Blasones y talegas: 4
- IV -
[editar]Cuando se quedaron solos don Robustiano y Verónica, dio el primero rienda suelta a sus lamentaciones y tomaron mayor cuerpo los sollozos de la segunda. Con aquel rudo golpe de la adversidad no había contado nunca el vanidoso Tres-Solares, que pensó llegar al sepulcro con la misma altiva aunque pobre independencia que halló al venir al mundo. ¡Todo lo había perdido en un solo instante! Todo, porque el pabellón que le restaba sólo podía aceptarse, como habitación interinamente, y eso con grandes dificultades: era su capacidad mezquina, y no bien entrase el otoño daría tanto dormir allí como raso en la llosa más desabrigada.
No había, pues, otro remedio que reparar las averías del palacio, cuyo techo podía desplomarse de un momento a otro; y para esto se necesitaba dinero, precisamente lo que a don Robustiano le faltaba; y para adquirirlo tenía que vender las tierras y el molino, del cual modo tendría casa..., pero no tendría qué comer; y para tenerlo, había que renunciar a las reparaciones, lo cual equivalía a condenarse a vivir a la intemperie, que aún era peor que morirse de hambre.
Todas estas consideraciones en esta misma forma y en un momento, asaltaron la imaginación del atribulado señor antes que saliera de la teja-vana. En seguida, como el caso era apremiante se resolvió a habilitar la glorieta con los muebles y ropas que, acto continuo y entre sustos, carreras y toda clase de precauciones, sacaron Verónica y él de la antigua morada.
Cuando fue hora de acostarse, don Robustiano renunció a este placer; prefirió pasar la noche en vela y dando vueltas por la angosta habitación (que el pudor de Verónica había dividido con una colcha, dos palos y cuatro tachuelas), buscando en su imaginación el medio de procurarse, con la decencia, el decoro y la dignidad que a su clase convenía. Aquellos ochavos viles que con tanta urgencia necesitaba. Desde luego desechó el recurso de venta de su escasa hacienda. El de un préstamo más aceptable. Pero ¿a quién se le proponía? ¿A Toribio? Antes el hambre, el frío y la misma muerte. En los demás convecinos no había que pensar: eran míseros colonos de Zancajos, o ricachos tan ordinarios como él. El señor cura que, como en confesión, podría hacer el anticipo sin que ni los pájaros le olieran, necesitaba la cortísima paga que le daba el Estado para no morirse de hambre. El Ayuntamiento ya era otra cosa: éste era indudablemente, entre todos los prestamistas, el menos indigno de él, pues al fin y al cabo era una entidad, oficialmente, de alta significación, por más que en detalles individuales fuera bien despreciable. Pero ¿podía el Ayuntamiento meterse a prestamista? Y si podía, como mero administrador de ajenos caudales, ¿no sería más exigente que nadie en precauciones y garantías? Y si le exigía una de éstas, ¿debía él humillarse a concederla? Y si se humillaba, ¿la encontraría? Las tierras y el molino le bastaban para ello; pero, vencido el plazo del préstamo, ¿con qué le pagaba si había de comer hasta entonces? Y si no pagaba y le vendía lo hipotecado, ¿con qué comía en adelante?... Y siempre girando en este estrecho círculo de hierro, don Robustiano perdía la cabeza y sudaba la gota gorda. «¡Oh siglo perro y desquiciado, ladrón y materialista, que ves mi afán y no te conmueves ni te abochornas!», clamaba entre iracundo y afligido el mísero, como si el siglo tuviera la culpa de lo que a él le sucedía. Y en cuanto se calmaba un poco, tornaba a discurrir y volvía a tropezarse con los dos fatales extremos: no comer, o la humillación de pedir; más claro: el hambre o el dinero de Zancajos. -«Vea usted -decía retrocediendo ante estas dos conclusiones, como si fueran puntas aceradas que le hiriesen el rostro-, vea usted cómo sería muy útil que todos los hombres de mi jerarquía estuviéramos unidos en estrecha alianza. De este modo podríamos hacer frente a ciertas eventualidades y reírnos descuidadamente de la tendencia artera y demoledora de la canalla impía que nos estima en poco y nos acorrala como a bestias despreciables... Pero en lances como el que a mí me ocurre hoy ¿tendríamos la abnegación suficiente para confesar a los demás una necesidad tan perentoria? El orgullo de estirpe, ¿sería capaz de tanto sacrificio?... ¿Cómo dudarlo? En la triste alternativa de demandar una... sí, señor, una limosna a un tabernero soberbio y presuntuoso, o de reclamar el auxilio generoso de un hombre de calidad, no cabe vacilación. Por otra parte, la ropa sucia, dice el proverbio, debe lavarse en casa... Es indudable que yo debía acudir con mis cuitas a las rancias familias del país. ¿Pero querrán ampararme? ¿Podrán, acaso, aunque quieran? La verdad es que entre nosotros ha habido siempre unas prevenciones, unos odios tan sistemáticos y tan tenaces... Luego, ¡me he aislado tanto!... Y después, ¡abrigo tantas sospechas de que no tengan esos señores más lúcido pelaje que yo!... También es cierto que no tratarnos aquí de que, por llegar me llenen los bolsillos de monedas... ¡Me guardaría yo muy bien manifestar a nadie mis apuros de sopetón! Por de pronto, me limitaría a ir tanteando el terreno y preparando las voluntades, y después... después, ¡qué diablo!, me quedaría siquiera el consuelo de desahogar con alguno esta angustia que me mata.»
