Azabache/VIII
VIII
SUCESOS VARIOS
Cuanto más tiempo pasaba, más satisfecho y feliz me encontraba en la casa de Buenavista, Nuestros amos eran queridos y respetados por cuantos los conocían, y bondadosos con cuantos dependían de ellos, ya fuesen hombres ó mujeres, caballos ó mulos, perros, gatos, vacas, carneros ó pájaros. Toda criatura oprimida ó maltratada podía contar con un amigo en ellos, y los criados imitaban su humanitario proceder. Si llegaba á sus oídos que alguno de los muchachos del pueblo maltrataba á un animal, pronto recibía una reconvención de los señores de Buenavista.
El caballero Gordon y el labrador Grey habían trabajado por más de veinte años, según se decía, por desterrar en todos los contornos el uso del engallador en los caballos de tiro, y habían logrado que muy pocos lo usasen al fin; y si por casualidad la señora, en sus acostumbrados paseos, se encontraba con algún carro pesadamente cargado, cuyo caballo llevase la cabeza suspendida por tan incómoda correa, hacía detener su carruaje, se apeaba, y en los términos más afectuosos razonaba con el conductor, á fin de persuadirle de lo inconveniente y cruel que era semejante práctica. Nuestro amo, por su parte, nunca cesaba en su obra de ser el protector de los animales. Recuerdo que una mañana iba montado en mí en dirección á casa, cuando encontramos un fornido y corpulento hombre, en un pequeño carruaje tirado por un precioso caballito de delgadas patas y cabeza fina é inteligente. Al llegar á la puerta que daba entrada al parque, el animalito torció hacia ella, y el hombre, sin una palabra de aviso, le dió un tirón de las riendas, tan fuerte y repentino, que casi lo hizo sentarse sobre los corvejones; se enderezó y siguió andando, pero el hombre entonces empezó á castigarlo con el látigo de una manera terrible; el animal procuraba correr para huir del castigo, mas la poderosa mano de su dueño lo sujetaba con fuerza casi suficiente para romperle las quijadas, mientras seguía castigándolo con el látigo. Era un espectáculo tristísimo para mí, que comprendía el dolor de aquella deli- cada y pequeña boca; mi amo me indicó con la brida y las piernas que partiese hacia aquel punto, y no me hice repetir la orden, hallándonos allí en menos de tres segundos.
- Saravia !-gritó con voz de trueno, cree usted que ese animal no está hecho de carne y hueso?
-Sí, señor-contestó aquél, y también sé que tiene una voluntad demasiado firme, y á la que no me acomodo.
Hablaba como si estuviese fuera de sí. Era un maestro albañil que varias veces había ido á nuestra casa á negocios.
-¿Y cree usted-añadió mi amo con mucha seriedad, que con ese trato logrará que le obedezca gustoso?
-Nadie le mandó que volviese en aquella dirección; su camino es el derecho-contestó el hombre ásperamente.
-Pero usted olvida que con frecuencia ha ido á mi casa con ese mismo caballo, y él, con su movimiento, sólo ha demostrado su memoria y su inteligencia. ¿Sabía él acaso que hoy no se dirigía usted á aquel punto? Le aseguro, señor Saravia, que hasta ahora nunca había tenido el sentimiento de presenciar un trato tan inhumano y brutal en animal alguno, y que con semejante proceder, lastima usted su propio carácter más que al pobre animalito.
Dicho ésto se separó sin despedirse, y comprendí en su voz lo que aquello le había mortificado.
No era menos explícito y claro para dirigirse á los que eran iguales á él en posición social, que para los que se hallaban por debajo, pues en otra ocasión nos encontramos al capitán Lanzagorta, amigo de mi amo, que iba guiando una magnífica pareja de caballos tordos en una especie de faetón, y después de saludarse mutuamente, dijo el capitán:
-¿Qué le parece á usted mi nueva pareja, señor Gordon? Usted es el juez más inteligente en estos contornos, y me gustaría saber su opinión.
Mi amo me hizo retroceder un poco para poder verlos bien, y contestó:
-Son un par de caballos extraordinariamente hermosos, y si sus hechos corresponden á la apariencia, no hay nada que pedir; pero veo que continúa usted en la manía de aburrir á sus caballos, aminorando su poder.
