Bodas reales/XXVII
Quería Dios que hija y madre estuvieran en aquellos días bajo la acción de fenómenos o casos maravillosos, pues mientras Doña Leandra encendía su imaginación con la idea de la visita a un ser que conceptuaba ultraterrestre, Lea veía cosas tan extraordinarias, que le costaba trabajo creer que pertenecieran al mundo real. En una misma alcoba dormían las dos hermanas, y allí y en el próximo gabinete, tenían su ropa, sus secretos, las cartas de sus novios, el tocador y cuantos adminículos y menudencias necesitaban para componerse. Luego que se encerraban en sus habitaciones para acostarse, hablaban solitas de los sucesos del día, pertinentes a ellas o a sus amadores, y se confiaban todos sus secretos y se consultaban todas sus dudas. Una noche, poco antes de manifestarse en Doña Leandra la parálisis, Eufrasia, como quien desea y teme revelar algo muy delicado, anunció a su hermana una confianza; arrepintiose luego, dudando, entre risas y síes y noes muy infantiles; sacó por fin de su bolsillo un estuche, y mostró a su hermana un sol... un haz de rayos luminoso, deslumbrantes. Lea no dijo más que ¡ah!, echando en aquel hálito toda su admiración y algo de susto. No pronunció palabra alguna hasta pasado un ratito. «¡Qué magnífico brillante!... ¿Pero di, no es esto falso? ¿Es de ley?... ¡y tan grande!...».
-No es de los mayores -dijo Eufrasia rebajando, por afectación de modestia-; pero fíjate... ¡qué perfección de facetas! Dice Maturana que es de la mejor talla de Amsterdam, y una pieza de mérito grandísimo.
-¡Bonito, bonito... superior! -exclamó Lea absorta, moviéndolo entre sus dedos ante la luz, para recrearse en los destellos.
-Está montado en plata como alfiler -dijo Eufrasia-; pero se puede usar como adorno magnífico para el pelo... Aplicación no le faltará...
-¿Pero es tuyo de veras?... ¿Y cómo...? Si es tuyo, te lo habrá dado Terry.
-Naturalmente: yo no había de robarlo...
-Pero...
No sabía Lea cómo pedir explicaciones a su hermana de la posesión de alhaja tan magnífica. Enmudecieron ambas y se acostaron, permaneciendo silenciosas larguísimo rato. Ninguna de las dos dormía.
«Debes enseñárselo a padre y a madre, a ver qué dicen...» -indicó tímidamente Lea, a la media hora de acostadas.
-No, por Dios... Padre y madre no deben saberlo... no por nada, sino porque creerían lo que no es... Ya lo verán a su tiempo. Por hoy, no me preguntes más.
Obedeció la hermana mayor, y no habló más de tal asunto hasta que, dos noches después, encerraditas y ya seguras de que ni los padres ni los hermanos las sorprenderían en su grata intimidad, hizo Eufrasia a su hermana la señal de que le preparaba nueva sorpresa; aproximose a la cómoda, y del seno sacó un envoltorio; desplegó el papel finísimo que lo formaba, y aparecieron a los espantados ojos de Lea dos esmeraldas soberbias, hermosísimas, iguales en el tamaño y la forma oval, montadas en plata dentro de un cerco de diamantes...
«¡Ay, qué preciosidad!... Esto es divino... -exclamó la joven con arrobamiento-. Y son pendientes... Déjame que me los ponga».
Ayudó Eufrasia a clavar las joyas en las orejitas de Lea, y cuando esta se vio en el espejo adornada de tanta hermosura, no acababa de extasiarse en la admiración de su propio rostro, y lo ladeaba para ver los diferentes efectos en esta y la otra postura.
«Como estas esmeraldas -indicó Eufrasia, menos risueña que su hermana-, hay pocas. ¡Cosa más soberbia no se ve! ¡Qué bien estás! La esmeralda montada en plata sienta muy bien a las morenas».
-A las morenas les sienta bien todo -afirmó Lea quitándose los pendientes y llevándolos a las orejas de la otra-. Póntelos ahora tú, para que yo vea el efecto.
Así se hizo, y las ponderaciones de tanta belleza no tenían fin. Guardó Eufrasia su tesoro; Lea, dando un gran suspiro, le dijo: «También te las ha dado Terry. ¿Eran de su familia?».
-No: las ha comprado. Ya sabes que está riquísimo. El mes pasado ganó medio millón de reales, y ahora, si traspasan lo del Gas a la Compañía francesa, no se puede calcular los dinerales que ganarán entre Emilio, Gándara y Safón...
-Pero no acabo de convencerme, te lo digo como lo siento, de que puedan hacérsele a una soltera estos regalos sin comprometerla. ¿Acaso en el extranjero se usa que los novios regalen joyas, así, de tapadillo...?
-Seguramente, en el extranjero hay otras costumbres, otra libertad. Pero aquí, con tanta ñoñería y sujeciones tan ridículas, no se puede, no... lo reconozco. Si la gente se enterara, creería que hay malicia donde no la hay.
-¿De veras que no la hay?