Y revolviendo en su magín don Robustiano razonamientos por el estilo, acabó por aceptar la conveniencia de recurrir, cuando menos, al consejo de un hombre de los suyos. En seguida procedió a formarlos a todos en su memoria y a pasarles la necesaria revista para elegir el más conveniente. Por supuesto que no conocía a ninguno de ellos de trato, ni siquiera de vista, y sólo por noticias de su padre; pero él creía que, para el caso, esta circunstancia importaba muy poco. He aquí el resultado de su tarea. -Diez familias habían sido enemigas mortales por razón de intereses, otras por puntillos de etiqueta y otras por cuestiones de carácter: del paradero de otras tantas no tenía la menor noticia; le constaba que otra media docena de ellas se habían extinguido por completo, Y que algunas estaban reducidas a una vieja solterona o a un celibato memo. Solamente halló una que no le desanimó del todo: una familia cuyas íntimas y cordiales relaciones con la de él habían durado hasta la época de su abuelo inclusive. Verdad es que desde entonces no habían vuelto a comunicarse directa ni indirectamente los representantes de ambas; pero esto no era un obstáculo para los planes de nuestro solariego, pues éste, como hombre de calidad, antes de reparar en pelillos semejantes, debía atenerse a lo que la historia y la tradición le enseñaban en muy diverso sentido. Atúvose, pues, a ello, y se resolvió a encomendar sus amarguras al consejo, a la protección... o a lo que saliera, de esa familia, única, ciertamente, con que podía contar entre todas las contenidas en el largo catálogo de las nobles de la Montaña. Debo advertir que sabía de ella que su actual representante se llamaba don Ramiro, que tendría su edad aproximadamente; que vivía en un pueblo bastante cercano del suyo; que estaba casado con una hidalga de lo más rancio y blasonado del país, y que el lema de sus armas era, entre todos los lemas de escudos montañeses, el único que casi podía competir con el de los Tres-Solares. Decía así:
Y con Infanta casaron,
Y al mismo sol dieran lustre
Los que esta casa fundaron.»
En consecuencia de su resolución, en caliente y antes que vacilase su voluntad, apenas amaneció mandó que cazasen el caballo, que con la pasada tormenta había ido a parar a los quintos infiernos; hizo que después de cogido se le diera el indispensable frote de garojo; preparó Verónica de prisa y corriendo una muda blanca, y con todo el ceremonial que conocemos cabalgó don Robustiano a las diez de la mañana. Atravesó seis callejas, dos sierras y un monte, y a la bajada de él, y en medio de un centenar de robustas encinas, se detuvo delante de una portalada tan vieja y tan blasonada como la suya. Era la de la casa de don Ramiro. Llamó su paje, abrió un jayán de mala traza y mandó al tal que le anunciara a su amo.
Mientras éste salía, echó una mirada desde el corral al exterior de la casa, y no le encontró mucho más lucido que el de su palacio. Tomó en cuenta este dato y no se las prometió muy felices para sus pretensiones, por lo que hacía al auxilio directo de su colega. Pero, en cambio, con este convencimiento se sintió más animoso para tratar a don Ramiro con cierto desparpajo, y esto le consoló hasta cierto punto.
Entretanto, don Ramiro, sorprendido con la noticia de la llegada de don Robustiano, y careciendo de tiempo para ponerse su traje de etiqueta, se echó encima una especie de balandrán de cúbica para tapar de un golpe sus muchas pasadas y transparencias de diario, y bajó al portal haciendo al recién llegado las mayores cortesías.
-¿Tengo el honor de hablar al señor don Ramiro Seis-Regatos y Dos Portillas de la Vega? -le preguntó, apeándose, don Robustiano.
-El honrado soy yo, señor don Robustiano -contestó don Ramiro doblándose más y más.
Entonces el primero tendió su diestra al segundo, y
-Salvo el guante -le dijo, aludiendo a uno con que la cubría, viejísimo y bordado con tres filas de lentejuelas por el dorso.
-La acepto y correspondo -dijo Seis-Regatos apretándosela mucho.
