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Azabache/X

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

X

JOSÉ CONTRERAS

En el resto del viaje no ocurrió nada extraordinario, y llegamos con felicidad á casa de los amigos de mis amos, donde me alojaron con Jengibre en una cómoda y limpia cuadra; el cochero de aquella casa era un buen hombre, que se ocupó mucho de nosotros y que hizo los mayores elogios de Jaime, cuando supo lo ocurrido en el incendio.

—Es preciso que sepa usted, amigo —le dijo,— que una de las cosas más difíciles de conseguir, es hacer salir de su cuadra á los caballos en casos de fuego ó inundación; yo no sé en lo que consiste, pero es lo cierto que de veinte no hay dos que se presten á salir; los de usted salieron por la gran confianza que usted les inspiró.

Nos detuvimos dos ó tres días en aquel lugar, y regresamos á casa. Todo fué bien durante el regreso, alegrándonos mucho al vernos de nuevo en nuestras caballerizas, así como Juan de vernos volver.

Antes de separarse de nosotros aquella noche, dijo Jaime á Juan :

-Sabe usted quién va á venir á ocupar mi plaza?

-El pequeño José Contreras, el hijo del jardinero.

- El pequeño José Contreras? ¡Si es casi un niño!

-Tiene catorce años y medio-dijo Juan.

-Sí; pero es sumamente pequeño de cuerpo.

-Es verdad; pero es listo, trabajador, y tiene buenos sentimientos; desea con ansia venir, y su padre tiene gusto en ello. El amo quiere que yo lo experimente durante seis semanas, y dice que si creo que no sirve para el caso, buscaremos otro muchacho mayor.

Seis semanas !-dijo Jaime, - ni en seis meses estará en disposición de ser útil. Mucho se va á aumentar el trabajo de usted, Juan.

-¿Y qué le hemos de hacer?-dijo aquél, sonriendo; el trabajo y yo somos amigos.

-Usted es un hombre muy bueno, Juan.

-No me gusta hablar de mí mismo-repuso aquél, pero como vas á separarte de nosotros Vol. 377 Azabache.-7 para entrar, como quien dice, en el mundo, y á gobernártelas por tu cuenta, voy á decirte algo que no está de más que sepas. Era yo precisamente de la edad de José ahora, cuando mi padre y mi madre murieron de fiebre maligna, con intervalo de diez días, dejándonos á mí y á mi inválida hermana Irene, solos en el mundo, sin un pariente que se hiciese cargo de nosotros. Yo era hijo de un labrador, incapaz de ganar lo bastante para mantenerme, y mucho menos á los dos; mi hermana hubiera tenido que ir á parar á un asilo, si no hubiera sido por nuestra ama, á quien Irene llama su ángel tutelar, y con razón. Aquélla alquiló un cuarto para ésta en casa de la vieja viuda Marlot, le proporcionaba trabajo de aguja, que mi hermana hacía cuando podía, le enviaba platitos delicados que comer, y era, en una palabra, como una madre para ella. El amo se hizo cargo de mí y me puso á las órdenes del viejo Hernando, cochero que era entonces en esta casa. Me daban la comida, un traje completo cada año, una cama en el sobrado, y cuatro pesetas cada semana, con lo que podía auxiliar á Irene. Hernando pudo muy bien haber dicho que, á su edad, no estaba para educar á un muchacho rústico como era yo, que no sabía más que arrear los bueyes de un arado; pero, en vez de eso, fué como un padre para mí, y se tomó toda clase de cuidados para enseñarme. Cuando murió, algunos años después, ocupé su plaza, y ya ves cómo me encuentro, además de tener hechas algunas economías por si los tiempos cambiasen, y de ver á Irene más feliz que un pájaro.

Comprenderás ahora, Jaime, que en manera alguna debo volver la espalda á ese muchacho, contrariando los deseos de nuestro buen amo.

De ninguna manera. Es verdad que te echaré mucho de menos, pero se hará lo que se pueda, é iremos adelante, que nada hay tan satisfactorio como hacer un bien cuando se presenta la ocasión.

