fue el coronel Bruno de Paredes, hombre conocidísimo en todos los partidos del Perú, así por gozar de influjos conquistados en torneos del estómago, o banquetes, como por sacar con frecuencia las manos del plato de la Justicia. Paredes era, además, antiguo camarada de don Sebastián, y hasta compañero de armas en una revuelta que hubo en pro no sabemos asegurar si de don Ramón Castilla o don Manuel Ignacio Vivanco.

La edad de don Bruno pasaría de los cincuenta y ocho años; sin embargo, estaba conservado y mozo con ayuda de un poco de tinte de Barry para el pelo y los trabajos del dentista Christian Dam para la boca, novedades que él llevó de Lima la primera vez que marchó de la capital como diputado dual por los Sacramentos.

Alto y grueso, de facciones vulgares y color más que modesto, cuando reía a carcajada descompuesta dejaba ver la dentadura ajena por debajo de sus labios, resguardados por unos mostachos atusados en forma de cepillo. Vestía pantalón negro, chaleco azul cerrado hasta el cuello por botones amarillos de la patria, que también lucía, aunque más grandes, en la levita de paño café oscuro con enormes presillas de coronel; y gastaba un sombrero faldón de paño negro, con un herraje de caballo en miniatura como remache del cintillo ancho, de gro rayado. Nunca hizo ninguna clase de estudios militares, es verdad, pero las circunstancias le pusieron los galones el día menos pensado, y él tampoco cometió la candorosidad de despreciarlos. Su instrucción pecaba de pobre y su habla se resentía de pulcritud.

A su llegada a Kíllac se puso en relación inmediatamente con su antiguo camarada don Sebastián, a cuya casa se dirigió; supo los acontecimientos ocurridos en la población, y sostuvo el siguiente diálogo, donde rebosaba la confianza de otras épocas:

-¡Qué diantre! Y, ¿usted, mi don Sebastián, todo un hombre que viste calzones, se ha dejado manejar por un muchacho de escuela como es Manuelito? Pues no faltaba más.

-Mi coronel, francamente, declaro a usted que no se puede de otro modo. Ese muchacho me ha reflexionado como un libro, y Petruca ha remachado el clavo con sus lloros...

-¡Bonita va la cosa! Llévese usted de lloros de mujeres, y veremos cómo anda la patria. No, señor; usted se planta en sus trece; y yo le sostengo; sí, señor.

-Es que mi renuncia ya se está tramitando en la Prefectura, francamente, mi coronel...

-¡Caracoles! Usted parece niño de teta, don Sebastián; ¿no sabe usted que quien tiene padrino se bautiza? ¿Dónde está esa bravura de otro tiempo? Sí, señor...

-¿Y cómo arreglaríamos?... pues, francamente, esto es serio -respondió don Sebastián revelando alegría inusitada.

-Lo arreglaremos en dos patadas, sí señor; usted retira o no retira su renuncia y yo le nombro otra vez gobernador -dijo el coronel poniendo ambas manos en los bolsillos del pantalón, suspendiendo éste como quien lo sujeta a la cintura, y paseándose con calma.

-Francamente... -observó don Sebastián, pasándose la mano por debajo del pelo como quien busca ideas, y agregó- La Pascua está cerca; también podemos mandar un torillo a la Prefectura; pero... francamente, ¿y don Manuel, mi coronel?

-Ríase usted de Manuel. No tiene usted para qué darle a saber nada. Y, usando de nuestra antigua franqueza, voy a decirle claro a usted, mi don Sebastián: necesito de su brazo; he venido contando con usted. Esta Subprefectura tiene que sacarme de ciertos apuritos, sí señor; usted sabe que el hombre gasta; hace cinco años que persigo este puesto, como usted no ignora, y mis planes son bien meditados.

-Así la cosa, francamente, ya varía de cara -repuso don Sebastián acercándose más a su interlocutor.

-¡Y qué! ¿Me ha creído usted un tonto, don Sebastián? Yo sé que cuando se alquila una vaca lechera se devuelve bien exprimida. ¿Acaso han sido pocos mis empeños para conseguir esto?

-Esa es mucha verdad, mi coronel; tantos tísicos, ¿no engordan aquí...? Pero, a todo esto, francamente, y eso del juicio de la tal asonada...

-¿Lo del juicio? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Cómo se conoce que es usted también bisoño, serrano a las derechas! Teniendo miedo al juicio, sí señor, deje usted que sus tataranietos digan de nulidad, y no pensemos más en el juicio.

-¡Mi coronel, francamente, usted me ensancha...!

-Y, ¿qué es del cura Pascual?

-Nuestro cura, mi coronel, ha ido a la ciudad a convalecer; francamente, casi se nos muere.

-Lo siento, pues el curita habría sido un buen apoyo para nuestros proyectos; tenemos que juntar buenos soles este año -dijo don Bruno sacando ambas manos de los bolsillos.

-¡Cómo no, pues, mi coronel! Francamente, el cura Pascual nos convenía, tan bueno, tan condescendiente como es.

-¿Y sigue enamoradizo?...

-Eso, mi coronel, maña y figura hasta la sepultura, y francamente, también uno es hombre...

-Sí, señor; uno es hombre. ¿Y Estéfano Benites y los amigos de aquí? -preguntó don Bruno con manifiesto interés.

-Todos buenos, mi coronel, y, francamente, a mí me gusta mucho Benites.

-Pues hágalos llamar, don Sebastián. Yo quiero dejar todo nuestro plan administrativo acordado, para seguir mi viaje, porque no debe demorar mi juramento.

-En el instante, mi coronel, aunque francamente, no tardarán en venir a felicitar a usted; ya en el pueblo se sabrá su llegada -repuso don Sebastián, que se sentía totalmente reanimado.

Todos los escrúpulos que las palabras de Manuel levantaron en su alma habían desaparecido al influjo de la voz del coronel Paredes, con la misma rapidez con que se cambian los dorados celajes de verano o las buenas ideas ante la superioridad moral de quien las combate.

Capítulo IV[editar]

La visita de Manuel a casa de don Fernando resolvió uno de los puntos importantes de su vida, como se verá más adelante.

Don Fernando Marín refirió a Manuel los pormenores de lo ocurrido en el juzgado, y terminó así:

-Y todo esto, ¿no le da a usted la más triste idea de lo que son estas autoridades, don Manuel?

-¡Don Fernando! Tengo el alma herida, y cada nueva de éstas pone el dedo en la llaga. ¡Ah, si yo pudiese arrancar a mi madre! -dijo el joven conmovido, colocando sobre la mesa una ficha del tablero de Margarita, que por distracción tenía entre las manos.

-Por esto, Manuel, hemos resuelto mandar a las chicas a educarlas a otra parte -dijo Lucía interesándose en la conversación.

-Y, ¿qué lugar han elegido ustedes? -preguntó Manuel vivamente interesado.

-Lima, por supuesto -respondió don Fernando.

-¡Oh, sí, Lima! Allá se educa el corazón y se instruye la inteligencia; y luego creo que Margarita en un par de años hallará un buen esposo. Con esa cara y esos ojos no se alarga ningún solterío -dijo Lucía riendo a satisfacción.

Pero Manuel, palideciendo, volvió a preguntar:

-¿Han resuelto ya ustedes la fecha del viaje de las chicas?

-No está aún resuelto el día, pero será en todo este año -contestó don Fernando poniéndose de pie y dando algunos paseos.

-Viajar a Lima es llegar a la antesala del cielo y ver de ahí el trono de la Gloria y de la Fortuna. Dicen que nuestra bella capital es la ciudad de las Hadas -respondió Manuel disimulando sus emociones.

Y desde aquel momento se fijó en su mente la idea de ir también a Lima en seguimiento de Margarita.

Lucía hizo un ligero aparte con su esposo que, acercándosele, permanecía de pie junto a ella; y Manuel se aprovechó de esa pequeña distracción para entregar a Margarita su ramillete de violetas, diciéndole con voz apagada y muy ligero:

-Margarita, estas flores se parecen a ti; quisiera encontrarte siempre modesta, como ellas. Guárdalas.

Margarita tomó con ligereza el ramillete y lo escondió en el seno con la agilidad infantil que hace ocultar un juguete codiciado por otro niño.

¿Por qué el amor se inicia con ese sigilo instintivo? ¿Por qué brota la flor de la simpatía entre la maleza del egoísmo, del disimulo y de la ficción? ¿Quién había podido decir a Margarita que era acción vedada aceptar las flores de un joven, ofrecidas con el rocío del afecto?

¡Ese es el misterio de las almas!

Se lo dijo el fuego de las pupilas de Manuel, que, partiendo de sus ojos fosforescentes, fue a incendiar el corazón de la niña, corazón de virgen que comenzaba a sentir esos ligeros estremecimientos que, pasando inadvertidos al principio, acaban por dejar temblorosa en las pestañas la lágrima que arranca el amor.

¡Lágrima de felicidad!

Lágrima que anuncia el corazón la hora del sentir; lluvia que rocía la flor de las esperanzas.

El corazón de la mujer es corazón de niña desde que nace hasta que muere, si no lo han helado las dos únicas tempestades terribles: la incredulidad y la depravación.

Lucía, cambiando por completo el tema de la conversación, dijo a su esposo:

-¿Sabes, Fernando, que Manuel tiene mil escrúpulos para seguir visitándonos?

-Ante nosotros, hija, no tiene por qué, pero ante los demás, sí tiene razón: sin embargo -dijo dirigiéndose al joven-, puede usted venirse en las noches.

-Gracias, señor Marín.

-Y me dicen que hoy ha llegado la nueva autoridad; ¿sabe usted, Manuel, dónde tomará alojamiento? -preguntó don Fernando, a quien replicó Manuel:

-Sí, señor, estuvo hoy en casa; pero continuó su camino en seguida. Yo le vi y saludé muy de ligero; me parece que no hemos simpatizado. Él me conoció niño...

-Lo siento; un joven como usted vale por veinte de los viejos de esa calaña. No es lisonjearle, pero creo que la autoridad ganaría más con la amistad de usted.

-¡Gracias por tantas bondades, don Fernando!, pero los que nos conocieron en pañales rara vez nos quieren ver de otro modo -contestó Manuel sonriendo y tomando su sombrero para salir.

-Buenas noches, señora, señor Marín, Margarita -dijo Manuel.

-Buenas noches -repitieron los demás, y Margarita agregó con vocecita suplicatoria:

-Manuel, volverás, ¿no?

En breve se halló Manuel entregado a su pensamiento en medio de las lóbregas calles de Kíllac, cuyo silencio infundía pavor al espíritu de quien recordase las trágicas escenas del 5 de agosto y el cuadro de la muerte de Juan Yupanqui. Pero Manuel estaba profundamente preocupado con los efluvios que, partiendo de su corazón, invadían su cabeza, para poder pensar en nada extraño a su amor. Hablaba consigo mismo, es decir, pensaba en voz alta, y decía:

-¡Sí! ¡Me iré a Lima! Dentro de tres años ya seré abogado, y Margarita una bella mujer de dieciséis o diecisiete abriles, risueños y floridos... ¡Qué linda se pondrá Margarita con ese clima suave y puro de Lima, donde las flores brotan purpurinas y olorosas...! ¡Y entonces! ¿Y ella sabrá pagar mi amor?... ¡Ah! ¿Me verá como al hijo del victimador de sus padres? ¡Gracias, Dios mío, gracias...! Por primera vez en mi vida me siento satisfecho de mi verdadero padre. Pero... ¿por qué no puedo llevar su apellido, ese apellido que todos respetan y veneran?... ¡No es mandato de Dios, es aberración humana, es ley cruel, es ley fatal...! ¡Margarita, Margarita mía... yo... no tendré inconveniente en declarárselo a don Fernando, y entonces serás mi esposa! ¡El amor estimula mis aspiraciones; quiero ser abogado cuanto antes...! ¡Llegaré a Lima tras ella; en la famosa Universidad de San Marcos estudiaré con desvelo, sin tregua! ¡Sí! ¡La voluntad lo puede todo...! ¡Pero ella es preciso que me ame...! ¡Ah! ¡Tal vez sueño...! ¡Ella me ama porque ha acogido mis violetas con todo el entusiasmo del amor, y al despedirse me ha pedido que vuelva...! ¡Acaso deliro...! Si ya fuese una mujer le podría revelar todo mi pensamiento, pero Margarita aún es niña y esa niña me ha robado el alma. ¡Sí! ¡Yo seré digno de la ahijada de esa angelical señora, de Lucía!

Manuel parecía un loco rematado; tal era el fuego con que hablaba en momentos en que el ladrido de un perro que amenazaba devorar sus pantorrillas lo sacó de su abstracción, mostrándole que estaba en las puertas de su casa, abiertas, porque el cariño de doña Petronila esperaba su regreso con el supremo amor de madre, que no se doblega ante la vigilia ni ante el sacrificio.

Aquella casa no estaba tranquila, pues a los primeros pasos que avanzó Manuel en el zaguán, advirtió una algazara de Dios es Cristo.


Capítulo V[editar]

La reunión de los vecinos en casa de don Sebastián se verificó rápidamente como éste lo presumía, calculando el tiempo en que se generalizase la noticia del arribo de la nueva autoridad a Kíllac.

Los vecinos que iban llegando se dirigían al subprefecto, que esperaba gravemente apersonado en el salón de don Sebastián, en estos términos:

-Mucho nos alegramos al saber que usía venía, mi coronel -dijo uno.

-Sí, usa somos de usté -dijeron varios.

-Felicitamos a usía todos los vecinos notables del lugar -aclaró el de más allá.

El coronel les contestó arreglándose el sombrero faldón:

-Yo vengo con las más sanas intenciones, trayendo el firme propósito de apoyar en todo a los del lugar.

-Eso es lo que queremos -gritaron varios.

En tales momentos llegó Estéfano Benites.

El subprefecto agregó:

-A mi vez, espero que ustedes me apoyarán también, caballeros... ¡Hola, amigo Benites! -terminó don Bruno reparando en el recién llegado.

-Cuente con nosotros usía y tenga muy santas tardes -contestó Estéfano, alegre como un villancico.

-Sí, usía, somos de usté -dijeron varios.

-Yo voy a dejar mis instrucciones al señor gobernador; espero que mis amigos le apoyen y le secunden -dijo el coronel señalando a don Sebastián.

-¿Sigue siempre de gobernador don Sebastián, usía? -preguntaron en coro.

-Sí, caballeros, me parece que no estarán ustedes descontentos -respondió el subprefecto.

-¡Ahora, sí! Eso mismo les dije yo que convenía -repuso Estéfano mirando a un lado y otro.

-Y bien; debemos aprovechar de la estación para hacer nuestro repartito moderado, ¿eh? En lo legal a mí no me gustan abusos -dijo el coronel velando su intención y mirando los retratos del empapelado.

-Sí, eso es justo, francamente, y así lo acostumbran todos los subprefectos, mi coronel -dijo don Sebastián apoyando.

-Sí, pues, ¿qué tiene eso? Es costumbre, y también se protege a los indios comprando aquí mismo -opinó Escobedo, que estaba presente.

-¿Y sabe usía de las bullangas con don Fernando Marín? -preguntó Estéfano Benites, como para asegurarse de un punto de partida según la respuesta.

-Mucho que las sé; pero ustedes han sido mal... aconsejados; esas cosas no se hacen así; para otra vez hay que... tener prudencia -dijo el subprefecto variando la primera forma de su pensamiento, pues comprendió que iba a decir una inconveniencia.

-Eso mismo les manifesté, usía; pero la culpa solamente la tiene el bribón del campanero, que fue a tocar las campanas y alborotar la población -objetó Estéfano, alcanzando la admiración de sus colegas, que dijeron:

-Esa es la verdad, como ya consta del juicio.

-¿Eso está probado ya en el expediente? -preguntó con vivo interés el subprefecto.

-Sí, usía, y hasta ahora no se toma ninguna medida con el indio campanero, y están comprometidos sólo los nombres de personas respetables -repuso Estéfano.

Y don Sebastián agregó listo:

-Mi coronel, francamente, sin la ocurrencia del campanero no habría habido nada; porque también, francamente, don Fernando es buen hombre no más.

-¿Y quién es el campanero? -dijo don Bruno.

-Un indio, Isidro Champí, usía, muy liso y muy metido a gente, porque tiene bastantes ganados -repuso Escobedo.

-Pues, mi gobernador, ahora mismo ponga un oficio al juez excitando su celo; ordene usted la captura de Isidro Champí y póngalo en la cárcel a disposición del juzgado, y... a mi regreso arreglaremos -dijo el coronel.

-Eso es, hay que proceder con energía y con justicia -observó Estéfano.

-Muy magnífico, mi coronel, francamente, también el indio Champí debe pagar su culpa -apoyó don Sebastián.

-¡Bien! Y ahora, a las órdenes de ustedes. ¿Mi caballo? -dijo el coronel saliendo a la puerta de la sala.

Durante aquellos acuerdos, los agentes y comisarios de don Sebastián habían preparado un gran acompañamiento para la salida del nuevo subprefecto y en el patio de la casa aguardaban ya muchos caballos ensillados, y una banda de música con tamboriles, clarines, bocinas y clarinete. Un alcalde, vestido de gala con su sombrero de vicuña, sol de plata en el pecho, manto negro, vara alta con canutillos de plata y la trenza de sus cabellos cuajada de hilos de vicuña, se presentó trayendo de las riendas un brioso alazán en que cabalgó el coronel don Bruno de Paredes.

En la calle aguardaba una cuadrilla de wifalas43, indios disfrazados con enaguas y pañuelo de color terciado al hombro, llevando otro pañuelo amarrado a un carrizo, que tremolaban al son del tamboril bailando para la autoridad y siguiendo el paso de los caballos.

-¡Viva el subprefecto, coronel Paredes...

-¡Vivaaa! -gritó una multitud de voces.

El subprefecto oía satisfecho su nombre vitoreado por aquellas turbas desgraciadas, hinchado como la rana de la fábula, envanecido como todo ser que llega a un puesto que no merece; y con tan brillante séquito tomó la orilla izquierda del río para seguir el camino aguas abajo.

Don Sebastián hizo seña a Estéfano para que se quedase, y ambos combinaron la forma de cumplir las órdenes del subprefecto.

-Pues mi don Estéfano, francamente, que es usted de comérselo -dijo don Sebastián estrechándole la mano a Benites.

-Me place que mi salida haya sido tirada de veterano -repuso Estéfano satisfecho.

-¡Ahora sí que nos salvamos, francamente; una vez en la petaca el indio Champí, ya no habrá quien diga chus ni mus!

-Cabales; vamos, pues, a redactar el oficio.

-¿Qué oficio ni qué purisimitas, don Estéfano? Francamente, váyase usted en el acto con dos alguaciles y póngalo preso, que todos han oído la orden del señor subprefecto -contestó el gobernador, y Estéfano salió afanoso y contento en busca de los alguaciles de gobierno.

Don Sebastián quedó solo; pero no estaba contento, porque pensó inmediatamente en que tenía que presentar nueva batalla doméstica. Su mujer y su hijo no tardarían en esgrimir las armas de las reflexiones y acaso terminarían por desvanecer el nuevo fantasma de ambición, en cuyos brazos dormía el sueño de gratísimas ilusiones, ensanchándose el corazón del ex gobernador con las alentadoras promesas del coronel Paredes y la oportuna salida de Estéfano Benites.

¿Caería derrotado otra vez, tristemente derrotado?

Era preciso armarse, levantar trincheras, fabricar reductos y esperar resuelto. Para esto apeló don Sebastián al supremo esfuerzo de los cobardes, y golpeando la mesa con tono altanero, dijo:

-¡Qué canarios! ¡Francamente, aura44 ya no me hago el chiquito ya! ¿Pongo? -gritó con todo el garbo de un hombre dueño de algunas pesetas, voz a que obedeció el consabido indio presentándose en la puerta, y a quien ordenó don Sebastián:

-Anda, pega un brinco, y dile a doña Rufa que me mande... francamente, una botella, y que apunte.