-¿Qué quiere usted decir con eso?-preguntó el capitán.- Se refiere usted al engallador? Ya sé que esa es su pesadilla; pero el hecho es que á mí me gusta ver mis caballos con la cabeza bien levantada.
-Y á mí también-dijo mi amo, tanto como á otro cualquiera; pero no me gusta verlos colgados. Eso les quita todo su lucimiento. Vamos á ver, señor Lanzagorta: Usted que es militar, le gustaría ver á los soldados de su regimiento con las cabezas bien levantadas, gracias á una correa que les tirase de ella por la espalda? Y menos mal si esto fuese en una parada, donde sólo les produciría aburrimiento y fatiga; ¿pero qué me dice usted tratándose de una carga á la bayoneta al frente del enemigo, cuando necesitasen el libre ejercicio de todos sus músculos, y toda su fuerza en el avance? No sería yo quien le garantizase á usted la victoria. Pues lo mismo sucede con los caballos; usted los incapacita de echar el cuerpo hacia adelante,y tienen por lo tanto que emplear un esfuerzo mucho mayor con las coyunturas y los músculos, lo cual los cansa más pronto. El caballo necesita mover libremente su cabeza, lo mismo que el hombre, y si nosotros atendemos un poco más al sentido común que á la moda, facilitaremos el trabajo en muchas cosas. Además, á usted no se le puede ocultar que si un caballo da un mal paso, tiene muchas más probabilidades de recobrarse y sostenerse si su cabeza y cuello están libres, que si los lleva amarrados al arnés. Y por último añadió, sonriendo, aquí tiene el ejemT 72 plo en mi caballo, á quien acabo de dar un buen trote, y puede usted con confianza darle otro mayor, seguro de que lo dejará satisfecho.
-Creo que en teoría tiene usted razón- dijo el capitán, y el ejemplo que me ha puesto de los soldados no carece de fuerza; pero... en fin,.
. pensaré en ello.
Y con esto se separaron.
En uno de los últimos días del otoño, mi amo hizo conmigo una larga jornada para sus negocios, llevándome enganchado en un pequeño carruaje de dos asientos y dos altas ruedas solamente, llamado dog-cart. Juan lo acompañaba, y yo iba tan satisfecho, como siempre que me enganchaba en aquel carruaje, que era mi predilecto, por su ligereza y la facilidad con que lo arrastraba. Había llovido mucho y soplaba un fuerte viento que sembraba el camino de innumerables hojas secas desprendidas de los árboles. Llegamos á la embocadura de un puente de madera sobre un río; las márgenes de éste eran altas, y así aquél, en vez de elevarse, cruzaba al nivel de ambos lados del camino, con lo que, cuando el río estaba crecido, las aguas casi cubrían los tablones de la parte central del puente ; pero como se hallaba provisto de una fuerte baranda, nadie se preocupaba de aquello.
El hombre que estaba al cuidado del pontazgo nos dijo que las aguas iban creciendo muy aprisa, y que presagiaba una mala noche. Los campos inmediatos estaban inundados, y en la parte baja del camino el agua me llegaba hasta por encima de los cascos; pero el fondo era firme, mi amo me conducía con cuidado, y nada había que temer.
Cuando llegamos al pueblo adonde nos dirigíamos tuvė un buen descanso, pues los asuntos de mi amo lo detuvieron allí un largo rato, y no emprendimos el regreso hasta muy avanzada la tarde. El viento había arreciado mucho, y of que mi amo decía á Juan que nunca había estado fuera de casa con tiempo tan tempestuoso, lo cual comprendí perfectamente, pues las grandes ramas de los árboles se movían como si fueran mimbres, produciendo un ruido espantoso.
-Tengo ganas de verme fuera de este arbolado-dijo mi amo.
-Sí, señor contestó Juan;- sería poco agradable que una de estas ramas se desprendiera sobre nosotros.
