Brenda/XII

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El extraño edificio a que se acercara Raúl, era la choza de Zambique, en terreno de Nerva.

El viejo negro se encontraba a algunas varas de la puerta, sentado en una osamenta de buey de que él había improvisado una banca; despojo arrancado a algún médano, o terreno de aluvión, notablemente aumentado de volumen por la acción de la humedad o de las sustancias térreas, y desprovisto de cornamenta, que algún sabio de afición habría confundido fácilmente -como ya ha sucedido- con la cabeza de algún ejemplar de raza prehistórica.

Zambique hacía ramojos con todo afán y esmero. Ceñía su frente un pañuelo encarnado, que sin cubrirle por completo la cabeza, dejaba ver en el cráneo varios rulillos cortos y plomizos. Con la vista baja y fija en su obra, no advirtió la entrada del joven.

Dirigiole éste la palabra, parándose a poca distancia.

Al sonido de aquella voz, Zambique pareció conmoverse, arrojó el ramojo y púsose de pie.

Enseguida acercó la mano trémula y callosa a sus ojos fatigados, para formar visera, y miró al rostro de su interlocutor con curiosidad.

Raúl estaba apoyado en la escopeta, y a su vez lo miraba con aire de dulce benevolencia.

Removiéronse los labios de Zambique para balbucear algunas frases ininteligibles, en las que se mezclaban palabras claras a otras de un dialecto extraño.

Raúl sólo entendió al principio, las de su merced y capitán, pronunciadas y repetidas con humildad, como títulos aplicados en prueba de reconocimiento y gratitud por hechos pasados, a los que se ligaba indudablemente la personalidad del joven.

Empezando a interesarle los guiños, momos y visajes que usaba el negro decrépito, verdaderas muestras de afecto expresadas con una viveza de movimientos en él inusitada -Raúl empleó medios ingeniosos para hacerlo explicar con claridad, consiguiendo al fin que se manifestase de una manera comprensible. Zambique parecía sorprendido, cual si su memoria ya muerta para todo, recuerdo que no fuese el de beneficios recibidos, hablara súbitamente a su conciencia de una deuda que nunca se prescribe, y que va ganando intereses hasta el último momento de la vida.

Sus amoricones eran tan expresivos como elocuentes, y con una verbosidad pasmosa habló varias veces de una batalla, enmedio de cuyas peripecias su caballo había caído en la hondonada.

-¡Ah! -exclamó Raúl al oír este detalle, y fijándose con mayor atención en las curiosas facciones del negro- ya recuerdo... ¡Hace años de eso!

Zambique se amorró, contando con los dedos. Luego levantó la mano, y con una sonrisa semejante a una mueca, que enseñaba sus tres dientes firmes y muy blancos todavía, murmuró en voz bronca y apagada:

-El capitán era niño; pero de a caballo y guapo.

Tras de estas palabras, dirigiose con pasos inseguros hacia el montón de ramojos, recogió del suelo una cuchilla corta y la esgrimió nerviosamente, como amagando con ella a algún vencido imaginario, que estuviese imposibilitado de defenderse.

Sonriose Raúl, y dijo:

-Fue un mal trance el de aquel día, en que tuve la suerte de auxiliarte. Veo que eres agradecido, y eso me place. Por única retribución te pido ahora un poco del agua de tu cachimba.

Zambique arrojó el arma con presteza y se entró en la choza sin decir palabra. A poco volvió a aparecer con una vasija de barro, piporro o botijo de asa y pico, y se encaminó siempre callado y trémulo sin mirar al joven, hacia el fondo del jardincillo.

Raúl le siguió, sintiendo agolparse a su memoria en impetuoso tumulto, episodios de otro tiempo que habían reposado en sus recónditos, y que aquel encuentro removiera, como una piedra caída sin saberse de dónde en la laguna tranquila.

Cachimba se llama en Cuba a la pipa de fumar, y entre nosotros sabido es que se denomina así a un pozo vertical, a flor de tierra, bordeado en su boca por trozos de gneis malamente unidos, y cuya agua, un tanto transparente, de un color de caña, tiene un sabor peculiar amargo y salitroso, pero de una frescura propia de los manantiales En los lugares solitarios de los alrededores de Montevideo, se ven todavía algunas de estas cachimbas, formadas muchas veces por la filtración subterránea de las aguas de los arroyuelos en los esteros, junto a los albardones y terrenos arenosos.

Zambique sumergió la vasija en el pozo sin brocal, y la brindó con respeto al joven, con mano convulsa, la mirada baja y cierto aire de contento íntimo, unido a esa actitud propia del que trata con un superior y ha adquirido, el penoso hábito de creerse sin derechos.

Raúl bebió con gusto, y devolvió la vasija diciendo:

-Mucho celebro, Zambique, este encuentro, y más aún el grato recuerdo que de mí has conservado tanto tiempo. Eso prueba tu excelente corazón. ¿Eres aquí feliz?

-Siempre viví tranquilo. Ahora está enferma el ama, y la niña triste.

Al expresarse así nubláronse los ojos del liberto bajo una emoción de pena. El joven lo saludó con cariño, y se preocupó a su vez. Aquellas palabras lo pusieron sombrío.

