Bajo las luces del sol naciente

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BAJO LAS LUCES
DEL SOL NACIENTE



E

ra el país de oro y seda, y en el aire fino como de cristal volaban las cigüeñas, y se esponjaban los crisantemos del biombo. Los cerezos florecían, y entre sus ramas alegres se divisaba un monte azul. Una rana de madera labrada era igual a las ranas del pantano. Sobre la laca negra corría un arroyo dorado. Muñecas de carne, con la cabellera atravesada por alfileres áureos, hacían reverencias sonrientes, y gestos menudos. En las casas de papel, en la ignorancia feliz del pudor, se bañaban las niñas. Cortesanas ingenuas servían el té en tacitas de Liliput. En los «kimonos» historiados se envolvían cuerpos casi impúberes e inocentemente venales. Se hablaba de un viejo llamado Hokusai, que se llamaba a sí mismo «el loco del dibujo». Floreros raros se llenaban de flores extrañas ante los budhas risueños. Nobles daimios hacían lucir al sol curvos sables de largo puño. Los «netskes» y las máscaras reproducían faces joviales o aterrorizadas, caras de brujas o regordetas caras infantiles. Al amor de una naturaleza como de fantasía, se vivía una vida casi de sueño.

Artistas y artesanos realizaban labores extraordinarias, que llegaban a las naciones lejanas como de imperios de cuento. Se educaba la sonrisa y se inculcaba la afabilidad. Se conservaban con respeto las antiguas y sagradas tradiciones en el dulce ambiente de una existencia sencilla. Se desconocía el egoísmo y se practicaba la más perfecta y blanda cortesía. Los preceptos del viejo Confucio ordenaban la severidad y la imparcialidad a jueces ceremoniosos. Había un profundo concepto de la justicia y de la virtud, un aspecto innato de la superioridad jerárquica, y el superior era bondadoso, y sumiso y sagaz el inferior. Bonzos sabios enseñaban la fuerza de las plegarias y la fe en las potencias ocultas. La paciencia y la tenacidad eran virtudes comunes; eran desconocidas, o raras, la doblez, la inquina, la traición. La poesía se mezclaba a la vida cotidiana. El amable «saké» hacía cantar más tiernamente a las «samisén». Se tenían para el huésped los más amables «sayonaras». Se pasaban horas de miel y caricias, con sutiles amorosas que tenían nombres de piedras ricas, de pájaros lindos, de flores exquisitas. Gloriosos «samurayes» se vestían como grandes y metálicos insectos. Viejos peregrinos sabían fábulas e historias inauditas. Pintores únicos tomaban detalles de la naturaleza y de la vida, de manera que detenían en un papel de seda el aletazo de una carpa, el salto de un tigre o el vuelo de una garza. Campesinos pacientes sembraban el arroz al abrigo de sus agudos sombreros de floja paja. Se tenía el culto preciso de los antepasados y se sabía por seguro que hay buenos dioses y perversos demonios. Shintoistas o budhistas, los hombres cumplían con los preceptos de sus religiones, aceptaban los consejos de sus sacerdotes, y al lado de las divinidades veneraban a los héroes de la acción o del pensamiento. Se predicaba y se sostenía firme el amor al país y la adhesión inmensa al Mikado. Había una idea tan grande del honor, que el suicidio en casos especiales formaba parte de las costumbres. Se tenía el temor de lo divino y desconocido, y se saludaba la memoria de los abuelos. Se amaba como en ninguna parte a los niños; como en ninguna parte se obedecía a la autoridad paternal, y ante las vasijas de calada madera había siempre, en tibores de prodigiosa porcelana, ramos floridos. El conjunto de principios que los letrados infundían al pueblo, se reducía a pocas palabras. Decían: «Hay un Dios superior. Tiene como atributos la inteligencia, el valor, el amor. Por la unidad de su espíritu y de su energía vital fueron creados el dios Takanu Musubi y la diosa Kanmi Musuti, que forman, con su padre, una augusta Trinidad. De la unión de estos dos nacieron otros dioses, y, por último, los divinos antecesores de la familia imperial y de la raza humana: Yzanagi e Yzanami. El alma del hombre es, por tanto, origen divino e inmortal. Su cuerpo fué creado también por la energía divina; pero no contiene de ésta lo bastante para ser inmortal. El deber del hombre es cultivar, primero, las tres virtudes divinas, después las siete virtudes que de ellas se derivan: la lealtad al emperador, la piedad filial, la castidad, la obediencia a los superiores, la sinceridad en la amistad, la bondad y la misericordia. El camino de la virtud es el de la felicidad. La ley de la causa y del efecto reina en el mundo presente y en el mundo futuro. El mayor criminal puede merecer el perdón, y aun el favor de Dios, si se arrepiente con sinceridad. A cada uno se le tomarán en cuenta sus acciones, y por ellas será recompensado o castigado en el mundo futuro». Los japoneses, pues, estaban en completo estado de barbarie.

