Brenda/IX

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La señora Orfila de Nerva, viuda de un hombre distinguido, viose a la muerte de su esposo sin familia y poseedora de una importante fortuna. Aunque retirada desde entonces de los círculos sociales en que había sido objeto de merecidas simpatías, conservaba sin embargo el grado de consideración que se conquista una mujer de virtudes, reapareciendo en aquellos de vez en cuando para recibir las mismas elocuentes pruebas de aprecio. Si bien esto era un consuelo a su soledad, lo fue más la compañía de Brenda, en quien concentró sus mayores afectos. Había vinculado al principio a su existencia a la niña huérfana, inspirada por sentimientos de piadosa filantropía y como un tributo a la memoria del padre, de quien su esposo recibiera nobilísimos servicios, propios de una amistad leal y sincera; pero, a medida que avanzó el tiempo, lo que sólo había sido objeto de un acto de conciencia, convirtiose en verdadera pasión. Un cariño acendrado reemplazó al vacío del aislamiento. El generoso corazón de la anciana pudo compensarse sin esfuerzos de las horas amargas de pasados duelos. Brenda reunía todas las preciosas calidades de estas almas, tanto más elevadas y austeras, cuanto han conseguido salir ilesas del seno del dolor y la desgracia, en pos de una lucha tenaz y ruda. ¡Raro ejemplo! Pero no es sólo el brillante el que soporta la prueba del fuego: hay joyas de carne de mayor valla, que la tentación acosa y rodea enmedio de la miseria y de la noche, sin lograr que su virtud flaquee o empalidezca su brillo. Han nacido como la perla solitaria, y en su crecimiento noble se mantienen ocultas y adheridas, en el interior de su alcázar de nácar, donde resisten el olaje de las pasiones y la presión fatal de fuerzas ciegas para lucir más tarde puras y hermosas en las guirnaldas del amor y de la dicha. Brenda pertenecía a esas naturalezas exquisitas y delicadas, cuya sensibilidad profunda ofrece a la vejez doliente, la lumbre y el calor vital que amengua el frío de sus años. Su cariño entibiaba y removía las fibras como un aliento de primavera: había adquirido el hábito de amar más en la hora del rigor de la suerte, que en los días plácidos y serenos, y nunca se había preocupado de sí, sin pensar a la vez en el deber de conservar entero el culto a su noble protectora. ¡No conocía todavía ningún drama íntimo de conflicto de deberes! Era amada con pasión entrañable. Orfila de Nerva había sabido concentrar en su corazón recogido y envuelto entre los pliegues del recuerdo, el caudal de ternuras no prodigadas por sino de la suerte, y que ella debía gozar más tarde sin reservas. Por esto mismo, sin duda en el exceso de su cariño y creyendo reinar sin rival en aquella alma joven e ingenua, la anciana se proponía la felicidad de su pupila sobre la base de una obediencia respetuosa que Brenda no desmintió en sus días tranquilos. Pensaba no proceder con egoísmo de esta manera. Una niña honesta, según las reglas de las antiguas costumbres y de la educación de otras épocas, tenía asignada en los proyectos de la potestad doméstica la elección casi irrevocable de su destino. Lógica inflexible la de aquel corazón viejo, y en el fondo tiernísimo; no recordaba quizás que también tuvo pasiones vehementes y espontáneas; y por eso, hablando más en ella la dura práctica del tiempo, parecía dispuesta a reñir los ideales juveniles, a burlarse mansamente del ensueño y hacer gesto desdeñoso a la ilusión dorada. Algo de positivismo frío y severo se mezclaba al cariño inefable, el último tal vez que le hacía grata la vida; y al prodigarlo sin reserva, le agregaba un poco del criterio suspicaz del desengaño de que hiciera en el mundo abundante cosecha. Imaginábase así que podía indicar la fórmula de la ventura posible y evitar a la joven las asperezas y dificultades del problema, sin tener presente que toda naturaleza virgen debe a la prueba del dolor su tributo, aunque fuere dejando la mayor parte de sus bellos ideales a lo largo del camino. ¡Cuán difícil, sin embargo, podría ser una transición suave de la actual dicha apacible a una felicidad futura, sin pesares, sin obstáculos, sin fantasías peligrosas!

