Azabache/XII

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

PARTE SEGUNDA


XII

LA CASA DEL CONDE

A la mañana siguiente, después de almorzar, José enganchó á Alegría en el carruajito de la señora, para llevarlo á casa del señor de Campoflorido; vino primero á despedirse de nosotros y címos á Alegría relinchar en el patio. Juan puso la silla á Jengibre y una rienda á mí, y nos condujo á casa de los condes del Pino, á unas quince millas de distancia. La casa era magnífica, con extensas caballerizas y cocheras. Entramos en el patio, cruzando un arco de piedra, y Juan preguntó por el señor York. Transcurrió un buen rato antes de que se presentase. Era un hombre de muy buena apariencia y mediana edad, con una voz notablemente imperativa. Se mostró muy atento y político con Juan, y después de dirigirnos una ligera ojeada, llamó á un mozo de cuadra, encargándole que nos condujese á la que nos estaba destinada, é invitó á Juan á tomar un refresco. La cuadra era hermosa en todos conceptos; fuimos colocados en dos pesebres, inmediatos el uno al otro, y el mozo nos pasó un paño y nos echó un buen pienso. Al cabo de media hora, Juan y el señor York, que iba á ser nuestro nuevo cochero, vinieron á vernos.

-Ahora, señor Carrasco-dijo aquél, después de examinarnos cuidadosamente, no encontrando falta alguna en estos caballos, sólo deseo que usted tenga la bondad de decirme las cualidades particulares de cada uno de ellos, que crea dignas de ser mencionadas; pues usted sabe, como yo, que cada caballo tiene sus peculiaridades, lo mismo que los hombres.

-Voy á serle franco- contestó Juan. - En primer lugar, no creo que haya en todo el país una pareja de animales mejor que ésta, salvo el defecto de no ser iguales. El negro tiene el carácter más bueno que usted pueda imaginar, y no creo que en su vida haya recibido un castigo, ni aun una mala palabra, pues no parece sino que su mayor gusto es complacer á los que le mandan; pero en cuanto á la yegua, presumo que ha de haber sido muy maltratada en sus primeros años, y así nos lo dió á entender el que nos la vendió. Llegó á nuestro poder desconfiada y con tendencias á morder; pero luego que se convenció de la clase de casa. adonde había venido á parar, todo aquello fué desapareciendo por grados, y en tres años no he visto en ella la más pequeña señal de mal genio, por lo que puedo asegurar que, siendo bien tratada, no hay animal mejor ni más voluntario para el trabajo que ella. Pero es, por naturaleza, de condición más irritable que el otro ; las moscas la molestan más, y cualquier cosa que no esté en orden en el arnés la mortifica, y hasta la lastima, por lo que no dudo que si se pretendiese abusar de ella, ó tratarla de una manera inconveniente, devolvería estocada por cornada. Usted sabe que muchos caballos de sangre hacen lo mismo.

-Por supuesto contestó York.-Quedo perfectamente enterado; pero usted comprenderá que no es fácil, en esta clase de caballerizas, contar con mozos como deben ser. Yo hago cuanto está en mi mano hacer, y procuraré tener presente todo lo que usted me ha dicho respecto á la yegua.

Se dirigían á la puerta de la caballeriza para salir, cuando Juan se detuvo, y dijo:

-Creo conveniente decir á usted que nunca hemos usado el engallador con ninguno de estos dos animales; el negro no lo ha probado en su vida, y en cuanto á la yegua, su vendedor nos dijo que el filete del engallador fué lo que exasperó su genio.

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L

-Pues, amigo mío-dijo York,-aquí no tendrán más remedio que usarlo. Yo soy opuesto á él, y el señor es siempre muy razonable respecto á los caballos; pero en cuanto á la señora... eso es otra cosa; está por la moda, y si los caballos de su carruaje no llevan las cabezas levantadas hasta la mayor exageración, no está satisfecha, de modo que así tendrá que ser, al menos cuando la señora salga en el carruaje.

