Azabache/XXVII

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

CUARTA PARTE


XXVII

BLAS Y LA SEÑORA

Fuí vendido al dueño de una panadería y almacén de granos, á quien Perico conocía, y en cuyo poder consideró éste que yo tendría un trabaregular, y buen alimento. Al principio todo iba bien, y si mi amo se hubiera hallado siempre á lá vista, no creo que hubiese permitido que sobrecargasen el carro como lo hacían; pero había allí un capataz que siempre estaba de prisa y apurando á todos, el cual, frecuentemente, aunque viese que la carga era ya toda la que debía ser, ordenaba que la aumentasen. Mi carretero, cuyo nombre era Blas, solía decir que aquello era demasiado, pero el otro mandaba, y había que obedecer.

Blas, por supuesto, como todos los demás carreteros, me llevaba siempre con el engallador, lo que me impedía trabajar con comodidad, y al cabo de tres ó cuatro meses empecé á observar que mi vigor se resentía de una manera notable.

Un día que cargaron el carro de una manera aún más excesiva que de costumbre, á pesar de que iba empleando todas mis fuerzas, me veía obligado á hacer constantes paradas, lo cual no era del agrado del carretero, que me tendía el látigo, sin piedad, llamándome perezoso y cuanto se le ocurría. Los dolores que aquel látigo me producía en los ijares, eran grandes, pero aún eran mayores los que mi espíritu sentía al verme tratado con tanta injusticia. Verme castigado y ultrajado cuando iba haciendo todo lo que podía, era cosa que me llegaba al corazón. Engolfado se hallaba en aquella lucha conmigo, cuando acertó á pasar una señora que, deteniéndose al verlo, le dijo:

-No, hombre, no haga usted eso; el animal está haciendo cuanto puede, y la cuesta es muy pendiente.

-Si, haciendo cuanto puede, no sube la carga, es preciso que haga más de lo que pueda, señora contestó Blas.

-Pero no es excesiva?--preguntó aquélla, Sí, señora, lo es; pero no tengo la culpa de ello; el capataz, después de haber cargado yo el carro convenientemente, me hizo aumentar como tres quintales de peso, y mi obligación es obedecerdation 1 Volvió á levantar el látigo, pero la señora le contuvo, diciéndole:

-Espere usted; yo le voy á ayudar.

Blas se echó á reir.

-No ve usted que llevando la cabeza como la lleva sujeta con ese engallador, le es imposible hacer uso de todas sus fuerzas? Quíteselo y verá cómo trabaja mejor. Pruebe usted-añadió con un tono persuasivo.

-Está bien, señora-contestó Blas, sonriendo ;-voy á complacerla; ¿cuántos puntos quiere que lo afloje?

-Quíteselo del todo y dé completa libertad á su cabeza.

Así lo hizo Blas, y lo primero que hice fué bajarla hasta tocar con mis rodillas. No es para dicho el consuelo que aquello me proporcionó.

La moví repetidas veces para ver de aliviar los dolores que sentía en mi cuello.

-¡Pobre animal ! eso es lo que necesitabasdijo la señora, acercándose á mí y acariciándome.

-Ahora-añadió, dirigiéndose á Blas,-háblele usted, pruebe de nuevo, y verá cómo es otra cosa. Blas me tomó por la rienda diciéndome :

-¡Arriba, Negrito !-y afianzándome en la collera, hice un esfuerzo, poniendo el carro en movimiento y llevándolo con firmeza hasta lo alto de la cuesta, donde me detuve para tomar aliento.

La señora siguió á nuestro lado por el andén del camino, y cuando me detuve se me acercó y me acarició de nuevo, como nunca lo había sido desde mucho tiempo hacía.

-¿Ve usted cómo estaba dispuesto, siempre que se le facilitase el modo de hacerlo? Estoy segura de que es un noble animal, que se ha visto mejor de como ahora se ve. No vuelva å ponerle eso.

-Está bien, señora; no puedo negar que tiene razón, y le doy las gracias, prometiendo tenerlo presente en otra ocasión como ésta; pero ha de saber usted que, si lo llevo siempre sin el engallador, seré el objeto de las burlas de todos mis compañeros. Usted sabe que eso es lo que se usa.

-Se usa por los tontos que quieren seguir una moda ridícula; pero hay también muchos que no la siguen, y con mis caballos jamás lo consiento. Pero no quiero detenerle; usted se convencerá de que mi consejo es más provechoso que su látigo. Adiós-y dándome una palmadita 1 en el cuello, se despidió, sin que haya vuelto á verla nunca.

-Esa sí que es una señora-dijo Blas para sí, luego que aquélla se alejó ;-me ha hablado con tanta política como si yo fuera un caballero; de todas maneras, seguiré su consejo en las cuestas arriba;-y debo hacerle justicia diciendo que desde entonces me aflojó varios puntos el engallador, y en las cuestas siempre me lo quitaba por completo; pero el exceso de carga continuó lo mismo, lo cual no hay caballo que pueda resistir mucho tiempo. Llegaron á destruirme de tal modo, que al fin tuvieron que comprar un caballo joven que ocupase mi lugar.

Debo mencionar aquí otra circunstancia que me hizo sufrir en aquella casa. Había yo oído hablar de ello á otros caballos, pero nunca había experimentado el mal por mí mismo. Me refiero á las cuadras mal alumbradas. En la nuestra había una sola ventana, muy pequeña, en un extremo, y el resultado era que estábamos casi en tinieblas. Además del efecto deprimente que ejercía en mi espíritu, me debilitó la vista en tales términos que, cuando era sacado repentinamente de aquella obscuridad á la luz del día, me dolían los ojos. Varias veces tropecé en el umbral, porque apenas veía por donde andaba.

Creo que si hubiese estado allí mucho tiempo me hubiera vuelto miope, lo cual habría sido una gran desgracia para mí, pues á varios hombres he oído decir que es más seguro un caballo ciego completamente, que uno de vista imperfecta, que se vuelve tímido por lo regular. Escapé, por fortuna, de aquel peligro, y fuí vendido al dueño de un gran establo de coches de alquiler.