Bar hacia el alba
Apariencia
I Jaime Barrera Parra fue un profesional del mutismo. El mutismo fue su predilecto género de conversación. Aquella noche, mientras Juan Roca Lemus hablaba copiosamente alrededor de la teoría y la práctica de la caza del cocodrilo, Jaime construía su silencio al compás del corazón y del saxofón que desde la orquesta elevaba la temperatura del bar con una enfática música de las Antillas. Pero de pronto, en inverosímil ejercicio de locuacidad, inició el ditirambo de las grafónolasen una laboriosa plática que después de complicarse con cierta erudita exégesis portuaria del amor desembocó de manera imprevisible frente a la decadencia de la marimba para concluir con una fundamental metáfora sobre el asesinato. Y volvió a callar. Por única vez vi entonces intervenir en su conversación unos cuantos elementos de esa literatura suya que siempre pareció como compuesta entre la atmósfera nocturna de algún bar donde ardiera la cobriza música de las Antillas. II En su camarote de periodista, bajo el aturdimiento litográfico que desplegaban tres dibujos de Covarrubias, cuarenta y cinco retratos de Marlene Dietrich y un mapamundi, Jaime Barrera Parra escribía su prosa impregnada en anilinas locomotrices. A bordo de su “Remington Typewriter 12” aterrizó en los temas de todos los climas. Los recuerdos de su adolescencia provincial y de su juventud internacional coloreaban sus párrafos con una tintura de veloz trascendencia geográfica. Por eso quienes cubrían los itinerarios de su estilo comentaban luego la aventura con esa premurosa sintaxis que se usa para redactar los boletines de turismo. A las rutas marítimas y terrestres que recorría llevó siempre Barrera Parra sus añoranzas rurales cariñosamente dobladas en su cartera. Las vertiginosas estampas que iba filmando su óptica viajera se alineaban paralelamente a su cordial colección de acuarelas silvestres. Junto al puente de Brooklyn y a la torre Eiffel figuraba el campanario y la estrella de la tarde. Las ciudades, las mujeres y las cataratas de exótica ortografía colindaban con sus nativas imágenes aldeanas, pulidas por el ángelus y el plenilunio. Detrás de los timbales y trombones de Paul Whiteman fluía de su memoria un octosílabo eco de guitarra. Asomado permanentemente al escenario de Europa, con la inteligencia irrigada por lecturas y tóxicos, vitaminas y tesis de Occidente, Barrera Parra no perdió nuca el ritmo cromático de su tierra original. Y esa fue la clave de su ejemplar humorismo. Su bifocal sensibilidad le proporcionó el mecanismo de síntesis necesario para reducir a frases definitivas las ideas y las emociones de la literatura y la política, desde las atribuciones cósmicas del poeta cursi hasta la influencia de las neveras en la obra de Baldomero Sanín Cano, pasando por la importancia electoral de los maizales en los Estados Unidos e incluyendo la neurastenia del elefante. Así en esta retórica labor de superposición, dispersión, distribución y revolución de hombres, libros, paisajes y animales. Jaime Barrera Parra inauguró un inolvidable funcionamiento del adjetivo y una sorpresa técnica de la metáfora. III Jaime Barrera Parra deseaba envejecer en un puerto. Una playa, un faro, un bar. De noche impulsado por el humo de las pipas trashumantes y por un viento de narraciones con nombres de archipiélagos, el bar iría navegando hacia el alba. Jaime recordaría que allá dentro de sus mejores páginas ocultó la música de su acordeón trasoceánico que fue, como el acordeón de Pierre Mac Orlan una cartera llena de documentos sentimentales. Y quizá en la madrugada marina le hubiera sido grato ejecutar en él un vals de Waldteufel.Texto anterior: Ramona