-Lo siento mucho-dijo Juan.-Y ahora necesito marcharme, para no perder el tren.

Volvió á nuestro lado para acariciarnos por última vez, y su voz era triste.

Yo acerqué á él mi hocico, único modo de decirle adiós; se marchó, y no he vuelto á verlo desde entonces.

Al siguiente día el señor Conde vino á vernos y pareció estar complacido de nuestra apariencia.

-Mucha confianza tengo en estos caballosdijo, por los excelentes informes que me ha dado acerca de ellos mi amigo el señor Gordon.

Es sensible que su pelo no sea igual; pero son buenos para el carruaje, mientras estemos en el .

124 campo. Tengo entendido que el negro es excelente para la silla.

York le contó entonces lo que Juan le había dicho acerca de nosotros.

-Está bien-dijo ;-tén cuidado con la yegua y pónle flojo el engallador. Se acostumbrarán al fin, teniendo paciencia y subiéndoselo por grados. Hablaré de eso con la señora.

Por la tarde nos engancharon en el carruaje, y, al dar las tres el reloj de la caballeriza, salimos á colocarnos frente á la puerta de la casa. Esta era tres ó cuatro veces más grande que nuestra antigua de Buenavista, pero ni la mitad de agradable, si la opinión de un caballo puede valer algo. Dos lacayos estaban al pie de la escalera, con levita de color de pasa, calzón encarnado y medias blancas. Al poco rato oímos el crujir de un traje de seda, y la señora descendió los tres ó cuatro escalones de piedra. Dió una vuelta alrededor de nosotros, mirándonos con detención; era una señora alta, de orgullosa mirada, y pareció no quedar satisfecha con alguna cosa que vió en nosotros, pero no dijo una palabra y entró en el carruaje. Era la primera vez que yo usaba un engallador, y debo decir que, si bien me pareció incómodo eso de no poder bajar la cabeza de cuando en cuando, es lo cierto que no puso la mía más alta de lo que estaba acostumbrado á ponerla voluntariamente. Me sentí intranquilo acerca de Jengibre, pero pareció no tomarlo á mal y no manifestó descontento alguno.

El día siguiente, á la misma hora estábamos otra vez á la puerta, y los mismos lacayos se encontraban allí, como en el anterior. Oímos el crujido del traje de la señora, y á ésta que, bajando las escaleras, dijo con tono imperativo:

-York : haz que esos caballos levanten la cabeza; están impresentables.

York se apeó y contestó, con el mayor respeto :

-Mi señora me habrá de perdonar si le digo que estos caballos no están acostumbrados al engallador, y que el señor me ha recomendado, para mayor seguridad de usted, que los vaya acostumbrando por grados; pero si así lo desea, podré elevarlo un poco más.

-Hazlo contestó ella.

York se nos acercó y acortó los engalladores, creo que un punto; aunque fué poco, notamos la diferencia, y más aquel día que tuvimos que subir una cuesta. Entonces empecé á comprender lo que había oído acerca del particular, pues necesitando echar hacia adelante mi cabeza para arrastrar el carruaje con decisión, me fué imposible, teniendo que hacer todo el esfuerzo con el lomo y con las patas, lo cual aminoró todo mi brío. Cuando regresamos, me dijo Jengibre:

-Ahora ya puedes ir sabiendo lo que es esto; pero aun no es malo del todo, y si no se hace mucho peor, no diré una palabra acerca de ello, pues la casa es buena y estamos bien tratados; pero si llegan á exagerarlo en demasía, que miren lo que hacen, pues ni puedo tolerarlo ni lo toleraré en manera alguna.

Día tras día fueron acortando puntos, hasta que en vez de esperar con gusto el momento en . que me ponían los arneses encima, como me sucedía antes, empecé á tomarles verdadera aversión. Jengibre se manifestaba también intranquila, pero hablaba poco acerca del asunto. Al fin creí que había llegado el límite de lo malo, pues por varios días no hubo más puntos acortados, y me resigné, determinando cumplir con mi deber, aunque era para mí una tortura; pero pronto me desengañé de que lo peor no había llegado aún.