-Según eso-dijo Jaime.-¿Usted no opina como otros, que el número uno es el primero?

-No, á fe mía-contestó Juan.-¿Qué hubiera sido de mí y de Irene si los amos y el viejo Hernando hubiesen pensado de ese modo? Ella estaría, probablemente, en un asilo, y yo cavando nabos. ¿Y qué hubiera sido de Azabache y de Jengibre, si tú hubieses atendido sólo á tu salvación? Estarían á estas horas convertidos en chicharrones. ¡ No, Jaime ! el egoísta, en mi concepto, es un ser altamente despreciable.

Jaime lo escuchaba con atención, y noté que su voz le temblaba cuando dijo:

-Usted ha sido mi mejor amigo, después de mi madre, y deseo que no me olvide..

No, muchacho; y espero que tú harás lo mismo conmigo.

Al siguiente día vino José por primera vez á la caballeriza á aprender todo lo que pudiese, antes de que Jaime nos abandonara. Empezó por barrer la cuadra, traer el heno, hacer las camas, limpiar los arneses, y ayudar al lavado de los coches. Como por su pequeña estatura no podía limpiarnos ni á Jengibre ni á mí, Jaime le enseñaba con Alegría, de quien se iba á hacer cargo en absoluto, bajo la vigilancia de Juan.

Era un muchachito vivo y alegre, que siempre venía cantando ó silbando á su trabajo.

1 1 Alegría se disgustó muchísimo al verse «manejado por un chiquillo», según él decía; pero al fin de la segunda semana, me dijo, en confianza, que el muchacho no se portaba mal.

Llegó por fin el día de la partida de Jaime, y, alegre como era siempre, aquella mañana parecía completamente abatido.

-Ya usted ve todo lo que voy á abandonardijo & Juan :-mi madre, usted, nuestros buenos amos y señoritas, los caballos, y mi viejo amigo Alegría. En mi nueva casa no conozco á nadie.

Si no fuera porque voy á mejorar de puesto, y que estaré en disposición de ayudar mejor á mi madre, aseguro á usted que nunca saldría de aquí, donde están todas mis afecciones.

1 -Así lo creo, Jaime; y no serías digno del concepto que me mereces, si pensases de otro modo. Animo, pues, que pronto harás allí amigos; y portándote bien, como no dudo te portarás, será un gran consuelo para tu madre, que se sentirá orgullosa de verte en una posición como aquélla.

Juan procuraba animarlo, pero no estaba menos conmovido que Jaime, lo mismo que todos en la casa; y en cuanto á Alegría, estuvo por varios días inconsolable hasta el punto de perder completamente el apetito. Juan lo sacó algunas mañanas por la rienda, cuando me llevaba á hacer ejercicio, y trotando y galopando á mi lado, fué reanimándose el pobre caballito, hasta que por último volvió á su antiguo estado.

El padre de José venía con frecuencia á prestar alguna ayuda, pues entendía el oficio; Jose se aplicó con empeño á aprender, y Juan se prometía mucho de él.

Una noche, pocos días después de haberse ido Jaime, había yo comido mi heno y me hallaba acostado en mi cama de paja, profundamente dormido, cuando fuí despertado súbitamente por la campanilla de la caballeriza que comunicaba con das habitaciones de los señores, y que sonaba con gran fuerza. Oí abrirse la puerta de la casita inmediata donde vivía Juan, y que éste corría hacia la de los amos. A los cinco minutos estaba de vuelta, abrió la puerta de mi cuadra, y acercándoseme, me dijo:

- -Arriba, Azabache, que esta noche tienes que cumplir como bueno ;-y antes de darme tiempo siquiera á pensar, me vi con la silla encima, y la brida puesta. Tomó su abrigo, y, al trote ligero, me llevó á la puerta de la casa del amo. Este se hallaba allí con una luz en la mano.

