Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina/29

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De la política que conviene a la situación de la República Argentina[editar]

La política está llamada a preparar el terreno, a disponer los hombres y las cosas de modo que la Constitución se sancione; a tomar parte en la Constitución misma y a cuidar de que su ejecución, después de sancionada, no encuentre en el país los tropiezos y resistencias en que han escollado las anteriores. Veamos cuál debe ser nuestra política en las tres épocas que reclaman su auxilio, antes, durante y después de la sanción de la Constitución.

La exaltación del carácter español, que nos viene de raza, y el clima que habitamos, no son condiciones que nos hagan aptos para la política, que consta de prudencia, de reposo y de concesión; pero debemos recordar que ellos no han impedido a Grecia y a Italia, ardientes como el pueblo español, ser la cuna antigua y moderna de la legislación y de la ciencia del gobierno. España misma ha debido más de una vez a su política, sino acertada, al menos firme, hábil y perseverante, el ascendiente que ha ejercido sobre una parte de Europa, y el éxito de grandes e inmortales empresas.

Toda constitución emana de la decisión de un hombre de espada, o bien del sufragio libre de los pueblos. Pertenecen a la primera clase las otorgadas por los conquistadores, dictadores o reyes absolutos; y también las sancionadas en circunstancias críticas y difíciles por un jefe investido por la nación de un voto de confianza. Así es la que rige en este instante a la turbulenta República francesa.

Las constituciones de más difícil éxito son las emanadas del voto de los pueblos reunidos en convenciones o congresos constituyentes. Ellas son producto de las inspiraciones de Dios y de una política compuesta de honradez, de abnegación y de buen sentido. A este género difícil pertenecerá la que deba darse la República Argentina, si como la República francesa, no apela a la confianza de un hombre solo, para obtener sin anarquía y sin pérdida de tiempo una ley fundamental, basada en condiciones expresadas por ella previamente. Este expediente arriesgado, pero inevitable, en circunstancias como las que acaba de atravesar Francia, es susceptible de condiciones dirigidas a garantizar el país contra un abuso de confianza.

Pero si, como es creíble, la República pide su constitución a un Congreso convocado al efecto, será necesario que la política de preparación prevea y adopte los medios convenientes para que no quede ilusorio y sin efecto el fruto de sus esfuerzos, como ha sucedido desgraciadamente repetidas veces.

He aquí las precauciones que a mi ver pudieran emplearse para preparar de un modo serio los trabajos del Congreso.

Las instrucciones de los diputados o sus credenciales han de determinar con toda precisión los objetos de su mandato, para no dar lugar a divagaciones y extravíos. El fin y objeto de su mandato debe ser exclusivamente constitucional. Si posible fuere, debe determinarse un plazo fijo para el desempeño de ese mandato. La uniformidad en las instrucciones o credenciales sería de grande utilidad, y se pudiera obtener eso al favor de indicaciones dirigidas al efecto por la autoridad iniciadora de la obra constitucional a las Provincias interiores.

Los poderes de los diputados constituyentes deben ser amplísimos y sin limitación de facultades para reglar el objeto especial de su mandato. Si este objeto ha de ser el trabajo de la Constitución, debe dejarse a su criterio el determinar su forma y su fondo, porque esta distinción metafísica, que tanto ha embarazado nuestros ensayos anteriores, no divide en dos cosas reales y distintas lo que en sí no es más que una sola cosa. Constitución y forma de gobierno son palabras que expresan una misma cosa en el sentido de la Constitución del Estado de Massachussets, modelo de la Constitución de los Estados Unidos, sancionada más tarde, y en que tal vez se inspiró Siéyes para escribir la declaración de los derechos del hombre.

Los poderes deben contener la renuncia, de parte de las Provincias, de todo derecho a revisar y ratificar la Constitución antes de sancionarse. Sin esa renuncia, será muy difícil que tengamos Constitución. El deseo de conservar íntegro el poder local hallará siempre pretextos para desaprobar una constitución que disminuye la autoridad de los gobiernos de provincia, y que no podrá menos de disminuir, porque no hay gobierno general que no se forme de porciones de autoridad cedidas por los pueblos. Este expediente es exigido por una necesidad de nuestra situación especial, y debemos adoptarlo, aunque no esté conforme con el ejemplo de lo que se hizo en Estados Unidos, donde los espíritus y las cosas estaban dispuestos de muy distinto modo que entre nosotros.

El Congreso constituyente debe ser como un gran tribunal compuesto de jueces árbitros, que ciñéndose al compromiso contenido en sus poderes, corte y dirima el largo pleito de nuestra organización por un fallo inapelable, al menos por espacio de diez años.

El país que en la extremidad de una carrera de sangre y de desastres, no es capaz de un sacrificio semejante en favor de su quietud y progreso, no ama de veras estas cosas.