Un día la señora bajó más tarde que de costumbre, y la seda crujía más que nunca.

-A casa de la duquesa de B...-dijo; y añadió después de una pausa :-¿no vas á hacer que esos caballos levanten la cabeza nunca, York? Levántasela de una vez, y déjate de más contemplaciones y tonterías.

York vino inmediatamente á mí, mientras el lacayo se puso delante de Jengibre. Levantó mi engallador, y lo sujetó tan tirante que se me hacía casi intolerable; en seguida se dirigió á Jengibre, que estaba sacudiendo la cabeza de arriba abajo, haciendo sonar el bocado, como acostumbraba hacer ahora. Ella sin duda comprendió de lo que se trataba, y en el momento en que York desprendió del gancho del sillín la correa del engallador para acortarlo, se aprovechó de aquella oportunidad y dió un cabezazo tan repentino, que el sombrero de York salió volando, y sus narices recibieron un severo encuentro, mientras que el lacayo estuvo á punto de medir el suelo. En el acto se le abalanzaron los dos á sujetarle la cabeza, pero ella estaba dispuesta á no dejarse dominar fácilmente, y empezó á recular, á encabritarse y á despedir pares de coces de la manera más desesperada; en una de aquellas patadas montó sobre la lanza del carruaje y cayó al suelo, después de haberme alcanzado á mí un buen golpe de sus herraduras. No es posible calcular todo el ulterior daño que pudo haber hecho, á no haber sido porque York se le sentó rápidamente y con todo su peso sobre la cabeza, impidiéndole que bregase más, y gritando al mismo tiempo:

- Desengancha el caballo negro! Corre á buscar la llave y destornilla la lanza. Corte uno estas tiraderas, si no las puede soltar.

- Uno de los lacayos trajo la llave y otro un cuchillo. Pronto me vi libre de Jengibre y del carruaje, y conducido á mi cuadra. El lacayo que me condujo me dejó tal cual estaba, y corrió á ayudar á York. Yo me hallaba tan excitado que, si hubiera sido capaz de cocear ó encabritarme, lo hubiera hecho entonces; pero, no estando eso en mis principios, me estuve quieto, disgustado, con fuertes dolores, producidos por las patadas de Jengibre, y con el engallador tan tirante como me lo había puesto York, sin poder verme libre de él. Me sentía tan contrariado, que casi deseaba patear á la primera persona que se me acercase.

Al poco rato, dos mozos de cuadra trajeron á Jengibre, toda golpeada y lastimada. York venía con ellos y dió sus órdenes, después de lo cual se acercó adonde yo estaba. Inmediatamente puso mi cabeza en libertad.

-¡El diablo confunda á estos engalladores!

-dijo, hablando consigo mismo.-Bien sabía yo que algún día, y pronto, habíamos de tener un contratiempo. El amo se va á poner furioso conmigo; pero si él, que es su marido, no puede gobernarla, menos puedo hacerlo yo, que soy un criado. Así pues, me lavo las manos, y si esta tarde se queda sin la fiesta en los jardines de la Duquesa, ella tiene la culpa.

Por supuesto que York no dijo esto de modo que lo pudieran oir los demás, ante quienes siempre hablaba de los amos con el mayor respeto.

Me tocó en todas partes, y pronto notó el sitio, sobre el corvejón, donde había sido lastimado por la patada. Estaba hinchado y adolorido. Ordenó que me lo lavasen con agua caliente y que me pusieran sobre aquella parte un paño con cierta loción.

El Conde se molestó efectivamente, cuando se enteró de lo ocurrido. Regañó á York, y éste contestó que en lo sucesivo preferiría recibir órdenes sólo del amo; pero todo se quedó en nada, pues las cosas continuaron lo mismo que antes.