-¡Mujer, qué cosas tienes!... ¡A ti había yo de ocultarte...! ¡Jesús!, no oiga yo de ti tal suposición.
Pareció Lea convencida; pero no durmió en toda la noche, atormentada por la idea de que su querida hermana no tenía ya en su conciencia la debida pulcritud. «Aunque ella no lo crea, pecado hay aquí -se decía-, o principios de pecado y de grandísima deshonra».
A la mañana siguiente, ambas en el tocador, dominada Lea por una idea fija, hizo a su hermana esta pregunta: «¿Y no te ha dado perlas?».
-Tiene en tratos un collar muy bonito; pero yo le he dicho que no lo quiero, que no y que no... A su tiempo recibiré todas las alhajas que se le antoje poner sobre mí.
-¿Cuándo os casáis? ¿Ha fijado al fin Emilio la fecha?
-El mes de Octubre, seguro, seguro.
-En Octubre dicen que se casa la Reina. También fijó Tomás esa fecha para nuestro casamiento, y ya ves, ya ves.
-Pero lo mío es infalible. Emilio es un hombre de bien y un caballero. En todo me complace.
-Pues si en todo te complace, ¿por qué no fijáis el casorio para la semana que viene? Estos hombres que eternizan las bodas no son de fiar... Cierto que el darte prendas de tanto valor es, como tú dices, señal de un amor grande... Pero... Digo que en último caso... vamos, que otros hay peores, pues plantan, y no dan nada, ni un triste alfiler de dos reales.
Pasaron días sin que Eufrasia mostrase más joyas, ni a su hermana hiciese confidencia alguna tocante a sus amores o a la boda con Terry. Tan sólo dijo que el galán partía para París; pero que su ausencia, motivada del negocio del Gas, no duraría más de dos semanas. Lea notaba en ella tristeza y cavilación algunos días; otros, un alborozo demasiado parlero, sin decir nada de provecho. Y los que observar pudiesen y supiesen en las interioridades de la casa, habrían notado que Lea padecía también en aquellos días turbaciones muy raras en su carácter, comúnmente de una ecuanimidad feliz. Algunas noches, en la visita oficial de Vicente, trataba a este con tal despego, que el pobre chico no volvía de su asombro, un aflictivo y patético asombro por cierto. Mas de improviso se iniciaba un radical cambio en el temple, si así puede decirse, de la señorita, y viéraisla tan cariñosa y tierna con el mancebo que los ojos de este revelaban una satisfacción beatífica. Y en aquellos ratos dichosos, infaliblemente hablaba Lea del casamiento, de la conveniencia de celebrarlo cuanto antes para irse todos a la Mancha y hacer la cruz por siempre a este Madrid tan perverso y corrompido. Las corrientes psicológicas, como el sube y baja de mareas, que determinaban en la joven manchega estas oscilaciones afectivas, permanecen indeterminadas. Son hechos, formas, desarrollos orgánicos que se pierden en la insondable caverna obscura del querer mujeril.
Cuando a la oreja de Doña Leandra llegaban palabras de Sancho y Lea referentes a casorio, o a la probabilidad de conseguir la botica de Almodóvar del Campo, excitábase horrorosamente, como con una corriente eléctrica, y recobraba por instantes el fácil uso de sus remos. Aún no había podido ir, por causa de las ocupaciones de Cristeta en Palacio, a la visita de la prodigiosa monja, y aguardando aburrida este acontecimiento se pasaba las tardes sentadita en su sillón, presidiendo la charla de la hija con el boticario. Comúnmente el tal palique era para Doña Leandra un narcótico, cuya enérgica virtud la desligaba de la realidad triste, permitiéndole ausencias y descansos muy agradables. Dormida o mal despierta se montaba en el Clavileño o en la escoba, y se iba por esos mundos de Dios, tomándose el espíritu toda la libertad de que el cuerpo estaba privado. No era la primera vez que la infeliz señora, mal avenida con su trasplante, volaba espiritualmente a sus tierras y casas manchegas, recreándose en ellas como en la misma verdad; pero desde que se inició la parálisis, los viajes imaginativos al país natal fueron más frecuentes y de mayor duración, así como de una intensidad maravillosa en el repetir y vivificar objetos y personas, los animales, el suelo, el aire y el olor de todo lo de allá. Del tiempo hacía mangas y capirotes, pues en media hora efectiva de Madrid, vivía manchegamente días y aun semanas; y al volver de estas excursiones, hallábase durante un mediano rato en penosa ignorancia del lugar donde se encontraba. ¿Estaba en su casa de Peralvillo, o en el sillón caliente y blanducho de Madrid?...
