Bodas reales/XXIX
Ni aun delirando mentía Doña Leandra en lo de la transformación de D. Bruno, pues desde la frustrada conjura, en que había hecho papel real o figurado de indudable relieve, tomó el hombre actitudes de seriedad, que sobre él atraían la pública atención. O por habilidad instintiva o por estudio de gramática parda, adoptó el sistema de hablar muy poco, casi nada, y de decir todo en forma obscura, enigmática, dejando entrever o adivinar un hondo pensamiento. En las conversaciones políticas, nadie oía de sus labios más que reticencias discretísimas, y sus juicios eran velados, más que juicios, protestas de que no convenía formularlos de ninguna manera. Sus frases usuales eran: «Ya se verá eso...». «Se hará lo que convenga...». «Esto no puede seguir así...». «Vamos al abismo...». «Estamos preparados...». «Los hombres de arraigo siempre están en sus puestos...». «Mi opinión es que vendrá lo que debe venir». Con esta manera de hablar no tardó en adquirir reputación de entendido, y como al propio tiempo adoptaba modos de tolerancia, respetando las ideas ajenas y aprendiendo a ser fino y bien educado, extremando los saludos a cuantos personajes encontraba, fueran del suyo o del opuesto bando, pronto le dieron la nota de sensato. Su importancia crecía rápidamente, y cuantos le trataban veían en él una autoridad innegable, merecedora del mayor respeto. Grandes ventajas llevaba a Milagro en el público concepto, todo ello sin trabajo alguno, pues el manchego, callando siempre o diciendo a medias inepcias vacías, que el auditorio interpretaba como sublimes pensamientos inéditos, era tenido en más que Milagro, que decía todo lo que pensaba, y a veces cosas atinadísimas. Pero no habría llegado D. Bruno a esta preponderancia si a los artificios de la palabra y del silencio no agregara otro muy eficaz para el realce de su persona. Dio en gastar unos sombreros de extraordinaria magnitud, con el ala más larga que los de la moda corriente, y un poquito encorvada formando teja. Era el modelo que usaban D. Alejandro Mon, Buschental, un francés que había venido de París a lo del Gas, y otras personas de viso, muy contadas. Encajaba muy bien la colmena de fieltro, tan imponente y elevada, en la ventajosa estatura de D. Bruno, y con esto y la larga levita negra, hacía una figura de tanta respetabilidad, que la gente se paraba para mirarle cuando iba por la calle entre dos amigos, oyéndoles atentamente y contestándoles con la cabeza. El sombrero contribuía no poco a que los transeúntes que le conocían dijesen a los ignorantes: «Es Carrasco, persona entendida... Es D. Bruno, uno de los hombres más sensatos que hay en este país».
Milagro no comprendía que iba más rápidamente a su negocio D. Bruno, calladito debajo de un tubo de chimenea, que él hablando por los codos, vestido de cualquier modo, y con un sombrero viejo mal planchado y de corta elevación. Ved aquí por qué la gente veía en Milagro a un hombre de gran talento, que no servía para nada por falta de sensatez, a un hombre ligero, simpático, cuya gracia y amenidad sólo se apreciaban como méritos secundarios. De D. Bruno, viéndole entrar un día en el café con un célebre banquero y un no menos famoso general, hubo alguien que dijo: «Parece que este Carrasco es un gran hacendista». De Milagro hacían los más afectos a su persona elogios de otra clase, por ejemplo: «Si como tiene chispa este D. José, tuviera seriedad, ya habría sido ministro».
No dejaba de reconocer la pobre Leandra, en sus momentos lúcidos, que a su marido le sentaba muy bien el sombrerote y la levita luenga. Si en Peralvillo le vieran con aquella facha, caerían todos de rodillas, teniéndole por el representante de la justicia humana, o por ministro universal. Un día, antes de salir para sus diligencias de la tarde, sentose Carrasco un momento al lado de su oíslo y le dijo: «Tengo que comunicarte lo que pienso acerca del niño mayor, que pronto está en disposición de empezar una carrera. Este año se creará una nueva de gran porvenir, que llaman Ingenieros de montes, y ello tiene por objeto estudiar y dirigir la replantación de arbolado, para que llueva más y no tengamos tanta sequía. Nuestro hijo será de los primeros que entren en esa brillante carrera, para lo cual le pondremos en una escuela donde nos le preparen de toda la matemática y toda la botánica que sea menester».
-Sea lo que tú quieras -dijo Doña Leandra-: miremos a que sea hombre de provecho. Pero yo creí que la botánica no era más que para los boticarios.
-No, mujer: que en la botánica entiendo yo que entra también la vegetación grande, pongo por caso, alcornoques y fresnos. En España tenemos pocos árboles, y el Gobierno que nos plante algunos miles de millones será un Gobierno sensato y entendido... Con que... no dejes de tomar la medicina, que yo me voy a mis quehaceres.