El indio salió y volvió como una exhalación, con una botella de cristal verde y un vaso.

Don Sebastián se sirvió una ración respetable, y la apuró murmurando la frase sacramental de los que rinden culto a la vid.

-«Manojito de canela, en mi pecho te guardo» -dijo, llevó el vaso a los labios, agotó el licor, hizo un gesto medio feo, se limpió la boca con un extremo de la sobremesa, y continuó:

-¡Que vengan, pues, francamente, aura nos veremos cara a cara...!

Lo que bebió don Sebastián no era siquiera un licor de uva; era alcohol de caña de azúcar ligeramente dilatado con agua, que le dio un viso blancuzco. Sus efectos debían ser instantáneos; por eso no tardó el brebaje en evaporarse por el organismo, invadiendo la razón en sus asilos cerebrales, y en doblegar al hombre dejando al bruto.

Doña Petronila observaba con atención las evoluciones de su casa desde la llegada de la nueva autoridad, ante quien no se presentó ella; y cuando vio entrar —795→ al pongo con la provisión de bebida al cuarto de su marido, iba a lanzarse sobre él, arrebatarle la botella y estrellarla contra el suelo. Pero una ráfaga de buen sentido iluminó su espíritu moderando el primer ímpetu, y se dijo:

-No, tatay, mejor aguardaré a Manuelito, que él tiene modos -y se puso a dar vueltas en el interior de la casa, sin sospechar que su hijo estuviese recogiendo todas las violetas del jardín, cultivadas por ella, entregado al amparo de los dioses alados, y con el corazón impregnado de esa suprema ambrosía que exhala el amor.

Estos son, pues, los espejismos de la vida.

Mientras que doña Petronila tejía planes con todo el prosaísmo de la tierra para impedir que don Sebastián bebiese, Manuel soñaba sueños de topacio.

¡Dichosa juventud, porque puede amar!

¡Edad venturosa del hombre igualado a la rosa en botón con sus distintivos de edad, aroma y unión, sumando felicidad!

¡Dichosa época en que la ventura pende en el rozar de un vestido; en la duración de una flor arrancada a los cabellos; en la dulzura de una mirada que envía su alma en busca de otra alma!

Si la madre de Manuel hubiese podido distinguir el color de los sueños de su hijo, los habría velado sin atreverse a despertarle; y tal vez su pecho habría ahogado aquel suspiro tierno que en su vago murmurío dice: Amor de madre, sacrificio de mujer.

Estaba avanzada la noche.

De improviso oyose una voz ronca que decía:

-¡Qué caracho! ¡Francamente, a mí no me manda nadie!

Y al mismo tiempo sonó un golpe como de una silleta derribada con fuerza.

Doña Petronila acudió presurosa, y entrando en la habitación, contempló por algunos segundos a don Sebastián, que seguía gritando como un loco:

-¡Sí, señor! ¡Qué! ¡Francamente, nadie..., sí, nadie me manda a mí!

Su lengua se resistía a expresar la palabra con claridad y sus pies tambaleaban. Cuando don Sebastián distinguió a doña Petronila, lo primero que hizo fue gritar:

-¡Aquí está la fiera...! ¡Fuego, señor, francamente...!

Y agarrando una silleta la lanzó en dirección de su esposa.

Doña Petronila, impasible, contestó:

-Hombre de Dios, parece que me desconoces... Voy a llevarte a tu cama..., es ya tarde.

Y asiéndolo de un brazo intentó conducirlo; pero don Sebastián, tomando aquella acción por un acto despótico, pegó una brusca sacudida y agarrando la botella, ya vacía, y todo lo que pudo coger, lo arrojó sobre doña Petronila con gritos y bulla infernal.

-¡Mujer de los diablos...! Aura no... Francamente, ¡nadie me ensilla...!

-Dios mío, ¿qué es lo que ha sucedido?

-¡Soy gobernador sobre tus barbas, francamente, qué canarios...!

-¿Qué es esto? ¿Qué ha entrado en este pueblo? ¡Sebastián, cálmate por Dios! -repetía suplicante doña Petronila.

Mas Pancorbo, con esa tenacidad del crapuloso, repuso:

-Nadie me manda, ¿eh?

Y cayó otra silleta junto a doña Petronila, que huía el cuerpo de un lado a otro, enjugando sus lágrimas con el extremo de su pañolón.

A la bulla acudieron algunos vecinos, y en aquellos momentos también se recogía Manuel, quien entrando precipitadamente, como lo vimos, tomó a don Sebastián por la cintura, lo levantó cuan alto era, y lo llevó al dormitorio.

Capítulo VI[editar]

No empleó mucho tiempo ni tuvo mayores trabajos Estéfano Benites para encontrar a los alguaciles de vara y servicio; y en el momento fue con su gente a la choza de Isidro Champí, quien se estaba despidiendo de su familia porque debía ir a la torre y estar listo para el toque del avemaría, que se da con la campana grande al cerrar la tarde.

Isidro Champí, conocido con el sobrenombre de Tapara, era un hombre alto, fornido y ágil, con cuarenta años de edad, una mujer y siete hijos, de los que cinco eran varones y dos mujeres.

Aquella tarde vestía su único terno de ropa, formado de pantalón negro con campachos colorados, chaleco y camiseta grana, y chaqueta verde claro. Su larga y espesa cabellera caía sobre la espalda sujeta en una trenza cuyo remate estaba hecho de cintilla tejida de hilo de vicuña, y su cabeza cubierta por la graciosa monterilla andaluza traída por los conquistadores y conservada en uso por la afición que existe entre los indios a los vestidos de fantasía y de colores vivos.

La aparición de Estéfano y su séquito en la casa de Isidro alarmó grandemente a toda la familia, porque habituados estaban a ver aquella clase de visitas como el presagio de fatalidades puestas en ejecución inmediata.

Estéfano habló el primero y dijo:

-Bueno, pues, Isidro, tienes que ir a la detención, por orden del nuevo subprefecto.

Un rayo caído en la choza no habría producido el efecto que la palabra de Benites en los indios, recelosos y suspensos desde que lo vieron.

Las mujeres se arrodillaron a los pies de Estéfano, empalmando las manos en ademán suplicante, anegadas en llanto; los hijos se abalanzaban a su padre, y en medio de semejante confusión apenas pudo decir Isidro:

-¡Uiñoy Wiracocha, y qué...!

-En vano son estos alborotos, marcha no más, y no tengas miedo -interrumpió Estéfano, y dirigiéndose a la mujer, le dijo:

-Y tú también, que empiezas con estos gritos; no es nada: vamos a aclarar eso de las campanadas, y basta.

Al oír esto la conciencia limpia de Isidro le infundió confianza, y dijo a su mujer:

-Tranquilízate, pues, y más tarde llévame los ponches.

Y se adelantó con resolución al lugar donde le condujeron los alguaciles.

El corazón de la mujer de Isidro no podía tranquilizarse, porque era corazón de mujer, de madre y esposa amante, que todo lo teme cuando se trata de los seres que son suyos; y llamando a su hijo mayor, habló así:

-Miguel, ¿no te dije cuando rebalsó la olla y se cortó la leche que alguna desgracia iba a sucedernos?

-Mamá, también yo he visto pasar el cernícalo como cinco veces por los techos de la troje -repuso el indiecito.

-¿De veras? -preguntó la india, cuyo rostro apareció velado por la palidez del terror.

-De veritas, mamá; y ¿qué hacemos?

-Voy, pues, donde nuestro compadre Escobedo; él puede hablar por nosotros -contestó la mujer tomando sus llicllas de puito, y salió de la casa seguida de dos perros lanudos, a los que Miguel llamó, acompañando cada nombre con su silbido particular.

-¡Zambito...! ¡Desertor...! ¡Is! ¡Is!

Zambito, dócil a la voz de Miguel, regresó moviendo la cola con ligereza, y Desertor, inobediente, o tal vez más leal, siguió las huellas de su amo, mostrando la lengua de rato en rato, con la respiración jadeante.


Capítulo VII[editar]

Don Fernando se iba preocupando cada día más seriamente acerca del porvenir que le guardaba en Kíllac, sin fiar en la calma del momento, que él juzgaba aparente, pues empleaba dinero en practicar averiguaciones secretas y estaba al corriente de lo que pasaba en el vecindario, aunque no lo comunicaba a Lucía, cuyo estado era delicado.

La Providencia iba a bendecir aquel hogar con la intervención de un vástago, circunstancia que hacía pensar con frecuencia al futuro padre en la necesidad de tomar una resolución definitiva, transcurriendo en medio de vacilaciones tres meses desde cuando Manuel hizo la visita de que salió llevando un mundo de proyectos.

-Los progresos de Margarita, la docilidad de Rosalía, que promete ser una buena muchachita, el estado de mi Lucía, todo me muestra una nueva faz encantadora para la familia. Estoy llamado a no despreciar la ocasión y ser cuanto más feliz sea posible en la vida con una esposa como Lucía. ¡Sí, he de resolverme!

En esos días la nueva autoridad, después de prestar el juramento de ley, recorría los pueblos de su jurisdicción política, donde los subalternos te ofrecían mesa suculenta a costa de contribuciones de víveres que imponían a los indígenas.

En la República se agitaban cuestiones de alta trascendencia; nada menos que las elecciones de Presidente y de representantes de la nación.

Cuando don Fernando supo que el campanero de Kíllac yacía sepultado en la cárcel, tembló más de indignación que de horror.

-Ése es el débil, ése es el indefenso, y sobre él caerá la cuchilla preparada para los culpables -se decía, cuando una voz fatídica repercutió por los ámbitos de la patria relatando la sangrienta victimación de los hermanos Gutiérrez, cubriendo el rostro de la civilización una nube de ceniza humana.

El relato hizo, pues, temblar a don Fernando, quien abrigaba sospechas fundadas de que podía repetirse un asalto igual al de la noche del 5, pues no le eran desconocidas las palabras alentadoras pronunciadas en corta frase por el coronel Paredes en su entrevista con don Sebastián. Después la actitud profundamente melancólica de Manuel, que se mantenía en estudiada reserva, confirmó su juicio, porque adivinó que había lucha tenaz entre el joven estudiante de Derecho y don Sebastián, naciendo al mismo tiempo en la mente del señor Marín las sospechas de que ese honrado y pundonoroso joven no podía ser hijo del abusivo gobernador de Kíllac.

-Voy a cortar este nudo gordiano con el filo de una voluntad inquebrantable -dijo don Fernando golpeando su frente con la palma de la mano, y se fue en busca de Lucía para comunicarle la resolución que acababa de adoptar.

Cuando don Fernando entró en el dormitorio de su esposa, ésta se hallaba delante de un espejo de cuerpo entero que proyectaba su superficie límpida desde la puerta de un armario negro de caoba perfectamente charolado y en cuya claridad se retrataba la figura esbelta de la esposa de Marín, con una ancha bata de piqué y su blonda cabellera suelta sobre los hombros en graciosas ondas de seda.

Acababa de salir del baño.

Al pisar el umbral de la habitación, don Fernando apareció también duplicado por el espejo, y al verle sonrió Lucía y volviendo la cara para recibir al original que llegaba en actitud de abrazarla.

-Vengo a darte una buena noticia, hijita mía -dijo Marín tomándola entre sus brazos.

-¿Buenas nuevas en tiempos tan calamitosos? ¿De dónde las sacas, Fernando mío? -preguntó ella correspondiendo al abrazo.

-De mi propia voluntad -repuso él retirándose hacia el centro de la habitación.

-Claro, pero explícate mejor...

-Este lugar estorba nuestra felicidad, querida Lucía; vas a ser madre y no quiero que el primer eslabón de nuestra dicha halle la vida aquí.

-¿Y qué?...

-Partiremos para siempre, dentro de veinte días, sin falta alguna.

-¡Tan presto! ¿Y adónde, Fernando?

-No arguyas, hija. Todo lo tengo meditado, y sólo vengo a prevenirte que prepares los pocos objetos que debes llevar como equipaje.

-¿Y adónde vamos, Fernando? -volvió a preguntar la esposa, cada vez más sorprendida de una resolución tan repentina.

-He de llevarte a una región de flores, donde respires la dicha, colocando la cuna de nuestro hijo en la bella capital peruana -contestó don Fernando acercándose a Lucía y tomando mientras hablaba una guedeja de los cabellos sueltos de su esposa, enredando sus dedos en ella y volviéndolos a soltar.

-¡A Lima! -gritó entusiasmada Lucía.

-¡Sí, a Lima! Y después que el hijo que esperamos tenga vigor suficiente para resistir la larga travesía, haremos un viaje a Europa, quiero que conozcas Madrid.

-¿Y Margarita y Rosalía? ¿Qué será de las huérfanas sin nosotros? Tenemos que cuidar de su existencia por gratitud, querido Fernan...

-Ellas son nuestras hijas adoptivas, ellas irán con nosotros hasta Lima, y allá, como ya lo teníamos pensado y resuelto, las colocaremos en el colegio más a propósito para formar esposas y madres, sin la exagerada mojigatería de un rezo inmoderado, vacía de sentimientos -repuso Marín con llaneza.

-Gracias, Fernando mío, ¡cuán bueno eres! -dijo Lucía volviendo a abrazar a su esposo.

En aquellos momentos sonaron dos suaves y acompasados golpes dados a las mamparas.

-¡Adelante! -dijo don Fernando apartándose un poco de su esposa, y apreció la simpática figura de Margarita, embellecida aún más notablemente por la estimación y los cuidados.

-Madrina -dijo la niña-, está en la sala Manuel y dice que quiere hablar con mi padrino.

-¿Hace rato que espera?

-Sí, madrina.

-Allá voy -dijo don Fernando, y salió dejando juntas a la madrina y a la ahijada.

Lucía contempló embebecida a Margarita por algunos momentos, diciéndose interiormente:

-Alguien ha dicho que las mujeres responden más que cualquier otro ser al engreimiento y trato fino; ¡ah!, mi Margarita es la realidad de ese pensamiento.

En efecto.

Engreída y estimada la mujer, gana un ciento por ciento en hermosura y en cualidades morales. Si no, acordémonos de esas infelices mujeres hostigadas en los misterios del hogar por los celos infundados; gastadas por la glotonería de los maridos; reducidas a respirar aire débil y tomar alimento escaso, y al punto tendremos a la vista la infeliz mujer displicente, pálida, ojerosa, en cuya mente cruzan pensamientos siempre tristes, y cuya voluntad de acción duerme el letárgico sueño del desmayo.


Capítulo VIII[editar]

Para conservar la ilación de los sucesos en esta historia, necesitamos retroceder en busca de los personajes que hemos dejado rezagados.

Los elevados sentimientos de cristiana reforma, la confesión que hizo ante el lecho mortuorio de Marcela y el estado grave en que condujeron a su desierta casa al cura Pascual, obraron, naturalmente, en el corazón generoso de Lucía, despertando vivo interés por la suerte de aquel ser desamparado.

El barchilón de Kíllac, eximio combatiente contra el tifus, enfermedad endémica del lugar, atendió y salvó al enfermo que, una vez declarado en convalecencia, pensó en viajar a la ciudad, quedando en su lugar el inter.

En las naturalezas carcomidas por el vicio, es casi imposible la duración de lo que pide la santidad moral.

Quien ha enlodado su juventud en el fango de los desórdenes, que tanto distan del placer encerrado en los moderados goces del amor casto; quien ha gastado su fuerza nerviosa en esas emociones materiales que van aflojando los resortes del organismo hasta dejarlo sin fuerza ni armonía para desempeñar las funciones que le señaló la Naturaleza con cálculo perfecto; quien no conserva el vigor de su organismo, sujetándolo a la práctica de esa ley moral que rige la naturaleza del hombre, y abusando sólo del instinto brutal, consume su existencia en el libertinaje, es un enfermo grave, que no puede encontrar la salud codiciada en el momento que se proponga.

Con todo, la rehabilitación de un hombre proscrito de la faena de los buenos está en el terreno de lo posible cuando en su corazón no se han paralizado aquellas fibras delicadas que, en dulce sensación, responden a los nombres de Dios, patria, familia.

El cura Pascual dejó por algunos días el uso del licor y la amistad de las mujeres; y esta abstención brusca excitó grandemente su sistema nervioso, dando más elemento motor a la fantasía, que durante su viaje por las laderas y los pajonales le presentaba con mayor vivacidad cuadros que pasaban ante sus ojos con la rapidez de mágicas representaciones.

¡Fantasmas voluptuosos con fisonomías risibles unos, aterradores otros, llevando el sello de la orgía; ángeles de alas blancas ostentando la verde palma del triunfo y batiéndola sobre la inmaculada frente de una madre o una esposa, ya junto al hijo de la santa unión, ya al pie de los altares que tenían inscrito en el ara el nombre de Dios...! ¡Oh...! Cuánto pasaba por aquel cerebro próximo a desquiciarse en semejante lucha fantasmagórica.

Si el cura Pascual hubiese estado bajo la acción de un clima enervante y débil, su planta habríase dirigido al manicomio; pero el aire helado de las cordilleras andinas, prestando tonicidad a sus órganos encefálicos, los aseguró contra los trastornos violentos y decisivos de una locura.

¿Ese hombre saldría victorioso de la lucha, purificado o mártir...?

El cura Pascual, aterrado por todos los sucesos que presenció y de que era factor directo; oyendo a cada instante la revelación misteriosa de Marcela; midiendo y comparando su propia conducta, estaba desesperado y quiso huir desde el primer día del teatro de sus tristes hazañas, y en las horas en que determinamos su estado mental habría querido huir de sí mismo.

La conciencia, ese gran argumento puesto en la válvula de respiración llamada corazón contra los seres desgraciados que descifran el problema de la vida con la nada de la muerte, la conciencia duerme tranquila a veces, pero ¡ay!, que al despertar golpea con martilleo incesante el alma del hombre.

El cura Pascual pudo correr del teatro del crimen, podía recorrer el universo todo; pero su juez inexorable le hablaba a toda hora el lenguaje pavoroso del remordimiento, para el cual no hay otra réplica que la reforma.

Y en esta desoladora actitud de ánimo iba el cura, tragando leguas y devorando distancias al paso llano de su macho, cuando llegando a la ladera del «Tigre», distinguió la posta con la hermosa dueña a la puerta.

Aplicó la espuela a los ijares del bruto, y en diez minutos se apeaba pidiendo una botella de refresco, que sediento apuró no sin invitar a la posadera.

Y allí, ¡adiós ensueños de reforma! Las alegres palabras de otros días brotaron de sus labios y fueron a herir los oídos de la dueña de la posta; y el alcohol tomó posesión de su antigua residencia, y a los sueños reflexivos siguieron los delirios del beodo.

El marido de la posadera, que era maestro de postas, llegó y dijo:

-Se ha venteau45 este caballero y subámoslo a su jaco.

-Sí, Leoncito, que en este caso más sabe el jaco que el hombre, y se lo llevará en derechura a su querencia -repuso la posadera.

Pensado y hecho.

Cuando el cura Pascual se vio acomodado en su silla, enderezó la cintura y —801→ aplicó espuelas y correa a su cabalgadura, que siguió la ruta conocida sin oponer resistencia.

Aquélla era la última posta, y en dos horas más llegaba el viajero a la esperada ciudad, cuyas elevadas torres y minaretes aparecieron para él como otros tantos fantasmas en ademán amenazante, vacilando su razón en el claroscuro de la realidad y la ilusión, cuando de súbito dio un quite su bestia y salió a corcovos descompuestos, haciendo cabriolas y dando saltos y coces.

Lo primero que voló al aire fue el sombrero del cura Pascual, renovando la nerviosidad del macho, que se espantó con los pendones de unas ventas de picante que flameaban; tambaleó el jinete por unos minutos y por fin, perdido el equilibrio, cayó por tierra privado de sentido.

Sucedía esto en las cercanías del convento de los Descalzos. Muchas gentes curiosas se agolparon, y la conmiseración condujo al desconocido hacia las puertas del convento, donde la caridad de los frailes recibió al enfermo.