Enseguida introdujo a su huésped en casa, mandando al paje a la cocina y disponiendo que se encerrase el caballo en las caballerizas. Nada se habló de almuerzo para el primero ni de pienso para el segundo.
Las piezas que recorrieron los dos solariegos hasta llegar al estrado en que se detuvieron, no merecen el trabajo de una especial mención, porque ninguna de ellas podía echar grandes roncas a las del palacio de don Robustiano. En cuanto al estrado, también corría parejas, en tamaño y conservación, con el salón de Ceremonias que conocemos. Pero no tenía retratos como éste. En su defecto, había un reló de caja, muy antiguo, y un trofeo compuesto de dos sables corvos, una espada de cazoleta, un cuerno de caza y dos cuchillos de monte. Por todo mueblaje, el indispensable sillón de vaqueta, con las armas talladas de la familia, y cuatro sillas de paja en muy mal estado.
Don Robustiano apreció también el valor de todo aquello que, por el sitio que ocupaba, tenía que ser lo mejorcito de la casa, y dedujo que se las había con un personaje tan tronado como él.
Por su parte, don Ramiro había tenido tiempo suficiente para examinar el hábito de su huésped, y se convenció bien pronto de la exactitud de las noticias que tenía acerca de los medios de fortuna de don Robustiano.
Tomaron asiento los dos señores, y dijo el de casa:
-Ante todo, debo manifestar a usted mi pena por no poderle presentar a mi esposa e hijas, porque están en la Iglesia desde esta mañana.
-¡Te veo! -pensó don Robustiano-. Apostaría una oreja a que están escondidas en algún rincón por falta de vestido con que presentarse delante de mí como conviene a su clase.-Y en voz alta respondió: -Su señora esposa de usted y sus señoras hijas, todas muy señoras mías, están siempre cumplidas con este humilde servidor, señor don Ramiro.
-Mil gracias en nombre de ellas y en el mío, señor don Robustiano. Y ¿a qué debemos la honra de tan agradable visita?
-La honra es mía, señor don Ramiro; y en cuanto al objeto de mi visita, es pura y simplemente el deseo de conocer personalmente al noble nieto del gran amigo de mi señor abuelo.
-¡Cuánto celebro esa ocurrencia que me proporciona a mí el placer de estrechar su mano y de ofrecerle mi cordial amistad!
-Que yo acepto con todo mi corazón, señor don Ramiro, lamentándome de no haber puesto en ejecución muchos años hace el pensamiento que realizo hoy. Pero usted sabe, por propia experiencia, cómo en los hombres de nuestra condición llegan a hacerse los hábitos una segunda naturaleza. Se aísla uno, se retrae y, metido en su cáscara un día y otro y un mes y un año, ya no acierta a salir de la portalada la vez que se lo propone. Así es que yo, aunque siempre con el afán de estrechar la mano de usted, jamás he podido lograr una ocasión que me pareciese bastante oportuna para ello.
-Lo mismo, poco más o menos, me ha sucedido a mí con respecto a usted.
-¡Vaya si lo creo!
-Y ¿cómo logró usted hoy vencer tanta pereza?
-Pues le diré a usted, señor don Ramiro: voy siendo ya muy viejo; llevo muchos años de retiro y de devorar en silencio la pena, por no decir despecho, que me causa el desdén y menosprecio con que mira el siglo que corre a los hombres de nuestra procedencia; y me he dicho: «¿será preciso que yo me muera sin el placer gratísimo de desahogar mi pecho junto al del hombre en quien se reconcentran todos mis afectos amistosos, sin decirle: he aquí vinculada en este corazón toda la lealtad con que fue adicta a tu familia durante siglos enteros la mía?» Y con tal fe me lo dije, don Ramiro; tan ardiente llegó a ser mi deseo, que en el acto monté a caballo... y aquí me tiene usted.
-Ese rasgo le enaltece a usted, don Robustiano; y, en recíproca, puedo, a Dios gracias, brindar al insigne Tres-Solares con toda la adhesión y sincero cariño de cien generaciones de Seis-Regatos.
-¡Líbreme Dios de ponerlo en duda! Y ¡ojalá que todos los buenos de la Montaña hubiéramos seguido siempre, y para todo, esta misma conducta, entre nosotros! ¡otro gallo nos cantara hoy!
-¿Usted lo cree así?
-¿No he de creerlo? ¿Acaso usted lo duda?
-No tal; pero...