Brenda había sido instruida y educada con esmero. La solicitud de su protectora siguió siendo extrema a este respecto. Inteligente, juiciosa y contraída, la joven pudo alcanzar ese grado de instrucción que no sería impropio calificar de sólida y eficiente, dados los horizontes que por lo común se asignan al desarrollo intelectual de la mujer en otras partes, y que hanse ensanchado en Montevideo hasta el punto de ofrecer una carrera honrosa al sexo débil. La señora de Nerva, no la proporcionó sino en parte esta educación que ella traía ya de su primer hogar; pero en cambio, al contemplarla, adunó a sus beneficios la de los sentimientos morales y estéticos. Brenda cultivó la música y la pintura, inclinándose más a aquélla que parecía guardar mejor armonía con su espíritu.

El mágico arte constituyó uno de sus placeres predilectos, a la vez que el grato solaz de la anciana. Cuando acompañaba a Areba en el piano, y se confundían en deliciosa conjunción formando un solo idioma indefinible los sonidos de las teclas, bajo dulce o vigorosa pulsación, y las notas arrebatadoras del canto entonado con una voz fresca, llena y melodiosa, la señora de Nerva caía en embeleso como si los ecos de aquel lirismo seductor esparcieran en la atmósfera miles de átomos impalpables del recuerdo. Recién entonces surgían en su memoria, pálidos, los muertos ideales de juventud.

De las predilecciones de Brenda, nada se sabía; pero era notorio que la señora de Nerva consideraba digno y ventajoso su enlace con el doctor Lastener de Selis, que había logrado de tiempo atrás cierto ascendiente en su espíritu, en su calidad de médico de cabecera y de antiguo amigo.

No se ignoraba tampoco que Brenda había respondido a las reiteradas insinuaciones, con estas simples palabras:

-Sabes que soy dichosa: ¿por qué quieres arrancarme de tu lado? Tiempo hay de pensar en lo otro, cuya necesidad no siento, y cuyos desconocidos goces no cambiaría por los actuales.

Y el tiempo había pasado sin que la joven se manifestase abiertamente, y sin que la señora de Nerva, por su parte, insistiera en sus maternales exhortaciones. No era dudoso, sin embargo, que en la época a que nos referimos se hubiesen renovado con alguna exigencia. Brenda tenía sus momentos de melancólico retraimiento, como si algo de grave y solemne inclinara su espíritu a la meditación.

¿Qué de extraño -recordando los beneficios pasados, y reconocida al favor del presente-, que la joven sostuviera una lucha quizás superior a sus fuerzas entre los designios formales de su protectora y los secretos impulsos de su propio corazón?

Esto era posible, como posible es que de causas en apariencia ínfimas y pequeñas, cuando no desconocidas, nazca el infortunio, sobrevenga el drama y se perturbe la paz de la familia.

De una existencia cómoda, la joven, todavía niña, había pasado a la orfandad y al aislamiento, y de esta amarga situación, a una vida de opulencia en que un amor extraño, pero sincero y profundo, reemplazaba bien los halagos del primer hogar. En este último período era que había fijado recién sus ojos en el mundo, que le ofrecía sinnúmero de encantos y misteriosos deleites, y comprendido que su deuda de corazón sólo podía ser cubierta por excesos de ternura y de respeto. Explicábase, pues, la tribulación de su espíritu, que ella ahogaba en la más discreta reserva, y en un absoluto silencio.