El guardián era un fraile, en cuyo corazón Dios sabe qué misterios de bondad se escondían.

Este conoció al cura Pascual en repetidas veces que estuvo de tránsito en Kíllac; le prodigó su asistencia, y cuando recobró los sentidos, le dijo:

-¡La misericordia de Dios es grande, hermano! -Y le señaló una celda para alojamiento.

En el silencio del claustro viose el cura Pascual de nuevo desnudo moralmente, solo, absolutamente solo en el mundo. ¡Ah! ¡No! Le seguían sus fantasmas y tomó al delirio calenturiento, diciendo entre sollozos y frases entrecortadas:

-¡Sí, Dios mío...! Tú has hecho al hombre sociable; has puesto en su corazón los vínculos del amor, de la fraternidad y la familia. El que renuncia, el que huye de tu obra, execra tu ley natural y... cae abandonado... como yo en el apartado curato... ¿Quién? ¿Quiénes han salvado sin quebrantos en esa huida fatal?... ¡Aquí... en la soledad, en estos claustros de piedra...! ¿Cuántos?... ¿Uno?... ¿Mil?... ¿Han ceñido su frente con la diadema virginal, sanos o enfermos?... ¡No...! ¡No...! -Y batía las manos.

Ya eran incoherentes las palabras del cura Pascual.

Sus ojos estaban inyectados de sangre, sus labios secos, su respiración quemante como vapor que despide la brasa sumergida por instantes en el agua. Las venas de las sienes se levantaban visiblemente, y la sed que devoraba su pecho le impulsó a apurar un vaso de agua que distinguió junto al velador de la cama.

-Este será un trago que alargue la vida -dijo tomando el vaso con sus temblorosas manos.

Y llevándolo a los labios apenas pudo beberlo en medio de ese castañeteo que produce el movimiento convulsivo de los dientes sobre el cristal. Agotó la última gota, y sin alcanzar aún a colocar el vaso en su sitió, cayó al suelo, lanzando un grito. Tendido cuan largo era su cuerpo, agitose estertoroso, y un ¡ay! tenue y final dejó en su rostro la rigidez de la muerte.

Un lego que pasaba cerca, al oír la voz exánime del enfermo, entró en la celda, y viendo tendido al alojado, tocó una campanilla colocada hacia la puerta principal, con golpes tan acelerados, que no tardaron en presentarse varios frailes y entre ellos el guardián.

-¡Se ha insultado! -dijo uno.

¡Está helado, santo Dios, absolvámosle! -dijo otro repitiendo las palabras sacramentales.

-Toquen a la comunidad; tal vez podemos prestarle los últimos auxilios -ordenó el guardián mientras los otros levantaban el cuerpo sobre la cama.

-¿Ha muerto ya? ¡Dios misericordioso! -exclamó el guardián empalmando las manos y alzando los ojos al cielo.

-Requiescat in pace! -dijo con gravedad quien repitió la fórmula de la absolución. Mientras tanto, la comunidad ya estaba reunida; se cantó la vigilia de estilo, derramándose el agua lustral.

El guardián, llamando a un lego, dijo:

-Hermano Pedro, prepare una mortaja y váyase con el hermano Cirilo a disponer la sepultura.

Y salió de la celda mortuoria en compañía de otro fraile, ambos platicando de este modo:

-Por mucho que el materialismo pregone lo contrario en Fuerza y Materia, la verdad, reverendo padre, es que la clase de muerte del sujeto, y los respetos tributados a sus restos, forman un epílogo a la vida y a la manera de ser del individuo.

-Según esto -repuso el otro fraile calándose la capucha-, el cura Pascual ha debido ser un buen cristiano, puesto que muere tranquilo y halla manos piadosas que le sepultan; y los comentarios que se cruzan son tan diversos, padre guardián...

-Dios nos libre de muerte repentina; pero juzgando con caridad cristiana, el arrepentimiento sincero es la puerta de la salvación, y ese sacerdote acaso ha expirado en alas de la contrición -contestó el guardián colocando las manos cruzadas dentro de los manguillos de su largo hábito.

-La muerte repentina podrá ser cómoda para quien no cree en un más allá, o para el justo que a toda hora se halla dispuesto a partir; pero para los que ni estamos preparados, ni dudamos que existe en el hombre un espíritu motor e inmortal, es aterradora verdad de a folio también que se muere como se vive -reflexionó el fraile, llegando ambos a la celda de la guardianía, en cuya puerta se separaron.

Ignoraban estos filósofos los crueles momentos que pasó el cura Pascual antes de entregar su espíritu a Dios. La tortura de su alma, comprendiendo la posibilidad de haber sido un hombre moral y útil, sin las aberraciones de las leyes humanas contrarias a la ley natural; sus angustias sin una mano amiga que dulcificase tanta amargura, ni una palabra que consolase sus congojas, ¿podían constituir los dolores de una prolongada agonía?...

La muerte repentina del cura Pascual ha sido una verdadera desgracia para nosotros, que esperábamos explotar en mucho el curso de su vida. Tal es, sin embargo, la realidad humana. La muerte asalta de improviso y hiere en los momentos en que más necesaria es la existencia, cuando entregados los hilos de la vida a la urdimbre social, comenzaba a tejerse la tela humana en sus formas diversas.

La única palabra que podemos pronunciar en la solitaria tumba de aquel cura desgraciado, sin familia legal y sin los vínculos de afecto que le arrancó la ley de los hombres, es el lacónico:

¡Descanse en paz!

Volvamos a Kíllac.


Capítulo IX[editar]

Atendida la debilidad de carácter de don Sebastián, después de la conferencia que tuvo con el subprefecto y los incidentes ocurridos con doña Petronila, era natural que su situación se complicase.

Para Manuel fueron humillantes las escenas ocurridas en el dormitorio de don Sebastián, cuando le llevó por fuerza para salvar a su madre de las torpezas de un hombre beodo.

Sin embargo, Manuel sabía que hay escenas de familia que realizadas bajo el techo paterno no humillan, y así soportó con serenidad varonil las invectivas del esposo de su madre, no tardando el sueño en cerrar los párpados de don Sebastián y poner paz entre padre e hijo.

Cuando Pancorbo se quedó completamente dormido, Manuel fue en busca de su madre, a quien encontró llorando. Besó su frente, enjugó sus lágrimas y le dijo:

-Valor, madre; guarda tus lágrimas para cuando falte yo a tu lado.

-¡Hijo mío, es que soy muy desgraciada! -contestó entre sollozos doña Petronila.

-¿Desgraciada tú, madre? ¡Blasfemas de Dios! ¿No te ha dado un hijo, no tienes mi corazón y la sangre de mis venas, que derramaré por ti? -repuso con calor y a la vez con cierto aire de resentimiento el joven.

-¡Sí, sí, blasfemo, pero Dios me perdonará como me perdonas tú por haber olvidado tu nombre, hijo, Manuelito, hijo mío; sí, soy madre! -dijo doña Petronila tomando de las manos a su hijo y haciéndole sentar a su lado.

-¡Pobre madre! -articuló Manuel lanzando un suspiro y contradiciendo su primer pensamiento.

-¡Pobres mujeres debes decir, Manuelito!, por felices que parezcamos, para nosotras no falta un gusano que roa nuestra alma -contestó doña Petronila, ya un tanto calmada, pasando los dedos por la flecadura de su pañolón.

-Madrecita, dejémonos de quejas y hablemos con calma, tratemos de algo real.

-¿Qué quieres? ¡Habla!

-Deseo que veamos la renta de nuestra casa. En este mundo no se puede dar un paso, madre, sin tocar una puerta que llaman de «fondos» y «entradas».

-¡Qué! ¿Acaso quieres volverte al colegio, dejándome envuelta en esta Babilonia? -preguntó sorprendida doña Petronila.

-No te adelantes, madre. Yo, como tú dices, soy un niño, pero acuérdate que el trato con los libros y con los hombres nos envejece, dándonos experiencia y enseñándonos a pensar. ¡Yo me creo un hombre! -dijo Manuel con aire arrogante.

-¡Vamos, eres un hombre! -afirmó doña Petronila fijando una mirada orgullosa en el rostro de su hijo.

-Sí, madre; quiero decir que, habiendo pensado con madurez, espero llevar a cabo lo que proyecto en provecho de tu porvenir y el mío; lo demás...

Iba a decir una frase dura; pero el nombre de Margarita cruzó por su mente como el suave rayo de luna que se refleja sobre la superficie de un manso lago, dejándole suspenso y arrancándole un hondo suspiro.

-¡Qué gusto tengo de oírte hablar así, hijo mío! Sí, con razón don Fernando y doña Lucía me han felicitado tanto por ti.

Manuel cobró nuevo aliento después de ligera vacilación y repuso:

-Deseo saber, madre, a cuánto asciende nuestra renta; pero... sin contar para nada la de don Sebastián.

-¿Nuestra renta? -repitió doña Petronila tomando de nuevo los flecos de su pañolón y jugando distraída con ellos- ¿Cómo podré calcular nuestra renta? Tenemos buenos topos de terrenos que producen maíz, trigo, cebada, ocas, habas, papas, choclos y quinua; tenemos algunos cientos de ovejas, vacas, alpacas y yeguas cerreras que trillan la cosecha; yo cultivo los campos, reduzco vellones y graneros a plata, y parte de eso va para ti al colegio. ¿Te parece bien la cuenta?

Manuel escuchaba a su madre atento y satisfecho, y cuando llegó al final fue a besarle la frente silencioso y pensativo, llevando en su corazón la plegaria de gratitud y adoración que pedía aquella santa abnegación y amor de madre. La cuenta, en verdad, no dejaba números redondos en limpio para los cálculos que se había forjado, y con timidez volvió a preguntar:

-¿Y no has guardado nada?

-¿Qué? ¿Me has creído una despilfarradora? ¿No sé qué tengo hijo? ¿No te tengo a ti para cuidar tu porvenir? ¿No pienso en que alguna vez querrás tomar estado? ¡Guá! ¡Guá! Yo... he ahorrado una mitad, y ahí tengo bien escondiditas cinco talegas de a dos mil soles flamantitos; tú no pasarás vergüenzas como otros que se casan sin camisa.

-¡Benditas sean las madres como tú! ¡Para ustedes la dicha está en el bien de los hijos! Tomaré, pues, por base de mis cálculos los diez mil soles. Pienso proponerte un plan, y... ni un segundo más -dijo Manuel con resolución.

-Eso es lo que dije, querrás dejarme...

-Recuerda, madre, que un año perdido en mis estudios sería, tal vez, la pérdida de la profesión que he abrazado; pero no partiré solo, ni tampoco iré a la Universidad menor de San Bernardo.

-Será, pues, como quieras; pero antes de nada acuérdate que soy la esposa de Sebastián, y a quien me liga... la gratitud, y a quien tú tienes que respetar como... a un padre verdadero -contestó doña Petronila bajando la vista por dos veces.

-No lo olvidaré, madre mía; y ahora vamos a descansar de tan afanoso día -repuso Manuel besando la mano de su madre como despedida nocturna.

Capítulo X[editar]

Una vez encerrado en la cárcel el campanero Isidro Champí, las puertas no volvieron a abrirse para restituirle la libertad.

Sepamos lo que pasó con su mujer la tarde en que se dirigió a casa de su compadre Escobedo, en demanda de apoyo y consejos.

-¿Conque está preso mi compadre? -dijo Escobedo después de cruzados los saludos y comunicada la noticia por la india.

-Sí, compadrey, Wiracocha46. ¿Y qué hacemos, pues? Socórrenos tú -repuso la mujer compungida.

A lo que Escobedo respondió, dándole una suave palmada en el hombro:

-¡Ajá! Pero a pedir favor no se viene así... con las manos limpias... y tú, que tienes tantos ganados, ¿eh?... ¿Comadritay?...

-Razón tienes, Wiracocha compadre, pero salí de mi casa como venteada por los brujos, y mañana, más tarde... no seré mal agradecida, como la tierra sin agua

-Bueno, comadritay, eso ya es otra cosa; mas para ir a hablar con el juez y el gobernador, debes decirme qué les ofrecemos...

-¿Les llevaré una gallina?

-¡Qué tonta! ¿Qué estás hablando? ¿Tú crees que por una gallina habían de despachar tanto papel? Mi compadre ya está en los expedientes por esas bullas donde murieron Yupanqui y los otros -dijo con malicia Escobedo.

-¡Jesús, compadritoy! ¿Qué es lo que dices? -preguntó ella estrujándose las manos.

-Claro, eso es cierto, pero habiendo empeños, lo sacaremos. Dime, ¿cuántas vacas tienes? Con unas cuatro creo que...

-¿Con cuatro vacas saldrá libre mi Isidro? -preguntó toda confundida la mujer.

-¿Cómo no, comadritay? Una daremos al gobernador, otra al juez, otra al subprefecto, y la última quedaría, pues, para tu compadre -distribuyó Escobedo paseando de un extremo a otro de su habitación, mientras la india, sumida en una noche de dudas y desolación, repasaba en su mente uno a uno los ganados, determinándolos por sus colores, edad y señales particulares, confundiendo a veces los nombres de sus hijos con los de sus queridas terneras.

-¡Caray, cómo piensas, roñona! Parece que tú no quieres a tu marido -interrumpiola Escobedo.

-¡Dios me libre de no quererlo, compadritoy, a mi Isidro con quien hemos crecido casi juntos, con quien hemos pasado tantos trabajos...! ¡Ay...! Pero...

-Bueno, dejémonos de eso, yo tengo mucho que hacer -dijo Escobedo precisando el desenlace.

-Perdóname, pues, mis majaderías. Wiracocha compadritoy, y... digo que sí, daremos las cuatro vacas, pero... serán vaquillas, ¿eh? Yo me iré a separar las dos castañitas, una negra y la otra afrijolada, ¿pero tú lo sacas bien a mi Isidro? Ahora...

-Ahora sí, ¿cómo no? Lueguecito me pongo a las diligencias, y mañana, pasado, dentro de tres días, todo arreglado; mira que tengo que hablar primero con ese don Fernando Marín, que es el que sigue el pleito.

Al oír el nombre de Marín un rayo de luz cruzó por las tinieblas de la mente de la mujer del campanero, y se dijo:

-¿Por qué no he acudido a él primero? Tal vez mañana cuando cante el gallo no será tarde. -Y salió diciendo a Escobedo-: Wiracocha compadritoy, anda, pues, sin cachaza, yo tengo que llevar los abrigos para Isidro y le contaré que tú vas a salvarnos, adiós.

-Ratón, caíste en la ratonera -díjose riendo Escobedo, y en seguida se preparó para ir en busca de Estéfano Benites, para comunicarle el negocio que había arreglado, de que partirían por mitad, dejando las cuatro vaquillas exentas del embargo decretado, pues aparecerían como propiedad de Escobedo o de Benites.

Capítulo XI[editar]

Los acontecimientos políticos realizados en la capital de la República debían influir poderosa y directamente en el resultado de los negocios de reparto planteados con calor y entusiasmo por las nuevas autoridades de la provincia y de Kíllac.

El subprefecto Paredes se encontraba de visita en uno de los pequeños pueblos de su jurisdicción, y allí topó con unos ojos que colocados en peregrino rostro de mujer le miraron hasta la médula del corazón; y como en materia de batallas libradas en los verdes campos de Cupido era condecorado no sólo con cruces, sino aun con heridas que rememoraba ufano en alegres corros de hombres, y como para la autoridad había siempre fieles ejecutores, su señoría dio por ganada la brecha a muy poca costa.

Es de advertir que allí en Kíllac, como en los pueblecitos limítrofes donde reina la sencillez de costumbres, es absolutamente desconocida la carcoma social que mina las bases de la familia, alejando a la juventud del matrimonio y presentándose bajo la triste forma de la mujer perdida.

Las seducciones arteras llevan el sello del infortunio y tras de cada una aparece, casi siempre, la figura de un potentado cuya superioridad maliciosa gana a la víctima salvando al victimario.

Esta vez la escogida por el coronel para formar número en la ya larga lista de su martirologio de hombre emprendedor era, pues, una graciosa joven en cuya casa recibió sincero hospedaje la nueva autoridad.

Teodora, entrada ya en sus veinte años, era de pequeña estatura, ojos vivos y mirar sereno. Vestía un gracioso traje de percal rosado con ramajes teñidos de color café, rodeado el cuello con un pañuelo de seda color carmesí en forma de esclavina, sujeto hacia el pecho con un prendedor de oro falso con piedra imitación topacio. Sus largos cabellos, esmeradamente cuidados, estaban trenzados y sujetos al extremo con cintas de listón negro.

El corazón de Teodora no estaba desierto. Apalabrada en matrimonio, debía ir a los altares tan pronto como llegase su novio, destinado en la administración de una finca, donde ahorraba parte de sus sueldos para atender a los gastos de una boda decente, con padrinos notables, tres días de mantel largo y música de viento.

Teodora nació con carácter impetuoso y varonil. Salvada la niñez, sus pasiones se manifestaron ardientes.

Amaba a su novio, y la ausencia de éste aumentaba tal vez el calor del sol de sus ilusiones virginales, haciéndola suspirar por las cotidianas visitas y las amorosas frases repetidas a media voz en las horas de delicioso romanticismo que sirven de portada al alcázar conyugal.

Cinco días se contaban de continuo jolgorio en casa de Teodora, fomentado por el subprefecto, quien se consagró por completo a la beldad campestre, cuya resistencia no dejó de llamarle la atención, aumentando sus deseos.

Barricas de vino, cajones de cerveza, todo iba con profusión. Los dos ciegos violinistas del pueblo no cesaban de manejar el arco, arrancando mozamalas y huaisinus a las sonoras cuerdas del violín.

El coronel llamó a un lado al teniente gobernador y muy quedito le dijo algo al oído. Éste se sonrió maliciosamente y repuso a media voz:

Prontito cazaremos a la rata, sí; sin gasto no se llega al trasto en el acto, mi usía. -Y salió apresuradamente.

Teodora, cuyos oídos habían herido ya repetidas palabras terminantes o de intimación del coronel, llamó también a su padre hacia la puerta, y más compungida que timorata, le dijo:

-¡Padre, mi corazón padece en el purgatorio!

-¿Por qué causa, Teoco? Más bien debías estar contenta, pues tantas visitas...

-Precisamente, esa es la causa, el subprefecto tiene malas intenciones para conmigo, y si lo sabe Mariano...

-¿Qué dices...? ¡Mire qué diantre...! ¿Conque de esos tratos era usía? -repuso Gaspar pasándose la mano por la boca, que llevaba húmeda.

-Sí, padre: me ha dicho que a buenas o malas, pero... que me roba -dijo la muchacha poniéndose roja y bajando los ojos.

-¡Hum! -trinó el viejo mordiéndose los labios, y dando una vuelta para inspeccionar el campo, agregó:

-El bocado se te ha de caer de los labios. ¡Qué! ¿Yo soy acaso zorro muerto?...

-¡Padre...!

-Éntrate no más a la sala, disimula, deja que gaste un poco la plata hurtada a los pueblos, y... no apartes tu corazón de tu novio, ¿eh? Yo sabré lo que me hago después -dijo el padre de Teodora empujándola al centro de la reunión.

Uno de los convidados que vio esto, dijo entre dientes:

-¡Viejo mañoso! ¡Vean cómo entrega a su hija!

Al poco rato llamaron a comer y todos fueron a la mesa, donde se sirvió, sobre manteles no tan blancos ni tan negros, una comida bien aderezada, sirviéndose los cuyes rellenos, asados al rescoldo, gallo nogado con almendras, papas adobadas con habas verdes y el locro colorado con queso fresco.

El subprefecto se colocó junto a Teodora, y con cierto aire de triunfo dijo, levantando a la vez los cantos del mantel sobre las faldas:

-Yo siempre busco mi comodidad, señores, junto a una buena moza.