-No hay pero, don Ramiro. Es a todas luces evidente que una estrecha y cordial inteligencia entre todos los nobles de cada país, nos hubiera dado una fuerza considerable. Lo vulgar, lo nuevo, lo ilustrado, como ahora se dice, nos desecha, nos acoquina: agrupémonos mutuamente; y de este modo, si no logramos vencer al torrente desbordado, podremos, separándonos de él, vivir en un remanso aparte con nuestros recuerdos, nuestras ideas y nuestros mutuos auxilios. ¿Quién de nosotros está exento de una adversidad, de un golpe de desgracia? Usted vive hoy tranquilo y descuidado en el seno de su familia, al calor de su hogar; y ya que el siglo no puede arrebatarle derechos y preeminencias que valían pingües maravedís, porque todos se los tiene ya por allá a muy buen recaudo el tizón de un villano, el rayo de una tempestad le aniquila el techo venerable de sus mayores. Las rentas son escasas (pongo un ejemplo), suprimidas las obvenciones y privilegios de mejores tiempos; la familia exige atenciones que no se pueden cercenar: ¿con qué se repara el inesperado siniestro? ¿Ha de profanar usted sus timbres de nobleza, ha de injuriar las augustas tradiciones poniéndose a especular como un judío, o a labrar la tierra como un miserable ganapán? No, seguramente. ¿Ha de aceptar la humillante limosna de un rústico filántropo? Mucho menos. ¿Ha de vender sus blasones por un puñado de oro? ¡Qué horror! El Estado, entretanto hace como que no le ve y aparenta que no le necesita: ¿qué partido toma usted en el supuesto infortunio? He aquí dónde está indicada la necesidad de un mutuo auxilio entre todos nosotros.
-Magnífico sería eso, don Robustiano; pero equivaldría a quitarnos uno de los rasgos que más nos han distinguido siempre: el hacernos capaces de esa fraternal unión. Precisamente la discordia ha sido entre las familias de calidad el pecado más común.
-Pecado sublime, pecado magnífico, señor don Ramiro, en los tiempos de nuestra grandeza; porque teniéndonos en perpetua rivalidad, fructificaba en grandes empresas que redundaban en honra de la clase y lustre de la nación. Pero hoy es distinto: hoy somos pocos, estamos sin fuerzas y nos aqueja un infortunio común. Y pues no podemos vivir como señores, debemos tratar de no morir como esclavos.
-Veo, don Robustiano, que usted no se ha convencido aún de una triste verdad.
-¿De cuál?
-De que ya paso nuestro tiempo; de que estamos de sobra en el mundo, y es una quimera soñaren alianza y menos en restauraciones; de que no hay más remedio que entregarse a discreción...
-¡Cómo? ¿Sería usted capaz de transigir con las tendencias del siglo?
-Hombre, así tan en absoluto...
-Luego ¿transigiría usted en algo?
-Según y conforme.
-Precisemos más el asunto. Supongamos que mañana se presenta en casa de usted un zascandil cualquiera, un tabernerillo rico, como quien dice, y le pide una hija en matrimonio: ¿se la concedería usted?
-Señor don Robustiano, si el rico tabernero fuese honrado... Pero me pone usted un ejemplo de difícil solución, porque como no me he visto en el caso supuesto y no puedo prever las circunstancias en que me hallaría entonces y las que adornarían al tabernero...
-¿Es decir, que me concede usted la posibilidad de admitir en su familia un injerto semejante?
-Perdone usted, don Robustiano, que hasta ahora ni he negado ni he concedido nada sobre el asunto. Mas ya que de ejemplos se trata, suponga usted, por su parte, que yo me muero de hambre; que tengo muchas hijas; que un tabernero rico me pide una; que yo se la niego porque me llamo Seis-Regatos y Dos-Portillas de la Vega; que real y efectivamente me muero mañana: y que mi familia, sola y, miserable, va extinguiéndose poco a poco, entre congojas de hambre y estremecimiento de frío. ¿Qué objeto tienen estos sacrificios, quién me los agradece, quién los recompensa? ¿El mundo? El mundo o no los ve, o se ríe de ellos; porque, créalo usted, don Robustiano, risa es lo que inspiran muchos actos que a nosotros nos cuestan lágrimas, ¿La historia? No hemos de merecerle una triste mención. ¿Nuestros antepasados? Dan su descendencia por acabada, pues dos docenas de individualidades arrinconadas, carcomidas y sin prestigio que lucir ni destino que llenar en la tierra, no alcanzan a preocupar ni por un momento los manes venerandos de aquellos ilustres progenitores. ¿Nuestra conciencia? A mí me dice la mía que cuando las mundanas vanidades no tienen un objeto transcendental e inmediato, es hasta un delito pagarse de ellas.
-¡Me asombra usted, don Ramiro!... Pero aun admitiendo que el mundo y la historia y nuestras ilustres tradiciones no deban tenerse en nada para nuestra conducta de hoy, esas dos docenas de individualidades, carcomidas como usted dice, ¿no son acreedoras a alguna consideración? Si uno de nosotros por no sucumbir al rigor de la adversidad, faltara a sus antecedentes, prescindiera del lustre de la clase, ¿qué dirían los demás?
-Ni una palabra.
-¡Cómo!... Usted se chancea.