Aunque nada más dijo, no se quedó muy conforme la señora con que su hijo aprendiera oficio de plantar árboles, a los cuales miraba la señora con prevención, porque sólo servían para albergue de pájaros dañinos y para dar sombra a la tierra. En la Mancha pocos árboles había, y no hacían falta para nada; plantáranlos en Madrid, donde no había cosechas que defender de los malditos pájaros. En las ciudades, buena era la sombra; pero ¿para qué quería sombras el campo? La tierra quería mucho sol, y agua cuando Dios la diese. Pensaba también, y así lo dijo por la tarde a Lea y a Vicentico, que si se moría en los infames Madriles, no la enterraran en nicho, sino en el suelo; pero en suelo sin árboles, que no gustaba ella de estar a la sombra ni viva ni muerta.
Atención escasa, más bien nula, prestaban los novios a estas desconcertadas razones de la manchega, por hallarse apenadísimos con cierta novedad lastimosa que en la familia ocurría. Mientras el hombre público explicaba a su señora las ventajas de la carrera de Montes, las dos hermanas, encerraditas en su alcoba, sofocaban las voces para poder hablar de un grave asunto, promovido por Eufrasia. Una vez partido D. Bruno bajo su gran sombrero, hablaron las señoritas con más desahogo, cuidando de no alborotar, para que no se enterase la enferma, que conservaba un sutil oído. Pasó luego Eufrasia a ver a su madre después de lavarse los ojos, porque no advirtiese que había llorado; mas no logró engañarla, que la señora, hecha de antiguo a la observación y examen de los rostros de sus hijas, notó en el de Eufrasia un viso muy particular, y así se lo dijo, manifestando la señorita que la puntada que sentía sobre la ceja izquierda le estiraba los músculos de aquel lado, desfigurándole la fisonomía. No satisfizo a Doña Leandra esta explicación, y seguía mirándola con persistente seriedad, lo que turbó más a la señorita, que a punto estuvo de echarse a llorar... «¿No viene a buscarte Doña Jenara?» -preguntole la madre; y contestó la joven que hallándose en cama su amiga con un fuerte catarro al pecho, ella (Eufrasia) se constituiría en su enfermera, trasladándose allá en cuanto tuviera quien la llevara, su padre o alguno de los chicos. Con admirable sentido díjole Doña Leandra: «Estando tú también indispuesta, debes empezar por cuidarte a ti propia, en casita». Por no chocar, hizo la señorita demostración de seguir tan sabio consejo, y se metió en su alcoba.
Dormitaba la enferma, cuando Lea y Eufrasia reanudaron su disputa. Sofocada salió de la alcoba la hermana mayor, y hallándose a Sancho en el pasillo atisbando la escena, le dijo: «Entra, Vicente, y háblale, a ver si tú la convences: yo no puedo. Mientras tú estás aquí, yo tendré cuidado con madre». Halló Vicente a Eufrasia muy afanada en meter en un maletín diferentes objetos de su uso, ropa interior, pañuelos y alhajas, y apartándole las manos de aquel trajín, le dijo: «Mira bien lo que haces, Frasia, y no seas mala hija ni mala hermana; repara que en tu familia no hubo jamás afrenta, y con la que tú traes ahora matarías de vergüenza a tus señores padres».
-Déjame, déjame, Vicente, por Dios te lo pido -replicó la joven consternada, delirante, a punto de estallar en ira o en dolor, que de todo había-. Tengas o no razón en lo que me dices... puede que la tengas, puede que no... tengas razón o no, ya no puedo volverme atrás, ni quiero, Vicente. Este deseo de irme puede más que yo... Me tiraré por el balcón si no me dejas salir... Ya sé que estoy loca; pero déjame con mi locura, hombre... ¿Qué sabes tú si de esta locura saldrá la razón?...
-No saldrá más que la deshonra, no saldrá más que la desdicha de tus padres, Frasia -dijo Vicente con firmeza, pues aunque parecía muy poquita cosa, dábanle presencia y alientos sus ideas elementales en puntos de moral-. Tú harás lo que quieras; pero si no te quedas en casa, yo me voy a ese D. Emilio o D. Demonio, y le desafío... ¡vaya si le desafío! Aunque me ves con tan pocas carnes, y aunque oyes esta voz que parece salir de un botijo, soy un hombre que sabe su obligación y que no se deja acoquinar.
-¿Qué has de desafiar tú -indicó Eufrasia con desprecio-, ni a cuenta de qué viene ese desafío...? Emilio es una persona decente; sólo que... En fin, que me dejes salir.
-Que no te dejo: dirás tú que no soy quién para cortarte el paso; pero yo me considero de los tuyos porque me casaré con Lea. Tu madre enferma, tu padre fuera de casa: pues aquí estoy yo, Vicente Sancho, para mirar por la familia.
