Brenda/X

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A algunos kilómetros de Montevideo, hacia el oriente, los campos presentan una sucesión de oteros más o menos elevados, que domina el brazo del agrónomo. El cultivo de la costra arable, a todos rumbos, ha reemplazado la dehesa del pastoreo; las pacíficas vacas lecheras al ganado arisco; y regadas vegas, caseríos y villorrios, a las antiguas propiedades de riqueza pecuaria. La semilla y el grano, la verde gramínea y la espiga dorada, germinan, brotan y se elevan donde antes crecían el trébol, la gramilla y el árido cardo de penachos azules; surgiendo a la vez con la agricultura que todo lo suaviza, empezando por la dura costra que reposa sobre el limón pampeano, las pequeñas industrias productivas, que atraen nuevos agentes, y útiles más perfectos a la labor fecunda.

En los contornos de los esteros de Carrasco, nótase ese aspecto risueño de vida y de trabajo. Estos sitios fueron en otros años los predilectos de los buenos cazadores, y por entonces, los perdigueros levantaban fácilmente de los altos pastizales excelentes piezas de caza menor y poblaban las ciénagas numerosas becasinas. Pero, en la época a que nos referimos, el monte no presentaba sino anchas brechas; y el álveo del arroyo no escondía sus ondulaciones de culebra entre el doble festón de producción arbórea, que el hacha del leñador ha ido talando lentamente.

Solían, sin embargo, bajar allí retozando los patos silvestres, las otras aves, codiciadas siempre por su hermoso plumaje. Esta circunstancia estimuló a Raúl a trasladarse al sitio, antes de apuntar el alba de aquel día.

Era la caza una de sus pasiones favoritas, y hacía periódicamente excursiones lejanas, en busca de campos abundantes en perdices y piezas mayores.

Esta vez había limitado hasta allí su paseo, y escogido la parte menos frecuentada de la orilla, -parajes que visitarán poco los numerosos cazadores que usaban todavía las viejas armas de baqueta y pistón, el cuerno de la pólvora gruesa y el largo municionero de resorte y piel de cabra, señalando su trayecto con un reguero de humeantes tacos sobre las secas yerbas-. Como su objeto no era, a semejanza de muchos de estos aficionados, cazar con perdigones de plata, se esforzó en recorrer los sitios más solitarios a la par que pantanosos, propicios a las aves, cubiertos de juncos o de nutridas masiegas.

No se explicaba él, bien claro, el motivo de haber limitado hasta aquellos esteros su excursión; pero la verdad es que temía alejarse demasiado del lugar de su residencia, que ofrecíale encantos mayores, y oportunidad quizás al regreso de pasear sus vistas por los vecinos jardines.

En tales lugares sorprendiole la aurora; una aurora de estío, fulgurante, tibia y serena, con nubecillas de coral sobre un fondo de zafir.

Habíase sentado al pie de unos talas, al acecho de los patos que pasaban de vez en cuando, en parejas o en grupos sobre el arroyo, con las alas arqueadas, en engañosa actitud de descender, lanzando roncas notas, al dirigir el movible cuello a uno y otro ribazo con manifiesta inquietud.

En vuelo lento y majestuoso, que contrastaba con la rapidez de estos palmípedos, solía venir entre ellos alguna cigüeña blanca de manchas negras y dentado pico; o algún fenicóptero de alas color de fuego y pecho albo rosa flotando en el espacio como suspendidas por el aire, a manera de enormes pandorgas teñidas de brillantes colores.

Agitábase todo en derredor, cual si al aparecer la aurora, una onda prodigiosa de vida se hubiese desprendido del horizonte, bañando los paisajes en oxígeno y luz nueva. Era un despertar risueño y seductor, con cuadros llenos de variedad e interés.

En un árbol partido por su cúspide, en forma de cilindro oblicuo, y provisto aún de algunas ramas de escasas hojas, veíanse dos nidos de lodo, a poca distancia el uno del otro; moradas ingeniosas que los pequeños arquitectos consolidan con cerdas y hebras vegetales, con un tabique que resguarda los huevos de la hembra y separa los compartimientos destinados al sueño de los esposos.

