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Bodas reales/XXVIII

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Salió Doña Leandra del corral al campo por una puerta grande y torcida, como ruina que jamás acaba de desplomarse, y se encontró frente a las eras. Llegaba el ganado de pastar en el soto del Maestre, y el pastor y zagales, que eran como unas apariencias de persona con sus caras ennegrecidas, las piernazas entre zahones, las espaldas con la joroba del zurrón, daban voces a las ovejas para que no se desviasen, llamando a cada una por su nombre entre ajos, silbidos y pedradas. Respiró Doña Leandra la polvareda que las reses levantaban, y las miró con maternal regocijo, recreándose en el olor montuno que despedían... Vio venir luego a Carrasco hecho un cafre, con barba de seis días, el morral a cuestas, la escopeta terciada, precedido de tres ágiles perros, que en cuanto vieron a la señora, a ella se fueron, y echáronle con el rabo salutaciones cariñosas, filiales. Venía D. Bruno de mal temple, porque en el barranco de Giles se había encontrado a Rufo Corchuelo y habíale dicho que todo el vino de Torralba se estaba volviendo vinagre, y que era menester quemarlo... Doña Leandra dirigiose con su marido a la casa; sentáronse los esposos con Perantón en un poyo a tomar la fresca, y llegaron los mozos de mulas que labrando las tierras habían estado de sol a sol, y mientras unos abrevaban a los animales, reuníanse los otros en torno a los amos a contar las faenas del día. Doña Leandra no cesaba de rascarse la cabeza, lo mismo que D. Bruno, pues a entrambos les picaba bastante. De la cocina de la casa venía un olor fortísimo de fritanga y el vaho de sopas caldudas y bien impregnadas de ajo. Eufrasia y Lea estaban en la ventana de su cuarto, con la Tomasa y la Pepa, tarareando canciones nuevas que en aquellos días habían traído de Daimiel unos chicos como gran novedad, y luego descendieron al corral arrastrando chinelas, e improvisaron un baile...

Avanzada la noche, Doña Leandra se acostaba en la cama donde habían nacido sus tatarabuelos, tan alta, que a los colchones se subía por escalera, y desde arriba fácilmente se cogía con la mano el ahumado techo, con las vigas en panza. Entre los pliegues de las blancas cortinas, y en el cristal de unas laminotas de la Virgen de Calatrava, muy hueca de vestido y con tiara en la cabeza, lucían unos puntos negros, obra de las moscas al parecer; pero en realidad eran las miradas de los tatarabuelos, que allí permanecían contemplando la rotación majestuosa de la casa al través de los siglos. Doña Leandra dormía profundamente, y a su lado D. Bruno, sin que ninguno oyera los sinfónicos ronquidos del otro ni los cánticos de gallos que cuidaban de cantar de dos en dos las nocturnas horas. La del alba no era todavía cuando saltaba de los ociosos colchones la señora diligente, y lavándose la cara con dos o tres puñados de agua fresca que de una jofaina cogía, comenzaba sus quehaceres. Aún estaba obscuro, y las luminarias de la noche no se habían apagado en el cielo. Apenas descorría la aurora las cortinas del manchego horizonte, abría Doña Leandra la ventana para respirar el aire puro y dar gracias a Dios, lo que hacía rascándose los sobacos y también la cabeza, que le picaba. Ya día claro, desde un tejadillo frontero a la ventana, la saludaba la gentil avutarda. Era un pájaro petulante, vestido a hora tan matutina con su casaca de color de canela, galonada de terciopelo negro con botones de plata, y en la cabeza el gran sombrero de tres picos con plumas blancas y negras. Mirando a la señora, el ave hacía tres reverencias, acompañadas de tres sonidos graves, que eran su fórmula usual de ofrecer sus respetos. Tras él levantaban el vuelo las palomas, dando los buenos días con sus arrullos, y muchedumbre de gorriones salían por aquellos aires a robar lo que podían...