Mi opinión fué que York debió defender mejor á sus caballos, pero tal vez yo no era juez competente.

Jengibre no volvió á ser enganchada en el carruaje, y cuando estuvo bien de sus contusiones, uno de los jóvenes hijos del Conde dijo que la deseaba para sí, pues se prometía hacer de ella un buen animal para las cacerías. En cuanto á mí, fuí obligado á continuar en el carruaje, dándoseme un nuevo compañero llamado Luciente, que estaba acostumbrado á usar siempre Azabache.-9 Vol. 377 el engallador, y á quien pregunté cómo era que lo podía tolerar.

- Ay! amigo-me contestó ;-lo tolero porque no me queda otro remedio; pero está acortando mi vida, como acortará la tuya, si te ves obligado á aguantarlo mucho tiempo.

-¿Crees tú-le dije,-que nuestros amos conocen lo perjudicial que es para nosotros?

-No lo puedo decir-me replicó ;-pero los tratantes y los veterinarios lo saben perfectamente. Yo pertenecí una vez á un tratante, que me estaba enseñando á trabajar en pareja con otro caballo, el cual nos hacía elevar la cabeza un poquito más cada día, según él decía. Un señor le preguntó una vez que por qué hacía eso, á lo cual contestó él: «Porque los parroquianos no los compran si no lo hacemos. Esta gente »de Londres quiere siempre llevar sus caballos con las cabezas bien altas, y que levanten las patas al andar. Por supuesto que es malísimo para los caballos; pero bueno para nosotros los »tratantes, pues aquéllos se arruinan pronto, ó >contraen enfermedades, y así podemos vender Dotros. D -Esto-añadió Luciente,-es lo que yo mismo of; ahora, juzga lo que te parezca.

Lo que sufrí con aquella rienda, durante euatro largos meses, en el carruaje de mi ama, no es para descrito; pero sí estoy seguro de que, á haber durado algún tiempo más, hubiera acabado con mi salud y con mi genio. Hasta entonces nunca había yo sabido lo que era la espuma en la boca, pero ahora, la acción constante de aquel cortante filete sobre mi lengua y sobre los bordes de mi quijada, más la contraída posición de mi cabeza y cuello, siempre me causaban, más o menos, aquel efecto. Algunos creen que eso es muy bonito, y que significa brío y espíritu en un caballo; pero esa espuma es tan completamente contranatural en los caballos, como en los hombres, siendo una señal cierta de mal estar, que no debe ser desatendida. Además, respiraba con dificultad; cuando regresaba del trabajo, mi garganta y cuello estaban adoloridos, mi lengua y toda la boca, delicadas y sensibles, y me sentía fatigado y abatido.

En mi antigua casa siempre había considerado á Juan y á mi amo como mis amigos; pero en ésta, aunque en algunos conceptos era bien tratado, no tenía amigo alguno. Estoy seguro de que York comprendía cuánto me aniquilaba aquel engallador; pero supongo que lo tomaba como cosa que él no podía evitar, y, en resumidas cuentas, nada se hacía por aliviarme de él.

A principios de la primavera, el Conde y parte de su familia se fueron á Londres, llevándoT 132 se á York. Jengibre, yo y algunos otros caballos quedamos á cargo del mozo de cuadra más antiguo.

La señora Enriqueta, que permaneció en la casa, era una señora inválida, que nunca salía en el carruaje, y la señorita Ana prefería montar á caballo, acompañada de su hermano, ó por alguno de sus primos. Montaba á la perfección, y era tan alegre y gentil como hermosa. Me tomó para su uso, prefiriéndome á todos los demás. Yo gozaba en aquellas excursiones al aire libre, unas veces llevando á mi lado á Jengibre, y otras á Lista. Esta Lista era una viva yegua torda, casi de pura raza, gran favorita de los caballeros, por sus finos movimientos y levantado espíritu; pero Jengibre, que la conocía mejor que yo, me dijo que le parecía un poco nerviosa.