-Ahora, Juan-dijo,-á correr cuanto puedas, pues se trata de la vida de la señora y no hay que perder un momento. Entrega esta carta al doctor Blanco; da un descanso al caballo en la posada, y vuelve en seguida.

-Está bien, señor-contestó Juan, brincando sobre mi lomo. El jardinero, que vivía cerca de la puerta exterior, y que había oído la campanilla, estaba listo para abrirla; por ella pasamos, cruzando á toda carrera el parque, el pueblo y la cuesta inmediata, hasta llegar al portazgo. Juan llamó á voces al hombre, que pronto salió de su garita y abrió la valla que cerraba el camino.

-Vaya el dinero-dijo Juan,-y deje usted abierto para el doctor, que ha de pasar en breve y salimos disparados otra vez.

Cruzado el puente, había un largo trozo de camino llano por la orilla del río, y Juan me dijo:

-Ahora, Azabache, haz lo mejor que puedas -y así fué ; por dos millas corrí sin poner apenas los pies en el suelo, hasta el punto de que dudo que mi abuelo, cuando ganó las carreras en los Campos Elíseos, corriera con más velocidad.

Cuando llegamos á una cuesta abajo, Juan me sujetó un poco, y me acarició el cuello, diciéndome :

--Bueno, Azabache; bien por mi bravo muchacho.

Hubiera él deseado llevarme ya algo más despacic, perc mi sangre se había calentado, y arranqué otra vez con la misma velocidad que antes. El aire era frío, y la luna brillaba espléndidamente, resultando una noche deliciosa. Cruzamos un pueblecito, luego un espeso bosque, subimos una cuesta, bajamos otra, y al cabo de ocho millas de carrera, llegamos al pueblo adonde nos dirigíamos, cuyas calles cruzamos hasta llegar á la Plaza Mayor. Reinaba allí un silencio profundo, sin oirse más que el ruido de mis herraduras en las piedras; todo el mundo dormía.

La campana del reloj de la iglesia sonaba las tres cuando Juan se apeaba á la puerta de la casa del doctor. Tiró dos veces de la campanilla, y golpeó fuertemente con las manos. Se abrió una ventana, y apareció en ella el doctor Blanco, con gorro de dormir; sacó la cabeza, y preguntó:

-¿Qué se ofrece?

-La señora de Gordon está muy grave, sefor; y el amo me manda á toda prisa á buscar á usted cree que puede peligrar la vida de la señora si no va inmediatamente. Aquí traigo una carta.

-Espere un momento contestó el doctor, cerrando la ventana; y á los pocos minutos vino á la puerta.

-Lo malo es-dijo,-que mi caballo ha estado fuera todo el día y se halla completamente rendido; y han venido esta noche á buscar á mi hijo, que se ha llevado el otro. ¿Qué hacemos?

¿Puedo ir en el de usted?

-He venido á la carrera casi todo el camino y pensaba darle aquí un descanso; pero creo que mi amo no se disgustará, puesto que es necesario.

-Corriente-dijo el doctor,-al momento estaré listo.

Entró en la casa, y mientras tanto Juan me pasaba la mano por el cuello que estaba echando fuego, como todo mi cuerpo. Volvió el doctor á los pocos momentos, con un látigo de montar en la mano.

-No necesita usted eso, señor-dijo Juan; Azabache irá hasta que no pueda más. Cuídelo usted, pues me dolería que le sobreviniese accidente alguno.

-No hay cuidado, Juan-contestó el doctor ; y al cabo de un minuto estábamos bien lejos.

No me detendré en contar mi viaje de regreso.

El doctor era más pesado que Juan, y no tan buen jinete; pero hice cuanto pude. El hombre del portazgo nos tenía el paso franco, y pronto nos encontramos en el parque. José estaba esperándonos en la puerta exterior, y el amo en la de sus habitaciones, pues nos había oído llegar.