En efecto, hace ya tiempo, el mundo intelectual conoció toda la barbarie que revelaron los Goncourt a la curiosidad y al arte occidentales. Se supo que maravillosos pinceles estaban dotados de desconocidos prestigios. Una civilización contemporánea de Nabucodonosor se había conservado a través de siglos e invasiones. Sabios y poetas, que estudian los clásicos chinos, meditaban y enseñaban. Brotaban de los hornos las ricas obras de los alfareros de Satzuna. Un misterio legendario flotaba sobre la región nipona, tan extraña como las naciones orientales en que se mueven las magias de Sheherazada. El pueblo que, según la frase de Voltaire «jamás ha sido vencido», guardaba con admiración religiosa el nombre y el recuerdo de sus héroes, de los violentos caballeros y marinos que rechazaron a los enemigos mongoles y libraron la integridad del territorio.

Un sano y vigoroso feudalismo mantenía en lo alto la seguridad del gobierno, y abajo la felicidad del pueblo. Los poetas escriben poemas en que se cantan la fidelidad y el amor en flor eternamente. Las danzarinas saben bailes de argumento, que regocijan discretamente a los espectadores. Los fieles no faltan a las ceremonias de los templos, y hay pompa hermosa y nobleza ritual. Lafcadio Hearn nos explica lo que es el Shinthoismo. Shinto significa carácter en su sentido más elevado: valor, cortesía, honor, y, sobre todo, lealtad. Shinto significa piedad filial, amor al deber, voluntad siempre lista al abandono de la vida por un principio, y sin preguntar el por qué. Está en la docilidad del niño, en la dulzura de la mujer. Es también conservador, saludable freno a las tendencias del espíritu nacional, fácilmente inclinado a dejar lo mejor del pasado para precipitarse con ardor en las modernidades extranjeras. Es una religión transmitida en una impulsión hereditaria hacia el bien, en un puro instinto moral. Es, en una palabra, toda la vida emocional de la raza: El alma del Japón. Así, el renunciamiento a la propia satisfacción, hasta a la vida, por la común felicidad, el deber cumplido, el sacrificio voluntario y cordial, eran características de esos singulares salvajes. Y en su sacro libro del Kodjiki aprendían ejemplos de tiempos remotos, como el siguiente: «El príncipe Mayoana, de edad de siete años solamente, después de haber matado al asesino de su padre, se había refugiado en casa del Gran Tsubura, y las multiplicadas flechas semejaban un campo de cañas. El Gran Tsubura se adelantó, y quitando sus armas de su cinto se prosternó ocho veces, y dijo: «La princesa Kará, mi hija, que tú te has dignado llamar hace poco, está a tus órdenes, y te ofrezco, además, cinco graneros de arroz. Si humilde esclavo de tu grandeza, me presto a luchar hasta el fin, no conservo la esperanza de vencer; al menos, puedo morir antes de abandonar a un príncipe que ha puesto en mí su confianza al penetrar en mi casa». Habiendo así hablado, volvió a tomar sus armas, y se lanzó de nuevo en el combate. Mas las fuerzas le abandonaron, y había agotado ya todas sus flechas. El Gran Tsubura dijo: «Ya no tenemos flechas, y nuestras manos están heridas; no podemos ya combatir. ¿Qué nos resta que hacer?» «No nos queda nada que hacer», respondió el príncipe. «Ahora, quítame la vida.» Y el Gran Tsubura tomó su sable y quitó la vida al príncipe. Luego, haciendo girar el arma contra sí mismo, hizo caer a sus pies su propia cabeza.» Esas eran las lecturas de antaño, las que los ministros del culto comentaban y las generaciones comprendían, infundiendo así cada día en los corazones nuevos las antiguas virtudes. «La conciencia, dice Hearn, llega a ser el solo guía, por la doctrina de la intuición, que no tiene necesidad de decálogo o de código fijo que señale las obligaciones morales. «Teólogo y filósofo, dice Motoonori, que todas las ideas morales necesarias al hombre le son sugeridas por los dioses y son de la misma naturaleza instintiva que las que le obligan a comer cuando tiene hambre, y a beber cuando tiene sed. El, el sapiente Hirata: «Toda acción humana es la obra de un dios.» Y de nuevo Motoonori: «Haber comprendido que no hay ni camino que conocer, ni ruta que seguir, es seguramente haber comprendido el camino de los dioses.» Y otra vez Hirata: «Si tenéis deseos de practicar la verdadera virtud, aprended a tener temor de lo invisible, cultivad vuestra conciencia, y no os apartéis nunca del camino recto.» Y luego: «La devoción a la memoria de los antepasados es el resorte de todas las virtudes. El que no olvida nunca sus deberes para con ellos, no puede ser irrespetuoso con los dioses ni con sus padres. Un hombre semejante está siempre fiel a su príncipe y a sus amigos, bueno y dulce con su mujer y con sus hijos.» Así pensaba el Japón viejo. Semejante atraso estaba oculto tras la puerta que, los hombres colorados, fueron a abrir a cañonazos.