-¡Claro! Y ese asiento le corresponde a usía -respondieron varios con intención.

-¿Y qué es de don Gaspar, señorita Teodora? -preguntó uno de los invitados con sorna.

-¿Mi padre?... No tardará en venir -respondió la muchacha mirando en torno.

Dos mozos secretearon con picardía; y otro dijo a media voz:

-¡Si el viejo sabe..., las de Quico y Caco...! No quiere hacer sombra...

Y en aquel momento apareció don Gaspar frotándose las manos, y agarrando una botella para servir, dijo con marcada alegría:

-Un abre ganitas, caballeros.

-¡Venga! ¡Qué a tiempo hace las cosas este don Gaspar! -respondió el subprefecto.

La comida comenzó alegre y bulliciosa, dejando la amabilidad de Teodora sospechar al coronel que estaba tomada la fortaleza.

Capítulo XII[editar]

Manuel, después de la despedida de su madre, se fue a su cuarto, y engolfado en pensamientos esperó, desvelado, la llegada del nuevo día.

A hora competente tomó su sombrero y se dirigió a la casa de don Fernando. Entró en la sala de recibo, donde encontró a Margarita sola, leyendo en un cuaderno con láminas iluminadas los cuentos de «Juan el Pulgarcito». Al verla, se dijo Manuel con alegría:

-¡Qué propicia ocasión para sondear su corazón y decirle mi afecto!

Y llegándose a la niña y abrazándola, dijo:

-¡Qué solita y cuán hermosa te encuentro, Margarita!

-Manuel, ¿cómo estás? -repuso la niña colocando el cuaderno sobre la mesa.

-¡Linda Margarita!, es la primera vez que voy a hablarte sin testigos, acaso sean minutos cortos, porque busco a don Fernando, y por lo mismo, te pido que me escuches, ¡Margarita mía! -dijo Manuel, tomando una mano de la niña para acariciarla entre las suyas, reflejando las ilusiones de su alma en sus pupilas, que despedían rayos de ternura y de amor en cada mirada.

-¡Guá!, Manuel, ¡qué extraño vienes! -dijo Margarita, fijando sus hermosos ojos en los de Manuel y volviéndolos a bajar candorosamente.

-No me llames extraño, Margarita, tú eres el alma de mi alma; desde que te conozco te he dado mi corazón y... ¡yo quiero ser digno de ti! -repuso Manuel, acentuando las últimas frases, porque todo el temor que Manuel abrigaba era que Margarita repudiase al hijo del sacrificador de Marcela, idea que no podía existir en la niña de hoy, pero posible en la mujer de mañana.

La huérfana permanecía muda y ruborosa como la amapola cuyo seno guarda la adormidera.

Él acariciaba la diminuta mano de Margarita, que se perdía entre las suyas.

Hay ocasiones en que el silencio dice más que la palabra humana.

Manuel estaba ebrio de amor, contemplando a la hermosa muchacha, y volvió a decirle:

-¡Habla! ¡Responde, Margarita mía! ¡Sí!, ¡eres aún niña, pero tú sabes ya que te amo...! Recuerda que junto a tu bendita madre te pedí ser tu hermano, hoy...

-Sí, Manuel, también yo, desde ese día, te veo en mis alegrías, en mis tristezas; serás, pues, mi hermano -repuso la niña.

Pero Manuel rectificó con calor:

-No, ángel mío, hermano es poco, y yo te amo mucho; ¡quiero ser tu esposo!

-¿Mi esposo? -preguntó aturdida Margarita en cuya alma se acababa de descorrer el velo de las creaciones infantiles, sacudiendo su organismo, clavando en su corazón el dardo del narcotismo de la juventud que, en el sublime sopor de las almas enamoradas, le iba a hacer soñar en ese mundo de poesía, temores y confianzas, risas y lágrimas, luces y sombras, en que vive la castidad de una virgen.

Margarita sabía desde este momento que era mujer. Sabía que amaba.

Para Manuel las impresiones se sucedían con la rapidez del pensamiento, si bien con distintas emociones que Margarita, porque su alma había perdido ya esa virginidad que es la ignorancia de los misterios reales de la vida.

Manuel amaba con intención.

Margarita sólo con sentimiento.

El primer ímpetu de Manuel fue sellar con sus labios la palabra esposa pronunciada por los labios de la mujer adorada, pero la reflexión contuvo la materia como la brida detiene el corcel lanzado en la carrera, y sólo dijo:

-¡Sí, tu esposo...! -y besó la frente de Margarita.

Ése no fue el ósculo de la brasa encendida sobre la fresca hoja de la azucena, pero su huella era indeleble.

Margarita sintió cruzar por sus venas una corriente desconocida; sus carrillos se tiñeron de grana, y salió corriendo de la habitación, diciendo a Manuel:

-Voy a llamar a mi padrino. -Y se dirigió a las viviendas de Lucía, deteniéndose instintivamente cuando llegó al pasadizo, para serenar su turbación.

Manuel continuaba en el arrobamiento del alma, que en nada se parece al sueño del cuerpo, y del cual sólo vino a sacudirlo la serena palabra de don Fernando.

Manuel era el esclavo de una mujer. De una mujer que sólo es, en suma:

Para un médico, aparato de reproducción.
Para un botánico, planta ligera.
Para un gordo, buena cocinera.
Para el Vicio, placer, sensación.
Para la Virtud, una madre.
Para un corazón noble y amante, ¡alma del alma!


Nadie irá a disputar sobre la exactitud de estas definiciones que, indudablemente, tendrán su inspirador, pero la verdad es que la última correspondió a Manuel con legítimo derecho, y por esto al ver partir a Margarita la despidió con ese suspiro que dice ¡alma de mi alma...!


Capítulo XIII[editar]

Informada Lucía de la resolución de su esposo, y encontrándose sola con Margarita, se manifestó muy complacida con la idea del viaje, y dijo a su ahijada:

-Qué contenta vas a ponerte, Margarita, con la noticia que te guardo.

-¿Madrina?... -interrumpió la niña fijando su mirada en el rostro de Lucía.

-Ya no haréis solas tú y Rosalía el viaje a Lima.

-¿Quiénes más vamos, tú? -preguntó con vivacidad la huérfana, en cuya mente revoloteaban las mil mariposas de la ansiedad, el entusiasmo y la curiosidad.

-Yo, tu padrino, toda la familia -contestó Lucía, enumerando con los dedos de las manos y moviendo la cabeza.

-¡Tú, mi padrino, Rosalía! ¡Ay, qué gloria! ¿Y Manuel irá? -preguntó entusiasmada Margarita.

Lucía fijó su atención sobre las facciones de su ahijada para medir la impresión de su respuesta, y dijo:

-Manuel no irá; él tiene sus padres aquí.

Siguió un corto silencio.

Los ojos de Margarita se llenaron de lágrimas, que en vano trató de esconder tras el velo del disimulo, preguntando:

-¡Qué linda ciudad debe ser Lima!, ¿no?

-Es la más linda del Perú. Mas... ¿por qué lloras, hija? -preguntó Lucía tomando a Margarita de ambas manos, sentándola a su lado y diciéndole:

-Mira, hija mía, yo noto que te inclinas mucho a Manuel, y ahora acabo de comprender que ese joven ha impresionado tu corazón de niña, y me asaltan los temores de que mañana le pertenezca tu corazón de mujer.

-¡Madrina! Es que Manuel es muy bueno, nunca le he visto hacer nada malo -repuso Margarita con manifiesta timidez.

-Exactamente, hija, su bondad me ha hecho caer en una red, que es preciso cortar para libertarse. Tú no puedes querer al hijo del sacrificador de tus padres. ¡Ah, me horrorizo...! ¡Pobre Manuel...!

Al terminar la frase, Lucía estaba emocionada; el temor y la duda asaltaron su corazón, variando visiblemente el timbre de su voz. Por su mente cruzaban, uno en pos de otro, pensamientos que torturaban su pecho, e interiormente se preguntaba:

-¿He cometido una indiscreción al hablar de amor a mi ahijada? He arrojado el eterno baldón sobre la frente de Manuel, a quien Margarita verá desde este momento como el hijo del verdugo de sus padres... ¡Y luego, Manuel...! ¡Ah...! ¡Corazón lleno de abismos...! ¡Madeja de misterios...! ¡Corazón humano!

Para Margarita, ¡cuánto decía también el silencio aparente de su madrina! Muda y temblorosa permanecía, como una azucena sobre cuyo tallo ha intentado posarse el ruiseñor sin haber plegado las alas, porque la debilidad de la planta le ha hecho continuar el vuelo en busca de mejor asilo.

Después de la entrevista que acababa de tener con Manuel, aquella declaración de su madrina era cruel, destrozaba su alma, tronchaba al nacer las flores de las esperanzas de dos corazones ligados por los lazos que constituyen la felicidad humana, de dos corazones que se amaban.

Por fin pudo rehacerse la esposa de don Fernando, y cortando el hilo de la conversación anterior, dijo a Margarita:

-Cuida, pues, de tener tu baúl listo para el jueves, y no olvides las cosas de tu hermanita, ¿no? Tú eres la mayor y debes ayudarle.

-Sí, madrina -respondió Margarita levantando maquinalmente una madeja de seda azul que vio en el suelo.

Púsola sobre la mesa y salió; Lucía, al verse sola, tornó a decir:

-¡Pobre Manuel! ¡Lleno de prendas, dotado de aspiraciones nobles! ¡Es indudable que ama a Margarita, de quien le separa un abismo...! Pero... es verdad, en la vida práctica las aberraciones del corazón señalan el mundo insondable como la parte más poética del amor. ¿Acaso hay fuego comparable con el que alimentan los amores imposibles? ¿Acaso existe anhelo semejante al de acercarse a la posesión del objeto amado rompiendo ligaduras, traspasando cadenas de montañas formadas de espinos que han ensangrentado la planta; trepando empinadas cordilleras donde la nieve del imposible, derretida por el sol del amor, ha formado raudales de lágrimas?

Héroes del dolor, pobres desterrados del Paraíso de la Ventura, no sois comprendidos por el mundo! ¡Víctimas inmoladas en los altares del infortunio, las almas generosas os ofrecerán tal vez el incienso de su simpatía, y permaneceréis amando en el dolor...!

Lucía cayó sobre el sofá al terminar su soliloquio, llevándose la mano derecha a la frente bañada por un copioso sudor que resbalaba sobre sus mejillas, encendidas con el tinte de las amapolas de mayo. Después, entrelazando sus dedos y estrujándolos hasta producir el sonido del descoyuntarse los nudos, se preguntó:

-¿Qué hago, pues? Mi situación es difícil y dramática, a la par que la de Manuel y Margarita; si se aman con el primer amor, irá éste a sublimarse con esos suspiros que, llenos del aroma del amor virginal, exhala el pecho oprimido por la nostalgia del ser amado... ¡Si acaso intentase algo directo...! ¡Ah...! Pero mi Fernando salvará mis dudas, compartiremos nuestras ideas, y brotará la luz, porque yo no puedo olvidar que Marcela murió legándome los dos pedazos de su corazón.

Tenía razón Lucía; ella compartiría con don Fernando sus dudas, sus temores y sus esperanzas, apartando las sombras del momento. Manuel podría compartir con su madre, con el más noble de los corazones, las penas que acongojaban el suyo; esconderse en el regazo maternal y llorar hoy sus lágrimas de hombre como ayer enjugó su llanto de niño.

¿Pero Margarita?

Pobre huérfana, ave sin nido, tendría que buscar sombra de árbol extraño para entonar bajo su fronda el idilio de su alma enlazada a otra; tendría que esconder sus propios pensamientos; reír con los labios y llorar con el corazón.

Lucía era, para Margarita, la mejor de las mujeres, pero ¡Lucía no era su madre!

Capítulo XIV[editar]

Vamos a viajar por un momento en busca del coronel Paredes, a quien dejamos sentándose a la mesa en casa de Teodora.

La comida fue alegre y abundante, y no bien hubo terminado, entrada ya la noche, todos se dirigieron a la sala de recibo, donde echarían una cana al aire con el zapateo y el bailecito del pañuelo.

Don Gaspar llamó a su lado a su hija y le dijo a secas:

-Sígueme, Teoco.

Y ambos fueron a una cerca inmediata donde había tres cabalgaduras, una de ellas con arreos de silla de gancho y todo lo concerniente al equipo femenino, custodiadas por un indio mitayo.

-¿Adónde vamos, padre? -preguntó Teodora.

-A Kíllac, a casa de mi comadre doña Petronila, que, como sabes, es una señora a las derechas, y a su lado estarás segura como la custodia en el altar -repuso don Gaspar sin detener su paso, que era seguro y de grandes trancos a pesar de la oscuridad de la noche.

-Bueno, y vale que don Sebastián ya no es gobernador; así que estaremos en paz hasta que venga Mariano -respondió Teodora siguiendo menudamente el paso acelerado de su padre.

Un bulto alto y emponchado se destacó de la sombra en este instante.

-¿Anselmo? -llamó don Gaspar.

-¡Señor! -contestó el llamado a secas, y todos tres siguieron la marcha hasta llegar adonde estaban los caballos.

Los dos varones levantaron a Teodora, que, con la agilidad de la campesina, se colocó en su jaco, llamado el Chollopoccochí, sin duda por ser negro y tener las patas blancas.

Cabalgaron después don Gaspar y Anselmo, que era un criado de toda confianza de la casa, y el padre de Teodora dijo al mitayo con expresión de mandato:

-Vuelve a casa, atiza la candela, que no falte el té con bastante tranca; y si nos echan de menos, ya sabes, ¿eh?

-Sí, tatay -contestó el indio emprendiendo el regreso.

Sonaron tres latigazos simultáneos en las ancas de los brutos, que se lanzaron como una exhalación entre las tinieblas de la noche, llevando sus pesados jinetes, dando resoplidos por las abiertas narices y, mordiendo con rabia los frenos.

El viejo iba sumergido en meditaciones, pues el cerebro elabora sin cesar la idea, y el pensamiento no se somete de grado a la quietud del cuerpo.

-Padre, moderemos el paso -dijo Teodora refrenando su caballo.

Pero don Gaspar no prestó atención o no oyó a su hija, que volvió a decir en voz más alta:

-¡Padre!

-¿Eh? ¿Te has fatigado tan pronto? -contestó el viejo moderando a su vez la marcha.

-¡No estoy fatigada, qué disparate!, pero he pensado una cosa.

-¡Habla! -repuso don Gaspar gobernando las riendas para acercarse más a Teodora.

-Sería mejor que te volvieras de aquí no más. Llegarás a casa en media hora; tu presencia alejará toda sospecha, y seguirán otro rato sin echarme de menos... y tú... al fin, darías muchas disculpas.

-¿Y tú... seguirás... sola?... -observó don Gaspar tosiendo repetidas veces.

-No corro riesgo alguno yendo con Anselmo. Chollopoccochí es manso y conoce bien el camino, la distancia es ya corta, la luna no tardará en alumbrar; y sobre todo, si a ellos se les ha ocurrido averiguar por nosotros, si por acaso descubren lo del viaje, no dudes que nos sigan, nos alcancen, nos pillen, y borrachitos...

-¡Cataplum! Teodora, hablas como el misal de la parroquia -interrumpió el viejo deteniendo el caballo, y agregó con sonrisa maliciosa-: Lo cierto es que las mujeres se pintan para urdir estos lances.

Don Gaspar volvió a toser con fuerza.

-Ahí está, pues, ya estás constipado; regresa no más, que si viniese alguno, con tu vuelta perderá la madeja.

-¡Cabalorum! Y en cuanto a que yo declare en dónde estás, que me descueren47 -contestó don Gaspar, y dando voces al criado que estaba lejos- ¡Anselmo! ¡Anselmo! -dijo.

El sirviente asomó su caballo al grupo, y se sostuvo este diálogo entre padre e hija:

-Pues, hasta dentro de cuatro días, en que iré a buscarte.

-Adiós, padre; abrígate la boca, estás con mucha tos.

-Golpeas con tientas la casa, y cuéntale todito a mi comadre doña Petronila: sabe el sapo en qué agua se echa a nadar.

-Sí, yo le diré bien todo.

-Anselmo, cuida a la niña y... hasta pronto, ¿eh?

Al terminar esta frase, don Gaspar volvió bridas, aplicó con toda fuerza los talones desprovistos de espuelas en los ijares de su potro lobuno, en cuya anca sonaron también un par de chicotazos, que le estimularon el brío juntamente con la vuelta a la querencia.

Serían las once de la noche cuando Teodora y Anselmo se apeaban a la puerta de la casa de doña Petronila Hinojosa. Tocaron con fuerza el leoncito de bronce que sirve de llamador, y a los golpes respondieron cuatro o cinco perros con ladrido desesperado, dejándose oír una voz soñolienta que preguntó con enfado:

-¿Quién es?

-Yo, que vengo de parte de don Gaspar Sierra a entregar a doña Petronila una prenda que le manda.

El portero, que era el consabido pongo, no necesitó de más explicaciones; descorrió la aldaba, y las hojas de la puerta de la calle giraron sobre sus goznes, dando paso a la fugitiva Teodora, que fue recibida por doña Petronila con el cariño proverbial de la madre de Manuel.

No hubo caminado dos millas don Gaspar desde el sitio en que se separó de Teodora, cuando distinguió gritería y tropel de gente a caballo. En pocos momentos más no abrigó duda de que esa era la comitiva del subprefecto.

-Sí, bien dijo la Teoco. ¡Qué diantres! ¡Las mujeres todas son brujas! Y lo gracioso es que todos los hombres nos dejamos embrujar, a oídas y vistas, a sabiendas o a callandas -se dijo don Gaspar, y siguió caminando al paso llano de su lobuno.

Capítulo XV[editar]

Al poco rato de la fuga de Teodora se apercibió de ello la reunión. El teniente gobernador, dando el primer apunte, dijo:

-El viejo polilla es quien tiene la cuchara, mi coronel, porque ella estaba ya llana, por lo visto, para complacer a usía.

-¿Se me burla así? ¿A mí? No lo consentiré, no, señor... ¡No lo consentiré a fe de militar! -decía Paredes dando paseos acelerados en la habitación.

-Vamos a buscarla, amigos -propuso el teniente, agarrando una vela encendida, y en actitud de salir.

-¡Sí señor! He de sacar a mi huri del fondo de la tierra, ¡sí señor! -repetía con rabia el subprefecto mientras los oficiosos salieron a registrar toda la casa, sometiendo a interrogatorio inquisitorial a la servidumbre, aunque pongos, mitayos y alcaldes no discrepaban en la respuesta:

-Han salido a la calle -repetían todos ellos.

Alguno preguntó como encontrando la hebra:

-¿Salieron a pie?

-No, señor, salieron en aguelillo -repuso uno de los alcaldes.

-Pues, usía, iremos tras ellos -dijeron en coro-, que el camino es uno, llano y ligero.

-A la obra, pues, amiguitos; y al que me traiga a la niña...

-Juro que yo seré el afortunado -interrumpió el teniente gobernador.

Se nombró la comisión y los designados salieron en pos de sus caballos.

La cólera del subprefecto estaba a medio estallar, porque se decía:

-¡Canalla de viejo! Sí señor, a presentárseme en estos momentos, lo fusilo sin formar el consejo de guerra. Para algo es uno autoridad. Pero... los muchachos estos son tan listos, y... conviene descansar un momento. -Diciendo esto se echó largo a largo sobre la cama colocada en una esquina, y se puso a dormitar.

A pocos momentos se oyó un tropel de caballos y, abriendo los ojos, don Bruno Paredes dijo entre dientes:

-Son ellos... ¡ya parten...! Sí señor; pronto quedaré complacido mediante la actividad de mis... subordinados. ¡Si estos muchachos valen la plata del Cerro de Pasco! ¡Uff...!