No habló una palabra; el doctor entró con él en la casa, y José me llevó á las caballerizas. Muy contento me hallé al verme en mi cuadra, pues las piernas me temblaban, y apenas podía sostenerme en pie, ni respirar. No había en mi cuerpo un pelo que no estuviera mojado, y el sudor me corría por todas partes, despidiendo vapor como un puchero en el fuego», según la expresión de José. ¡ Pobre José ! ; era un niño, y bajo de estatura, con muy pocos conocimientos aún acerca de caballos, y su padre, que hubiera podido cuidarme en aquel momento, había sido enviado al pueblo inmediato con un encargo, de modo que el muchacho hizo conmigo todo lo que le pareció mejor; me frotó las piernas y el pecho con un paño; pero no me abrig con una manta, porque sin duda supuso que no me gustaría, por estar tan acalorado; me trajo en seguida un cubo de agua que estaba muy fría y que bebí con ansiedad; me dió un pienso de maíz y heno; y creyendo que lo había hecho á las mil maravillas, se retiró. Bien pronto empecé á temblar y á sentir un frío intenso; me dolían las piernas, los lomos y el pecho, y me sentí como todo entumecido. ¡Cuánto deseé en aquel momento mi gran manta! Si Juan hui biera estado allí!; pero tenía que andar ocho millas á pie, y así, me resigné á esperar, acostándome en la paja y procurando conciliar el sueño. Después de un largo rato, oí que Juan se acercaba á la puerta. Di un gemido de dolor, y al momento lo vi á mi lado, inclinándose para reconocerme. No pude decirle lo que sentía, pero él pareció comprenderlo al momento; me cubrió con dos ó tres mantas, y corrió á buscar agua caliente en la que puso un poco de harina, dándomela á beber, y entonces creo que me quedé un poco traspuesto.

Juan parecía completamente fuera de sí, pues le of decir varias veces:

- -¡Estúpido muchacho! ¡ no abrigarlo con una manta, y darle agua fría á beber!; los muchachos no sirven para nada.

José, sin embargo, era bueno.

Me encontré muy enfermo, pues una fuerte inflamación me había atacado los pulmones, y no podía respirar sino con gran dificultad. Juan me cuidaba día y noche, y durante éstas, se levantaba dos ó tres veces para venir á mi lado.

El amo venía también con frecuencia á verme.

-¡Mi pobre Azabache!-dijo un día; - mi bucn caballo, que ha salvado la vida de su ama.

Oir aquello me llenó de alegría. Parece que el doctor dijo que, á no haber acudido tan pronto, hubiera sido demasiado tarde. Juan le contó á mi amo que en su vida había visto á un caballo correr como yo corrí aquella noche, y que no parecía sino que sabía de lo que se trataba. Por supuesto que lo sabía, aunque Juan no lo creyese así; comprendí por lo menos que Juan y yo teníamos que correr con todas nuestras fuerzas, y que se trataba del bien de la señora.

No puedo decir con certeza cuánto tiempo estuve enfermo. El veterinario venía á verme todos los días, y uno de ellos me sangró. Me sentí tan débil que creí morir, y me parece que lo mismo creyeron todos los demás. Jengibre y Alegría fueron trasladados á otra caballeriza, pues la fiebre aguzó mi oído de tal modo, que más pequeño ruido me molestaba. Una noche tuvo Juan que administrarme una pócima, y llamó á Tomás Contreras, el padre de José, para que le ayudase. Después que la tomé, y que Juan me arregló de la mejor manera que pudo para que pasase bien la noche, dijo que iba á permanecer allí media hora á fin de ver el efecto de la medicina. Tomás manifestó deseos de acompañarlo, y los dos se sentaron en un banco que colocaron en la cuadra de Alegría, poniendo la linterna en el suelo para que su luz no me ofendiese.

Permanecieron durante un rato en silencio, al cabo del cual dijo, en voz baja, Tomás Contreras:

-Quisiera, Juan, que dirigiera usted una palabra de afecto á José. El muchacho está completamente abatido, no come apenas, y no hay quien le haga sonreir. Dice que comprende que toda la culpa es suya, aunque todo lo que hizo fué con el mejor deseo, y que si Azabache se muere, no sabe lo que va á ser de él. Me llega al alma oirlo, y deseara de usted una sola palabra para él, que lo reanimase un poco. El muchacho no es malo.