Estaba parando en la casa un caballero, llamado Valcárcel, que acostumbraba montar siempre á Lista, y la celebraba tanto, que un día la señorita Ana ordenó que la silla en que ella montaba fuese puesta en aquélla, y la otra en mi. Cuando llegamos á la puerta, el caballero pareció muy contrariado.

-¿Qué es eso?-dijo,-se ha cansado usted de su Azabache?

¡Oh! no, no hay tal cosa-replicó ella;sino que soy bastante amable para dejar á usted que lo monte una vez, y yo probaré su encantadora Lista. No me negará usted que en cuanto á altura y apariencia, la yegua es más á propósito para una señora que mi querido favorito.

-Voy á permitirme rogar á usted que no la monte-dijo él ;-pues si bien, como usted ha dicho, es un animal encantador, es demasiado nerviosa para una señora. Aseguro á usted que no es completamente de confianza, y permítame, por lo tanto, que haga cambiar otra vez las monturas.

-Querido amigo-contestó la señorita Ana, riendo, no se intranquilice usted por mí. Soy jinete desde que era una niña, y he corrido liebres infinitas veces, por más que sé que usted no aprueba ese ejercicio en las señoras; pero es un hecho, y quiero hoy probar esta Lista, que ustedes los hombres celebran tanto; ayúdeme pues á montar, como buen amigo mío que es.

No se habló más; Valcárcel la puso cuidadosamente en la silla, reconoció el bocado y la cadenilla barbada, y le entregó las riendas, montando en mí después. Cuando íbamos á ponernos en movimiento, se acercó un lacayo con un papel en la mano, de parte de la señora Enriqueta. La señorita Ana lo leyó en voz alta. Les suplicaba hiciesen una pregunta al doctor Lasarte, y que trajesen la contestación.

El pueblo estaba como á una milla de distancia, y el doctor vivía al extremo de él. Caminamos á un paso vivo hasta que llegamos a la verja que rodeaba el jardín. De aquélla á la casa había un corto canino cuesta arriba, entre altas matas de siemprevivas. Valcárcel se apeó á la puerta de la verja, y se disponíta á abrirla para que pasase la señorita Ana, cuando ella le dijo:

-Esperaré á usted aquí; ate á la verja la rienda de Azabache.

El la miró, como titubeando, y dijo al fin :

-Antes de cinco minutos estaré de vuelta -Oh!, no es preciso que se dé prisa; Lista y yo no nos escaparemos.

Ató mi rienda á uno de los hierros, y pronto desapareció entre los árboles. Lista estaba tranquila á un lado del camino, á algunos pasos de mi. Mi joven señorita se hallaba sentada descuidadamente, con las riendas sueltas, tarareando una canción. Escuché los pasos de mi jinete, hasta que llegó á la casa, y le oí tocar á la puerta. En la parte opuesta del camino había una pradera cercada, cuyo portillo estaba abierto. De pronto, algunos caballos y potros se acercaron trotando en el mayor desorden, seguidos por un muchacho que chasqueaba un gran látigo. Los potros eran cerreros y juguetones, y uno de ellos salió de repente al camino y vino á tropezar contra el cuarto trasero de Lista. No sé si debido al súbito encontrón del estúpido potro, ó al ruido del látigo del muchacho, ó á ambas cosas á la vez, es lo cierto que aquélla se asustó, y dando un violento brinco, salió disparada á toda carrera. Fué aquello tan repentino, que cogió á la señorita Ana descuidada y mal sentada en la silla, pero pronto se repuso y afianzó. Di un agudo relincho, como pidiendo auxilio; relinché otra y otra vez, y pateé el suelo con impaciencia, haciendo esfuerzos por soltar mis riendas; pero no tuve que esperar mucho tiempo. El caballero Valcárcel llegó corriendo adonde yo estaba, miró sobresaltado en todas direcciones, y percibió á lo lejos la fugitiva figura de la señorita, muy distante ya de nosotros. En un momento brincó sobre mi silla. No necesité látigo ni espuelas, pues mi ansiedad era tan grande como la de mi jinete, que comprendiéndolo, me aflojó las riendas, inclinó el cuerpo un poco hacia adelante, y volamos en persecución de aquéllos.