Simultáneamente salían los esbirros en pos de Teodora y llegaba un chasqui48, alguacil de gobierno, que, caminando a pie por las sinuosidades de la quebrada desde la capital de la provincia, ganó terreno con rapidez prodigiosa. Ese chasqui conducía un pliego cerrado con lacre colorado, sellado con las armas de la República, en cuyo sobrescrito se leía: «Oficial. -Urgente. -Al coronel don Bruno de Paredes».

Cuando el propio puso el papel en manos de la autoridad, ésta se puso a leer medio recostado como se encontraba, pero no bien se impuso de los primeros renglones, saltó como lanzado por una fuerza eléctrica, palideció primero y después le subió a la cara toda la sangre del corazón, quedándose suspenso por algunos momentos con el pliego abierto entre las manos.

De improviso lo arrojó sobre la cama y, dando una patada en el suelo, dijo:

-¡Caracoles! ¡Esto huele feo...! No hay más remedio que asegurarse, sí señor... ¿A ver, alcalde...? ¡Quién vive por ahí! -dijo dando voces, a que acudieron varios indios de servicio y los nacionales de su escolta.

-¡Mi caballo!... ¡Pronto, pronto! -gritó don Bruno, siendo obedecido como por ensalmo.

Cabalgó y, seguido de tres personas, tomó al galope del tordillo el camino de la ciudad, murmurando para su capote:

-Huir el bulto es de los prudentes; en la ciudad hallaré escondite cómodo, mientras se serena la tempestad política...

La gente que fue en seguimiento de Teodora, y topó con don Gaspar, rodeó al buen viejo, y encerrándolo en un círculo, habló así el teniente gobernador:

-Hola, compadrito, qué escapada tan fea; ¿dónde está la niña Teodora?

-¡Cómo! -repuso don Gaspar aparentando inquietud- ¿Ustedes buscan a mi hija? ¿Qué? ¿No la dejé con ustedes en la casa? ¡Jesús...! Felizmente, ella es honrada, y... allá estará. Vamos.

Y aplicó un latigazo al lobuno que lo hizo brincar con fogosidad.

-¡Despacito, taita! -observaron varios; torciendo las riendas de sus cabalgaduras y amenazando así el teniente:

-Vamos, pues; pero si no entregas la prenda, Gaspar, ¡tente por frito!

-Regresemos, sí -dijeron varios, y entre cuchicheos se oyó esta reflexión:

-No habrá salido la dómina, pues no hay tiempo para ir y volver de ningún pueblo vecino.

-Y si tú no saliste con Teodora, don Gaspar, ¿a qué vino por estos lugares? -observó el teniente.

-¡Vaya, tatay!, que tú no pareces del lugar; habrás llegado de Lima con bejuco y cuello tieso; he venido a hacer la ronda de los pastales -respondió don Gaspar con mucha formalidad.

-Ha salido al rodeo -dijo uno.

-¡Que cante el gallito! -gritaron dos, y se detuvo la comitiva.

El teniente sacó de la bolsa del pellón una botella de pisco, y de ella fueron tomando sucesivamente, midiendo la cantidad por un silbido que daba el inmediato, operación que se repitió con mucha frecuencia en el trayecto, llegando los viajeros a la casa de don Gaspar entre gallos y medianoche.

La blanca luna lucía todo su disco plateado sobre aquella planicie de Saucedo, donde se alzaban las alegres cabañas de los indios peruanos, por cuyas puertas cruzan, al rayar la aurora, el venado de pieles grises y la perdiz de codiciadas carnes.

La casa de don Gaspar estaba como la morada de un ex en toda regla: escueta y desmantelada.

Los pongos fueron los únicos que, acurrucados en el zaguán, roncaban como sochantres, siendo preciso sacudirlos para despertarlos y preguntarles algo.

-¿Qué es del señor subprefecto?

-¿Sin duda, duerme?

-¡Vamos! ¿Y la niña Teodora?

-¡Encienda un fósforo, hombre!

Estas fueron las palabras de unos y otros, cuando uno de los pongos aclaró las dudas, diciendo:

-El señor subprefecto ha salido a caballo.

-¡Qué canarios! -exclamó el teniente.

-Sin duda hemos tardado mucho, y habrá ido tras de nosotros.

-¡Cabales! El que espera desespera, y cuando está enamorado... ¡Chist...!

Entre tales dichos penetraron en la sala, que estaba abierta. Don Gaspar encendió la vela que estaba junto a la cama. Con la luz lo primero que distinguieron fue el pliego cuya lectura hizo poner los pies en polvorosa al coronel Bruno de Paredes.

Todos se juntaron para leer en corro, y al terminar dijo el padre de Teodora:

-Se ha huido, pues, nuestro subprefecto.

-¡Si era un papanatas el tal coronel de Guardia Nacional! -dijo el teniente gobernador.

-¡Coronel de..., soldados de habas...!

-¡Un cobarde! -agregó otro.

-¿Qué? Un comerciante, un peculador, a mí me consta -dijo aquél.

-¡Cobarde! ¡Desertor! -opinó éste.

-¡Una ex autoridad! -aclaró don Gaspar, riendo con la risa del que ha vivido mucho y oído mucho.

Y tomando la guitarra que estaba en la esquina de la habitación, se puso a rasgar, cantando con voz acatarrada:

Pájaro que vas volando
a las orillas del mar,
¿cómo no has de ir de miedo
pues vas sin atapellán?


Quedando reconciliados raptores e injuriado a los acordes de tan extraña cantata, nosotros regresaremos a Kíllac, donde los nuestros nos esperan.

Capítulo XVI[editar]

Don Fernando encontró a Manuel todavía abismado en las impresiones que le dejó la repentina salida de Margarita.

-¡Hola, don Manuel! -dijo al entrar, alargando la mano al joven.

-Excuse usted mi visita, don Fernando; la hora no es aparente, pero en estos casos la urgencia de los asuntos es la carta de pase -contestó Manuel al mismo tiempo que estrechaba la mano de su amigo.

-Nada de cumplimientos, don Manuel. Usted sabe que soy su amigo, y eso basta -dijo don Fernando, arrastrando una silleta e invitando a sentarse al joven.

-Tanto lo sé, que sin la amistad de usted me habría vuelto loco; mi posición tan difícil ante usted después del asalto aquel, los acontecimientos tan íntimos y contradictorios que se desarrollan desde mi llegada a este pueblo, donde los notables no acatan la ley, no conocen religión, y todo lo que pienso y medito, no son para menos.

-Verdad, querido Manuel, que horroriza el estado actual de esta pequeña sociedad, pero más preocupado que usted me traen las noticias que acabo de recibir de la ciudad.

-¿Serán de interés privado para usted?

-¡No! Son de interés público. Me comunican el triste fin del cura Pascual, ese desventurado hombre a quien escuchamos palabras de dolor, echando de menos la sana influencia que ofrece la familia en su seno a los párrocos del porvenir.

-¿Ha muerto?

-Sí, amigo, y de una manera desastrosa.

-¿Y cómo y de qué ha muerto? -continuó preguntando Manuel con interés creciente, prestando toda su atención a la respuesta.

-Ha muerto en los Descalzos. Fue arrastrado primero por la bestia, recogido por la conmiseración de algunos y asistido por los frailes; dicen que al beber un vaso de agua sufrió el accidente final -replicó el señor Marín.

-¿Al tomar un vaso de agua en el convento?

-Sí, y los médicos han opinado que ha sido un derrame seroso.

-¡Pobre hombre...! ¡Descanse en paz...!

-Hay otras noticias más graves que me han hecho vacilar...

-¿Si serán las que ya sabemos en casa? ¿Las de la tormenta política descargada en la capital, y conjurada después de un delirio horrorizador?

-¡Exactamente, amigo Manuel! Pero... bien mirado, esto será temible en las primeras horas por las medidas violentas que imponen las situaciones anormales. Después, ¡no! Tengo fe en la administración civil de su tocayo don Manuel -dijo don Fernando, levantándose de su asiento.

-Asimismo la abrigo yo, don Fernando, porque don Manuel Pardo es un hombre de talla superior; pero lo que me abruma en estos momentos es... Diré, amigo, aunque sea brusco el cambio...

-¿De opinión?

-No, señor, de tema; me abruma la tormenta doméstica. Veo que es imposible vivir en este pueblo sojuzgado por la tiranía de los mandones que se titulan notables.

-¿Qué de nuevo puede usted decirme, amigo Manuel? Sé que han reducido a prisión al campanero, acusándole como culpable del asalto de mi casa...

-¿No le digo? ¡Si esto hace perder el juicio! Y como, por otra parte, de todos modos debo terminar mis estudios y recibirme de abogado, es preciso que me marche; pero no me resuelvo a dejar a mi madre en esta jauría de lobos.

-Pues, amigo Manuel, casualmente yo acabo de resolver este grave asunto en casa en igual sentido. Dentro de breves días me retiro con mi familia.

-¿Usted, don Fernando? -interrumpió Manuel, en cuyo semblante se pintó la sorpresa sombreada por el dolor o la duda.

-Sí, amigo; he arreglado un traspaso de mis acciones en los minerales y de los objetos de mi propiedad con unos judíos que me dan veinte por ciento, y así, salgo satisfecho.

-¿Y adónde se dirige?

-A la capital; en Lima presumo que el domicilio tendrá garantías, y que las autoridades conocerán lo que es cumplir su misión. Quisiera sólo hacer algo, antes de salir, por la libertad del campanero.

-Don Fernando, mi brazo es suyo. Ambos haremos todo por ese indio infeliz. Ahora parece que el destino me sonríe. He venido a hablarle de algo relativo a mis proyectos.

-¡Con cuánto gusto le escucho!

-Como dije, deseo arrancar de aquí a mi madre. He tomado todas las medidas necesarias para llevarla con pretexto de un paseo a Lima, y una vez allá, no habrá buque para regresar.

-Perfectamente. ¿Y don Sebastián? -preguntó don Fernando con curiosidad.

-Usted sabe que la madre de familia es el sol de la casa, cuyo calor busca el corazón; tras de mi madre... llevaría a don Sebastián, cuyo porvenir es también de los más tristes aquí... ¡Ah, don Fernando!, usted no adivina los actos opresivos que soporto por amor a mi madre.

-¿Y qué? Don Manuel, su modo de expresarse respecto a su padre hace tiempo que llama mi atención -dijo don Fernando, inspirando con el tono de su voz cierta confianza al joven.

-Lo presumía, señor Marín. Mi nacimiento está envuelto en un velo misterioso, que si alguna vez se descorre por mi mano, será ante usted, que es un caballero y que es mi mejor amigo -dijo el joven turbado.

Don Fernando acababa de saber todo lo que necesitaba, porque para él no pasaron inadvertidas las recíprocas impresiones de Manuel y de Margarita. Manuel no era, no podía ser, hijo de don Sebastián.

-¿Quién será su padre? -pensó don Fernando- Puedo interrogarle de nuevo, exigirle una confidencia de amigo a amigo, obtener el secreto y tener el campo por mío; pero es necesario respetar la prudente reserva de este joven; la ocasión llegará. -Y dirigiendo la palabra a Manuel, dijo- Gracias, don Manuel; creo ser digno de su confianza, mas... volvamos a su solicitud. Decía usted...

-Que deseo me facilite usted la traslación de unos fondos a Lima y la colocación garantizada de ellos en una casa comercial.

-Con el mayor agrado, don Manuel, adquiriremos unos libramientos para cualquiera de los Bancos: el de «La Providencia», el de «Londres, México y Sud América», en fin, el que usted elija.

-Será el de Londres.

-Bien, y ¿cuánto desea usted remitir?

-Por ahora, unos diez mil soles. Más tarde será otro tanto, porque pienso realizar todas las propiedades de acá -repuso el joven.

-Téngalo por hecho, querido don Manuel. Esta tarde puede usted dejar el dinero donde Salas, en mi nombre, y mañana tendrá usted todos sus libramientos. Ahora, permítame felicitarlo por su resolución. Muy bien pensado. Usted será un hombre útil al país como tantos otros que han ido de provincias a la capital; honrará a su familia, se lo aseguro -dijo don Fernando acentuando sus últimas frases.

Manuel inclinó la cabeza, como agradeciendo, y detuvo en sus labios una palabra inoportuna, pues iba a manifestar a don Fernando que el móvil de todas sus aspiraciones era Margarita, pero la reflexión paralizó este movimiento.

-¿Su madre ha debido sufrir mucho? -preguntó don Fernando rompiendo el silencio momentáneo y sacando un cigarro.

-¡Oh, cruelmente! ¡Alma de ángel en corazón de mujer...! ¡Pobre madre mía...! -respondió Manuel suspirando. Y tomando un nuevo giro su pensamiento, continuó-: Creo que usted no sabe otras noticias de bulto que se han realizado anoche como el complemento de esta situación.

-¿Qué ocurrencias son ésas? -dijo don Fernando con curiosidad.

-Nos ha venido del pueblo vecino, de Saucedo, una joven asilada en casa por las persecuciones del subprefecto Paredes.

-¿Esa niña pagaría algún impuesto o renta fiscal? ¿Tal vez precios?...

-Nada, don Fernando; el coronel gustó de su belleza juvenil y quiso hacerla suya sin otra bendición que la de su voluntad dictatorial -dijo Manuel riéndose con expansión.

-¿Y?...

-Ha huido del hogar.

-¿De modo que por estos mundos las víctimas salvadas de manos del cura caen a la hoguera de la autoridad?

-Como usted lo oye -contestó Manuel turbándose visiblemente con las palabras de don Fernando.

-¡Esto horroriza! ¡Y si fijamos la mirada en los indígenas, el corazón tiene que desesperarse ante la opresión que éstos soportan del cura y del cacique...!

-¡Ah, señor don Fernando! Desconciertan estas cosas al hombre honrado que viene de otra parte, ve y siente. Cuando haga mi tesis para bachiller pienso probar con todos estos datos la necesidad del matrimonio eclesiástico o de los curas.

-Tocará usted un punto de vital importancia, punto que los progresos sociales tienen que dilucidar antes que el siglo decimonono cierre su último año con el pesado puntero que va marcando las centurias.

-Esa es mi convicción, don Fernando -dijo Manuel.

-¿Y que me dice usted de las autoridades que vienen a gobernar estos apartados pueblos del rico y vasto Perú?

-¡Ay, amigo! Ellas buscan empleo, sueldo y comodidad, sin que ninguno de los elegidos haya tenido noticia de las palabras de Epaminondas para saber que «es el hombre el que dignifica los destinos», cosa que nos enseñan en la escuela.

-Es que en el país impera el favor -dijo don Fernando sacando una caja de fósforos y encendiendo el cigarro que, armado, tenía hacía rato entre los dedos.

-¿Usted podría decirme, don Fernando, en qué estado está el expediente relativo al asalto de su casa? -preguntó Manuel aprovechándose del pequeño silencio que hubo para variar de conversación; y al preguntar aquello sus carrillos se tiñeron del carmín más encendido.

-El expediente... ni sé qué decirle, amigo... sólo ayer he preguntado algo de eso al saber que han apresado al campanero, a quien creo completamente inocente. ¿Le interesa? -contestó don Fernando arrojando una bocanada de humo.

-¡Mucho, don Fernando! Ya hemos acordado salvar al campanero, cuyo nombre ignoro, y por otra parte, desearía que... si Margarita conoce aquellos detalles algún día... los conozca bajo otra forma...

-¡Pif! ¡Fue tan trágico el fin de los infelices padres de la muchacha!

-¡Cuánto daría porque conociese en su verdadero fondo ese trágico fin la digna ahijada de ustedes! ¡Margarita! Y Margarita...

Iba a decir Manuel todo el secreto de su alma, cuando apareció en la puerta doña Petronila acompañada de Teodora, a quien presentó con manifiesto cariño.

Capítulo XVII[editar]

Martina, la mujer de Isidro Champí, luego que salió de la casa de su compadre Escobedo, después de sacrificar las cuatro cabezas de ganado vacuno ante la avaricia del compadre, asustada con la noticia de que la prisión de su marido era realmente por las campanadas de la asonada, fue corriendo a su casa, tomó los ponchos de abrigo de Isidro y se dirigió a la cárcel.

El carcelero le dejó entrada libre, y cuando vio a su marido se echó a llorar como una loca.

-¡Isidro, Isodrocha! ¿dónde te veo?... ¡Ay! ¡Ay!, ¡tus manos y las mías están limpias de robo y de muerte...! ¡Ay! ¡Ay...! -decía la pobre mujer.

-Paciencia, Martica, guarda tus lágrimas y pide a la Virgen -contestó Isidro procurando calmar a la mujer que, secándose los ojos con el canto de uno de los ponchos, repuso:

-¿Sabes, Isidro, he ido a ver a nuestro compadre Escobedo, y él dice que prontito te saca libre?

-¿Eso ha dicho?

-Sí, y aun le he pagado.

-¿Qué cosa le has pagado? Te habrá pedido plata, ¿no?

-¡No! Si ha dicho que te han traído por las campanadas de esa noche de las bullas de la casa de don Fernando. ¡Jesús! ¡Y tantos muertos que hubo...! Y ese Wiracocha dice que tiene plata y nos perseguirá -dijo la india santiguándose al mentar a los muertos.

-Así dijo también don Estéfano -contestó Isidro, e insistiendo en la primera pregunta, pues harto conocía a los notables del lugar, dijo- ¿Y qué cosa has pagado, pues, claro?

-¡Isidrocha...! ¡Tú te enojas...! ¡Tú te estás poniendo amargo como la corteza del molle49! -repuso la india con timidez.

-¡Vamos, Martina!, tú has venido a martirizarme como el gusano que roe el corazón de las ovejas. Habla, o si no, vete y déjame solo... Yo no sé por qué no quieres decir... ¿Qué le pagaste?

-Bueno, Isidro. Yo le he dado a nuestro compadre lo que ha pedido, porque tú eres el encarcelado, porque yo soy tu paloma compañera, porque debo salvarte, aunque sea a costa de mi vida. No te enojes, tata, le he dado las dos castañitas, la negra y la afrijolada... -enumeró Martina acercándose más hacia su marido.

-¡Las cuatro vaquillas! -dijo el indio empalmando las manos al cielo y lanzando un suspiro tan hondo, que no sabemos si le quitaba un peso horrible del corazón o le dejaba uno en cambio del otro.

-Si él quería que se le diese vacas, y apenas, como quien arranca la raíz de las gramas, le he arrancado el sí por las vaquillas, porque una es para el gobernador, una para el subprefecto, otra para el juez y la afrijolada para nuestro compadre.

El indio, al escuchar la relación, inclinó la cabeza mustio y silencioso, sin atreverse a decir nada a Martina, quien después de algunos momentos salía en pos de sus hijos, enjugando nuevas lágrimas y con el corazón repartido entre la cárcel y la choza.

Entre tanto, Escobedo, que encontró a Estéfano, le dijo:

-Compañero, aseguratan...

-Ratan -contestó Benites.

-Y como reza el refrán. Ya el indio Isidro aflojó cuatro vaquillonas.

-¿Eh?

-Como lo oyes; vino la mujer lloriqueando y le dije que era grave la cosa, porque la prisión era por las campanadas.

-¿Y?...

-Me ofreció gallinas; ¿qué te parece la ratona de la campanera?

-¿Pero aflojó vaquillas?

-Sí, pues; ahora ¿cómo nos partiremos?

-Le daremos una al subprefecto, mejor ir derecho al santo, y las tres para nones -distribuyó Benites.

-Bueno, ¿y el indio sale o no sale?

-Ahora no conviene que salga; lo embromaremos unos dos meses, y después la sentencia hablará, porque primero está el cuero que la carne, hijo -opinó Benites.

-Eso es mucha verdad, que uno está antes que dos. ¿Y el embargo?

-El embargo que se notifique por fórmula y con eso sacamos cuando menos otras...

-Cuatro vaquillas, claro. Si tú sabes como un vocal, Estefito, y con razón todos te hacen su secretario -agregó Escobedo frotándose las manos.

-¿Y para qué estudia uno en la escuela del Rebenque, sino para dictar la plana y ganar la vida, y ser hombre público y hombre de respeto? -dijo con énfasis sacando su pañuelo sin orlar y limpiándose la boca.