Estos arreglos preparatorios son de importancia tan decisiva que se deben promover por la autoridad que haya dirigido la convocatoria a las Provincias, en cualquier estado de la cuestión, con tal que sea antes de la publicación del pacto constitucional. Los arts. 6 y 12 del Acuerdo celebrado el 31 de Mayo de 1852 en San Nicolás satisfacen casi completamente esta necesidad.

Con la instalación del Congreso empezarán otros deberes de política o de conducta que ese cuerpo no deberá perder de vista.

El primero de ellos será relativo a la dirección lógica y prudente de las discusiones. Eso dependerá en gran parte del reglamento interior del Congreso. Este trabajo, anterior a todos, es de inmensa trascendencia. No debe ser copia de cuerpos deliberantes de naciones versadas en la libertad, es decir, en la tolerancia y en el respeto de las contrarias opiniones, sino expresión de lo que conviene a nuestro modo de ser hispano-argentino. El reglamento interior del Congreso debe dar extensas facultades a su presidente, cometiéndole la decisión de todas las incidencias de método en las discusiones. Imagen de la República, el Congreso tendrá necesidad de un gobierno interior vigoroso, para prevenir la anarquía en su seno, que casi siempre se vuelve anarquía nacional.

El Congreso de 1826 comprometió el éxito de su obra por graves faltas de política en que incurrió a causa de la indecisión de su mandato y de su régimen interno.

Sancionó una ley fundamental antes de la Constitución, es decir, expidió una Constitución previa y provisoria antes de la Constitución definitiva.

En la Constitución provisoria o ley fundamental, dada dos años antes que la Constitución definitiva, se declaró uno el Estado; y sin embargo, antes de redactar la Constitución final, se preguntó a las Provincias si querían formar un solo Estado o varios.

Esa cuestión de metafísica política, poco consecuente con la ley fundamental de 23 de Enero de 1825, fue sometida al criterio inmediato de Provincias, que, como Santa Fe, no tenía un solo letrado; Corrientes, que no tenía más abogado que el doctor Cosio; Entre Ríos, que no tenía uno solo. Los comisionados, elegidos por más capaces, pidieron a sus sencillos comitentes la decisión de un punto de metafísica política en que se dividiría por cien años el Instituto de Francia.

Se creó un Presidente o semi-gobierno general (no hubo judicatura del mismo carácter), antes que existiera una constitución conforme a la cual pudiese gobernar ese magistrado de una República inconstituida.

Se creó un Poder ejecutivo nacional (era el nombre) cuando todavía era problemático para el Congreso que le creó, si habría Nación o solamente Federación.

Se dejó coexistiendo con ese poder los poderes provinciales, viviendo juntos a la vez quince gobiernos, a saber, catorce provinciales y uno nacional.

Creado este gobierno sin suprimir ninguno de los que antes existían garantidos por la ley fundamental, ¿qué resultó? Que el gobierno nacional reconoció su falsa posición; que no tenía de poder sino el nombre; que no tenía agentes, ni tesoro, ni oficinas, ni casa a su inmediato servicio; porque todo eso había sido dejado como antes estaba por la ley fundamental, que al mismo tiempo preveía la creación inconcebible de ese gobierno general de un país ya gobernado parcialmente.

El gobierno general tuvo que pedir una capital, es decir, una ciudad para su asiento y gobierno inmediato, y el Congreso constituyente declaró a Buenos Aires, con todos sus establecimientos, capital de la Nación, cuando todavía ignoraba ese mismo Congreso si habría Nación o sólo Confederación. Esto era un resultado lógico de la creación precoz del presidente.

Así, el Congreso entró en arreglos administrativos u orgánicos primero que en la obra de la Constitución. Y como el derecho administrativo no es otra cosa que el cuerpo de las leyes orgánicas de la Constitución y viene naturalmente después de ésta, se puede decir que el Congreso invirtió ese orden, y empezó por el fin, organizando antes de constituir.

¿Los hechos, las exigencias de la situación del país precipitaron así las cosas? ¿O provino ello de falta de madurez en materias públicas? Quizás concurrieron las dos causas. El hecho es que esa confusión de trabajos y esa inversión de cosas ayudaron poderosamente a las tendencias desorganizadoras que existían independientemente de todo eso.

Tenemos ideas equivocadas sobre el valor de los conocimientos constitucionales de nuestros hombres más eminentes de ese tiempo. La nueva generación los estima según las impresiones y recuerdos de niñez. Sin duda, sabían mucho comparados con su tiempo y con los medios de instrucción que tuvieron a su alcance. Pero la misma ciencia europea con que nutrían sus cabezas ha hecho adelantos posteriores, que nos han permitido sobrepujarlos, sin que valgamos más que ellos como talentos, por una ventaja debida al progreso de las ideas. Las siguientes palabras dan a conocer la consistencia de las ideas constitucionales del señor canónigo don Valentín Gómez, miembro importantísimo de la Comisión de negocios constitucionales. «En mi opinión, decía, debe ser muy corto el tiempo que consuma la Comisión en formar el proyecto de Constitución, porque mi opinión es que si el Congreso se decide por la federación, se adopte la Constitución de Estados Unidos... y si se declara por el sistema de unidad, que se adopte la Constitución del año 19..., de modo que, a mi juicio, en medio mes podrá estar presentada al Congreso». (Discurso pronunciado en la sesión del 15 de Abril de 1826).

