Bailén (Pérez Galdós)/XIII

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XIII

-Gabriel -me dijo con voz temblorosa y sin dejar de mirar hacia el sitio del tumulto-, vas a hacerme un favor... ¡Los franceses! ¡Están ahí los franceses! Sí... yo he visto pasar por esa calle las gorras de pelo de a dos varas de alto... Bien lo decía yo... Mi sobrinita y mi hermana tienen unas cosas... a ellas solas se les ocurre mandarme con esta comisión, sin reparar que la pierna gotosa no me deja correr. Pero no doy un paso más... me retiro a casa... tú te encargarás de llevar las flores, la carta y el recado... ¿No oíste un tiro? Me parece que vienen por ese lado. ¡Jesús, esto es atroz! Si viene una bala perdida... Adiós, me voy; toma, chiquillo: encárgatetú de esto. Es muy fácil. Ahí está el convento. Mira, en aquel callejón está la puerta del torno. Entras, preguntas por la señorita Inés, la novicia... pues. Dices que vas de parte de la señora marquesa de Leiva. ¿Lo olvidarás?... ¡Dios mío! ¡Esas mujeres que pasan corriendo! Sin duda los muy tunantes intentan deshonrarlas. Me voy... Toma: entra tú en el locutorio. ¡Para qué vendría yo a estos malditos barrios! Toma el ramo de flores contrahechas... toma la carta, que darás a la señorita Inés... le dices que la señora marquesa está enojada con ella, y que es preciso que se decida a salir del convento... insiste mucho en esto, ¿eh?, dile que nos vamos para Madrid, y que en la corte del nuevo rey José I... ¡Demonio, eso que ha sonado es un tiro de obús!... Me parece que ahora cayó una granada en el techo de esa casa.

-¿Una granada? Lo menos cincuenta van disparadas ya -dije yo, atizando el fuego de su miedo para que se marchara pronto y me dejase tan sublime comisión.

-Conque, chiquillo -continuó, temblando como un azogado-, ¿lo harás bien? Si te dan contestación la llevas a casa. Ve pronto. Yo me escaparé corriendo por esta calle donde no se siente ruido... adiós.

Desapareció el diplomático, llevado por su miedo, y al punto entré en la portería del convento con febril alegría, y di fuertes porrazos en el torno. Una voz regañona me contestó:

-Deogracias -dije-. Vengo de parte de mi ama la señora marquesa de Leiva a traer un recado a la señorita Inés.

La portera me dijo que esperara en el locutorio, y al poco rato de estar allí corriose la cortina de éste y vi dos monjas. No sé cómo me pude mantener en pie. Una de ellas era Inés.

No me cabía duda alguna, era ella misma: en su semblante, adelgazado y pálido, habían impreso terribles huellas los sesenta días de incesantes pesares transcurridos desde el 2 de Mayo; pero la reconocí, a pesar de la escasísima luz del locutorio, y la hubiera reconocido en la oscuridad de las entrañas de la tierra. Pareciome que al verme cerró los ojos, y que asió las rejas con sus dos manos para sostenerse. Cuando me dirigió la primera pregunta su voz temblaba de tal modo, que era imposible entender sus palabras. Sin poder decir una sola, incapaz de discurso y de movimiento, permanecí yo breve rato con la cara apoyada en la reja.

La monja que la acompañaba me obligó por fin a hablar.

-La señora marquesa me ha dado este ramo de flores y esta carta -dije introduciendo ambas cosas para que las tomara Inés.

-¡Ah, el ramo para el Santo Niño de la Enfermería! -dijo la monja vieja-. La señora condesa no se olvida de nosotras.

-También me ha dado un recado de palabra para la señorita Inés -continué-, y es que se prepare a salir del convento para partir con ella a Madrid dentro de algunos días.

-¡Oh! -exclamó la vieja-. La señora condesa y la señora marquesa hacen mal en contrariar la decidida vocación de esta niña. ¡Por qué ese empeño de llevarla al siglo, cuando ella quiere dejar sus maldades y abominaciones! La pobrecita no quiere cuentas con nadie más que con su prometido esposo, que es nuestro Señor Jesucristo.