-¿Cuándo hacen el embargo? -preguntó Escobedo.

-Podemos hacerlo dentro de dos días, y se me ocurre una idea. ¡Qué canarios...! Tú no vayas al embargo, cosa que al indio le hacemos creer que tú, por ser su compadre, te has empeñado en guardar los ganados, porque si es otro el depositario se los lleva.

-¡Magnífico! Por ahora tu zorro te dicta como libro -repuso Escobedo riéndose y preguntando en seguida- ¿Qué dirá don Hilarión?

-El viejo ni lee lo que pongo. A todo dice amén, como que es sobrino de cura.

-No seas deslenguado. ¿Y don Sebastián? -advirtió y preguntó Escobedo.

-Don Sebastián dirá «francamente que así me parece bien», y nosotros de esta hecha estrenamos ropa y caballo para la Fiesta del pueblo -repuso riéndose a carcajadas Estéfano Benites, en cuyo cerebro quedaba combinado todo su plan para explotar la inocencia de Isidro Champí, con el apoyo del compadre Escobedo, padrino de pila del hijo segundo del campanero.

-Muy bien, compañerazo, y ahora que tenemos todo trazado a las claras, la lengua pide un mojantito -opinó Escobedo.

-De ordenanza, compadrito; pediremos un par de copas, a la pasada, donde la quiquijaneña o donde la Rufa -contestó Estéfano aceptando la idea de su colega y arreglándose la falda del sombrero.

Capítulo XVIII[editar]

Teodora, en la plenitud de su vida, como ya la hemos descrito al llegar a su pueblo, lucía una cabellera tan abundante y larga, que a tenerla destrenzada habríale cubierto las espaldas como una ancha manta de vapor ondulado. El conjunto de su persona era tan simpático y atrayente, con esa expresión dulce que enamora, que al verla don Fernando formuló en su pensamiento una especie de disculpa al subprefecto. Invitó asiento a las recién llegadas, y llamó desde la puerta:

-¿Lucía, Lucía? -arrojando afuera el pucho del cigarro que fumaba.

Mientras tanto, doña Petronila dijo quedito a su hijo:

-Te pillé, bribonazo, te pillé en tu querencia. -Y sonriose maliciosamente.

-¡Madrecita! -articuló Manuel como una disculpa de niño.

Don Fernando preguntó a Teodora:

-Señorita, ¿usted es recién llegada?

-Sí, señor; soy de Saucedo, y sólo hace horas que estoy aquí -contestó la joven con desenvoltura.

Lucía no se hizo aguardar, y entrando dijo:

-¿De dónde bueno por su casa, doña Petronila?... ¿Y esta señorita?... -y abrazó a una y a otra.

Doña Petronila, desprendiéndose el pañolón sujeto al hombro, y con aire de franqueza, exclamó:

-¿Qué les parece a ustedes el dichoso coronel Paredes, que después de dejar el asperjes de la discordia en mi casa se fue a la de mi compadre don Gaspar a querer robarle su joya? -y señaló a Teodora.

-¡Madre! -dijo con timidez Manuel.

-¡Guá! ¿Por qué no he de hablar claro -continuó doña Petronila-, si don Fernando los conoce muchísimo y asimismo la señora Lucía? -y relató punto por punto todo lo ocurrido en Saucedo.

Cuando terminó su relación, que los esposos Marín escuchaban cambiando la mirada de la joven a doña Petronila y de ésta a aquélla, los carrillos de Teodora eran dos cerezas, permaneciendo ella con la mirada clavada en el suelo, sin atreverse a levantar los ojos. En esta actitud soportó uno de los momentos más difíciles de su vida, ora recogiendo los pies bajo la silleta, ora estrujando sus manos escondidas debajo de su pañolón de cachemira.

Manuel se sonreía a veces. Lucía bastillaba la orla de su fino pañuelo, encarrujándolo y volviendo a soltarlo.

-¿Así que esta señorita es una heroína del amor a su prometido? -dijo don Fernando.

-¡Muy bien! ¡Qué simpática! ¡Así fieles deben ser todas las mujeres cuando quieren! -expuso Lucía.

-¡Qué felicidad la de encontrar un cariño así! Envidio a Mariano -agregó Manuel.

-¡Pues me gusta la pasada corrida al subprefecto; bien, muy bien, señorita Teodora! -dijo don Fernando levantándose de su asiento y estrechando la mano de Teodora-. Me parece que estos pueblos se irán poniendo trabajosos día por día -continuó el señor Marín-; aquí todos abusan y nadie corrige el mal ni estimula el bien; notándose la circunstancia rarísima de que no hay parecido entre la conducta de los hombres y la de las mujeres...

-¡Si también las mujeres fuesen malas, esto ya sería un infierno, Jesús! -interrumpió Lucía guardando su pañuelo en el bolsillo de la bata.

-Usted, doña Petronila, debe salvar a su esposo y a su hijo, que es un cumplido caballero -dijo don Fernando dirigiéndose a la madre de Manuel, cuyos ojos brillaron con la luz del gozo materno. Manuel sonrió inclinando la cabeza, adivinando que la intención de su amigo era prepararle campo para convencer a doña Petronila.

Lucía salió en apoyo de su esposo, diciendo:

-Efectivamente, amiga, esto ya no es para nosotras; debemos alzar el vuelo a otras regiones serenas; nosotros nos retiramos pronto.

-¿Se van?... ¿Ustedes se van? -preguntó doña Petronila con interés.

-Sí, señora, lo hemos resuelto -contestó don Fernando apoyando a Lucía.

-¡Jesús! ¡Qué noticia tan triste la que vengo a recibir! -dijo doña Petronila, a quien Manuel insinuó diciendo:

-Ahora falta que tú te resuelvas, madre, y todos quedaremos contentos.

-Eso... veremos...

-¡Cómo! ¿Qué veremos?... ¡Ah!, pronto ha de saberse cuál de nosotros triunfa -repuso Manuel acompasando sus últimas palabras con golpecitos dados en el suelo con el tacón de sus botas.

-¡Margarita, Margarita, ven! -gritó Lucía al ver a la huérfana que pasó junto a la puerta. Lucía tuvo el deliberado intento de ver qué impresión producía el conocimiento de la niña en el corazón de doña Petronila, pues desde la conversación que tuvo con su ahijada, en cuyo corazón existían para con Manuel mayores preferencias de las que ella alcanzó a medir, estaba preocupada con el porvenir de la huérfana.

-Presentaré a usted a mi ahijada Margarita -dijo Lucía tomando a la niña de una mano y dirigiéndose a la madre de Manuel.

-¡Qué linda señorita!

-Simpática y amable.

Fueron las palabras que simultáneamente repitieron doña Petronila y Teodora.

-¡Margarita! ¿No es verdad que lleva bien su nombre de flor? -agregó Manuel en momentos que su madre abrazaba a la huérfana, prodigándole palabras de alabanza que sonaron como música celestial en el corazón de Manuel, que, ebrio de felicidad, no cabía en el pecho.

A interrumpir esta escena de calma venturosa llegó una mujer despavorida, llorosa y confundida, que desde la puerta dijo entre sollozos:

-Señor, Wiracocha Fernando, ¡caridad por la Virgen!

-¿Quién es esta infeliz? -preguntó Marín sorprendido.

-Esta es la Martina... mujer del Tapara -repuso doña Petronila, cuando Lucía se tapaba los ojos con ambas manos, murmurando para sí:

-¡Marcela! ¡Marcela! Parece su hermana.

Don Fernando volvió a preguntarle:

-Di ¿quién eres, qué pides?

-Soy la mujer de Isidro Champí el campanero...

La última frase descorrió por completo el velo.

Don Fernando y Manuel se demudaron notablemente, y el primero dijo:

-¡Ah...! Ya lo sé, hija; tu marido está preso, ¿no?...

-Sí, Wiracochay, también ahorita se han llevado todos nuestros ganados.

-¿Quién?

-¿Quiénes?

Preguntaron a una vez Manuel y don Fernando.

-¡Las justicias, señor! -repuso lacónicamente Martina.

-¡Las justicias! Pero, ¿quiénes son esas justicias? -replicó Manuel.

-¡Jesús!, ¡qué cosa! -exclamó doña Petronila mientras Lucía, muda de emoción, apenas abrió sus labios para decir a Margarita:

-Hija, anda, ve a Rosalía y pide un vaso de agua.

Manuel, que en otra circunstancia habría sentido aquella despedida, dirigió a la señora de Marín una mirada que traslucía toda su gratitud, y sin desplegar los labios permaneció mirándola por varios segundos.

-¡El alcalde mayor50 y el gobernador, Wiracochay, misericordia! -dijo Martina, arrodillándose a los pies de don Fernando.

-¡Oh! ¡Levántate...! ¡Tranquilízate...! -repitió el señor Marín dando la mano a Martina.

-¡Por Dios! ¡Que te salvaremos: se remediará todo; sosiégate! -dijo Manuel, acercándose hacia Martina.

-Bueno, ¿tú no nos persigues? -preguntó Martina a don Fernando.

-¡No, hija, no!

-¿Tú nos salvas entonces, sacas de la cárcel a Isidro y nuestros ganados del corralón de embargo?

-¡Sí, te defenderé!

-¿Sí?

-¡Crueles!

-¡Descorazonados! -repitieron sucesivamente, y Martina, sin más promesa que la de don Fernando y Manuel, salió llena de esperanzas, que su amante corazón de esposa quería transmitir sin tardanza al del esposo encarcelado.


Capítulo XIX[editar]

El cambio de autoridad se efectuó pacíficamente en la provincia. El nuevo subprefecto dirigió las circulares de estilo a los funcionarios de su dependencia, invocando la Ley, la Justicia, y la Equidad.

Finalizada la diversión en casa de Teodora, don Gaspar llegó a Kíllac para relatar por sí mismo a su virtuosa hija todo lo ocurrido en Saucedo después de su fuga, agradecer a su comadre doña Petronila el hospedaje, y volver en compañía de Teodora a hacer nuevamente la tranquila vida del campo, mientras se vencía el plazo señalado en los esponsales del honrado Mariano.

Nadie supo dar razón del paradero del coronel don Bruno de Paredes; porque, a pocas millas de su salida, despidió su escolta y, solo ya, buscó un refugio seguro.

Súpose, sí, en los días posteriores, que estaban bien mermadas las rentas de Predios rústicos y urbanos, y en manos de los indígenas una respetable cantidad de recibos de una contribución personal y forzosa, creada ad hoc por su señoría, titulada: «Derechos de Instrucción Popular.»

Don Sebastián, mohíno y cariacontecido, se golpeaba el pecho repitiendo:

-Francamente, mi mujer y Manuel sabían la media de la misa, francamente, me pesa, me pesa por no haber seguido sus consejos.

Tal confesión era un nuevo apoyo para que Manuel llevase a la práctica sus teorías en la casa, donde su opinión prevalecería respetada y obedecida.

Manuel pasó toda la noche en vela, lápiz en mano, marcando y borrando números sobre un pliego de papel que tenía cerca, y recorriendo su dormitorio con pasos acelerados, que de rato en rato se detenía para apuntar algo o buscar ligero descanso en el sofá.

-¿Y por qué mi anhelo se reduce a dejar el pueblo donde he nacido -se decía- cuando es propensión innata del hombre amar el engrandecimiento del suelo donde vio la luz primera?... ¿Por qué no aspiro a vivir aquí donde nació Margarita, y donde, junto a ella, brotó lozana y bella la flor de mis amores?... ¡Ah! Mi contrariedad se explica por la palabra de una experiencia razonada. Los lugares donde no se cuenta con garantías para la propiedad y la familia, se despueblan; todos los que disponen de medios suficientes para emigrar a los centros civilizados lo hacen, y cuando uno se halla en la situación en que yo me encuentro, solo —825→ contra dos, uno contra cinco mil... no queda otro remedio que huir y buscar en otro suelo la tranquilidad de los míos y la eterna primavera de mi corazón... ¡Margarita! ¡Margarita mía! A ti te entumecería el invierno de los desengaños en esta puna, donde se hielan los buenos sentimientos con el frío del abuso y del mal ejemplo. Tú vivirás bella y lozana donde se comprenda tu alma y se admire tu hermosura; ¡tú serás el sol que me dé calor y vida bajo la sombra del árbol extraño...!

Por la mente del hijo de doña Petronila cruzaban, revoloteando, mil aristas chispeantes, llevando un enjambre de ilusiones sostenidas en su corazón por dos fuerzas activas: nobleza de sentimiento y pureza de pasión. Dio unas cuantas vueltas por la habitación, distraído y embebido en sus pensamientos, y sacó un cigarro guardado en una cajita de caucho. Manuel fumaba en raras ocasiones. El tabaco, lejos de constituir un vicio, era un agente de pasatiempo. Armó el cigarro, y después de encenderlo a la lumbre de la vela de sebo, darle tres chupetones seguidos y arrojar humo por la boca y narices, se dijo: «¡Sí! Ellos salen pronto... ¡Yo iré a encontrarlos, así sea al confín del mundo...! Y lejos ya de Kíllac, lejos del teatro de la tragedia del 5 de agosto, abriré mi corazón ante don Fernando, pediré la mano de Margarita, y una vez aceptado, fijado un plazo, seguiré con fe y aliento el término de la carrera que he abrazado. ¡Sí, sí! ¡Estoy resuelto...! Confiaré a don Fernando, a Lucía y a mi Margarita el secreto de mi nacimiento, porque esa confidencia asegurará mi felicidad: pero... antes hablaré a mi generosa madre, sobre cuya frente no puedo yo arrojar... ni las sombras siquiera de la deshonra. ¡Madre! ¡Madre querida...! La fatalidad me colocó en tu seno, y después... ¡Ay! ¡Mi presencia torturó tu vida, reflejándose en la terquedad de un padrastro...! Y, hoy que me siento hombre, ¿por qué no es para ti todo el calor de mis afectos? ¡¡Margarita...!!

El primer rayo de aurora, apacible y sereno, penetró por los resquicios de la puerta y ventana del dormitorio de Manuel, que veló desde la tarde a la mañana, de claro en claro, con el primer insomnio del amor y el deber.

Capítulo XX[editar]

El objeto de la visita de doña Petronila a la casa de los esposos Marín no era sólo presentar a Teodora y transmitir las noticias de Saucedo, sino obtener unas recomendaciones de don Fernando para la nueva autoridad. Por esto, luego que salió Martina, la mujer del campanero, dijo al señor Marín:

-He venido a molestarle, mi don Fernando, con una súplica.

-Molestia no será jamás, mi doña Petronila.

-Me han dicho que usted es amigo del nuevo subprefecto.

-Le conozco, verdad, aunque muy de lejos; pero... ¿qué se ofrecía?

-¡Lástima! Yo quería una carta de recomendación para Teodorita y mi compadre don Gaspar; después de todo lo que ha pasado, figúrese usted cómo no estarán temblando los pobres de que vaya otra vez gente de malos tratos como ese militar -dijo doña Petronila prendiendo su pañolón.

-Siento contrariedad al no complacerla; pero yo trataré de buscar la influencia de otro amigo -contestó Marín.

-Salas es pariente del nuevo subprefecto -indicó Lucía.

 —826→  

-Sí, pero no es él de quien pienso valerme, sino de Guzmán; porque éste me ayudará a trabajar en favor de Isidro Champí.

-También usted, doña Petronila, por su parte, vea cómo arregla don Sebastián el asunto del campanero -recomendó Lucía.

-Eso queda a mi cargo, y... hasta prontito -dijo doña Petronila despidiéndose junto con Teodora y Manuel, a quien dijo don Fernando:

-Nos veremos luego para acordar lo de Champí.

Margarita, que fue al interior de la casa en busca de Rosalía, respiró un poco de aire libre lejos de su madrina, cuyas miradas se le habían hecho sospechosas desde las confidencias que tuvo con ella y el modo como se expresó de Manuel.

El aire que la soledad brinda a los corazones que sufren en la asfixia del dolor está impregnado de melancolía, y parece entibiado por el bálsamo del consuelo.

El amor es como una planta.

Colocado en terreno fértil, exuberante y rico, crece con rapidez sorprendente.

El temperamento vigoroso y el físico robusto de Margarita abonaban el desarrollo prodigioso de sus simpatías por Manuel, y las condiciones en que la había colocado el destino constituían un nuevo elemento motor, dándole a los catorce años los impulsos de un cerebro maduro y las fruiciones de un corazón de veinte primaveras.

Quedaban solos don Fernando y Lucía en el salón, y ésta dijo:

-No dirás, querido Fernando, que es adelantamiento de juicio femenino, pero creo saber que Margarita y Manuel se aman, y...

-Sería afecto celebrado por mí.

-¡Cómo, Fernando! ¿Y los miramientos sociales y los deberes de conciencia? ¡Margarita es la hija de Marcela, madre heroica, víctima de don Sebastián, y Manuel es el hijo del verdugo...!

-Aquí te gané la partida, hijita mía -dijo don Fernando sonriendo y tomando la mano de Lucía-. Manuel me ha dejado entrever un misterio en su nacimiento. Esa historia espero conocerla, y te aseguro que yo no he creído jamás que ese joven tan digno sea hijo de don Sebastián. Nunca lo he pensado, ni antes de que Manuel dejase escapar algunas frases en momentos de franqueza.

-¡Dios mío...! ¿Este viejo tan feo?... ¿Me ganarás, Fernando? Ese detalle importa la solución de un problema que me llena de pesar; porque he sembrado la semilla de la aversión en el tierno corazón de nuestra Margarita.

-¿Cómo, de qué modo? -preguntó con sorpresa don Fernando soltando la mano de Lucía y mirándola con atención.

-Señalándole a Manuel como el hijo del matador de su madre...

-¡Imprudente...! -exclamó Marín con amargura; mas, como hallando reparación, agregó- Si ella le ama, no habrá brotado el odio, y será doblemente feliz el día en que sepa que Manuel no es vástago del abusivo gobernador de Kíllac.

-¡Desde hoy trabajaré, Fernando mío, para disipar en el corazón de mi ahijada esa sombra que ha proyectado mi palabra imprudente! Sí, conozco que, en realidad, es un partido ventajoso para nuestra Margarita.

-Inmejorable, querida Lucía; yo amo a esa juventud estudiosa y seria que encuentra en su propia inspiración el aliento para el trabajo; por esto amo a Manuel y preveo que será un abogado distinguido, capaz de dar lustre al foro peruano. Fuera de esto, sabrás, Lucía, que los medios materiales de que dispone son más que suficientes para sostener con desahogo a su familia.

 —827→  

-¡Tus palabras me comunican satisfacción infinita, Fernando! Es preciso que ellos sean felices.

-Coadyuvar a la ventura de Margarita es un deber para nosotros, hija mía.

-¡Sí, amado Fernando! Yo le juré esto a Marcela cuando en los umbrales de la muerte depositó en mi alma el secreto de que Margarita es la hija de aquel hombre, y me reveló los pormenores que tú sabes. Luego, ¡Margarita será tan feliz como yo, si ella ama a Manuel como te quiero, mi Fernando!

-¡Adulona! -dijo don Fernando con voz cariñosa abrazando a Lucía.

¿Por qué había revelado a don Fernando el secreto de Marcela? ¿Es verdad que la mujer no puede ser nunca la guardadora de un secreto?

¡No!

Lucía amaba mucho a su esposo para haberle callado nada, y es de explicarse esa intimidad inherente al matrimonio que realiza la encantadora teoría de dos almas refundidas en una, formando la dicha del esposo, que permite leer, como en un libro abierto, en el corazón de la mujer, que al dar su mano no esquivó la ternura del alma enamorada, como la ofrenda del amor perdurable jurado en el altar.

El matrimonio no debe ser lo que en general se piensa de él, concederle sólo el atributo de la propagación y conservación de la especie.