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando se oyó un gran crujido como de algo que se desgajaba, y con ruido atronador, rompiendo por entre los árboles, vino al suelo un enorme roble, arrancado de raíz, cayendo atravesado en el camino, precisamente delante de nosotros. No podré ya decir que nunca me he asustado, pues entonces me asusté, y muy seriamente. Me paré de pronto, y hasta creo que temblé; pero ni me volví, ni salí despedido, pues mi educación se oponía á hacer semejante cosa. Juan brincó del coche, y en un momento se puso á mi cabeza.
-De buena hemos escapado-dijo mi amo.¿Y qué haremos ahora?
-No podemos pasar por encima del árbol, señor, ni rodearlo; de modo que no nos queda más recurso que volver para atrás hasta el encuentro de los cuatro caminos, y dar un rodeo como de seis millas, antes de poder tomar la embocadura del puente; un poco tarde se nos hará, pero el caballo está fresco.
Sin más demora dimos vuelta en aquella dirección; cuando llegamos al puente era casi de noche, y sólo podíamos ver que el agua lo cubría por el centro; pero como esto sucedía con frecuencia en las crecientes, mi amo no le dió importancia, ni se detuvo. Entramos en él á buen paso, y apenas mis pies tocaron los primeros tablones, comprendí que algo extraordinario ocurría allí. No me atreví á seguir, y me paré en firme.
-Vamos, Azabache-dijo mi amo, tocándome con el látigo; pero no me moví. Me dió un fuerte latigazo, y brinqué; pero no di un paso adelante.
-Algo ocurre aquí, señor-dijo Juan.-Se apeó, vino á mí, reconoció el piso y mis arneses, y tomándome por la cabezada trató de hacerme andar.
-Vamos, Azabache, ¿qué es lo que te pasa?
Yo no podía decírselo, pero estaba muy cierto de que el puente no ofrecía seguridad.
En aquel momento, el hombre del pontazgo, en el otro extremo del puente, salía de la casa con una antorcha en la mano y nos hacía desesperadas señales.
- Alto! ¡ alto!-gritaba.
-¿Qué ocurre?-preguntó mi amo.
-El puente está roto en el centro, y una parte de él ha sido arrastrada por la corriente; si avanzan ustedes caerán todos en el fondo.
-Azabache tenía razón, señor-dijo Juan, tomándome suavemente por la brida y haciéndome volver para tomar la orilla del río.-Monto otra vez en el carruaje y seguimos en busca de otro puente que se hallaba á varias millas de distancia. Era completamente de noche ; el viento había amainado, y la obscuridad y la calma eran profundas.: Trotaba yo tranquilamente, oyéndose apenas el ruido de las ruedas del carruaje en el blando pavimento. Durante un rato, 76 ni mi amo ni Juan hablaron una palabra, hasta que al fin el primero rompió el silencio. Yo no entendía bien lo que decía, pero comprendí que se refería á que si le hubiera obedecido, probablemente el coche, caballo, amo y cochero hubiéramos sido precipitados en el río; y como la creciente era mayor á cada momento, la obscuridad más densa, y no había quien nos socorriese, era casi seguro que nos hubiéramos ahogado los tres. Decía que Dios ha dotado al hombre de razón para investigar las cosas, pero también ha dotado á los animales de un instinto que es independiente de la razón, y mucho más rápido y perfecto en sus manifestaciones, con el cual han salvado muchas veces la vida del hombre. Juan contó varias historias de cosas maravillosas hechas por perros y caballos, añadiendo que el hombre no aprecia á los animales la mitad de lo que se merecen, ni procura hacer de ellos unos verdaderos amigos, como debiera.
Llegamos por fin á las puertas del parque, y encontramos allí al jardinero que nos esperaba sobresaltado. Nos dijo que la señora había estado asustadísima desde que empezó á anochecer, al ver que no llegábamos, y que había enviado á Jaime en busca nuestra, con la jaca baya Justicia, en dirección del puente de madera.
Cuando nos acercamos á la casa, la señora salió á recibirnos, preguntando con ansiedad :
-No te ha sucedido nada? He estado sumamente intranquila y llena de temores. ¿Ha habido algún accidente?
-No, hija mía; pero si tu Azabache no hubiera sido más avisado que nosotros, nos habríamos precipitado en el río, al cruzar el puente de madera.