Las puertas de estas viviendas singulares, rara vez miran al oriente: ya se fabriquen sobre las ruinas, o en el extremo de los troncos verticales, o en la horqueta del sauce melancólico, o en el robusto brazo del pitaco adornado de ramilletes dorados, tan parecidos a charreteras flamantes sobre un paño verde obscuro.

-¿Temen acaso los horneros rojos la lluvia de rayos de fuego, durante las primeras horas del día? Hacíase Raúl con interés esta pregunta, sin encontrarle respuesta satisfactoria, mientras salían en doble pareja los horneros, y se colocaban sobre el cieno endurecido para saludar de consuno la mañana, con esos agudos cantos que tan bien remedan irónicas y nerviosas carcajadas.

Algo más lejos, y sin preocuparse de aquel concierto bullicioso, otra ave cogida con sus largas uñas a la corteza, en posición vertical, con las alas flojas y la cola abierta en forma de tijera, horadaba con su duro pico el tronco de un sauce -ejemplar hermoso, que deslizaba las guedejas de su verde cabellera hasta la superficie tranquila del agua en lánguido desmayo. El ave buscaba el corazón del árbol, para bifurcar luego el camino hacia abajo, y construir allí su nido, como un perito hábil que mide exactamente un ángulo recto, curioso detalle que hizo sonreír al joven, pensando que de todos los seres alados, fuera éste quizás el único que no empleara la curva.

Ocurría, en tanto, una escena pintoresca en un grupo de árboles, que formaban isleta, sobre la ribera.

Dos o tres criaturas descalzas, traviesas y madrugadoras como las aves, que habían salido poco antes de un cobertizo próximo con las rodillas a la vista, las greñas secas y enmarañadas sobre las sienes, el codo al aire, la blusa prendida con un botón encima de la carne, y el semblante lleno de polvo, pero alegres y robustos, se entretenían en coger pichones de loros, prendidos a las ramas de los espinillos; en cuya operación se servían de largos gajos provistos en las extremidades de un pequeño escobillón de lana, recogida en los zarzales, que introducían con la mayor algazara en los nidos colgantes y guarnecidos de punzas y espinas. Los loros se aferraban con sus largas garras al escobillón, y salían entre rabiosos chillidos, atrayendo a los grandes, que revoloteaban coléricos a poca altura, en movible banda de esmeralda de preciosos metálicos reflejos.

Muy cerca de allí otro de los niños daba fuego con un yesquero a un haz de ramas secas, colocado debajo de un camuatí, a fin de espantar las avispas y atraparse los panales.

El humo que subía en gruesas volutas, llegó a las narices de algunos loros, que vinieron a estornudar ruidosamente cerca del cazador, en el viejo tronco de los horneros.

La violación del domicilio produjo una protesta airada, que fue desoída; y con este motivo, trabose la lucha a pico y garra sobre los nidos; intervino en ella, el carpintero creyéndose agredido, o por el solo prurito de bregar, dejando algunas plumas en el combate; y quedaron por el momento victoriosos los monos emplumados, concluyendo en paz sus interrumpidos estornudos. Mas, a poco volvieron los horneros con refuerzos, animose el carpintero magullado, y recomenzaba la lucha encarnizada, formándose en el aire un grupo compacto, en pintoresco entrevero de plumajes y colores, cuando un guijarro diestramente lanzado de la honda por uno de los pequeños vagabundos derribó maltrechos varios de los combatientes, dando fin a la batalla.

Raúl, que se había puesto de pie, apoyado en el cañón de su escopeta de fábrica inglesa, tendió una mirada a lo largo del ribazo, en busca de algo más interesante para él. Fuera de algún cauno chavaria que vagaba pesadamente, hundiendo en el lodo sus piernas encarnadas, huesosas y torcidas, ninguna pieza de caza se veía entre las plantas acuáticas, donde retozaban las gallaretas negras en amena conversación, como buenas comadreras de los lugares bajos a quienes nunca falta asunto que tratar en asamblea.