El mismo orador, huyendo de todo trabajo original, apoyó la adopción de la Constitución unitaria de 1819, que tuvo por redactor al señor deán Funes. Para estimar la profundidad de los conocimientos del señor deán Funes en materia de centralización política, podrán citarse sus propias palabras, vertidas en la sesión del Congreso constituyente argentino el 18 de Abril de 1826. «La Provincia de Buenos Aires, decía el señor Funes, no puede tener representantes en el Congreso elegidos por ella misma...

Desde que la Provincia de Buenos Aires fue elevada al puesto de capital, dejó de ser provincia, y por consiguiente sus representantes no son representantes de una provincia»... «¿A quién representan estos diputados? ¿A una provincia? No: a un territorio nacional; y cuando decimos territorio nacional, ¿qué entendemos? El cuerpo moral que lo habita; los mismos habitantes que lo habitan son nacionales, y por consiguiente no son representantes de ninguna provincia, sino de un cuerpo nacional. ¿Y quién puede representar ese cuerpo nacional? El mismo Congreso... La Provincia de Buenos Aires está suficientemente representada con el Congreso, desde que ella dejó de ser una parte de la Nación». El señor canónigo Gómez refutó estas extravagancias de un modo victorioso; y a pesar de eso apoyó la adopción de la Constitución unitaria, que elaboró el señor Funes en 1819.

Traigo estos recuerdos para hacer notar la obligación que impone al Congrego un estado tan delicado y susceptible de cosas, de proceder con la mayor prudencia y de abstenerse de pasos que lo hagan partícipe indirecto del desquicio del país.

Tráigolos también con el fin de substraer nuestros espíritus al ascendiente que ejerce todavía el prestigio de trabajos pasados inferiores a su celebridad.

Tampoco debe olvidar el Congreso la vocación política de que debe estar caracterizada la Constitución que está llamado a organizar. La Constitución está llamada a contemporizar, a complacer hasta cierto grado algunas exigencias contradictorias, que no se deben mirar por el lado de su justicia absoluta, sino por el de su poder de resistencia, para combinarlas con prudencia y del modo posible que los intereses del progreso general del país. En otro lugar he demostrado que la Constitución de los Estados Unidos no es producto de la abstracción y de la teoría, sino un pacto político dictado por la necesidad de conciliar hechos, intereses y tendencias opuestos por ciertos puntos, y conexos y análogos por otros. Toda constitución tiene una vocación política, es decir, que está llamada siempre a satisfacer intereses y exigencias de circunstancias. Las cartas inglesas no son sino tratados de paz entre los intereses contrarios.

Las dos constituciones unitarias de la República Argentina de 1819 y 1826 han sucumbido casi al ver la luz. ¿Por qué? Porque contrariaban los intereses locales. ¿Del país? No, precisamente; de gobernantes, de influencias personales, si se quiere. Pero con ellos se tropezará siempre, mientras que no se consulten esos influjos en el plan constitucional.

Para el que obedece, para el pueblo, toda constitución, por el hecho de serlo, es buena, porque siempre cede en su provecho. No así para el que manda o influye.

La política -no la justicia- consulta el voto del que manda, del que influye, no del que obedece, cuando el que manda puede ser y sirve de obstáculo; respeta a la República oficial, tanto como a la civil, porque es la más capaz de embarazar. ¿Podéis acabar con el poder local? No, acabaréis con el apoderado, no con el poder; porque al gobernante que derroquéis hoy, con elementos que no tendréis mañana, le sucederá otro, creado por un estado de cosas que existe invencible al favor de la distancia.

Y en la constitución política de esos intereses opuestos deben presidir la verdad, la lealtad, la probidad. El pacto político que no se ha hecho con completa buena fe, la constitución que se reduce a un contrato más o menos hábil y astuto, en que unos intereses son defraudados por otros, es incapaz de subsistir, porque el fraude envuelve siempre un principio de decrepitud y muerte. La Constitución de los Estados Unidos vive hasta hoy y vivirá largos años, porque es la expresión de la honradez y de la buena fe.

Es por demás agregar en este lugar que la Constitución argentina será un trabajo estéril, y poco merecedor de los esfuerzos empleados para obtenerlo, si no descansa sobre bases aproximadas a las contenidas en este libro, en que sólo soy órgano de las ideas dominantes entre los hombres de bien de este tiempo.