Cuando salía, ciertos pensamientos y reminiscencias acudieron en tropel a su cerebro. La agradable sorpresa experimentada por una demostración de reconocimiento que estaba él lejos de esperar, fruto de uno de tantos gérmenes del bien arrojados sin cálculo ni egoísmo en el camino de la vida, desvaneciose bien pronto para ceder su puesto en el ánimo a otro género de impresiones.

Al hablar consigo mismo, caminando a paso lento por la orilla del seto, reproducía en su memoria las escenas angustiosas y terribles en que se produjo el hecho a que había aludido Zambique. Algo, en efecto, hizo entonces por él. Pero este recuerdo se enlazaba con el de otro incidente grave del mismo día, que levantaba como un fantasma en su imaginación herida, la figura de un bizarro caudillo, muerto en combate singular... ¡Pocos recuerdos tan claros y de tan fuerte colorido...! Bien plantado en la montura, altivo y ceñudo, cabeza de león sobre un tronco de atleta, blanco el rostro adornado de barba negra, mirada dominante e imperiosa, brazo enérgico, y palabra dura y breve como punta de puñal. No supo él nunca el nombre de este adversario vencido; más de vez en cuando venía su sombra a interponerse, como en el momento actual, oscureciendo las risueñas perspectivas de una existencia serena y henchida de esperanzas.

Había recorrido largo trecho con la escopeta al hombro, bajo la influencia de estas impresiones morales, cuando vino a distraerle la presencia de una hermosa perdiz entre las yerbas, reavivando sus entusiasmos de cazador.

El ave huía con la celeridad de un reptil enmedio de caprichosas ondulaciones, lanzando un silbido flébil y continuado, e irguiendo a veces su elegante cabeza entre el césped, después de echarse azorada por breve instante, creyéndose bien oculta detrás de ligeras matas o endebles tréboles, para incorporarse de nuevo a la proximidad del peligro, y proseguir agazapándose, su curiosa fuga, enhiesto el movible cuello, por los sitios más cubiertos. El silbido, los movimientos serpentales, las rastrerías de la fuga de esta culebra con plumas, según la hipótesis de Darwin, tan verosímil quizás como la que se refiere a la metamorfosis de la magnolia en cisne, excitaron el ardor del cazador, que obligó a la pieza a levantarse para dispararle al vuelo. Sucedió así, si bien el ave herida no cayó, prolongando sus volidos regular distancia hasta cambiar de rumbo y atravesar el seto, en donde fue a desfallecer descendiendo de súbito, al voltear a plomo la cabeza.

La juzgó Raúl perdida, y siguió su marcha sin detenerse, aunque lamentando que la pieza que él reputaba de mérito, como real el tiro, dado el lugar del episodio, no hubiese caído a su frente. Ya sabemos en qué manos se había refugiado, moribunda.

Avanzaba la mañana, y con ella el deseo del pronto regreso. Apresurose el joven, atravesando la distancia en línea recta, a pesar de los pequeños charcos del tránsito, que podía desafiar impunemente con sus largas botas color ante, de vivo contraste con el azul marino del traje que había escogido para su excursión.

Iba a pocos pasos de la línea de pitas que a aquella altura dividía las dos propiedades, sin separar la vista de la quinta colindante, por atracción más fuerte que su voluntad.

Al tropezar sus ojos con el bellísimo grupo que formaban las dos jóvenes, junto al banco de piedra, no pudo menos de experimentar un sentimiento de placer, tan vivo, cuanto era de inesperado.

Vio a Brenda de pie, con la perdiz herida entre sus manos, y conservando todavía en su actitud la aflicción del primer momento; de Areba sólo percibía el busto.

Este cuadro encerraba para él un interés profundo, y pudo deleitarse muy de cerca, hasta con sus menores detalles; pues tan selecta era la cantidad como la calidad de las bellezas allí reunidas, que el acaso le ponía delante en un minuto feliz.

¡El clavel del aire, al borde de un abismo lleno de poético misterio!

Brenda estaba pálida, inmóvil, con los ojos fijos, reflejando en su semblante una emoción contenida, y haciendo resbalar suavemente su mano por el plumaje del ave. A la vista de Raúl hizo un movimiento como para arrojarla, que reprimió enseguida.

-Actitud de compasión y pena -se dijo el joven-. ¡Pero a ella se ha sucedido una dulce expresión de simpatía!

La cabeza de Areba se erguía sobre el seto, firme y altanera, mirándole con insistencia. Al verla en esa posición, llena de orgullo y de reserva, fría y severa, pareciole que alguien acechaba verdaderamente, al paso, su destino. Presintió fuerza y soberbia. Por primera vez la encontraba después de la aventura, y creía hallarla en rebeldía con el peso de la gratitud.

-¡El ángulo facial de esa cabeza -pensó estremeciéndose-, alcanza bien a las reglas consagradas por la estatuaria antigua!

Un saludo mesurado y respetuoso había acompañado a estas rápidas reflexiones.

Cuando el joven pasó, Areba volvió su mirada incisiva y penetrante como aguja pasada al fuego, hacia su amiga, en momentos en que ésta levantaba los párpados ornados de largas hebras de oro, para dirigirla otra tímida y suave, como una luz serena y azulada.

Brenda la apartó, dando un suspiro, y la perdiz cayó muerta de sus manos.