Entró en aquel instante la otra señorita muy alarmada, diciendo: «Vaya, que alborotáis más de la cuenta. Madre parece que duerme, pero yo creo que se hace la dormida. Vete allá, Vicente, y estate al cuidado de ella».
Obedeció el bondadoso mancebo, no sin rezongar un poquito, pues aunque de traza quebradiza, de corto aliento y delgada voz, en el fondo de su mezquina naturaleza guardaba, como tesoro de avaro, un carácter entero, una voluntad irreductible en asuntos de honor y de conducta... Volvió a la carga Lea, tratando de vencer a su hermana con cariños y ternuras, ya que los razonamientos no habían sido eficaces, y media hora larga empleó en este sistema de expugnación, a ratos creyéndose victoriosa, después abatida y desalentada por los revuelos que hacía la otra, movida de una pasión irresistible.
«Convéncete -dijo Lea llorando-, de que ese hombre no se casará contigo».
-No sé por qué lo dudas -replicó Eufrasia, no muy segura de lo que afirmaba-. Yo creo en sus promesas, porque le conozco; sé las razones que tiene para no casarse ahora: razones de familia...
-Todo eso de las razones de familia es embuste... Pero, ya se ve, estás ciega, y vas a la perdición sabiendo que te pierdes. No serás esposa de Terry: si él tuviera intenciones de casarse, ya lo habría hecho...
-Bueno -dijo Eufrasia en un rapto de orgullo, proclamando el imperio de la pasión sobre toda moral y toda conveniencia-: pues aunque no se case... Los casamientos los hace la sociedad, y el amor ¿quién lo da, sino Dios?...
Callaron una y otra hermana después que la pecadora y enloquecida Eufrasia sentó aquel rebelde principio, y antes de que reanudaran su disputa, llegose a la alcoba el mancebo, muy despacito, diciendo a Lea: «Chica, tu madre, que en este mismo momento acaba de llegar de la Mancha, extraña mucho no verte, y pregunta dónde te has metido».
Corrió allá la señorita, y con gozosa voz y alargando el brazo útil, preguntole su madre si le había ido bien en Torralba. Como respondiera Lea que sí, siguiéndole la manía, dijo la señora: «Y la sobrina del señor cura Don Andrés, a quien has hecho compañía, ¿está ya consolada de las calabazas que le ha dado Gaspar Bono, el de Valdepeñas?... Y dime otra cosa: ¿tu padre se ha quedado por allá para cazar con el cura?... Luego tú has venido con Perantón... ¿Qué tal paso tiene la burra de Tomasa?... ¿Dices que bueno?... Y ahora me sacarás de una duda que hace rato me está mortificando. ¿Cómo es que siendo tan baja la puerta de la rectoral pudo entrar tu padre con aquel sombrero tan grandísimo?... No ceso de pensar en ello: o Carrasco se quitó la colmena, o el D. Andrés, para dar a la entrada de tu señor padre la solemnidad correspondiente, pues... mandó que agrandaran la puerta...».
Respondió Lea que así se había hecho, que los albañiles trabajaron todo el día anterior para darle media vara más al hueco de la puerta, y con esto se tranquilizó la señora.
Temía Lea que su madre le preguntase por Eufrasia; pero Doña Leandra no la nombró, y sacando su rosario, se puso a rezar. A cada rato, pretextando ocupaciones, salía Lea y cuchicheaba con su hermana, la cual no cedía... Si no lograba escabullirse por la tarde, haríalo por la noche, pues dada su palabra de acudir a una entrevista, no podía faltar. Hizo propósito la hija mayor de afrontar el difícil trance de informar a su padre en cuanto viniese, para que con su grande autoridad sujetase a la demente; pero permitió Dios o tramó el Diablo que a la hora en que solía venir el hombre público, llegase un mozo del casino con el recado de que no esperaran al señor, convidado a cenar por unos amigos. En conferencia rápida que tuvieron en el pasillo, acordaron Lea y Vicente que este saldría en busca de D. Bruno, para enterarle del riesgo que su honra amenazaba... Al cuarto de hora de salir el mancebo, hallándose Lea en la santa ocupación de dar a su madre unas sopitas claras y un huevo casi crudo, que eran su habitual cena en aquellos días, sintió el gemido lejano de los goznes de la puerta de la escalera. A este gemido seguía infaliblemente el golpe del resbalón. Pero aquella vez falló el tiro, como quien dice. Se había sentido amartillar el arma, y nada más. «Parece -dijo Doña Leandra con sutil atención-, que alguien sale y deja la puerta abierta. ¿No había salido la muchacha?».
-No, señora -replicó Lea dominando su azoramiento-. La muchacha debe de estar hablando en la puerta con el que trae el periódico, que es su novio.
-Anda con Dios... el repartidor de El Clamor...
-Que trae ahora también El Correo de las damas.
-Ya te dije que ese papel no me gusta. ¿Correo... y de las damas? Me huele a tercería...
Sospechó Lea que la pájara había volado, y así era en efecto.