-Lo dicho, don Robustiano.
-¡Los orgullosos de A.*... por ejemplo!
-Hace seis años engordan a expensas de un destino de secretario de ayuntamiento que logró el hijo mayor, el segundo recría ganado, y la tercera es la esposa de un maestro de escuela.
-¡Don Ramiro!
-No hay más, don Robustiano. Y ya se conoce bien que se ha pasado usted la vida encerrado en su cáscara, dedicado sólo a rendir culto a sus propios timbres. A mí también me ha sucedido mucho de eso mismo, créalo usted; pero tengo cuatro hijas: éstas, como mujeres, son curiosas y han podido darse arte para adquirir grandes noticias de los nuestros sin salir de estas cuatro paredes. Creílas yo, como usted, exageradas; traté, a mi modo, de comprobarlas, y bien pronto me convencí de que eran la pura verdad. De entonces data esta mi manera de pensar que a usted tanto le sorprende. Desde entonces, y a despecho de mi entusiasmo por el lustre y la dignidad de la clase, no sé qué responder a preguntas como la que usted me dirigió a propósito del consabido tabernero.
Don Robustiano se hacía cruces.
-¿Y los encopetados de B.*?
-Han casado la hija mayor con un tratante en carnes.
-¡Horror! ¿Y los de C.*?
-Se han dividido entre los hermanos el mayorazgo, Y tiene usted allí de todo: carretero, salta-ferias, vago camorrista...
-¡Es posible! ¿Y los de D.*?...
-Los de D.* han trocado en pajares sus torres almenadas, y en dalles y rastrillas sus blasones: labran la tierra y rascan la boñiga a su ganado. Los de E.* han hecho lo mismo, e igual todos los que han podido hacerlo, y los que no, por falta de propiedades, si tienen hijas aguardan al tabernero consabido que cargue con una de ellas y mantenga a las demás; y si no las tienen, se irían con el moro Muza que les diera de comer.
Don Robustiano se hallaba, oyendo a don Ramiro, como aquel que acaba de despertar y duda si sueña en el acto o si soñaba antes. Solo, encerrado en su caserón, sin haber cruzado en su vida una palabra con los demás señores nobles del país, creía en ellos y en su augusta dignidad con toda la fe de que era capaz su razón, alimentada, durante el curso de tantos años, a fuerza de quimeras y abstracciones caballerescas: creía en la incorruptibilidad y en la grandeza de sus conmilitones como don Quijote en Amadís de Gaula o en Tirante el Blanco: los juzgaba a todos por sus propios sentimientos. Por eso las manifestaciones de don Ramiro le hacían tanto efecto cuanto eran inesperadas; y como procedían de un caballero tan cumplido, ni se atrevió por un momento a ponerlas en duda. Aceptó, pues, desde luego la creencia de que había vivido equivocado muchos años y que a la sazón se hallaba solo en la Montaña. Semejante desencanto hizo asomar una lágrima a sus ojos. Pero como no hay mal que por bien no venga, la enjugó en el acto con la idea, no mal fundada, de que la defección de sus cofrades de nobleza le relevaba a él de los escrúpulos que tanto le dificultaban la solución del conflicto en que se hallaba.
Como solariego fanático, le apenaban las palabras de don Ramiro; pero como mortal necesitado, las recibía hasta con deleite. Atúvose a este último efecto como más llevadero; y para hacerle más justificable a sus propios ojos y sacar de él todo el partido posible en obsequio a su situación, buscó en nuevas razones de su interlocutor desapasionado la fuerza de que carecía su propio convencimiento.
-Me deja usted atónito con sus noticias -dijo a don Ramiro, siguiendo su propósito.
-No lo quedé yo menos cuando las adquirí, don Robustiano.
-Según ellas, don Ramiro, el ejemplo que le puse a usted del solariego a quien le destruye su casa un golpe de la adversidad, toma un color enteramente distinto del que yo le daba.
-Ya lo creo.
-Aceptar un noble el préstamo de un villano cuando todos los demás recursos dignos se han apurado inútilmente y cuando el siniestro es irreparable si el préstamo se rechaza, no es ya para el primero una humillación.
-Todo lo contrario.
-¿Tal le parece a usted?
-Con el convencimiento más sólido.
-Y si ese villano tiene un hijo y solicita para éste a su hija de usted al mismo tiempo que ofrece el préstamo, acceder a sus pretensiones, máxime siendo el hijo honrado, me parece una friolera después que sé que los orgullosos de B.* han admitido en su familia a un tratante en carnes.
-Indudablemente. Y aquí donde usted me ve y nadie nos oye, y hablándole con más franqueza que al principio, le diré sin rebozo que si el tabernero honrado y pudiente de nuestro ejemplo solicitara la mano de una de mis hijas, yo le concediera las dos, y hasta las de sus hermanas si la ley me lo permitiera.