Tal será acaso la tendencia de los sentidos; pero existe algo superior en las aspiraciones del alma que busca su centro de repercusión en otra alma, como el ser espiritual unificado por las potencias de memoria, entendimiento y voluntad, y estrechado por el vínculo santo del amor.

Lucía, que nació y creció en un hogar cristiano, cuando vistió la blanca túnica de desposada aceptó para ella el nuevo hogar con los encantos ofrecidos por el cariño del esposo y los hijos, dejando para éste los negocios y las turbulencias de la vida, encariñada con aquella gran sentencia de la escritora española, que en su niñez leyó más de una vez, sentada junto a las faldas de su madre: «Olvidad, pobres mujeres, vuestros sueños de emancipación y de libertad. Esas son teorías de cabezas enfermas, que jamás se podrán practicar, porque la mujer ha nacido para poetizar la casa».

Lucía estaba llamada al magisterio de la maternidad, y Margarita era la primera discípula en quien ejercitara la transmisión de las virtudes domésticas.

-¡Bien, Fernando!, queda convenido que yo varíe totalmente de parecer acerca de la inconveniencia de los amores de Manuel y Margarita, para quien buscaré una explicación en los límites de la prudencia -contestó Lucía.

-¡Bien! Pero yo tengo que ocuparme de esa pobre familia del campanero.

-¡Fernando, Fernando mío...! Mi corazón tiembla de terror. ¡Ah...!, cuando entró Martina creí ver la imagen de Marcela, y no sabes qué lúgubres presentimientos me han asaltado. No he dicho nada, he callado porque primero eres tú, y temo...

-No temas nada, hija; no tomaré las cosas de frente, pero es imposible dejar que asesinen a otro hombre con el estoicismo del verdugo.

-¡Quisiera ya estar lejos de Kíllac para no ver estas cosas...! ¿Y Manuel, qué hará?

-Ten paciencia, hijita; pocos momentos te quedan en este lugar ya odioso.

Manuel se encargará de todo, de acuerdo con Guzmán, y voy a escribir a éste —828→ ahora mismo -dijo don Fernando dirigiéndose a su escritorio. Lucía se retiró también de la sala.

Sentado a su pupitre escribió don Fernando las siguientes líneas:

«Kíllac, 13 de diciembre de 187...

SEÑOR DON FEDERICO GUZMÁN.

Aguas-Claras.

Querido amigo:

Estoy en vísperas de retirarme a la capital, resolución que he tomado por las razones que usted conoce.

Necesito de su amistad e influencia ante el nuevo subprefecto para sacar de la cárcel a Isidro Champí, campanero de este pueblo, a quien han apresado los verdaderos culpables de la asonada del 5 de agosto. Estoy perfectamente convencido de que ese indio es inocente; pero aquí nada se puede hacer contra las maquinaciones en masa de los vecinos notables que constituyen los tres poderes: eclesiástico, judicial y político. Casi me atrevería a asegurar que Estéfano Benites, Pedro Escobedo y el gobernador Pancorbo son los verdaderos culpables, habiendo desaparecido ya el cura Pascual Vargas.

Tal vez extrañará a usted que pida la intervención de la autoridad política en este asunto sometido al juzgado; pero si reflexiona usted por un momento sobre el personal que administra aquí la justicia, conocerá la necesidad de que una autoridad recta y bien intencionada haga cumplir las leyes.

No tengo interés en la prosecución del juicio. Deseo únicamente dejar salvado al campanero, cuya suerte me contrista, y es todo lo que le recomiendo.

Si puede usted conseguir esto, se lo agradeceré en el alma.

Necesito una cartita de recomendación de usted para el subprefecto, a favor de don Gaspar Sierra y su familia. Todavía por acá se presta mucha importancia, amigo, a las cartitas de recomendación; lo que para mí es buen indicio, porque todavía se cree en la amistad y los servicios desinteresados, y no se ha olido que en otras partes no hay recomendación posible fuera de una onza de oro.

Prepáreme sus órdenes, querido amigo; acepte las memorias de mi Lucía, y disponga de la voluntad de su muy amigo y S.S.

Fernando Marín.»

Doblada y cerrada en un sobre azul, guardó don Fernando esta carta en el bolsillo interior de la levita, y salió en dirección a la calle, donde también esperaba ver a Manuel.

Capítulo XXI[editar]

Martina penetró en el calabozo de su marido con paso acelerado y respiración agitada; pero la lobreguez que reinaba en ese recinto, para quien entraba de la claridad, cegó de pronto sus pupilas.

La tenue luz que se cernía por los intersticios de una ancha claraboya tapiada de adobes fue bañando la retina de la india; que al fin distinguió las paredes, el suelo, el poyo que hacía de cama, y sentado en él a su marido, el cual contemplaba a la recién llegada sin atreverse a preguntarle nada, temeroso de escuchar el anuncio de nuevas desgracias.

Martina, al distinguirle, dijo con entusiasmo:

-¡Isidro, Isidro!, arranca de tu corazón la pena negra. El Wiracocha Fernando no nos persigue, es mentira, le he visto.

-¿Le has visto? -repitió Isidro con indiferencia.

-¡Sí, le he visto, le he hablado, y me ha dicho que te salva, que nos salva!

-¿Eso ha dicho? Y tú le crees, ¿no?

-¿Por qué no he de creer si él no es de aquí? ¡Isidro!, sólo en nuestro pueblo sacudió su poncho el diablo derramando candela y mentira.

-¿Y qué te ha pedido en pago?

-¡Nada! Ni siquiera me ha preguntado si tenemos ovejas.

-¿De veras? -preguntó el indio abriendo más los ojos.

-De veritas, Isidro, y dice que él no te persigue. ¡Ay!, ¡ay!, yo creo que él nos salvará, como ha recogido a las hijas de Yupanqui; no lo dudes, Isidro, se enojaría el Machula de la oración... Las nubes tapan el sol, la tarde oscurece, pero esas nubes pasan recogidas por el mismo que las extiende, y el sol aparece y brilla y calienta de nuevo.

-¡Acaso, acaso, Martinacha! -dijo el indio ahogando un suspiro y estirando ambos pies.

-¡Por la Virgen, Isidro, nuestras penas pasarán también! Sin duda tú no has sabido encomendarte a la Virgen cuando tocabas las campanas del alba, y por esto nos ha caído tanta desgracia, como la helada que pone amarillas las hojas y malogra el choclo -dijo ella sentándose junto a Isidro.

-¡Pudiera ser, Martina, pero... nunca es tarde para llorar! ¡La tierra que está un año, dos, tres, hasta cuatro sin dar fruto, de repente se sacude y... llena la troje con la cosecha.

-¡Bueno! Reza, pues, el Alabado. Y... hasta mañana; voy, por nuestros hijos.

-¿Qué dicen nuestros hijos? ¿Por qué no me traes siquiera a la sietemesina?

-Cuando me preguntan por ti, digo que estás en viaje. Miguel calla y se agacha, porque ya él entiende y no lo puedo engañar. ¿Que los traiga?... ¡Jesús! ¿Para qué?... ¡Ay!, basta con que tú y yo conozcamos la cárcel... hasta mañana -dijo, y besó a Isidro con el tranquilo y casto beso de las palomas.

Mientras pasaba esta escena entre Isidro y su mujer, en casa de Estéfano Benites se encontraban reunidos varios vecinos comentando los últimos sucesos entre copa y copa, cuando llegó Escobedo y dijo desde la puerta:

-¡A ver, qué convidan! Habrá miel cuando cargan moscas.

-¡Adelante, compadrito! -contestó Estéfano disponiéndose a servir una copa al recién llegado.

-Ni mandado llamar con alguacil de gobierno -dijo uno.

-Sus narices lo han traído, ha olido la tranquilla -aclaró otro, riendo.

-Por acá siéntese -agregó el primero invitándole asiento.

-No, amigotes, gracias; de sobre paradito no más, que estoy ocupao -contestó Escobedo recibiendo la copa de Estéfano, a quien dijo en secreto- ¡Te necesito, suena gordo!

-¡A la salud de ustedes! -brindó Estéfano, advirtiendo a su amigo con el mismo sigilo-: Allá voy.

Y después de trincar se retiraron los dos hacia la puerta, donde tuvo lugar el siguiente diálogo sostenido a media voz:

-¿Sabes que el tal don Fernando está dando pasos por el campanero?

-¡Hola...! ¿Pero no dicen que se va?

-Sí, es verdad que se va, y eso no se opone a que quiera defender al indio, y si mete el brazo perdemos soga y cabra.

-¡Esto no es posible! ¡Dejarse despabilar cuatro... qué! ¿Por lo menos ocho vacas? ¡Eso no es posible!

-También el hijo de don Sebastián está en correteos...

-¿Cómo?... ¡No entiendo lo que quiere ese pedante...! Bien dijiste que sonaba gordo.

-¿...qué ideas, pues?...

Estéfano permaneció mudo por unos segundos con la vista fija en el suelo, y de improviso dijo:

-Me oculto con el expediente.

-Me parece bien.

-Lo que importa ahora es saber qué día se marcha ese bergante de Marín. Lo que es al peruétano de Manuelito no le tengo miedo; don Sebastián está por medio, y... en último caso, le daremos una paliza.

-Así es. Yo averiguaré inmediatamente el día de la marcha, y los pasos que están dando, y...

-En el acto hago viaje al fondo de la tierra. Que me pillen... ¡Pist...! -dijo Estéfano pegando un silbido y agitando el labio inferior con el dedo índice de la derecha.

-¡Magnífico! ¡Dicho y hecho!, y vamos a dejar pelao al entrometido de Marín.

-¡Tomemos otro trago, y a nadar, pato! -dijo Estéfano alargando la mano a su camarada.

-Bueno, compadrito -repuso Escobedo estrechándole la mano, y ambos se llegaron a la mesa, sirvieron todas las copas, e invitando a beber, dijo Escobedo:

-¡Salud, caballeros!, éste es el anda vete. -Vació su copa, limpió sus labios con la orla de la sobremesa, y salió a cumplir su comisión.

Capítulo XXII[editar]

El transcurso de los días despejó el cielo de las nubes que lo entoldaban, y los arreglos económicos en casa de Manuel superaron todo cálculo.

Manuel iba a emprender su viaje a Lima para ingresar en San Carlos. Su alma recibió la esperanza de vivir cerca de Margarita, cuyo ingreso en uno de los mejores colegios de la capital era también cosa resuelta.

Entre tanto, todos los pasos dados por don Fernando y Manuel para arrancar de la cárcel a Isidro eran estériles, pues el juez de paz se encerró en el castillo de las fórmulas, pidió informe al promotor fiscal y se contentó con ofrecer a los interesados el despacho rápido del asunto.

Para don Fernando era imposible postergar su viaje, y dijo a su esposa:

 —831→  

-He ideado una forma, hija, de ver la reconciliación general entre los vecinos de acá y nosotros, pero con el solo propósito de alcanzar la libertad de Isidro.

-¿Cuál, Fernando? ¡Oh! Dios te inspire, porque verdaderamente nos sería doloroso irnos dejando en la cárcel a ese infeliz.

-Daremos un banquete de despedida para la mañana de nuestra salida, y allí comprometeremos a todos en favor de Isidro. Creo que éstos le han encarcelado sólo para que aparezca un culpable y sincerarse ellos. Una vez que nos vamos, desaparece todo motivo para continuar ese juicio, y la libertad de Isidro será cosa resuelta.

-¡Apruebo, querido Fernando, tu idea, y ahora mismo ordenaré que preparen todo, aunque ha de costarnos algo caro, porque he visto que aquí explotan al recién llegado y al que se va!

-¡No importa, hija! ¡Cuánto dinero se bota en cosas inútiles! Y sobre todo, sea un capricho nuestro querer libertar a ese indio. Con cien soles tendremos de sobra, ¿no?

-No tanto, hijo; ¿no sabes que una gallina vale veinte centavos, un par de pichones de paloma diez centavos, y un carnero sesenta centavos?...

-¡Qué baratura, por Dios! ¿Y así hay quienes le roban al indio?

-¡Admírate, hijito! ¡Oh! ¡Pobres indios! ¡Pobre raza! ¡Si pudiéramos libertar a toda ella como vamos a salvar a Isidro...!

Decía esto la señora Marín cuando tocaron a la puerta.

Era Manuel que llegaba con un rollo de papeles en la mano. Saludó, puso su sombrero sobre una silleta, y dirigiéndose a don Fernando, dijo:

-Vengo con el ánimo contrariado, señor Marín. Después de tantas andanzas y haber presentado estos dos recursos que están con decreto, resulta que el expediente lo tiene Estéfano Benites, y éste no se halla en el pueblo. Su mujer me ha asegurado que ha ido a Saucedo, de donde volverá dentro de tres o cuatro días.

-¡Qué contrariedad, amigo Manuel! -contestó don Fernando.

-Tal vez se habrá escondido. Ese mocito tiene una cara de Pilatos... -opinó Lucía.

-Eso no lo creo, señora, porque aquí no media interés privado -repuso Manuel.

-Lo peor es que no puedo postergar el día de la marcha. Esto de estar sujeto al silbato del tren... -dijo don Fernando moviendo la cabeza.

-¿Es mañana el viaje? -preguntó Manuel.

-Mañana, amigo; todo está listo, y de quedarse habría que postergar quince días la marcha; tenemos cinco días de a caballo, el tren viene sólo quincenalmente a la estación de los Andes, la última de la línea... en fin, usted que se queda...

-Sí, señor Marín, yo haré los esfuerzos posibles.

-Tal vez se arregle con tu plan -dijo Lucía.

-Veremos; he pensado invitar mañana a un almuerzo de despedida al vecindario, y allí hablar a todos por Isidro, comprometerlos, suplicarles...

-Encuentro feliz la idea, señor Marín, y concibo esperanzas de buen resultado.

-Se me ocurre una cosa, Fernando. Mándale una esquelita de invitación a Pilatos, y si está aquí, viene con seguridad -dijo Lucía.

-Vaya que lo has rebautizado al hombre -contestó riendo Marín, Manuel agregó:

 —832→  

-No será de más, porque a su regreso verá que usted no le ha excluido de la invitación, y tal vez se preste a servirnos.

-Sí, está bien; ocupémonos de invitarlos, porque otros quehaceres no me quedan ya; ¡felizmente estoy libre! -dijo Marín.

-Yo también voy a inspeccionar el campo de la cocina, porque las cosas preparadas con calma son sabrosas y sustanciosas -dijo Lucía, y salió.

-Pues la ocurrencia de la señora no ha podido ser más feliz, señor Marín. ¿Sabe usted que esa invitación a Benites o Pilatos, como ha dicho con tanta gracia su esposa, es muy importante? -observó Manuel a don Fernando.

-¡Oh, amigo!, las mujeres siempre nos ganarán en perspicacia y en imaginación. ¡Lucía tiene ocurrencias que me encantan! Le aseguro que cada día me siento más enamorado de mi mujer. Manuel, deseo que usted cuando se case sea tan feliz como yo -dijo Marín.

Manuel bajó los ojos, tomando sus carrillos el tinte de la grana, y el nombre de Margarita cruzó por su mente envuelto en el vaporoso tul de las ilusiones, y disimulando preguntó:

-¿En qué términos redactamos la invitación a Estéfano?

-Eso es sencillo; aquí hay recados de escribir -dijo don Fernando sentándose a la mesa, y después de trazar varios renglones alargó a Manuel el papel, donde leyó lo siguiente:

«Casa de usted a 15...

Estimado amigo:

Debiendo retirarme mañana a la capital, y deseando despedirme de los vecinos notables del lugar del modo más cordial, espero almorzar mañana en unión de todos: y siendo usted uno de los vecinos que deseo abrazar al separarme de Kíllac, tal vez para siempre, ruégole quiera honrarme aceptando el insinuado almuerzo, a su muy atento y S. S.

Fernando Marín...

Al señor don Estéfano Benites.

Presente.»

-Está muy bien, señor Marín, aquí viene bien aquello de que estrechamos manos que quisiéramos ver cortadas -dijo Manuel doblando el papel.

-¡Exactamente! Cuánta farsa hay en la vida, ¿no?

-¿Y qué se va a hacer, don Fernando? Bien; yo me encargo de remitir esta esquela con un sirviente.

-Gracias, amigo; y diga también a don Sebastián y doña Petronila que no falten, ¿eh?

-Así lo haré. Hasta pronto -dijo Manuel tomando su sombrero y saliendo.

Capítulo XXIII[editar]

En el patio de la casa blanca se encontraban más de veinte caballos ensillados, pues los vecinos, al recibir la invitación de don Fernando, desearon hacerle los honores de costumbre, acompañándolo en su salida hasta una legua de la población.

Doce mulas, con sus aparejos y arreos de marcha, recibían carga de varios capataces que levantaban ya maletones, ya baúles, ya almofreces de cuero.

Transcurrían las últimas horas de permanencia de don Fernando Marín en Kíllac.

Los invitados fueron recibidos con amabilidad según iban llegando, siendo de los primeros Manuel y su familia.

La mesa, arreglada en el espacioso comedor, ofrecía como novedad de estación las olorosas frutillas y las ciruelas moradas, artísticamente colocadas en fruteros de loza blanca, y enormes fuentes repletas de pichones, aderezados con el vinagre de manzana y ramos de perejil en el pico, incitaban el apetito.

La sala de recibo estaba llena de gente, y el judío a quien traspasó la estancia don Fernando paseaba de un lado a otro con el semblante contraído, como vigilando que no sufriese más deterioro la que, mediante el contrato, pasó a ser su propiedad.

Por en medio del barullo de bestias y cargadores que invadían el patio, pasaron vestidas de riguroso luto Margarita y Rosalía, conducidas por una sirvienta, y se dirigieron al cementerio, donde iban a orar por la postrera vez sobre la tumba de sus padres; a verter unas lágrimas de adiós, cuyo precio ignoraban ellas mismas.

Lucía cuidaba de que las huérfanas mantuvieran en su corazón la reliquia del amor filial.

El camposanto de Kíllac es un lugar desmantelado y pobre.

Allí no existen ni mausoleos que pregonen vanidad ni inscripciones que señalen virtudes. Sólo pequeñas prominencias de tierra, señaladas con una tosca cruz de palo o de espino, indican la existencia de restos humanos bajo su seno.

Pero los esposos Marín, solícitos y buenos hasta para el sepulcro de Juan y Marcela, hicieron colocar una cruz de piedra blanca. Al pie de ella se arrodilló Margarita, cuyo corazón estaba preparado para todas las escenas en que la ternura ofrece mayor caudal.

Margarita, que al separarse de su madre muerta quedó en el mundo como el ruiseñor sin alas expertas para buscar su alimento y el árbol donde colgar su nido, se llegaba hoy ante los mismos despojos con el corazón ocupado por el amor de los amores.

-¡Madre! ¡Padre...! ¡Adiós...! -dijo Margarita después de recitar el padrenuestro y avemaría cuyas palabras, aprendidas de Lucía, hizo repetir una a una a Rosalía.

¿Saben acaso las niñas de la edad de Rosalía lo que es despedirse para siempre del sepulcro de una madre, urna sagrada que guarda las cenizas del supremo amor? ¡Dolor de los dolores! ¡Él podía resarcir los desvíos del corazón desnudo de afectos...!

Mientras las huérfanas hacen esta visita, veamos lo que pasa en la casa blanca.

En momentos de ir al comedor, se presentó Estéfano Benites.

Al verlo, don Fernando, Lucía y Manuel cambiaron una mirada que encerraba un libro de filosofía moral, y Lucía sonrió con la sonrisa del triunfo.

-Señora, señor -se apresuró a decir Estéfano, y dirigiéndose a Marín, agregó-: Yo solo, esta mañana, he llegado de un viajecito que hice a Saucedo, y recibiendo su cartita en el acto, me he pasado, aun en el mismo caballo, porque deseo acompañar a ustedes.

-Tantas gracias, don Estéfano; eso esperaba de su amabilidad -repuso don Fernando.

En aquellos momentos llamaron a la mesa.