Juan se quedó pensativo, y dijo al fin :.

-Es preciso, Tomás, que no me juzgue usted con dureza. Yo sé que el muchacho no lo hizo con mala intención, y nunca he creído lo contrario; pero comprenda usted que yo también estoy inconsolable; este caballo es el orgullo de mi corazón, sin contar con que es el favorito de los amos; y pensar que pueda morirse de este modo, es más de lo que puedo soportar. Pero si cree usted que soy duro con el muchacho, procuraré mañana decirle alguna palabra... por supuesto, si Azabache está mejor.

-Muy bien, Juan, muchas gracias. Ya me figuraba que usted no extremaría más su rigor, comprendiendo, como debe comprender, que fué sólo ignorancia por parte del muchacho.

El tono de la voz de Juan, casi me sobresaltó cuando contestó:

-¡Ignorancia! ¿Y no sabe usted que la ignorancia es inmediata á la maldad? Hay gentes que creen que con decir: «¡Oh! yo no lo sabía, yo no lo hice con mala intención», todo está arreglado; y causan á veces los mayores males.

Perico Linares no tuvo intención de casi matar de miedo á su hermano, cuando se vistió como un fantasma v corrió tras de él en una noche de luna; pero lo izo; y aquel hermoso muchacho, que hubiera podido ser el orgullo de su madre, no es sino un idiota, ni será otra cosa en su vida, aunque viva ochenta años. Y usted mismo, Tomás, recuerdo que bien brincaba cuando, hace como dos semanas, aquellas señoritas dejaron abierta la puerta del invernadero, permitiendo que penetrase el viento frío del Este que soplaba, y que dice usted le mató una porción de plantas.

L

-Una porción?-dijo Tomás ;-ni una siquiera, de las tiernas, quedó viva, y tengo que replantarlo todo, siendo lo peor del caso que no sé donde voy á poder encontrar semillero de ellas. Por poco me vuelvo loco, cuando vi lo que había ocurrido.

-Y sin embargo-añadió Juan ;-estoy seguro de que aquellas señoritas lo hicieron sin intención, y sólo por ignorancia.

No of más de aquella conversación, porque la medicina me produjo muy buen efecto y me hizo dormir, sintiéndome mucho mejor por la mañana; pero con frecuencia he pensado en las palabras de Juan, cuando fuí conociendo algo más el mundo.

Desde aquel día empezó mi convalecencia, continuando tan rápida, que antes de cumplirse un mes, y gracias á los incesantes cuidados de Juan, me hallaba completamente restablecido.

José Contreras continuó siendo un buen muchacho; aprendía todo con prontitud, y era tan atento y cuidadoso, que Juan empezó á confiar en él para muchas cosas, si bien, como he dicho, era pequeño para su edad, y rara vez le permitía ejercitarse en Jengibre ó en mí; pero sucedió un día que, habiendo salido Juan con Justicia, en la carreta, y necesitando el amo enviar con urgencia una carta á un caballero que vivía como á tres millas de distancia, ordenó á José que me ensillase y la llevase, encargándole que tuviera el mayor cuidado conmigo y que no corriese.

La carta fué entregada, y regresábamos tranquilamente, cruzando por cerca de un tejar que había en el camino. Allí vimos una carreta, cargada de ladrillos, atascada en el fango hasta cerca del cubo de las ruedas. El carretero bramaba, y castigaba sin piedad á los dos caballos. José me hizo detenerme. El espectáculo era triste por demás. Los pobres caballos forcejeaban con todo su poder para sacar la carreta del atolladero, pero aquélla no se movía; el sudor les corría por las patas y por los costados, les palpitaban los ijares, y tenían todos los músculos contraídos, mientras el hombre, tirando de la rienda del caballo delantero, juraba y le azotaba con el látigo de una manera brutal.