En una distancia como de una milla, el camino era recto, torciendo luego hacia la derecha y dividiéndose inmediatamente en dos. Mucho antes de llegar nosotros á la curva los habíamos 1 perdido de vista. ¿Qué camino habrían tomado?

Una mujer estaba parada á la puerta de su huerto, con la mano puesta encima de sus ojos para hacerles sombra, y mirando con ansia hacia el camino. Valcarcel me sujetó ligeramente la rienda y gritó:

-¿Por dónde?

-¡Por la derecha !-contestó la mujer, señalando con la mano, y en aquella dirección nos lanzamos; por un momento los divisamos, pero se presentó otra curva que los ocultó de nuevo.

Varias veces lográbamos verlos por un instante, y luego desaparecían. Muy poco terreno fbamos ganando, á mi parecer. Encontramos un peón caminero al lado de un montón de piedras, que había dejado caer al suelo su pala y tenía sus manos levantadas. Al aproximarnos á él, hizo señas como de querer hablarnos. Valcárcel me contuvo un poco.

-Hacia el soto, señor, hacia el soto; por allí van dijo.

Yo conocía perfectamente aquel soto, cuyo terreno era muy desigual en su mayor parte, cubierto de brezos y matorrales; había también algunos claros cubiertos de fina hierba, con grandes hormigueros y nidos de topos por todas partes; el peor sitio imaginable para correr un caballo.

Apenas entramos en dicho soto, cuando alcanzamos á ver de nuevo el verde traje de la señorita, que flotaba delante de nosotros. Su sombrero había volado, y sus largas trenzas de cabello obscuro caían sobre su espalda. Su cabeza y cuerpo estaban inclinados hacia atrás, como si fuera tirando de las riendas con todas las fuerzas que le quedaban, y como si esas fuerzas estuvieran próximas á extinguirse. Era indudable que la desigualdad del terreno había acortado mucho la velocidad de Lista, y que había ya alguna probabilidad de que la alcanzásemos. Cuando estábamos en el camino llano, Valcárcel me había dado rienda suelta; pero ahora, con una mano suavísima, y un ojo experimentado, me guiaba con tal maestría, que apenas tuve que moderar el paso, y decididamente les íbamos ganando terreno.

En el centro del soto habían abierto recientemente una zanja, colocando la tierra á un lado, en altos montones. ¡Con seguridad se detendrían allí! Pero no; haciendo una ligerísima pausa, Lista saltó, mas tropezó en la cúspide del montón de tierra, y cayó. Valcárcel me dijo entonces, todo agitado:

-Ahora, Azabache, veamos cómo te portasy me aflojó las riendas.

Me contraje bien, y dando un limpio salto, pasé por encima de la zanja y del terraplén.

Completamente inmóvil entre los brezos, y con la cara contra la tierra, yacía mi pobre señorita. Valcárcel se arrodilló á su lado y la llamó por su nombre; pero ella no contestó. Le volvió suavemente la cabeza, y pude ver su cara, pálida como la de un cadáver, y con los ojos cerrados.

- Ana! | mi querida Ana! ¡ Hábleme usted!

Pero no obtuvo contestación. Le desabrochó el traje, le aflojó el cuello, la pulsó, y se levantó de pronto, mirando ansiosamente á su alrededor en busca de auxilio. A poca distancia había dos hombres cortando hierba, que al ver á Lista correr desatentada y sin jinete, dejaron su trabajo para ir á cogerla.

Las voces de Valcárcel les hicieron pronto acudir adonde estábainos. El más viejo de ellos pareció muy conmovido ante lo que vis, y preguntó qué podía hacer.