En la mañana de que hablamos, en instantes en que Brenda no se hallaba presente, la señora de Nerva dirigiéndose a Areba, díjole en tono de afectuosa confianza:

-Bien sé que usted anhela como yo la felicidad de mi pupila, y no ignora que ella aún se muestra irresoluta. Conoce usted mis propósitos, a cuya realización nada se opone, y en los que a mi juicio se funda el futuro bienestar de Brenda. Esta dolencia que me aqueja y no me abandona, me hace pensar seriamente en esas cosas, y cuento para el éxito con la excelente intervención de usted. Ella es dócil y accesible, y su amistad mucho puede. Sueño con esta criatura, Areba; es mi único afán, mi sola preocupación y mi último cariño. Sus escrúpulos de niña serán disipados fácilmente al menor esfuerzo de su parte, y espero de usted tan señalada bondad.

Areba escuchaba entre atenta y pensativa, pasando entre sus dedos la borlilla del abanico.

Pareció animarse, cuando la anciana aproximándose bien a ella, añadió en voz muy baja, como temiendo ser oída:

-He notado que algo de nuevo pasa por el ánimo de Brenda, y mucho me aflige que no sea eso efecto exclusivo de mis cariñosos consejos. ¡Quizás yo me engañe, y dichosa sería! Pero algunas cosas han pasado que me tienen inquieta, y tiemblo a la idea de un amor...

Interrumpiose, y se volvió con presteza para cerciorarse de que estaban solas, con el índice en los labios, y el gesto especial de quien titubea en revelar un secreto.

Brilló la mirada de Areba, que murmuró solícita, e impaciente:

-De un amor, decía usted...

-Sí, ¡de un amor imposible!

-Es grave.

-Lo considero así, y por eso me apresuro a prevenir las ocurrencias. ¿Puedo contar con el prestigio de su afecto?

En ese momento apareció Brenda en el umbral, abriendo y cerrando un quitasol de raso celeste.

-Ya estoy pronta, querida amiga -exclamó con alborozo-, para una gira por la quinta. Andaremos entre los árboles, mientras el sol no queme; de aquí hasta la choza de Zambique, y de allí el regreso: ahí tienes mi itinerario. ¿Verdad que es bastante, madre, para lo que resta de la mañana?

-Así es -contestó la anciana sonriendo-; pero tengan cuidado con la cachimba, y no se aproximen demasiado al estanque grande del fondo...

-Iremos con juicio -dijo Areba levantándose, y arreglando ligeramente su tocado-. Está tan puro el aire de la mañana, que invita de veras al ejercicio.

La señora de Nerva las acompañó hasta la arcada, e hizo allí una seña expresiva a Areba, al dejarlas.

Las jóvenes se internaron en la quinta, por una calle de árboles frutales, hojosos y sombríos.

-¿Son agradables las vistas vecinas? -preguntó Areba con aire distraído-. Nada me has dicho sobre el particular, y éste es un detalle muy importante para la que como tú pasa todo el verano en el campo.

-Todas las vistas son muy bellas -respondió Brenda, cuyo semblante se tiñó de un fugaz carmín-; y difícilmente podría indicarte preferencias. Aparte de las colinas y médanos que se extienden más allá del estanque, que se encuentra al fondo, todos los alrededores están llenos de quintas y chacras muy bien cultivadas. Después, la costa, que es tan pintoresca. ¿No te gustan las olas, y el aire de la playa?