Percibíase en la orilla opuesta, una garza blanca que parecía espuma de leche, firme sobre una de las zancas, y la que, satisfecha ya sin duda, ocultaba el cuello entre las dos alas, para volverlo a estirar de vez en cuando, y formar una curva de alabastro, al hundir su afilado pico amarillo en el plumaje, y poner en fuga los avisugos.

Hacíale compañía una espátula elegante, de rosada vestidura, que a su vez sumergía en el cieno su verdoso pico de cuchara, agitada y nerviosa, sin dejar de dirigir a cada momento sus ojos coralinos a la sospechosa vecindad.

En complemento del paisaje, multitud de avecillas oscuras y humildes, con bullicioso contento, picoteaban los insectos aglomerados sobre los hongos que nacen y crecen en los troncos caídos.

Se elevaba el sol en el horizonte entre rojizos velos, empezaban a zumbar sordamente el tábano y el estro; y los ictinos voraces, brotando en legiones de los sitios blandos y húmedos, se detenían delante de las dulces flores agrestes, trémulas las alas, color del hielo de los pantanos. El aire se hacía denso; y ya era hora de regresar.

Ante la hermosa túnica de ilusión de la espátula -a falta de piezas nobles-, Raúl se sintió con deseos de satisfacer los instintos de cazador, y por dos veces levantó el arma con móvil siniestro.

Pero, de improviso, una bandada de patos picazos se abatió tumultuosamente en el agua en compacto regimiento; algunos humedecieron apenas las puntas de las plumas, advertidos del peligro, y levantáronse los otros en línea vertical, graznando con pavor.

La evolución fue tardía, porque el cazador se había echado ya la escopeta a la cara. Resonaron dos descargas con breve intervalo, dirigida la una a la superficie del arroyo, y la otra al vuelo, quedando numerosas víctimas removíéndose temblorosas en las aguas, teñidas de granate.

Todavía, al revolverse en las alturas, veloces y azorados, sin tino ni rumbo, dos de los palmípedos que llevaban granos de plomo en las entrañas, doblaron de súbito la cabeza hacia abajo, como tirados de un lazo de acero, cayendo en línea recta con sordo golpe sobre el campo.

Raúl extrajo las cápsulas, y volviose, al concluir de colocar nuevos cartuchos en las recámaras de su escopeta.

A pocos pasos de él, con los dos patos en la mano, encontrábase uno de aquellos diablillos que habían librado batalla con los loros y avispones, y que acababa de acudir presuroso al ruido de los disparos.

-Gracias -dijo Raúl-, cogiendo las piezas que le alargaba el oficioso recién venido, y colocándolas en su saco de caza. ¿Cómo te llamas?

-Roberto me llamo, para servir a usted.

-De ello ya tengo prueba. ¿Sabes nadar?

-Un poco. Ése es un remanso, y hay hondura.

Dijo esto Roberto con un mohín expresivo, que indicaba no serle desconocido el arte, acercándose al ribazo, donde se detuvo, rascándose con el dedo mayor de un pie el tarso del otro, y con la diestra la mollera.

Sonriose Raúl, mirando con fijeza el semblante abierto y despejado del pequeño sagaz, y añadió:

-Medio real cuesta cada pato, y allí hay ocho.

-¡No es por interés, señor! ¡Aquí hubo de irse al fondo uno no hace mucho! Pero voy a probar. Los patos son diez...

Y así hablando, tiró de la blusa y del calzón deshilachado, en un momento; dio un salto hasta el borde del arroyo, humedeció dos de sus dedos -con los que se hizo en la cara la señal de la cruz- echose en el pecho un poco de agua y se arrojó de cabeza, escurriéndose bajo la superficie como un pejerrey -en balance flexible y gracioso-, hasta asomar sus mojadas renegridas greñas por entre las anchas hojas de un camalote. Pronto entró al remanso, y minutos después, él y las piezas estaban en la orilla.

Raúl cumplió la promesa con usura.

-Tus medios reales han ganado interés, simpático Roberto -le dijo-; pues has tenido que perseguir hasta entre dos aguas a los heridos. Aquí tienes el premio.

