Baladas españolas/Santa Isabel y Murillo

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A D. Germán Hernández, pintor, (pensionado en Roma)



I

Ya sonaron las campanas
de uno y otro monasterio
en las torres sevillanas:
ya murmuran las galanas
brisas de amor y misterio.

Ya se duermen los dolores
a la luz de las estrellas,
como la oruga en las flores;
y ya salen las doncellas
a sus pláticas de amores.

Es un bálsamo el ambiente:
el vivir dulce solaz:
blanda música la fuente:
delirios toda la mente:
consuelos el alma y paz.

¡Hora de divino encanto,
del edén de Andalucía!
cobijada por tu manto
hínchese de fuego santo
la ardorosa fantasía.

El artista en su paleta
ve fantasmas a millares,
que su mano traza inquieta;
y vuela raudo el poeta
al mundo de los cantares.



II

¡El artista! su amargura
¿quién ha comprendido, quién,
cuando en sueños se figura
a Dios igual en hechura,
y hombre se mira también?

¿Cuando sueña en soberano
ímpetu llegar al cielo,
y tiene y para su mano
el soplo vil de gusano
que le arrastra por el suelo?



III

¡Murillo! el sol que se va
roba a tu mente la luz...
¡Ay! ¿Si por siempre será?
¿Cómo no te inspira ya
aquel que murió en la cruz?

Duerme, duerme, ángel caído
del cielo de los pintores,
a tu flaqueza rendido:
tus plantas han destruido
pincel, paleta y colores.

¡Ay! ¿para qué te servían
si el labio a Santa Isabel
torpes e impuros hacían;
sí -«¡Dios!»- tus labios decían,
y sólo dice -«¡amor!»- él?

No con suave murmullo,
parece, apenas abierto,
cándida rosa en capullo,
que mantiene en el desierto,
brisa de celeste arrullo.

No parece que del alma
exhale el perfume blando,
que todas las penas calma,
ni el dulce son de la palma
junto al cielo suspirando.

Ni fuente de eterno bien,
ni vaso de alba pureza,
ni trasunto del edén;
ni sol que a rayar empieza
en los montes de Belén.

Sí, pobre artista dormido
en brazos del desaliento;
pintar a Dios has querido,
y Dios es sordo al acento
de las pasiones salido.

Esa boca de clavel,
que con orgullo trazó
tu vigoroso pincel,
no es la de la santa, no;
no es la de Santa Isabel.

Esa boca espera un beso
envuelto en quejas y en lloro
para abrirse de embeleso,
para murmurar; -«te adoro...»
-¡Esteban! ¿sonabas eso?

¡Ay! la santa inspiración
ha profanado, Murillo,
tu amoroso corazón:
labio en que brilla tal brillo
arde en liviana pasión.

Aunque el pecho te arrancaras
do esa imagen atesoras,
cayeras cuando volaras;
si a Dios ves tan a las claras
es porque en el mundo adoras.



IV

Pero ¿qué perfume orea
el ambiente silencioso,
como dulce miel hiblea,
como néctar oloroso
en que el alma se recrea?

¿Tiende algún ángel los vuelos
batiendo su flébil ala?
¿rásganse los sacros velos?
¡qué vago murmurio exhala!
¿es música de los cielos?

Huye ante su resplandor
la tiniebla vespertina;
llama parece de amor,
que blandamente ilumina
pinceles, cuadro y pintor.

La fimbria de su ropaje
son nubes arreboladas,
flor entre rico follaje;
macilentas sus miradas
como sol entre celaje.

Al pobre artista caído
del sol de la inspiración,
mira con rostro afligido:
-¡Esteban! sigue dormido:
no ahuyentes a la visión.

Ya se acerca... ya se fue...
piérdese a la vista incierta...
se para del lienzo al pie...
-¡Despierta, Bartolomé!
¡despierta por Dios! ¡despierta!

El lienzo su labio toca
y la pintura abrillanta
el resplandor de su boca;
la mente confunde loca
a la visión y la santa.

Como a la rosa la abeja
se separa o se avecina,
al lienzo corre y se aleja,
y de su boca divina
el fiel traslado le deja.

Despierta ya, ángel caído
del sol de la fantasía;
fuego a tu cuadro ha traído
sola en el cielo encendido
la misma reina de Hungría.