-¿Palabra de honor, don Ramiro?
-Palabra de honor, don Robustiano. Pero veo que usted hace mucho hincapié en estos dos supuestos. ¿Pecaría de indiscreto si le preguntara la razón de ello? ¿Quizá se encuentra usted en el caso de tener que decidir algo en este sentido?
-¡Qué aprensión, don Ramiro! Nada de eso. Verónica, mi única hija, está muy libre hasta la hora presente de tener que elegir ni entre noble ni entre villanos, y en cuanto a mi casa... ¡Bah!, está más firme que una roca... salvo una pequeña avería que ha sufrido y, a Dios gracias, reparé sin el auxilio de nadie... Pero pudiera... en el día de mañana..., y es conveniente caminar sobre el terreno despejado..., porque, en fin, ya usted me entiende.
-¡Mucho que sí!
-De manera, don Ramiro, que hemos concluido ya los de la sangre azul.
-Para in saecula saeculorum.
-Y, por consiguiente, ¡adiós hidalguía, adiós formalidad, adiós buena fe y adiós nobleza!
-Dicen que nos ha sustituido otra de nuevo cuño: la nobleza de los hechos, la aristocracia de la posición, la del dinero.
-¡Nobleza diabólica, aristocracia informal!
-Pero que no hay más remedio que aceptar.
-¡Primero el suplicio!
-Recuerde usted, don Robustiano, lo que hemos hablado.
-Tiene usted razón. ¡Ya no somos nada, nada podemos, nada valemos!
-Es duro, pero es verdad.
-¡Oh, miserable canalla!
-Despréciela usted como yo..., y adelante con la vida... Y para hacerla más llevadera, vamos a tomar las once.
-No se moleste usted, don Ramiro.
-Lo hago con el mayor gusto, don Robustiano.
Don Ramiro salió del estrado, y volvió al poco tiempo trayendo en una bandeja deslustrada dos cortadillos, una botella de vino blanco y hasta media docena de bizcochos de soletilla, muy duros y desportillados.
Mientras los dos solariegos se regodeaban con aromático la Nava, abordaron nuevos asuntos de conversación, que maldito el interés que inspiraban ya a don Robustiano después de lo que sabía acerca del que allí le había llevado. Así es que procuró abreviar el diálogo todo lo posible y volverse cuanto antes a su pueblo.
Al despedirse le prometió don Ramiro pagarle la visita.
-No le perdonaría a usted que no me honrase con ella -le respondió don Robustiano.
Y, sin embargo, determinó al mismo tiempo darle un solo de portalada, como de costumbre, pues por más desprestigiada que estuviera la clase, él no se resignaba todavía a mostrar su casa a nadie, máxime desde el percance del día anterior.
Caminando de vuelta a ella iba don Robustiano torturándose el magín para convencerse a sí propio de la necesidad en que se hallaba de aceptar las ofertas de Toribio, y del ningún desdoro que de ello resultaría para su buen nombre. He aquí sus últimas consideraciones:
-«Si todos han prevaricado, ¿a qué conduciría mi inflexibilidad? ¿Quién podrá echarme en cara como un delito el recibir los ochavos de Toribio para reedificar mi casa? ¿Quién podrá tomar por agravio al lustre de la clase el enlace de Verónica con Antón? Nadie... Sin embargo, mi propia sangre, mi propio carácter me increpan esos actos como indignos de mí... Pero a estos señores no debo yo prestarles hoy la misma consideración que en tiempos normales. Estoy a pique de quedarme sin hogar, y para restaurarle no puedo contar con el apoyo de mis semejantes... En una palabra, con pan y techo, en mi posición de anteayer, hubiera muerto inmaculado protestando contra la prevaricación de los míos; pero desertados éstos de su campo natural y legítimo, y en mis circunstancias de hoy, puedo y debo, sin sonrojarme, transigir con mis escrúpulos en obsequio a lo apremiante de la necesidad que me abruma.»
Se ve, pues, harto clara la inesperada resolución que adoptó don Robustiano a consecuencia de su visita a don Ramiro. Dígolo porque no se sorprendan ustedes al ver cómo se porta nuestro solariego en los párrafos que siguen.
No bien llegó a casa y comió de prisa, y abrasándose el paladar, la bazofia de todos los días, que Verónica había preparado peor que nunca en un fogón improvisado en la leñera, envió un recado a Toribio, previniéndole que pasara a verle enseguida.
Zancajos no se hizo esperar y se presentó en el acto en casa de don Robustiano. Mandó éste a Verónica que los dejara solos en el pabellón, y dijo a Mazorcas tan pronto como su hija le hubo obedecido:
-Toribio, tú debes saber que hay algo en el hombre más fuerte que su propia voluntad...
-Sí, señor, el genio -contestó Zancajos.
