Azabache/XXX
XXX
MI ÚLTIMO HOGAR
Un día, en el inmediato verano, el mozo me limpió y me compuso con tan extraordinario es mero, que desde luego supuse que algún cambio se iba á efectuar en mi situación; me hizo las cuartillas, me dió betún á los cascos, me peinó la cola y la crin, y hasta me partió el moño. Creo que los arneses participaron también de una limpieza extraordinaria, y Alfonsito parecía medio ansioso y medio alegre, cuando montó en el tilburi en compañía de su abuelo.
—Si las señoras lo compran —dijo éste,— que darán servidas, y él también. Allá veremos.
Como á dos millas de distancia de nuestra casa nos aproximamos á una muy bonita, con un cuadro de césped y arbustos en el frente, y un camino que, por el centro, conducía á la puerta principal. Alfonso llamó, y preguntó si la señorita de Riotinto, ó la señorita Elena estaban en casa. Estaban, y mientras Alfonsito se quedó cuidándome, el señor Valladares entró en la casa. Como á los diez minutos volvió, acompañado de dos señoras: una, alta, pálida, de ojos negros y fisonomía alegre, envuelta en un chal blanco; la otra de más edad, y de un aspecto majestuoso, era la señorita de Riotinto. Se acercaron á mí, me miraron con detención, é hicieron varias preguntas á mi amo. La más joven era la señorita Elena, que comprendí desde luego que le había gustado, y así lo manifestó. Dijo que su otra hermana, la señorita Elvira, siempre se ponía un poco nerviosa cuando su carruaje era conducido por un caballo que se hubiese arrodillado una vez siquiera, y que si yo lo hacía, otra vez, era seguro que nunca se vería libre del susto.
—Ustedes saben, señoras —contestó mi amo,— que muchos caballos de primera clase pueden caer una vez y lastimarse las rodillas, por descuido del que los conduce, sin que sea de ellos la culpa, y creo que con respecto á éste, algo ha habido de eso; pero no quiero hacer presión sobre ustedes. Si se hallan inclinadas á comprarlo, pueden probarlo cuantos días quieran, y su cochero dirá lo que opina.
—Siempre ha sido usted nuestro buen consejero con respecto á caballos —dijo la más alta,— y su recomendación es muy valiosa para mí. Si mi hermana Elvira no tiene inconveniente, lo probaremos, y doy á usted las gracias por ello.
Quedó convenido que al siguiente día mandarían su cochero á buscarme.
Por la mañana se presentó un joven que parecía muy listo; al principio le gusté; pero cuando vió mis rodillas pareció muy desencantado.
—Nunca creí, señor Valladares —dijo,— que usted recomendase á mis señoras un caballo con semejante tacha.
—Joven, no hable usted antes de tiempo —contestó mi amo;— el caballo va á prueba, y estoy seguro de que ha de quedar usted contento de él; pero si no fuese tan seguro como cuantos caballos haya manejado, devuélvamelo.
Fuí conducido á mi nueva casa, y puesto en una buena cuadra. A la mañana siguiente, cuando el cochero estaba limpiándome la cara, dijo:
—Tiene una estrella igual á la que tenía Azabache, y es de su misma altura. ¿Dónde estará aquél ahora?
Continuando la limpieza se fijó en el pequeño nudo que había quedado en mi cuello en el punto por donde me sangraron. Dió un brinco y empezó á reconocerme todo minuciosamente, hablando consigo mismo.
—Una estrella en la frente, calzado de la mano izquierda, el nudito en el cuello y este lunar blanco junto á la cruz... ¡tú eres Azabache! ¡Azabache! ¿no me conoces? ¿no te acuerdas del pequeño José Contreras, que por poco te mata?— y me acariciaba sin cesar, dando muestras de la mayor alegría.
Yo nunca hubiera podido reconocerlo, pues estaba hecho un arrogante joven, con patillas negras y la voz enteramente cambiada; pero cuando vi que me había reconocido, y que él era José Contreras, sentí también una alegría muy grande. Acerqué mi hocico á él, dándole á entender que quería que fuésemos amigos. Nunca he visto un hombre más complacido.
—¡Quién sería el pícaro que te puso las rodillas en este estado, mi querido Azabache! Debes haber sido muy maltratado; pero yo te prometo que, en cuanto de mí dependa, lo vas á pasar bien ahora. ¡Si te viera Juan Carrasco!
Por las tardes me enganchó en un carruajito de mimbre, y me llevó á la puerta. La señorita Elena me iba á probar, y él iba á acompañarla. Noté en seguida que sabía guiar muy bien, y la oí celebrar mi paso, así como todo lo que José le decía asegurando que yo era el caballo Azabache, del caballero Gordon.
Cuando volvimos, las otras hermanas salieron á preguntar cómo me había portado. Ella repitió lo que José le había dicho, y añadió:
—Voy á escribir á la señora de Gordon, haciéndole saber que su caballo favorito ha venido á poder nuestro. ¡Qué contenta se va á poner!
Después de esto me sacaron diariamente, por espacio de una semana, y cuando se convencieron de que era completamente seguro, la señorita Elvira se aventuró á salir conmigo en el coche. Decidieron cerrar el trato con el señor Valladares, y que conservase mi antiguo nombre de Azabache.»
Se ha cumplido ya un año desde que vivo en este feliz lugar. José es el más bueno y cariñoso de los cocheros. Mi trabajo es cómodo y agradable, y siento que todo mi antiguo vigor y alegría han vuelto á mí. El señor Valladares decía á José el otro día:
—En poder de usted este caballo llegará, en buen estado de servicio, hasta los veinte años, ó tal vez más.
Alfonsito siempre me habla, cuando puede, y me trata como su especial amigo. Mis señoras han ofrecido no venderme nunca, por lo que ya nada tengo que temer; y con esto doy fin á mi historia. Mis penas han terminado para no volver jamás; tengo un hogar seguro para el resto de mis días, y esto me deleita tanto que algunas veces hasta sueño hallarme en las arboledas del parque de Buenavista, á la sombra de los manzanos y al lado de mis antiguos amigos.