Mecida por el runrún soñoliento de Vicentillo y Lea, Doña Leandra salió del comedor de su casa manchega, pasó al cuarto próximo, donde tenía la algarroba para las palomas, un resto de la cosecha de judías, dos montones de patatas para simiente con los brotes ya muy crecidos, manojos de hierbas colgados del techo, que despedían un olor fortísimo entre farmacéutico y culinario. Anduvo por allí la señora trasteando; salió seguida de dos gatos, y pasando por delante de la cocina, donde estaba la Fabiana delante de los peroles, bajó por la escalera, cuyos peldaños de romo ladrillo ofrecían un resbalón a toda persona que no tuviera el pie bien habituado a sortear las desigualdades. Llegó a una especie de portalón o vestíbulo empedrado de viejo, pues no se había tocado en él una piedra desde el siglo anterior; todo era hoyos y guijarros duros; obstruían el paso diversos objetos, sacos llenos y vacíos, aperos inservibles, manojos de varas, yugos abandonados por inútiles y una tinaja rota, boca abajo. Todo estaba en aquel sitio provisionalmente hacía ochenta años, y con la pátina de mugre y polvo tenía ya ese carácter especial de la petrificación doméstica, allí donde nada se remueve ni se cambian las cosas de sitio. Salió Doña Leandra al corralón, tan grande como una mediana plaza, y al punto se le pegó a las faldas un perro corpulento, León, moviendo la enroscada cola, y enseñándole los colmillos que no habían de hacerle daño. Más allá, otro can que sentado roía un hueso teniéndolo entre las patas delanteras, la miró pasar y siguió royendo... un pavo hacía la rueda entre cuatro gallinas que ni siquiera le miraban, y un burro atado a una argolla junto a la puerta de la cuadra, soltó un rebuzno majestuoso. Entró la señora en el cuarto del pan, donde había un hombre calvo, que preparaba el horno, y ya tenía las hogazas amasadas, cubiertas con un paño. «Mira, Blas: en cuanto saques la hornada, coges la Capitana (esta capitana era una burra) y los dos machos que llegarán luego de Torralba; comes, y te vas a Piedrabuena, y me compras cuarenta o más arrobas de patata para simiente. Dicen que Lino Pascual la tiene superior. Si le queda una partida de sesenta o setenta arrobas y no quiere descabalarla, te la traes toda. Llevarás trescientos reales, y si te faltase dinero, ya sabes que el boticario D. Enrique te dará por mi cuenta lo que necesites... Estarás aquí mañana temprano, que mañana hemos de sembrar la patata en la huerta del Fraile...». Poco después de esto, la señora estaba junto al pozo y pilón de abrevar: al mozo que sacaba el agua para dar de beber a los cerdos de recría, le dijo: «Navarro, enciérrame este ganado en cuanto beba, y no me lo tengas aquí, que es muy dañino, y ya ves que me azuza los pollos: tres me mataron ayer a pisotones». Apaleada por el mozo se arremolinó la piara, compuesta de un gran contingente de cochinitos negros, todos iguales, y pegados unos con otros se fueron hacia su cobertizo, cantando una deliciosa música... Doña Leandra se encaro con un viejo petiseco, cuya cara parecía la piel de encuadernación de un libro de coro. Vestía de paño pardo, con calzón corto, cinturón de cuero, y usaba sucias gafas de cristales muy convexos montados en cuerno. Era Perantón, el hombre de confianza, la personificación de la honradez y la lealtad, que llevaba de servicio en la casa tres cuartos de siglo, y andaba próximo a los noventa, conservado como un corcho viejo de colmena. Sus abejas eran la vida que aún zumbaba dentro de aquel madero lleno de arrugas. Había sido mozo de mulas, después de labranza, criado luego al inmediato servicio de los señores, y por último, mayordomo con honores de intendente, pues sabía garabatear en un cuaderno de marquilla las cifras de compra y venta, el consumo de paja y leña, el comestible de animales y personas, y usaba un tintero de asta con petrificaciones de tinta contemporánea de Carlos III. «Antón -le dijo la señora-, me parece que la pinta castellana ha puesto hoy también entre el montón de leña. Que Tomasilla se meta y busque allí los huevos. Tenemos lluecas a la parda y a la moñuda... Mándale a tu nieto Roque que del palomar de arriba me traiga tres pares de palominos para mañana...». En la servidumbre y personal labriego de Peralvillo había dos hijas de Antón, una de ellas cocinera, que ya no hacía más que dirigir, y era plaza casi jubilada como su padre, y catorce nietos, ocupados en distintas labores. Los que allí nacían, al amparo de la casa y noble familia quedábanse toda la vida. «Oye, Antón, dile a tu nieto Felipe el gordo que no me dé bromicas a la Pepilla, que apalabrada está por sus padres con Robustiano el del Tuerto, y no quiero en casa cuestiones...».
En esto, traída bruscamente por el Clavileño a su sillón, Doña Leandra, suspirando fuerte, dijo a Lea y Vicentico: «¡Eh de casa!... ¿Hace mucho que estáis aquí, hijos? Sacadme de esta gran confusión: ¿cuánto tiempo hace que dejé de veros?».
Los chicos, acostumbrados ya a las ausencias de la triste señora, le contestaron que hacía un ratito, tan largo como ella quisiese.
«No me entendéis. Cuando os ponéis a ser brutos, no hay quien os gane... Os pregunto si estamos en hoy o en ayer, si ayer os vi y hoy vuelvo a veros. Porque a mí me parece que he estado fuera de un día para otro; quiero deciros, el tiempo que va de un hoy a un mañana con noche de por medio... ¿No me contestáis? Pues quedaos aquí, que yo me vuelvo. Adiós, hijos míos».