No of más, porque entraron en la casa, y Juan me condujo á las caballerizas. Me dió un excelente pienso de cebada y un cubo de salvado remojado, con habas partidas, y me preparó una mullida cama de paja, de que disfruté á todo mi placer, pues me hallaba cansado.
Pocos días después de esto, regresábamos Juan y yo tranquilamente de un pueblecito adonde el amo lo había enviado con un encargo, cuando vimos á cierta distancia un muchacho que montado en un caballejo, trataba de hacerle brincar una cerca ; ei caballo se negaba á saltarla, y el muchacho lo castigaba fuertemente con el látigo, sin lograr que aquél hiciese más que volverse á uno y otro lado. El castigo seguía, y también la resistencia del caballo á saltar. Por último, se apeó el muchacho y le dió infinitos latigazos en la cabeza y en todo el cuerpo; volvió á montar y á tratar de hacerle brincar la cerca, pero el caballito siguió en su obstinación. Cuando llegamos cerca de ellos vimos que el caballo, metiendo la cabeza entre las manos, levantó las patas y despidió al muchacho con toda limpieza, yendo éste á caer sobre el zarzal de que estaba formada la cerca. El caballito, al verse libre, enderezó las orejas y salió á toda carrera en dirección á su casa. Juan se reía con todas sus fuerzas.
- -Bien empleado te está-decía.
-¡Ay! ¡ay!-gritaba el muchacho, revolviéndose entre las zarzas, cuyas espinas se le clavaban en todo el cuerpo.-Ayúdeme usted á salir de aquí.
-Me parece contestó Juan,-que estás en el lugar que te mereces, y que esos arañazos te enseñarán que no debes obligar á ese pequeño animal á brincar una cerca que es demasiado alta para él ;-y seguimos nuestro camino.
-Puede que este tunante-iba diciendo Juan en voz baja,-sea tan embustero como es cruel, y no estará de más, Azabache, que nos dirijamos á la granja del señor Pedreño y le hagamos saber la verdad de lo ocurrido.
Volvimos hacia la derecha, y pronto nos encontramos á la vista de la casa de la granja. El señor Pedreño venía corriendo hacia el camino, y su mujer estaba parada á la puerta de la casa, mirando muy asustada.
-Ha visto usted á mi muchacho?- dijo aquél, cuando estuvimos cerca ;-salió hará como una hora con mi caballito negro, y éste acaba de presentarse aquí sin jinete.
-Me parece, señor Pedreño-dijo Juan,que está mejor así que con el jinete que lo manejaba.
-¿Qué quiere usted decir con eso?
-Quiero decir que he visto á su hijo castigando cruelmente á ese animalito porque se negaba á saltar una cerca que era demasiado alta para él, y que por último éste levantó las patas y puso al caballerete á descansar entre las zarzas de la cerca; el muchacho me pidió que le ayudase á salir de allí, pero usted me perdonará que no me sintiese inclinado á complacerlo. No tiene ningún hueso roto, y todo quedará reducido á unos cuantos arañazos. Amo á los caballos, y no puedo ver que sean maltratados. Es un mal sistema exasperar á un animal hasta obligarle á hacer uso de sus medios de defensa, pues cuando lo hace una vez, suele no ser la última.
Durante este tiempo la madre se nos había aproximado, y decía llorando:
-¡Pobre hijo mío! debe haberse lastimado, y voy á buscarlo.
—Usted me hará el favor de volverse á casa —dijo seriamente el señor Pedreño.— Su hijo necesitaba esta lección, que yo he de procurar que le aproveche; no es la primera vez que ha maltratado á ese animal, y es preciso que eso concluya. Muchas gracias, señor Carrasco. Buenas tardes.
Seguimos nuestro camino, y Juan no cesó de reir hasta que llegamos á casa. Contó el suceso á Jaime, que se rió también y dijo:
—Me alegro mucho de ello; conozco á ese muchacho desde que íbamos juntos á la escuela, donde constantemente la echaba de matón con los pequeños, aunque no con los mayores, que solían darle alguna que otra lección de comportamiento. Siempre fué cruel con los animales de todas clases, lo cual le valió más de un castigo por parte del maestro.
—Tenía razón tu maestro, Jaime; el que es cruel con los animales demuestra tener un mal corazón, y no puede ser bueno en ningún concepto.