-Pare usted, hombre-gritó José, y no castigue de ese modo á los animales. ¿No ve usted que las ruedas están atascadas de modo que es imposible mover la carreta?

El hombre no hizo caso y siguió con el castigo.

-Espere usted-añadió José,-y yo le ayudaré á descargar un poco la carreta, sin lo cual es imposible que la muevan.

-Vaya usted & gobernar sus negocios, mozuelo atrevido, que yo sé gobernar los míoscontestó el hombre, que parece estaba algo borracho, y continuó con el látigo.-José me hizo volver grupa, y me puso á todo galope en dirección á la casa donde vivía el dueño del tejar.

Yo no sé si Juan habría aprobado aquella carrera, pero José y yo estábamos de acuerdo, y tan irritados, que no hubiéramos podido ir más despacio.

La casa se hallaba pegada al camino. José llamó á la puerta, y gritó:

-¡Hola! ¿Está en casa el señor Clairac?

Se abrió la puerta, y apareció el señor Clairac en persona.

-¿Qué se ofrece, muchacho? Parece que traes prisa. Es alguna orden del caballero?

-No, señor; es que un carretero de los de usted está allá abajo, castigando cruelmente á dos caballos. Le dije que no lo hiciera, y no me hizo caso; me ofrecí á ayudarle á aligerar de peso la carreta, y se negó igualmente; de modo que he creído lo mejor venir á avisarle.

-Muchas gracias-dijo el hombre, yendo á buscar su sombrero ;-tendrás inconveniente en dar testimonio de lo que has visto, si cito á ese hombre ante el magistrado del condado?

-Ninguno, señorrespondió José ;-y me alegraré de ello.

El señor Clairac salió en dirección adonde estaba la carreta, y nosotros continuamos nuestro camino para casa, á un trote corto.

-¿Qué te pasa, José? parece que vienes de mal humor- dijo Juan cuando el muchacho brincó de la silla.

-Sí que lo estoy, y diré á usted la causacontestó José; y todo excitado le contó á Juan cuanto había ocurrido. José era por lo general tan tranquilo y pacífico, que causaba admiración verlo de aquel modo.

-Muy bien hecho, José; obraste perfectamente, ya castiguen á aquel hombre, ó no. Otro cualquiera hubiera seguido de largo, diciendo que no era de su incumbencia mezclarse en asuntos ajenos, sin considerar que la crueldad y la opresión incumben á todo el que las presencia; hiciste muy bien.

José se tranquilizó, y se sentía ufano de la aprobación de Juan; me limpió las patas y me frotó todo el cuerpo con más firmeza que de costumbre.

Cuando íbamos á comer, vino á la caballeriza Azabache.-8 Vol. 377 un criado de la casa, diciendo que el amo llamaba á su gabinete privado á José, pues había allí un hombre acusado de haber maltratado á una pareja de caballos, y se necesitaba su testimonio. El muchacho salió como una flecha.

—Espera —le dijo Juan,— y arréglate un poco.—José se arregló la corbata, se estiró la chaqueta y salió otra vez. Nuestro amo era uno de los magistrados del condado, y con frecuencia le traían casos que ventilar, ó en consulta. Cuando, después de comer, entró José en mi cuadra, noté que estaba muy satisfecho; me dió una palmada y me dijo:

—Nosotros no podemos tolerar esas cosas, ¿verdad, mi buen Azabache?

Después supimos que, como el testimonio fué tan claro y los caballos presentaban tan evidentes muestras del mal trato recibido, se había formado causa criminal al carretero y probablemente sería sentenciado á dos ó tres meses de prisión.

Se operó un asombroso cambio en José, que decía que había crecido una pulgada en aquella semana, lo cual no dudo. Continuaba siendo el mismo bondadoso muchacho de siempre; pero más resuelto y determinado en todo lo que hacía, como si de pronto hubiera pasado de ser un muchacho á ser un hombre.