En la cocina estaba el ama desplumando palominos, y a su lado Eufrasia dobladillando un pañuelo. La cocinera, majando cominos en el almirez, hacía un ruido tal que apenas se entendían las voces de la hija y la madre... Entraba Perantón renegando del precio de la partida de aceite que acababa de llegar, como si fuera él quien perdía en ello. Decíale Doña Leandra que tuviera paciencia y no fuese tan regañón, que a su edad no le haría provecho que se le encendiera la sangre... Al anochecer, no de aquel día, sino de otro, que debía de ser el siguiente, aunque de ello no hay seguridad, hallándose en el poyo del corral la señora y Lea, que por mas señas estrenaba un cuerpo nuevo del vestido muy majo hecho por ella misma, llegose allí Ramón, que era el mozo encargado de la persecución de topos, con diez de estos dañinos animales. Al olor del rico botín acudieron los gatos, y las señoritas Eufrasia y Lea se encargaron de hacer el reparto equitativamente. No bajaban de ocho los pretendientes: los dos de casa, el de la panadería, el de la mayordomía y tres o más de las cuadras y gallineros. Después de distribuir a topo por cabeza, Lea consintió que Morita, la gata de casa, como parida, se llevase tres para su prole, y así lo hizo... En esto llegaba D. Bruno; pero no debió de ser aquella misma noche, sino la siguiente, o quizás otra noche cualquiera de las muchas que trae el tiempo. Se le vio apearse del caballo, y oyeron el tin-tin de sus espuelas acercándose. Había ido a Daimiel a reñir con los de la Junta de Pósitos, porque no le pagaban su anticipo, y a comprar correas para el arreglo de los tiros de mulas, tabaco y un poco de aguardiente. Traía el buen señor una noticia estupenda. La Reina Isabel II se había casado, y ya teníamos a nuestra Reina hecha una señora de su casa. ¿Y quién era el marido? Pues un D. Francisco, a la cuenta como su primo carnal, primogénito de unos señores infantes, mozo muy galán, de bello rostro sonrosado, muy metido en religión, cualidad primera de todo gran Rey... Pero no había sido floja tracamundana la ocurrida en Madrid antes de la boda. La Inglaterra y la Francia asaltaron con tropas el Palacio, llevando cada una un príncipe para casarle a la fuerza con nuestra Soberana. Y por otras partes de la casa grande embistieron el Papado y el Austria con la misma pretensión de meternos consorte Real. Apurada estuvo la cosa con esta canallada de las potencias, y si no se salieron con la suya fue porque el D. Francisco, al frente de un batallón de tropa española, blandiendo en la mano derecha su espada y enarbolando con la izquierda un crucifijo, cerró contra la extranjera turba, y a este quiero, a este no quiero, hiriendo y matando, deshizo en la escalera y en el Real patio a toda la caterva, quedando triunfante el derecho de darnos el Rey consorte que más neto acomode, siempre que sea español neto. «Celebrose el casorio -añadía D. Bruno-, con pompa grandísima, en una iglesia que llaman de Atocha, y ya podéis figuraos vosotros, grandes mostrencas y mostrencos, el lujo y aparato que en las ceremonias habería... Ello fue cosa sorprendente. Lucían allí los próceres del Reino sus magníficos túnicos de gala bordados de oro, y las Reinas, la Infanta y sus damas unos trajes tan opulentos, que cada uno representaba el valor de una provincia, si las provincias se vendieran. Dícenme que una de las próceras más guapas y mejor emperifolladas era la esposa de D. Emilio Terry, nuestra querida hija Eufrasia Carrasco y Quijada de Terry, que ahora así se llama, la cual lucía collar de perlas como garbanzos, y unos brillantes en el pescuezo y en la cabeza que eran como soles, y en las orejas esmeraldas tan grandes como huevos de paloma... no tanto, como huevos de avutarda...».

Amaneció, y salieron para el campo los mozos con los pares de mulas, y para el soto las ovejas con sus pastores... Sucediéronse plácidamente tardes y mañanas. A Doña Leandra le hacían sus hijas un vestido nuevo, cortado por patrones de última moda que facilitó una amiga de Ciudad Real. Ponían en ello las chicas gran esmero, para que su madre apareciese en misa con toda la elegancia que a su holgada posición correspondía donde quiera que se presentase... Más interés que en el corte y costura del nuevo traje ponía la señora en la siembra de patatas, que fue a vigilar con D. Bruno rodeando la casa y las eras, y saliendo por un sendero angosto hasta la tierra llamada de Claveros, tras de las primeras casas de Peralvillo. Pasaron junto a una noria desmantelada, después cerca de otra movida por un macho con los ojos vendados. Lloraban los cangilones chorritos de agua con que se regaba un plantío de hortalizas para el gasto de casa... Acompañando a los amos iban León, Turco, la Majita y otros seres caninos, cachazudos, holgazanes, hartos de una felicidad bobalicona. El mayor gusto de Doña Leandra era soltar la mirada, como se suelta un ave, para que corriese por toda la horizontalidad majestuosa del suelo sin parar hasta la línea en que tierra y cielo se juntaban. Tras aquella línea había más Mancha, más, hasta llegar a los montes de Toledo, donde todo era cuestas, subidas y bajadas. No estorbaban al libre vuelo de la mirada de la señora árboles ni sombrajo alguno, fuera del bulto que hacían las casas del pueblo y la torre gallarda de su iglesia. El sol lo bendecía todo con su luz esplendente; la tierra se tendía boca arriba cuan larga era, los miembros estirados con indolencia voluptuosa, y no hacía más que mirar al cielo, que sobre ella planeaba con las alas abiertas en toda su magnitud...