-Madre Transverberación -dijo Inés con voz más entera-, el chocolate y los bollos que han hecho sus mercedes ayer para la señora condesa, ¿dónde están? ¿Los ha traído su merced?

-No por cierto.

-¡Si tuviera su merced la bondad de ir a buscarlos para que los lleve este mozo!

-Bien pudo Vd. haberlos traído -dijo gruñendo la vieja.

-Si la señora condesa no lo recibe esta tarde, se enojará mucho, y me será difícil convencerla de que no quiero dejar nunca más esta santa morada.

-Voy por él... ¡Qué niñas éstas!

Dejonos solos la madre Transverberación, y entonces hablé así:

-Inés mía, estoy vivo, he resucitado. Salí vivo de aquel montón de victimas, donde perdimos parasiempre a nuestro buen amigo D. Celestino. Al verme vivo y sin ti, pensé que Dios me había devuelto la vida para castigarme; pero ahora que te encuentro, alabo a Dios porque veo que no una, sino dos veces me ha devuelto la vida.

-¿Debo salir de aquí? ¿Debo hacer lo que me mandan esas señoras? -me preguntó Inés con impaciencia, porque temía la vuelta de la madre Transverberación.

-Sí, Inés, sal de aquí. Haz lo que te mandan esas señoras. ¿Qué dicen en esa carta?

-Toma, léela -dijo, alargándola al través de la reja.

A la escasa luz del locutorio pude leer la carta, que decía, entre otras cosas relativas al ramo y al chocolate, lo siguiente: «Esperamos que cesará tu obstinación en profesar. Nos oponemos resueltamente a ello, y no queremos que tu ingreso en el seno de esta familia sea señal de aniquilamiento de nuestra casa. Ya te dijimos que habíamos determinado casarte con un joven de alto linaje, proyecto en el cual estriba la felicidad y grandeza y lustre de la familia a que perteneces. Todo está concertado, y aunque se aplace por motivo de la guerra, al fin tiene que ser; de modo que si persistes en profesar, nos llenarás de dolor. ¿No anhelas servirnos de consuelo en nuestra soledad? ¿No correspondes al mucho amor que te profesamos? ¿No deseas ocupar el puesto que te pertenece en nuestrocorazón y en nuestra casa? Mi sobrina y yo iremos a convencerte, y en tanto disponemos el viaje a Madrid, adonde nos acompañarás, porque tu presencia es indispensable a las diligencias de tu legitimación».

-Sí, saldré -dijo Inés cuando acabé de leer la carta-. Ya no quiero estar más aquí.

-¿Pues qué, estabas decidida a profesar?

-Sí, muy decidida. Nada me consolaba sino la idea de encerrarme aquí para siempre. Cuando me trajeron a Córdoba... ¡qué días y qué viaje!, yo no sabía lo que era de mí. Me encerraron en este convento... luego vinieron esas señoras a decirme que era su sobrina... me besaron... lloraron mucho las dos... luego dijeron que me iban a casar, y cuando les contesté: «Pues ya que me han puesto aquí, aquí me he de quedar toda la vida», ambas se afligieron mucho... Me visitan con frecuencia, acompañadas de un señor de edad que me hace mil caricias, y asegura quererme mucho; pero siempre me he negado a ceder a sus ruegos para salir.

-¿Y ahora?

-Las paredes del convento se me caen encima, y anhelo salir.

-¡Pero te van a casar! -exclamé indignado-. Te quieren casar y no se hunde el mundo.

Entonces se rió, creo que por primera vez después de mucho tiempo, y aquella espontánea alegría me pareció expresión de una renaciente vida. Inés salíadel seno del claustro como yo del montón de muertos de la Moncloa, y al contestar con una sonrisa a mis amorosas quejas, sacaba del sepulcro de la Orden el pie que tan impremeditadamente había metido dentro. Viéndola reír, reíme yo también, y al punto olvidando la situación, nos hablamos con la confianza de aquellos tiempos en que de nuestras penas hacíamos una sola.

-¡Ay, chiquilla! Ahora que eres archiduquesa y archipámpana, ¿no tienes vergüenza de quererme?

-¿Pero qué quieren hacer de mí? -dijo Inés poniéndose triste otra vez.