Roberto, que se había escurrido a dos manos el cabello, y puéstose las ropas con la misma facilidad con que se desvistiera, recogió el dinero sin escrúpulo.

Luego repuso con la mayor ingenuidad:

-Para que vea usted. Suelo deslizarme así, entre dos semanas, sin encontrarme con un vintén. Hoy es distinto. ¡Había habido hueva en el remanso!

Riose Raúl de la ocurrencia, echose la escopeta al hombro y se alejó diciendo:

-Adiós Roberto. Espero que nos volveremos a ver.

Encaminose enseguida a pasos largos, con el morral pendiente de un costado, a una colina próxima. Pocas cuadras más allá encontrábase Selim con el carruaje. Raúl hízole una seña.

Selim era un cambujo vigoroso de veinte años, en cuyo rostro resaltaban los rasgos del indio sobre los del negro, acentuados y enérgicos, con sus pómulos salientes, los labios delgados, el hueso frontal un poco hendido en su parte superior y enarcado de una manera notable sobre las cuencas; ojos negros, pequeños y brillantes, de mirar rápido y vivo, bigote ralo, crespo y retorcido, y cuello ancho y robusto bien plantado en un tronco formidable por lo macizo del esqueleto y del músculo. Difícilmente se encontraría mejor conductor de cuadriga en un juego olímpico, ni auriga más diestro en una confusión de vehículos de plaza. Sabía afirmarse bien en los lomos de un redomón, y sujetar por el bocado un tronco rebelde, y aun correrse por la lanza, hasta ceñir con sus dedos cortos y fornidos, a manera de tenazas, las narices de los potros, que al fin daban con ellas en los guijarros, llenos de roja espuma. Había nacido enmedio de las sierras de los Tambores, en una de aquellas habitaciones pajizas levantadas sobre algunas rocas de las vertientes, colgantes del abismo, sacudidas por las rachas de los ventisqueros, como un nido de buitre; y aunque habíase trasladado desde muy joven a Montevideo, contrayendo otros hábitos y costumbres, conservaba algo de las energías indómitas, propias de la savia semisalvaje que circulaba por sus venas.

Astuto, leal y entendido, granjeose desde el principio la simpatía de Raúl, por quien él sentía respeto y afecto profundo.

Acudió en el acto al llamado, guiando un ligero break, a propósito para excursiones de este género.

Raúl le dio el morral.

-Pesa -dijo Selim.

-Muy poco, apenas una docena de patos. Sólo he hecho dos disparos.

-Eso dije yo, señor. El monte va perdiendo hasta los escondrijos, y la caza está huida; si quedan nutrias y aves viajeras, ya es mucho aventurar. Perdices, ¡ni el rastro!

-Así es. De becasinas, ni una pluma.

El cambujo se refregó sus anchas narices, arreglando el rendaje, y añadió con un cierto aire de malicia:

-En el baldío de Zambique, del lado acá de la quinta, en donde abundan los rastrojos, suelen silbar perdigones.

-Déjame allí -repuso secamente Raúl.

Selim dirigió con la mayor gravedad a los caballos una palabra imperiosa, y el break arrancó con rapidez.

Eran ya cerca de las ocho cuando llegaron al sitio. Bajose Raúl con su escopeta y morral vacío, ordenando a Selim que se fuese por un camino vecinal; y él se entró al baldío, salvando de un salto una zanja estrecha, y ya casi cegada por los aluviones.

Por allí vagó algunos minutos, hallando en efecto regular número de perdices entre muy viejos rastrojos, pues hacía meses que nadie cultivaba aquel terreno fue bastante afortunado para apoderarse de todas ellas, y recorría todavía los extremos, cuando sintió cansancio y sed.

A fin de aplacarla, antes de efectuar el regreso, a lo largo del seto -camino el más corto para llegar a su morada- buscó con la vista en rededor, algún edificio. Había uno cercano, seto por medio, y dirigiose a él, resueltamente, trasponiendo los agaves por un portillo angosto, que daba entrada a una huerta espaciosa y atendida con esmero, a juzgar por su aspecto halagador.