-Sí -repuso Areba meditabunda-; todo eso me halaga por momentos. La naturaleza es como una persona a quien hemos visto desde muy niños, y que se conserva a nuestros ojos casi inalterable con singular artificio, a pesar del tiempo que ha destruido nuestras ilusiones, sin convertir en calva su cabeza, ni en caverna su boca. Esta especie de Fausto se hace monótono, a semejanza del solterón empedernido cuyas gracias pasan de moda; y es preciso refugiarse en la soledad, con nuestras tristezas profundas, para encontrar algo de nuevo en el cuadro de todos los días, y en los contrastes de todas las horas. Enmedio de la alegría, o por lo menos de satisfacciones naturales que nos rodean, en sociedad o en familia, el espíritu se preocupa más de lo que le afecta de cerca y ha de constituir su contentamiento más duradero; así acaece que se busque en lo real lo que resalta y proviene del refinamiento de gusto, y puede identificarse con nuestro ser... Dime: ¿No se te ha ocurrido cosa semejante, al pensar en un hombre, que es encarnación y no sombra, que has visto, que has hablado, cuya mano has estrechado tal vez, sin notar en ella el hielo del mármol, sino el dulce calor de la sangre que comunica otra vida a las venas, y despierta emociones desconocidas hasta entonces?

Al decir esto, la joven fijó en su amiga una mirada penetrante y extraña, que produjo en ésta alguna turbación.

-Parece que hubieras amado mucho, Areba -respondió Brenda estrechándole la cintura con su brazo con fuerza nerviosa, mientras hacía girar en el aire con el izquierdo la sombrilla.

-Sabes que me consideran indiferente, o por lo menos demasiado vanidosa, para entregar sin lucha mi corazón. Las grandes comodidades que me rodean, no bastan a desviar la sospecha indigna de que uso balanza en amores que aún no he sentido, pero que me han atribuido siempre, pretendiéndose haber sondeado mis sentimientos íntimos; y pienso a veces que se desea que yo represente el papel que se me asigna, y que mucho temo concluya por agradarme. Pero no se trata ahora de esas cosas. Hablemos de ti, pues a ello consagro estos instantes. No has contestado todavía a mi pregunta.

Guardó Brenda un breve silencio, y luego dijo con acento tembloroso:

-Allí cerca del seto hay un banco de piedra, cubierto ahora por la sombra de altos naranjos. Si quieres nos sentaremos en él, y conversaremos sin fatiga, antes de ir a la choza. Lo único que puede molestarnos es la marímbula de Zambique, pero tal vez no esté hoy tan filarmónico.

-¿Qué es eso?

-El instrumento músico del viejo negro, que tú no sabes es casi todo su idioma, pues él habla poco o casi nada, hasta el punto de entenderle nosotras solas.

-Bien: iremos al banco de piedra.

-¡Qué hermosos árboles! Se siente uno con placer aquí.

¿El seto adonde vamos, mira hacia el mar?

-Sí... pero hay otra quinta por medio, que sin embargo no priva por completo de la vista.

-¡Ah! Y ¿qué familia ocupa esa quinta?

-Familia... ninguna. Parece ser un hombre solo.

-¿Joven?

-Sí.

-¡Qué vida solitaria!

Debe pasar horas muy melancólicas ese joven, querida amiga, aun cuando el romanticismo le absorba.

-Tal vez...

Sonrojose Brenda al pronunciar esta frase.

Una leve sonrisa entreabrió los labios de su amiga, quien mudando de tono, se apresuró a decir alegremente:

-Desde aquí veo una parte del seto, y algunos pitacos gigantescos que mucho me agradan porque reúnen colibríes en sus flores amarillas. ¡Lleguemos cuanto antes!

Precipitaron ambas el paso, y en pocos momentos estuvieron junto al sitial de piedra; pero apenas acababan de sentarse, cuando resonó a cierta distancia una detonación, seguida de un silbido suave y de un ruidoso aleteo, como de ave de vuelo tardo y pesado.

Segundos después, una hermosa perdiz salvaba el seto con las alas tendidas, que arrolló bien presto, para caer verticalmente sobre el musgo delante de las jóvenes, destilando sangre por el pico.

Recogiola Brenda en el acto, y pasó con cariño su mano por el sedoso plumaje, levantando la vista hacia el seto, trémula y afligida.

-¡Pobrecilla! -prorrumpió Areba con su aire abstraído-. ¡La han herido en la entraña!