-Precisamente, y por eso ayer estuve contigo un poco más severo de lo que yo hubiera deseado.
Toribio recibió con la mayor sorpresa esta satisfacción del altivo solariego.
-Pues pelillos a la mar, don Robustiano -le contestó con afabilidad-. Apuradamente tengo yo un carácter que se pinta solo para no tomar a pecho ciertos desahogos... Con que no hable más del asunto, y dígame usted en qué puedo servirle.
-Voy allá. Ya sabes la desgracia ocurrida ayer en mi casa: tú la presenciaste.
-Sí, señor.
-Esa desgraciada necesita una reparación inmediata.
-Sí, señor. (¿Adónde irá a parar esto?)
-Yo tengo recursos para llevar a cabo esta reparación... ¡no me lo negarás!
-¡Ca, no, señor!
-Pero esos recursos son raíces, propiedades que rinden intereses, mas con lentitud y parsimonia. ¿No es así?
-Mucho que lo es.
Por lo tanto, no puedo disponer en el acto de la cantidad necesaria para acometer inmediatamente la obra..., ¿eh?
-Cabales.
-Luego, que a cuenta de mis fincas, si no alcanzasen mis rentas, proponga yo a Juan o a Pedro un anticipo, nada tiene de particular.
-¡Qué ha de tener! Y en prueba de ello, vuelvo yo a poner a su disposición de usted cuanto dinero necesite para el caso.
-Gracias, Toribio... Y para que veas que correspondo dignamente a tu oferta, la acepto desde luego.
El sagaz ricacho, buscando mientras oía y contestaba a don Robustiano el motivo del rápido cambio verificado por éste, recordó de pronto haberle visto cabalgar por la mañana, y no dudó ya un momento, al escuchar sus últimas palabras, que su viaje había tenido por objeto solicitar de algún otro señorón el favor que a él le desdeñó, y que sus propósitos se habían malogrado. No obstante, lejos de tratar de vengarse, agravando la situación aflictiva del mísero don Robustiano, acogió su rasgo de abnegación con la más viva alegría. Verdad es que pensaba utilizar el acontecimiento para sus otros conocidos planes.
-¡Bien, candonga! Así me gustan a mí los hombres -dijo al solariego-, francos y descubiertos. Pida usted ahora por esa boca, que de fijo será medida.
-En cuanto a garantías... -añadió don Robustiano con repugnancia, temiendo que Zancajos le exigiese en tal sentido una nueva humillación.
-En cuanto a garantías -respondió Toribio con la expresión de siempre-, una sola me basta, don Robustiano.
-¿Cuál? -dijo éste temblando.
-Que toque usted estos cinco. Y Mazorcas alargó su mano al solariego.
Este la vio junto a sí como si viera una culebra; pero sacrificando otra vez sus instintos orgullosos en aras de la necesidad, correspondió a los deseos del jándalo, tocándole apenas los cinco robustos dedos de la diestra con los de la suya, fríos, enjutos, largos y afilados, diciendo al mismo tiempo:
-Toco y estimo.
-Ahora va lo grave -pensó Mazorcas. Y sin estar muy seguro de no encolerizar de nuevo a don Robustiano, le dijo con sumo cuidado: En cuanto a cantidad, usted la fijará, así como el momento de la entrega. Pero antes de tratar de estos puntos secundarios... quisiera yo recordarle otro que dejamos pendiente ayer.
Nuevo efecto de repugnancia en don Robustiano y nuevo sacrificio de su vanidad solariega.
-En cuanto a este asunto -respondió con visible disgusto- he resuelto que te entiendas con la persona a quien exclusivamente importa en mi casa. Y llamó a Verónica. Zancajos llegó al colmo de su sorpresa.
-¡Poder de la necesidad! -exclamó para sus adentros.
Al obrar así se proponía don Robustiano salvar con la forma lo humillante que en el fondo, y según su juicio, era para él la consumación del proyecto de Toribio. No asistiendo a él con la palabra, creía menos agraviada su dignidad, que, a pesar de sus recientes convicciones, se le revelaba tan soberbia como siempre.
Cuando entró Verónica y la saludó Toribio, se puso más encarnada que cuando Antón le declaró sus amorosos anhelos. Don Robustiano, mordiéndose los labios y pellizcándose la solapa del casaquín, empezó a dar vueltas por el estrecho recinto en que se hallaba.
-Doña Verónica -dijo Mazorcas desde luego-, a mí me consta que usted conoce las intenciones de mi hijo respective a usted, y me consta igualmente que Antón la quiere a usted mucho más que el domingo pasado, ¡y eso que entonces la quería bien! Con estos antecedentes tuve ayer la honra de pedir al señor don Robustiano la mano de usted para mi hijo Antón. Un suceso que usted no habrá olvidado fue la causa de que mi memorial se quedara por entonces sin respuesta; pero hoy han variado las cosas, a Dios gracias, y su señor padre me responde que deja al cuidado y a la discreción de usted el asunto. ¿No es así, señor don Robustiano?
