Bichos y yuyos
Bichos y yuyos
[editar]El celestial pintor encargado de iluminar, en el libro de la naturaleza, la gran página de la América del Sud, gastó en las comarcas más favorecidas por el sol, sus mejores colores. No dejó allá un árbol, una yerba sin pintar, y no sólo hizo inaudito derroche de verde en las hojas, sino que en todas partes colocó flores amarillas, coloradas, azules y violetas, prodigando en los bosques y en los prados, en las planicies y en las montañas, todos los esplendores de las notas más llamativas. No contento con esto, agotó casi todo lo que le quedaba de sus más brillantes pastas, en adornar regiamente las moscas, las mariposas y los pájaros; de modo que, cuando llegó a la Pampa, su paleta desasurtida no le alcanzó más que para pasar encima de todo, plantas y seres, una leve y uniforme mano de gris, verdoso o cas taño, apagado y sin barniz, pues también éste se le había acabado.
En vano, protestaron todos los bichos y pájaros que ya poblaban la Pampa; no había más remedio que sufrir y aguantar, lo que, renegando, hicieron, consiguiendo apenas, a gritos, una que otra pinceladita colorada, azul, verde o amarilla, algunos privilegiados, como el churrinche, que quedó con la cabeza y el pecho punzó, el flamenco que logró media mano de rosado, el tero que pudo teñirse las espuelas de colorado, y así algunos otros.
Pero, en compensación, ya que les faltaban los colores hermosos prodigados a las plantas y a los animales de los países tropicales, las plantas de la Pampa quedaron libres de ponzoña; las fieras fueron pocas y poco temibles, y lo mismo las serpientes. El romerillo, es cierto, bien podría matar algunos animales que no lo conocieran, pero basta zahumarlos un rato con una fogata de la misma planta, y pronto dejan de probarlo. Hay abrojos, en la Pampa, pequeños y grandes, chamico, paja brava y rosetas, cardos y cortadera, flechillas y pasto puna; pero los abrojos, sólo los trae la población; el agricultor es el que siembra, con su trigo, el chamico, y los cardos de espina más brava sirven, como cualquier otro yuyo, de mantención a la hacienda.
¿Quién no perdonaría a la cortadera los tajos que pueda dar en dedos imprudentes? Tiene que defender contra los atrevidos el delicado penacho de sus flores hermosas. La flechilla daña al cordero, si lo dejan con lana, pero también lo mantiene. Si el pasto puna poco sirve, tampoco resiste mucho al arado; y del hombre depende el tener tierra buena, siendo el pasto puna un mal merecido para el que, por pereza, lo quiera conservar. En tierras mejoradas, nacen mejores plantas: según los pastos son las haciendas, y según las haciendas, también son los hombres.
Entre los pajonales y los juncales viven los bichos dañinos y la gente perversa; todo lo malo se junta; se esconden allí los gauchos haraganes, atorrantes y ladrones; y también los tigres y los pumas, mientras no los aleje la población, al tupirse.
Pero también, entre el trébol abundante y florido, la gramilla tupida y el cardo nuevo, pastean a millares las mansas ovejas, cuidadas por gente pacífica y bien mantenida, y con el traqueo de las majadas, salen y suben al cielo, mezclados en delicioso concierto, los mil perfumes de las plantas olorosas de la cañada fértil, la altamisa, la verbena sutil, la flor morada, el trébol de olor y la rama negra embriagante.
No faltan, es verdad, algunos bichos traviesos, en esas mismas tierras privilegiadas, y no dejan, a veces, las plantas más buscadas por los rebaños, de dar hospitalidad bajo su follaje al zorro o a la comadreja. Es que también allí abundan las habitaciones, con sus despensas bien provistas, sus gallineros bien poblados, sus galpones llenos de maíz; y aunque debieran saber que poco le gusta al hombre que lo vengan a despojar de lo que es suyo, se atreven, a menudo, hasta a venir a cavar su cueva familiar en las mismas casas. La comadreja es la más osada, capaz, como lo es, de venir de noche, a chuparse la leche de un cántaro, o a robar pollos o huevos, o cualquier otra cosa, en una pieza habitada. Es que tiene que mantener a ocho o diez comadrejitas pequeñas, y le parecerá natural que el hombre la ayude a criar toda esta preciosa familia, de tan provechoso porvenir.
El zorrino también parece preferir la habitación humana para criar su prole ¡Aberración singular! Así mismo, no le gusta el progreso, pues raro es el viaje que pueda uno hacer en ferrocarril, sin respirar el perfume tan peculiar y penetrante con que se apresura a rociar a la pasada, las ruedas de los vagones.
Usa vincha en la cabeza, lo mismo que el hurón, la vizcacha, el bienteveo y varios otros cuadrúpedos y pájaros de la Pampa, que habrán querido, sin duda, imitar al indio, cuando lo conocieron.
Es también cosa de ver como todos los bichos dañinos de la Pampa se muestran ávidos de huevos: el hurón, el zorro, el lagarto, el zorrino, la comadreja, no cejan ante ningún peligro, para conquistar este su manjar preferido. Se comprende: la perdiz vuela y es difícil de cazar, pero pone, y los huevos ahí quedan; y el terú-terú pone tres, en su nido descubierto; y los patos innumerables y los cisnes de pescuezo negro, y los gansos y los chajáes gritones, y los mil pájaros de las lagunas, ponen y ponen montañas de huevos; y los flamencos se juntan en grandes bandadas rosadas para depositar en ciertas islas, de ellos conocidas, tantos huevos de su mismo color que, a lo lejos, aparece en los vapores del horizonte un espejismo rojizo.
Desde el huevito de la ratoncita que vive en el techo de paja del rancho, hasta el enorme huevo del avestruz, los hay de todos tamaños y de todos colores, sabrosos todos y nutritivos, presa fácil y predilecta de cuanto bicho ladrón anda rondando por ahí.
Es preciso que todos vivan en este mundo; pero, si la Pampa tiene que mantener a mucha gente, no le falta con qué, y cuando el zorro se para, pensativo, no es, en general, que le falte que comer, sino que anda combinando algún ecléctico menú para el almuerzo o la comida.