-Sabe usted montar?

-Le diré á usted, señor; no soy, que digamos, un gran jinete; pero estoy dispuesto a exponer mis huesos por la señorita Ana, que ha sido un ángel para mi mujer.

-Pues entonces monte usted en ese caballo, corra á casa del doctor, y dígale que venga inmediatamente; vaya luego á casa del Coude, diga allí lo que ha visto, y que manden un carruaje con la doncella de la señorita Ana. Aqui estaré yo mientras tanto.

-Muy bien, señor; haré la diligencia lo mejor que pueda, y quiera Dios que nuestra querida señorita abra los ojos pronto.

Se dirigió al otro hombre, y le dijo:

--Oye, José, corre y trae un poco de agua, y di á mi mujer que venga cuanto antes á ver á la señorita Ana.

Se encaramó como pudo en la silla, y después de un ¡ arre! y un golpe en inis costados con ambas piernas, emprendió el camino, haciendo un pequeño rodeo para salvar la zanja. No tenía látigo, lo cual parece que le contrarió un poco, pero pronto mi paso resolvió la dificultad, y consideró lo mejor afirmarse en la silla cuanto pudo, y echar una previsora mano á mi crin. Le sacudí todo lo menos posible, pero una ó dos veces, en el terreno desigual, me gritó:

¡So! ¡ más despacio !

En el camino llano fuimos bien; y desempeñó perfectamente sus encargos. En nuestra casa le ofrecieron un trago; pero se negó á aceptarlo, diciendo que tenía que regresar inmediatamente, y que se prometía estar otra vez al lado de la señorita Ana, antes que el carruaje, pues iba á ir por un atajo.

Cuando se recibió la noticia en la casa, todo se volvió carreras y confusión. Un mozo me condujo á mi cuadra, me quitó el freno y la silla, y me abrigó con una manta.

Ensillaron á Jengibre, que el joven Jorge, hijo del Conde, montó inmediatamente, y al poco rato of que el carruaje salía del patio.

Me pareció larguísimo el tiempo que tardó Jengibre en volver y hasta que nos dejaron solos; entonces me contó todo lo que había visto.

-No puedo contarte mucho-me dijo.-Galopamos casi todo el camino, y llegamos al sitio de la ocurrencia en el momento en que llegaba también el doctor. Allí había una mujer, sentada en el suelo, con la cabeza de la señorita sobre su regazo. El doctor le puso alguna cosa en la boca, y todo lo que oí fué: «No está muerta.> Entonces un hombre me condujo á una pequeña distancia aparte. Al cabo de un rato la colocaron en el carruaje, y nos dirigimos todos á casa.

Oí que mi amo decía á un caballero que lo detuvo para inquirir, que creía que no había ningún hueso roto, pero que todavía no había hablado.

Dos días después del accidente, el caballero Valcárcel vino á hacerme una visita. Me acarició, é hizo de mí los mayores elogios; dijo al joven Jorge que estaba seguro de que conocí tan 111 bien como él el peligro que iba corriendo la s ñorita Ana.

- -Aunque yo hubiese querido-añadió,-no hubiera podido sujetarlo. Ella no debe montar jamás otro caballo que éste.

Comprendí por la conversación, que mi joven ama estaba fuera de peligro, y que pronto estaría en disposición de volver á montar. Esta fué una buena noticia para mí, que me hacía confiar en una futura vida feliz.

Cuando el joven Jorge tomó á Jengibre para sus cacerías de liebres, York movió la cabeza, y dijo que para enseñar á un caballo se necesita una mano más firme y segura que la de un jinete inexperto como el joven Jorge.

A Jengibre le gustaba mucho aquella clase de ejercicio, pero algunas veces yo la veía volver extenuada, y la oía toser de cuando en cuando.

Era un animal demasiado valiente, para en manera alguna quejarse, pero yo no podía menos de sentir cierta ansiedad por ella.