-Sí -contestó éste refunfuñando y volviéndoles la espalda.
La sorpresa de Verónica al conocer el cambio operado en la voluntad de su padre fue aún mayor que la de Toribio poco antes.
-Con que usted dirá -añadió éste aproximándose más a la atortolada muchacha. Pero Verónica no daba lumbres. Se pellizcaba las uñas, se mordía el labio inferior, se balanceaba sobre un pie... y nada más, Por fin al cabo de un rato y tras de varias excitaciones de Toribio.
-Si mi señor padre es gustoso... -dijo convulsa y mirando de reojo a don Robustiano.
El solariego por toda respuesta dio otro gruñido y aceleró más sus paseos.
-Dice que sí -gritó Toribio interpretando a su gusto el confuso monosílabo.
-Pues entonces... yo también -añadió Verónica sudando de vergüenza.
Don Robustiano, al oírlo, rugió como una pantera, mas trató de refrenar su coraje.
-¡Ea! -exclamó Toribio entonces lleno de júbilo-, esto es cosa hecha. Vuelvo a mi casa a dar la noticia al borregote de Antón, que la recibirá como una bendición de Dios, y... Pero antes vengamos a cuentas. La obra de esta casa corre prisa, tanto que yo la empezaría mañana. Ustedes no pueden vivir aquí con el jaleo que se va a armar, y puesto que somos unos...
-¡Todavía no! -gritó don Robustiano en las últimas agonías, como sí dijéramos, de su vanidad.
-Quiero decir -repuso Mazorcas- que lo seremos, y en esta inteligencia, espero que ya no rehusarán mi casa.
-¡Decente estaría eso! -refunfuñó don Robustiano. ¿No te parece? ¡Después de lo que habéis arreglado, ir a meterse esa allí!...
-Hay un buen remedio -observó Zancajos-, anticipemos el belén. ¿No es verdad, doña Verónica? ¿No es cierto, don Robustiano?
Excusado es decir que la primera asintió de buena gana a la proposición. En cuanto al segundo, estaba resuelto a no hablar del negocio, y se calló como un muerto, digo mal, como un lobo acorralado.
Pero Zancajos se pintaba solo para descifrar gruñidos y refunfuños, y ajustando los de don Robustiano a su deseo, declaró «el belén» anticipado y acordó, en nombre de los demás, que tendría lugar tan pronto como se despachasen todas las zarandajas indispensables.
-Otra cosa -añadió-, usted, señor don Robustiano, no es tan a propósito como yo para lidiar con el laberinto que se va a revolver aquí desde mañana al comenzar la obra. Si usted me lo permite, me encargaré yo de ella.
-¡Eso más! -dijo don Robustiano con honda amargura, pensando que ni sobre los viejos morrillos de su casa podía disponer ya.
-Creo que usted no me ha comprendido bien -dijo Toribio adivinando la intención de las palabras de don Robustiano-, usted recibirá de mí la cantidad que guste; usted dirigirá la obra y pagará obreros y materiales y hará en todo su voluntad: lo que yo quería para mí era, como si dijéramos, el cargo de sobrestante, porque, desengáñese usted, conozco mucho a la gente menuda y sé, como nadie, hacerla andar en un pie. Todo esto, don Robustiano, con el fin de adelantar la obra y conseguir que no nos den en ella gato por liebre. Además, creo que se puede sacar un gran partido de esta casa dando a la compostura cierta dirección... vamos, como yo se la daría.
Don Robustiano no halló del todo descabellada la pretensión de Toribio, y como al fin era la menor de las tres humillaciones que llevaba aceptadas en el día, accedió a ella sin gran dificultad.
Zancajos se despidió enseguida y corrió, como había dicho, a llevar a Antón la feliz nueva.
Verónica se quedó en éxtasis, saboreando, sin acabar de comprenderla, su inesperada felicidad.
Don Robustiano, entretanto, creía ver incrustados en el techo los rostros de sus antepasados que le miraban iracundos fulminando sobre él una tempestad de maldiciones. «¡Caín solariego!» -pensó que le gritaban-. «¿Qué has hecho del lustre de tu familia?» Y dominado por esta pesadilla, corría febril por la estancia y sudaba gotas de hiel. Al cabo se rindió a la fuerza de su misma excitación, y al desplomarse desfallecido en el sitial blasonado, dirigió al cielo, desde el fondo de su acongojado corazón, esta plegaría:
-Dios de justicia, si obré con mengua, haz que caiga toda sobre el siglo que me abandona, ¡no sobre mis timbres preclaros! ¡No sobre mí, que sucumbo al rigor del infortunio!