«Madre -le dijo Lea-, dos veces le hemos preguntado si quiere ya la medicina, y no nos responde...».

-¿Medicina yo?... Lo menos hace una semana que no la tomo, y ya ves qué buena estoy... He andado legua y media con Bruno, y no me he cansado. Hola, Vicente: ¿cómo estás? ¿Cuántos días hace que no te veo? Lo menos diez, por mi cuenta.

-Me vio usted ayer, y me vio esta tarde a primera hora.

-No estás tú en lo cierto, Vicente. Decidme, ¿no ha parecido Cristeta? ¿Qué demonios la entretiene tantos días en Palacio? Será que la Reina Cristina no sabe gobernarse sin ella... Bueno: dadme la medicina, y sepamos pronto si os dan o no la botica de Almodóvar del Campo.

Por la noche, en cuanto la ponían en su cama, emprendía despierta la paralítica sus viajes, y despierta se le iban los días, las semanas y hasta los meses, sin sentirlo. Solía volver de sus correrías con un humor endiablado, que desahogaba en sus hijas y en su marido, diciéndoles que no eran ellos ya como les había hecho Dios, sino como les transformaba el Demonio en este maldito Madrid. Mirándolo bien, sus hijas no eran honradas, pues no había honradez con tanto manoseo de novios y tanto andar al zancajo en teatros y paseos. En los teatros se aprendían cosas malas, y los paseos y tertulias no eran más que escuelas de deshonestidad. Y en cuanto a Bruno, también estaba horriblemente echado a perder. ¿Qué se había hecho de la sencillez de sus costumbres, de su amor al trabajo, de su modestia y probidad? Un muestrario de vicios era ya, y él solo gastaba en un mes más que había gastado toda la familia en seis años cuando en la Mancha vivían. Lo menos media hora empleaba todas las mañanas en lavarse, y para él solo y sus malditos lavatorios tenía que subir el aguador una cuba más. ¿A qué tanta presunción de lavados, planchados y afeitados? Hasta usaba perfumes ¡qué asco!, como las mujeres de mal vivir, y a todas horas guantes, como si tuviera que visitar al Rey. No, no; no era aquella su familia. ¡Mentira, engaño! Las personas que veía no eran sino una infernal adulteración de sus queridos hijos y esposo. La verdad radicaba en otra parte, allá donde vivía despierta, que en Madrid no era la vida más que una soñación. Y esto se probaba observando que en Madrid estaba baldadita y sin movimiento, mientras que en su pueblo iba de un lado para otro con los remos muy despabilados sin cansarse...

Solía padecer la desdichada manchega estos trastornos de la mente por las mañanas, y su marido y sus hijos rodeábanla afligidos, respondiendo con frases cariñosas a las injurias que les dirigía, ya iracunda, ya burlona. A medida que tomaba alimento, íbase serenando, y no recordaba ni uno solo de los enormes disparates que había dicho a su cara familia. Y como algo recordase, pedía perdón del agravio en los términos más humildes. Una tarde, cuando Eufrasia, ya vestidita y bien dispuesta, aguardaba a la viuda de Navarro, que en su coche había de venir a buscarla, Doña Leandra le estrechó las manos diciéndole: «Habrás tomado a risa, hija del alma, los desatinos que escuchaste, y de los cuales sólo uno se me quedó en la memoria. Yo también me río, porque ello es cosa muy disparatada... que tus cortejos, ¡ay!, te regalaban diamantes gordos y esmeraldas verdes, y que merecías que te arrancasen las orejas al arrancarte los pendientes, que eran el pregón de tu ignominia. Perdóname, y no me hagas caso cuando me pongo así, que verdaderamente no estoy en mi sentido... A Dios gracias, con la medicina que ahora me da Vicente, se me van quitando los grandes enojos que me entran por las mañanas... Vete con tu amiga, y no olvides lo que te recomiendo: darle mucha prisa al Sr. de Terry, hija, lo cual que no es un decir, sino la realidad, pues esa cara paliducha y ahilada que se te está poniendo declara las ganas que tienes de tomar estado, para satisfacción tuya y de tus padres...».