Y a cañonazos se despertó a la vida y a la civilización de Occidente el Japón viejo, y se convirtió en el Japón nuevo.

«Hoy, dice sonriendo afiladamente el japonés Hayashi a un periodista parisiense, hoy tenemos acorazados, tenemos torpedos, tenemos cañones. ¡Los mares de la China se enrojecieron con la sangre de nuestros muertos, y con la sangre de los que nosotros matamos! Nuestros torpedos revientan; nuestros shrapnells crepitan, nuestros cañones arrojan obuses; morimos y hacemos morir; y vosotros, los europeos, decís que hemos conquistado nuestro rango, ¡que nos hemos civilizado! Hemos tenido artistas, pintores, escultores, pensadores. En el siglo XVI editábamos en japonés las fábulas de Esopo. ¡Éramos entonces bárbaros!»

¡Oh, sí! Hoy están los descendientes de los antiguos daimios completamente civilizados. Al jiu-jitsu nacional, han agregado los conocimientos adquiridos en el Creusot y en Essen. Se les obligó a aprender la ciencia de la guerra en establecimientos occidentales; se les demostró que pasar la vida feliz, sin derramamientos de sangre, sin soldados, sin militarismo, sin cañones Krupp, era el colmo de lo salvaje. Se les enseñaron los caracteres occidentales para que pudieran leer los diarios nacionalistas de Francia, los discursos de M. Jaurés, las obras de Kipling; así supieron lo interesante del nacionalismo, lo útil del socialismo, lo superior del imperialismo. Como son hábiles y emprendedores, los nipones tuvieron pronto arsenales de ideas nuevas, tuvieron nacionalistas, socialistas, imperialistas. Se dieron una constitución. Se vistieron como se visten los hombres de Londres, que es como se visten los hombres de todo el Occidente. Vieron claramente que sonreir siempre es malo, ser afable es dañoso, ser piadoso es ridículo. Se convencieron de que ser de presa es lo mejor sobre la superficie de la tierra. Se militarizaron; se armaron, fueron excelentes discípulos de los carniceros de los países cristianos. Destruyeron toda la poesía posible, convirtieron a Madame Chrisantème en institutriz inglesa y en enfermera. Se lanzaron al asesinato colectivo con un apetito sobrehumano. Oku, Kuroko, Togo, entran en la categoría de semidioses. Se trató de matar al mayor número de rusos posible. Se trató de volar barcos, de «dinamitar» puentes, de arrasar batallones. Se va a la conquista, al degüello, al odio. ¿En dónde está ese mundo de vagos ensueños, ese mundo como lunas extra-terrestres, como astral, que admiré en las escenas, en la maravillosa actriz Sada Yacco que era una revelación de belleza exótica y peregrina? ¿En dónde están los antiguos pintores Kakemonos, los antiguos Outamaros y Hokusais? ¿En dónde las nobles creencias, los generosos ideales, la dulzura del carácter, las genuflexiones, las pintorescas amorosas, el alma antes encantadora del pasado Japón?... En la Mandchuria, la tierra se llenó de cadáveres... Los mares chinos se enrojecieron de sangre.

Se mira a los Estados Unidos con aire de desafío, con amor a la guerra...

La civilización ha triunfado...