-A la cabecera la señora Petronila -indicó don Fernando.

-No, señor; ¡qué disparate! Estando aquí el señor cura inter... -replicó ella.

-Sí, es el señor cura quien debe presidirnos -opinaron varios.

-Como ustedes gusten; yo lo hacía porque las señoras...

-Sí, mi don Fernando, dice usted bien; la señora Petronila que se siente ahí: yo aquí me arrellano -resolvió el inter.

-Don Sebastián por este lado.

-Para mí, francamente, cualquier punto es de comodidá.

-¿Todos están instalados?

-Sí, señor, todos -dijeron varios.

-¿Tomarán una copita de biter?-preguntó don Fernando.

-Cualquier cosa, señor; para abrir mañas todas son iguales -dijo el inter.

-Para mí, francamente, no hay como el purito; yo tomaré blanquito no más -pidió don Sebastián, que había cambiado la capa por un poncho de vicuña con fajas de seda color aroma.

-Gabino, sirve a todos -ordenó don Fernando al mayordomo.

-¿Y la señora Lucía, tomará algo? -propuso Manuel.

-Yo tomaré un poquito de vino y nos acompañará su mamá -contestó Lucía.

Estando todos servidos, don Fernando se puso de pie y dijo:

-Señores, no he querido irme de este generoso pueblo, que me brindó su hospitalidad, sin despedirme de sus buenos y notables habitantes, y me he permitido reunirlos en este modestísimo almuerzo. Brindaré la primera copa por la salud y la prosperidad de los habitantes de Kíllac.

-¡Muy bien!

-¡Bravo! ¡Bravo! -repitieron todas las voces masculinas y siguió el almuerzo en íntimo regocijo, sirviéndose buenas y variadas viandas, sin faltar el cabrito al horno.

Manuel estaba próximo a Lucía, y le preguntó a media voz:

-¿Qué es de su ahijada, señora?

-Margarita y Rosalía han ido a cumplir un deber de despedida; las niñas almorzaron temprano...

-Día de viaje no era posible de otro modo.

-Pero no tardarán mucho.

La bulla aumentaba por grados, y la confianza, por supuesto.

Don Fernando, que todo lo medía y calculaba, volvió a ponerse de pie y dijo:

-Señores: todavía pido la atención de ustedes. Ruego que mis amigos me den una muestra de afecto; quiero irme de Kíllac llevando sólo impresiones gratas, sin dejar tras de mí infortunio alguno. Creo que en la cárcel existe un preso, parece que es el campanero, y aguardo que trabajen todos por la libertad del preso.

-¡Bravo! -gritaron muchos entre nutrido palmoteo, que duró algunos segundos.

Restablecida la calma y pasando al sirviente el plato que acababa de despachar, don Sebastián dijo:

-Mi cura-inter que hable; francamente, a él le toca contestar.

El cura-inter, cruzando el tenedor y cuchillo sobre el plato, limpiose los labios con la servilleta.

-¡Sí, el señor cura tiene la palabra! -vocearon varios, chocando las copas sobre los platos.

-Aquí al señor juez le toca -repuso el inter, dirigiéndose a Verdejo.

Estéfano y Escobedo se miraron con intención y el aludido respondió:

-Loqués yo ojalás soltara toitos los presos, que me dan más dolores de cabeza que mi mujer.

-¡Jaaa! -exclamó a carcajadas la reunión, encontrándole gracia al chiste de don Hilarión, y Escobedo dijo a media voz a Estéfano:

-Compadrito, aviente por acá esa fuente de alcachofas.

-Allá va, que mal gusto tienes -repuso Benites, pasando la fuente.

-¿Entonces, por dada la libertad?... -preguntó Manuel que hubo disminuido la algazara.

-En lo que me toca, ¿comoede decir que no, don Manuelito? -dijo el juez.

-Pues entonces, por la libertad de mi compañero -propuso el inter.

-Sí, señores, copa llena, y... pensar en la marcha -dijo don Fernando, dirigiendo sus últimas frases a Lucía, quien repuso:

-Sí, hijo, vamos; es más de la una.

-¡Salud, señores!

-¡Buen viaje, señor Marín!

-¡Qué desayuno tan suculento! Pero así, así, yo no perdono el chocolate, que será del Cuzco -dijo el cura-inter, colocando la copa que acababa de vaciar, y limpiándose la boca con la servilleta.

Margarita y Rosalía, que acababan de dejar una lágrima y una plegaria en el altar de sus afectos, volvieron a la casa blanca, donde todo estaba listo para la marcha, cuando los concurrentes comenzaban a salir del comedor.

Manuel fue a recibir en sus brazos a la huérfana, rebosando de felicidad, porque, allanadas por ensalmo las dificultades, los sueños de rosa, como los tornasolados celajes que se apiñan en el horizonte, embargaron aquellos corazones juveniles, anunciando también venturosos días a los esposos Marín, interesados ya en tejer la cadena de flores que ligase para siempre aquella linda pareja.

¡Manuel! ¡Margarita!

Pluguiera al cielo que esos celajes de rubí no se tornasen nunca plomizos ni tétricos.

¡La virtud! Ese dorado sol de verano que todo lo embellece con su cabellera de oro extendida de los cielos a la tierra, que todo lo calienta y vivifica en los horizontes de la juventud, haciendo que el universo sonría de contento para quien ama y espera, no había plegado sus alas en el hogar de Lucía, pero la lucha es necesidad imperiosa de la vida para la perfecta armonía de lo creado.

Manuel y su madre tenían acordado ya su viaje a Lima, pero el primero iría antes a hacer los arreglos convenientes de casa, colocación de fondos y demás, estando ya resuelto que tomaría el inmediato tren para reunirse con don Fernando y su familia, quienes lo esperarían en el Gran Hotel, para seguir juntos el viaje hasta llegar a las playas del Callao.

-¡Señora Lucía, adiós!

-¡Adiós, amigo!

-¡Margarita mía!

-¡Un abrazo, don Fernando!

-¡Hasta la vuelta!

-¡No se olviden de Kíllac!

-¡Dichosos los que se van!

-¡Quien se va olvida, y quien se queda llora!

-¡Adiós, adiós!

Tales fueron las palabras que se cambiaron, rápidas unas, expresivas otras.

Lucía, vestida con su elegante bata de montar, sus guantes de cuero de Rusia y su sombrero de paja de Guayaquil con velo azul, iba a tomar la estribera cuando dejó caer su elegante chicotillo con puño de marfil.

Don Sebastián, que estaba próximo, se apresuró a levantarlo.

En este instante apareció por el zaguán de la calle una partida de hombres armados, al mando de un teniente de caballería llamado José López que, dirigiéndose a don Sebastián y mientras la tropa rodeaba la casa, dijo:

-¡De orden de la autoridad, dése usted preso, caballero!

Un rayo caído en medio de aquella gente no habría producido el efecto que causó la palabra del teniente López, quien sacando un papel del bolsillo del talismán, desdoblándolo y leyendo, agregó:

-Estéfano Benites, Pedro Escobedo, Hilarión Verdejo, se darán igualmente presos.

-¡Traición! ¡Don Fernando nos ha tendido una red! -gritó colérico Benites.

-¡Miserable traición! -repitieron Verdejo y Escobedo dando un brinco.

-¿Y por qué me aprisionan a mí, francamente? -dijo don Sebastián, mientras que el pánico cundía entre los presentes, que no alcanzaban a explicarse el origen de las prisiones, pues ni memoria hacían del asalto de la noche del 5 de agosto y olvidaban el derecho que asiste a una autoridad nueva para hacer justicia desde los primeros días.

Don Fernando, sin hacer mérito de las palabras de Benites, llamó al teniente López y le dijo:

-Señor oficial, ¿puedo saber a qué orden obedecen estas prisiones?

-No hay inconveniente en ello -repuso López alargando a Marín el pliego que aún tenía entre las manos.

Don Fernando, a quien se acercó Manuel lleno de ansiedad, tenía ante sí una resolución judicial, expedida a pedimento de la autoridad política, que mandaba capturar a los de la referencia. En seguida dijo a Manuel:

-Guarde usted; Manuel, su serenidad de hombre. La peor venda para los ojos de la razón es el acaloramiento, y con la frialdad necesaria proceda usted de frente. Póngase usted al habla con Guzmán, a quien escribiré por la primera posta.

-¡Jesús! ¡Si parece todo tramao! -decía Verdejo.

-¡No! ¿Cómo, a la cárcel? -gritaban Escobedo y Benites.

-Supongo que este incidente demorará la salida de usted -dijo don Fernando a Manuel, quien repuso, pálido como un convaleciente:

-Yo sabré salir del atolladero.

-Suplico a ustedes que no se alarmen tanto; esto se allanará en pocos días; yo respondo -dijo don Fernando intentando calmar los ánimos.

-No hay para qué desesperar -agregó Lucía queriendo también moderar la excitación general.

-Tomen sus cabalgaduras; ¡es hora de marchar! -ordenó en voz alta don —837→ Fernando; y salieron de la casa dos grupos con destinos muy opuestos. Uno a la cárcel y otro al camino real.

Manuel contempló a Margarita, que estaba conmovida y anegada en llanto. Sus lágrimas eran las valiosas perlas de mujer con que sembraba el camino desconocido que comenzaba a cruzar aquel día, dejando su mundo todo entre las playas donde se meció su cuna y nació su amor.

¡Triste del que sale como Margarita!

¡Más triste aún del que queda como Manuel, libando gota a gota el acíbar de la ausencia con los suspiros que arranca al corazón la nostalgia del alma que llora por otra alma!

Capítulo XIV[editar]

Una escena de prisión en los pueblos chicos es como la de un incendio en los pueblos grandes.

Cuando los soldados salieron de la casa de don Fernando conduciendo en el centro a don Sebastián, Estéfano y demás, todos los vecinos salían a las puertas de sus casas, los muchachos se agolpaban en multitud sorprendente, y por todas direcciones se oía decir:

-¡Jesús, María y José!

-¡Jesús mampare! ¿Es verdad?

-¿Don Chapaco, Estefito?...

-¿Ques lo que ven estos ojos que se van a volver tierra?

-Diz que es traición de don Fernando, que los había convidao para hacerlos prender -notició una vieja.

-No, diz que más bien él ha salío fiador -afirmó un hombre recogiendo su poncho sobre el hombro derecho.

-¡Qué fiador! Así son estos forasteros, meten candela y se largan -dijo otro.

-Pa eso no leí comíu51 ni un pan -repuso la vieja dando una vuelta y mirando a su rededor.

-¡Valor, madre! No hay que asustarse; la confianza en Dios -dijo Manuel a doña Petronila, sobreponiéndose con toda su fortaleza viril al trance que torturaba su alma. Le ofreció el brazo y le condujo a su casa, tomando las calles más apartadas de la bulla.

Doña Petronila, que era reflexiva y serena, vertió algunas lágrimas, y en silencio siguió con paso firme a su hijo. Una vez en la casa, dijo a éste:

-¡Déjame, Manuel, y anda, haz tu deber!

Manuel, que ya tenía algunos conocimientos generales de Derecho, redactó inmediatamente un recurso de excepción y personería probando la inculpabilidad de su padre y ofreciendo en el otro sí la información de los testigos, cuya lista acompañaba en pliego separado, así como las preguntas que éstos debían absolver en el término probatorio del artículo.

En seguida fue personalmente adonde el juez de primera instancia que debía actuar en la causa, y se puso al habla con diferentes personas.

Aquella noche Manuel la pasó íntegra en vela consultando el Código de Enjuiciamientos, —838→ anotando artículos con lápiz y haciendo extensos borradores en grandes pliegos de papel.

Abrió el cajón de su mesa de escribir, y sacando algunos papeles se puso a revisarlos.

-Esta es la defensa de Isidro Champí; ¿hoy la abordaré en conjunto para defender a la vez al inocente y al culpable? -se preguntó.

-¡Aberraciones de la vida! ¡Este es el tejido misterioso del bien y del mal! Entretanto, ¿hasta cuándo no podré salir de Kíllac? ¿Cuántos meses, pasados como siglos, estaré lejos de mi Margarita? -volvía a preguntarse Manuel cayendo de plano sobre el sofá, descansando cortos momentos y tornando a su labor y a su soliloquio.

-Ante todo, es preciso sacar a don Sebastián y a Isidro; redactaré dos distintos recursos con un mismo fin, pidiendo la libertad bajo fianza de haz. ¡Sí! Pero quién podrá garantizar a Isidro. Necesito buscar un fiador, y lo haré, pues, mañana. A don Sebastián lo puedo fiar yo... Ahora que recuerdo, don Femando me ha encargado ponerme de acuerdo con el señor Guzmán. Iré adonde Guzmán y no daré descanso a mi cuerpo mientras todo no quede allanado y pueda mi alma volar en busca de su centro... ¡Margarita! ¡Margarita!

Aquella invocación del joven fue la oración elevada al dios del sueño, y recibida por el ángel de la noche que, batiendo sus vaporosas alas sobre la ardorosa frente del estudiante de Derecho, le dejó profundamente dormido sobre el sofá de su habitación, teniendo un libro entre las manos.

Doña Petronila lloraba y rezaba elevando al cielo su cuidado por su esposo y su hijo; parecía resignada a todo género de calamidades, con esa resignación cristiana que lleva al hombre por encima de las desgracias a la cumbre del heroísmo.

-¡Tener fe y esperanza! -se dijo doña Petronila, y esperó el día de calma después de las horribles horas de tempestad.

Capítulo XXV[editar]

Los viajeros ganaban terreno, dejando tras sí la tormenta desencadenada.

La Naturaleza, indiferente a las escenas dolorosas de Kíllac y sin armonizarse con la tristeza de algunos de los corazones, mostraba sus panoramas rientes y variados.

Al trote de los caballos cruzaba la comitiva de don Fernando pampas interminables cubiertas de ganados; doblaba colinas sombreadas por árboles corpulentos, o trepaba rocas escarpadas, cuya aridez, semejante a la calvicie del hombre pensador, nos habla del tiempo y nos sugiere la meditación. En cinco días que hay de Kíllac hasta la estación del tren, el viajero va hollando las flores de la campiña, cuyo aroma embalsama el aire que se respira; luego toca la empinada cordillera de los Andes, cubierta de algodón escarmenado, donde se refleja el sol derritiendo las nieves, que se precipitan en corrientes cristalinas; luego desciende nuevamente a la llanura, donde la paja repite el lenguaje murmurador de los vientos que la mecen.

-¡Fernando! ¿Qué te parecen las cosas que suceden? -preguntó Lucía a su esposo, después de caminar un buen trecho en silencio.

-Hija mía, estoy abismado contemplando las coincidencias. ¡Ah!, la vida es una novela -contestó el señor Marín deteniendo un poco su caballo.

-Dios no ha querido que saliéramos de Kíllac sin ver el castigo de los culpables -tornó a decir Lucía.

-En efecto, hijita; jamás debemos dudar de la Providencia justiciera, cuya acción tarda a veces, pero al fin llega.

-¡Cierto, Fernando; con razón se dice que para verdades el tiempo y para justicia Dios! ¿Cómo saldrá Isidro Champí?

-Espero que bien. Ese indio es inocente, no lo dudes.

-¿Yo? Jamás lo he dudado; sé que cuando hace algo malo el infeliz indio peruano, es obligado por la opresión, desesperado por los abusos.

-¡Cuidado con esa zanja...! Tuerce la rienda sobre la derecha -advirtió Marín.

-¡Jesús! Si no me adviertes me habría llevado un susto con el brinco.

-Eso es si no caes a tomar posesión del sitio.

-A ese punto no, pues que no soy tan chambona para viajar a caballo. ¿Cuánto dista a la posta?

-Todavía algo; a las siete de la noche estaremos acampando, esto es, si apuramos el paso y no nos detenemos a conversar.

-Entonces... punto en boca y... ¡adelante! -dijo Lucía pegando un chicotillazo a su caballo...

En estas llanuras inconmensurables serpentea a las veces el rayo que, terrorífico, lleva en cintas de fuego la destrucción a la cabaña, o la muerte al ganado, que huye despavorido en pos de refugio escondido.

Y en medio de esas imponentes soledades, de improviso se distinguen dos sierpes de acero reverberantes extendidas sobre la amarillenta grama, y sobre ellas el humo del vapor que, como la potente respiración de un gigante, da vida y movimiento a grandes vagones. De súbito se oye el resoplido de la locomotora, que con su silbato anuncia el progreso llevado por los rieles a los umbrales donde se detuvo Manco Capac.

-¡El ferrocarril! -gritaron varias voces.

Era, en efecto, el tren que llegaba a la última estación del Sur, situada en un pueblecito compuesto en su mayor parte de caseríos con techumbre de paja y paredes de adobe, sin ninguna pintura exterior, que ofrecen un aspecto tétrico al caminante.

Pocas horas después de distinguir el tren, y apeados de sus cabalgaduras, los viajeros se dirigieron a un pequeño salón situado en la misma estación.

Lucía, del brazo con su esposo, levantando las largas faldas de la bata con la correa pendiente de la cintura; las dos niñas por delante, y en seguida varios sirvientes.

-Ustedes entren acá a arreglarse: yo voy a ver el regreso de los caballos, el embarque de los bultos y el pago de pasajes -dijo don Fernando soltando el brazo de su esposa y señalando el salón.

-A ver; ese maletón verde que venga por acá, Gabino -dijo Lucía dirigiéndose al sirviente que cargaba.

-¿Madrina, nos cambiamos el traje? -preguntó Margarita aflojando las cintas de su sombrero.

-Claro, hija; desde aquí ya no nos sirven las batas de montar -repuso Lucía —840→ sacando de su bolsillo un manojo de llaves con que fue a abrir el maletón, diciendo a su ahijada:

-Ponte el vestido gris con lazos azules, Margarita. Ese te sienta bien, y el color es aparente para viaje.

-Sí, madrina; ¿y tú cuál te pones? -preguntó la huérfana.

-Para mí, siempre el negro; no hay vestido más elegante que el negro para una señora.

-¡Y a ti que te viene tan bonito!

-¡Lisonjera! A ver ese sombrero.

En estos momentos llegaba un tren de carga previniendo paso limpio con la voz de la campana.

Al verlo, Gabino comenzó a santiguarse diciendo:

-¡Santísima Trinidad...! ¡Allí va el diablo...! ¿Quién otro puede mover esto?... ¡Supay! ¡Supay!52

Don Fernando, que regresaba, tocó la puerta y dijo:

-¡Apurarse mucho! Señora, el tren no espera a nadie.

-¡Jesús! ¡No vaya a dejarnos! -exclamó Lucía echando dentro del maletón la ropa cambiada, que estaba en desorden por el suelo.

-¿La botellita de elixir de coca? Hay que llevarla a la mano, porque es importante para precaverse del mareo y el soroche53 -dijo don Fernando entrando a la sala.

-Cabales, aquí está el elixir de coca -repuso Lucía después de escudriñar el maletón, y alcanzando a su esposo un frasco cuidadosamente envuelto en una hoja de papel rosado con las etiquetas verdes de la imprenta de «La Bolsa» de Arequipa.

-Tampoco olvides los libros, Lucía; el tren sin lectura es un tormento, ya lo verás -previno don Fernando; y al oírle, Margarita sacó un paquete liado con cintas de algodón color café, forrado con un número de El Comercio, y lo alcanzó a don Fernando diciendo:

-Padrino, aquí van los libros; tómalos tú, porque yo voy a llevar de la mano a mi hermanita.

Don Fernando recibió el paquete de la niña, lo colocó bajo el brazo y dijo:

-Esta es importante bucólica espiritual. Gabino, toma la maleta... -Y todos se encaminaron hacia el coche del tren, donde iban a viajar por primera vez las mujeres de esta comitiva.

Capítulo XXVI[editar]

Capítulo XXVII[editar]

Capítulo XXVIII[editar]

Capítulo XXIX[editar]

Capítulo XXX[editar]

Capítulo XXXI[editar]

Capítulo XXXII[editar]