-Mira, princesa; haz lo que te mandan esas señoras: obedécelas en todo. Ya habrás conocido el parentesco que tienes con ellas. Dios te ha puesto en sus manos: acepta lo que Dios te da, y él arreglará lo demás.

-Saldré del convento -afirmó ella-. ¡Ay! Las madres se van a asustar cuando me lo oigan decir. Pero ya Dios no quiere que yo sea monja.

-No lo serás, no; y cuando yo vuelva de la guerra...

-¿Pero vas tú a la guerra? Chiquillo, ¿quién te ha metido en guerras?

-¿Pues qué he de hacer? ¿Quieres que toda la vida sea criado? Escucha, Inés, lo que me pasó hace días en casa de la señora condesa. Fui a visitarla, y habiendo cometido la indiscreción de decirle que teamaba, se enfureció de tal modo que me hizo poner en la puerta de la calle.

Inés cruzó las manos, dejándolas caer luego con desaliento sobre su falda, mientras elevaba sus ojos al cielo, sin decir nada.

-No soy más que un criado, Inés -exclamé agarrándome con fuerza a la reja y sacudiéndola, como si quisiera hacerla pedazos-; no soy más que un miserable chico de las calles, indigno de ser mirado por personas de tu clase. Después que nos separamos, mira qué distantes estamos uno de otro. Pero no creas que lo siento; me gusta verte donde debes estar.

-¿Y tú? -me preguntó con perplejidad.

-Yo haré lo que deba, Inesilla. Sal de este convento, ve con esas señoras, y espérame tranquila, con la seguridad de que iré a buscarte. Si para entonces no has variado... si te encuentro la misma...

Inés me contestó al instante pasando su dedo índice por uno de los huecos de la reja. Yo se lo besé, se lo mordí tan sin pensarlo, que ella no pudo contener un pequeño grito, a punto que la madre Transverberación regresaba con el chocolate y los bollos.

-¿Qué es eso, niña? -exclamó la vieja asombrada de oírla chillar.

-Nada, madre Transverberación. Esta reja tiene unos picos... Al mover la mano me lastimé un dedo -repuso Inés chupándose la coyuntura del dedoíndice y sacudiéndolo después para aparentar el dolor del supuesto rasguño.

-Aquí están el chocolate y los bollos -añadió la monja-. Vaya, ya es tiempo de que se marche ese mocito, porque oscurece y no es ésta hora de tener abierto el locutorio.

-Rabiando estoy por marcharme -dije-. Vengan acá esos bollos y ese chocolate, que la señora marquesa ha de estar con el alma en un hilo, aguardando tan buenas cosas. ¿Y qué le digo a su merced en contestación al recado que tuve el honor de traer?

-Que está muy bien -contestó Inés apretando su cara contra la reja-. Que haré lo que me mandan, y que cuando quieran venir por mí, estoy dispuesta a salir del convento.

-¿Cómo es eso, niña? -dijo alarmada la monja-. ¡Que quiere Vd. salir! ¡Qué pensará su futuro esposo Jesucristo si llega a sus oídos lo que Vd. ha dicho! Y tiene que saberlo forzosamente, porque Él está en todas partes y todo lo oye. Nada, nada -añadió arrimando su hocico a la verja-. Rapaz, a la señora marquesa dirá Vd. que la niña persiste en su ejemplar vocación, y que si quieren verla enfadada y bufando de rabia, que le hablen del siglo y sus tentaciones.

Inés prorrumpió en una carcajada tan natural, tan graciosa, tan fresca, tan jovial, que hasta las paredes del convento parecían regocijarse con tan alegre música.

-¿Qué risas tan mundanas son esas? -dijo la madre Transverberación-. Es la primera vez que se ríe Vd. de ese modo en esta casa. ¿Qué pasa para tanta alegría?... Adentro, niña, adentro y daremos parte de este inaudito desenfado a la madre abadesa.

Cerrose el locutorio y salí a la calle. Sentíame con nueva vida, con centuplicadas fuerzas en mi espíritu y en mi cuerpo; sentíame capaz de todo, de la abnegación, de la lucha, hasta del heroísmo, porque la presencia y las palabras de Inés habían abierto desconocidos horizontes, inmensos espacios delante de mí.