Brenda/XI

De Wikisource, la biblioteca libre.

En la parte este de la quinta de Nerva se alzaba una especie de choza africana, de forma cónica y paredes de adobe, coronada por una Cúspide pajiza. Constaba de una sola pieza, con una puerta tosca y una ventanilla de dos vidrios azules, encuadrados en un marco de pino blanco sin postigo. Algunos medallones de flores silvestres arreglados con cierta simetría, y cinco o seis sauces rodeaban esta choza. Las enredaderas comunes en los cercos serpenteaban en el frente y cubrían la entrada, formando una bóveda caprichosa de la cual pendían moradas campanillas, en cuyo hojoso centro fabricaban los colibríes sus complicados nidos, semejantes a delicadas escarcelas que guardasen finísimas perlas.

El interior presentaba un aspecto pintoresco. En un extremo veíase un lecho singular, consistente en una piel vacuna bien extendida y sujeta en cuatro estacones de guayabo, a medio metro del suelo, un colchón delgado de paja, y un cobertor de algodón de fuertes colores, con borlillas negras. Había junto a esta cama una mesa llena de extraños objetos y utensilios, yerbas, al parecer medicinales, marcela hembra y apio cimarrón, separadas en pequeños manojos, vajilla de latón, ollas de tierra cocida, y ejemplares dispersos de periódicos e ilustraciones, en curiosa mezcla y desorden.

En el medio, y contorneando el grueso madero que sustentaba el peso de la choza, una banqueta circular que servía sin duda de asiento permanente; del madero pendían diversos objetos: sogas, canas de gramíneas, diferentes clases de mates de retorcidos picos, sombreros viejos, bolsas de lona, espuelas de grandes rodajas y hasta un par de botas de media caña, con las punteras abiertas y el hilo formando arco dentario, a manera de fauces de un pez hambriento. En este raro museo, las arañas tejían vastas telas concéntricas.

Pero, lo más curioso del ajuar consistía en un instrumento -convenientemente colocado bajo el ventanillo-, que va desapareciendo ya con la generación importada en otras épocas de las riberas africanas, y que constituía, por decirlo así, toda la delicia del arte musical congo o cafre, para el canto y la danza. Tal instrumento, con sus monótonos sones, trasladaba la mente del negro a, los climas del trópico, bajo la sombra del baobab y de los datileros del oasis: cual si remedara en cierto modo los rugidos de los leones en el cardizal ardiente y en la estepa desolada, o las broncas quejas de la pantera en sus noches de amor y celo entre los juncos, a la orilla de aquellos grandes ríos inmóviles plateados por la luz de las estrellas, que se perdían en la inmensidad del desierto en curvas gigantescas como fiel trasunto del destino incierto, oscuro y vago de una raza infeliz. Sus ecos parecían recordarle así los aires de la tierra, rumores del edén salvaje donde se desenvuelven los dramas de la sociedad primitiva, o roncos lamentos de esas pasiones sensuales que marcan el límite intermedio del instinto y de los nobles anhelos del ideal humano.

Los primeros esclavos y los viejos libertos no conocían otra música más agradable a sus oídos, y conservaron por largos años una costumbre que parecía suavizar el rigor de la nostalgia.

Ese instrumento tosco y grosero era la marimba.

Consistía aquélla de que hablamos en una olla de hierro de regulares dimensiones, vieja y carcomida, con un pie de menos, si bien reemplazado por otro de espinillo; y cubierta perfectamente con piel de carnero curtida, estirada de modo que no hiciera arrugas, y ceñida al ancho cuello de la marmita con los tientos que se usan en el campo para trenzas de apero, y que en esta última forma resisten en la extremidad del lazo toda la pujanza soberbia de un toro. ¡Muchas veces habíanse posado allí las manos del tocador, a juzgar por las huellas que se notaban en la piel y cierto detrimento en el medio, donde precisamente debían apoyarse los pulgares y el índice con más vigor y consistencia. La marimba parecía contar algunos años según el aspecto.

El habitante de esta choza, y el dueño de este extraño tambor era un negro senil, llamado Zambique.

Ninguno tan curioso como este ejemplar de la raza africana, ni nada más tristemente oscuro que su historia. Arrebatado de su patria en edad adulta, y en época en que la mercancía humana se estimaba a trescientos duros por cabeza, había sido esclavo por muchos años de la familia de Nerva. Siguiendo la suerte de los libertos, a quienes se impuso luego una contribución de sangre y de servicios que no difería mucho del extributo del trabajo ímprobo, batiose en largas guerras, de las que conservaba como recuerdo una tercerola de pedernal, tan pesada como una culebrina, y algunas cicatrices profundas en su piel; y concluyó por volver a buscar apoyo en los que más que amos, habían sido sus bienhechores, con esta gratitud singular que absorbe todos los sentimientos y se constituye en inspiradora y consejera permanente en el fondo de las almas atormentadas, para quienes el mundo es tan pequeño, que no tiene para ellas sitio disponible.

Zambique no podía dar razón de la fecha de su nacimiento; pero afirmaba que él no era de este siglo.

Se le veía con frecuencia cruzar cerca de la playa, adonde recurría en busca de pescado fresco, vestido de calzón corto -pues no le llegaba al tobillo- y pie desnudo; camisa rayada a listas rojas, levita negra de doble botonadura, legado de sus señores, y sombrero alto de felpa en forma de tubo, de ala estrecha, cuya data era dudosa e imposible de constatar. Un aro de plata en la oreja izquierda, era el único lujo que se permitía. Observábase en su fisonomía una expresión constante de extrema mansedumbre y de triste humildad. Llevaba con donaire el sombrero de felpa sobre una cabeza ancha, de occipucio lleno de prominencias y deprimido en el frontal, provista todavía de algunos mechones lanudos color ceniza esparcidos acá y acullá en el cráneo reluciente, a manera de yerbas de la piedra en una tosca ennegrecida. Ángulo facial, sesenta y ocho grados. Su mirada, casi sin brillo, animaba apenas dos pupilas color de plomo, rodeadas de un velo rojizo que simulaba en la córnea amarillenta una lágrima de sangre inyectada y expandida; pero era dulce y bonancible, sin reflejos siniestros. Algo peculiar le distinguía de los demás de su clase, que no eran por cierto la sajadura de su rostro en ambas mejillas, hechas a navaja, verdaderas huellas de barbarie que las razas desgraciadas llevan hasta el sepulcro. El detalle consistía en cuatro o cinco verrugas, que de mayor a menor bajaban una en pos de otra desde el nacimiento de la frente hasta el de su aplastada nariz de anchas fosas, remedo de un rosario de bellotas o de cuentas negras de muy regulares formas y magnitud decreciente en proporción, hasta alcanzar la última el tamaño de un guisante.

Este archipiélago de excrecencias notables daba extraña singularidad a la fisonomía de Zambique, especialmente cuando una sonrisa dilataba sus grandes labios y le obligaba a descubrir un diente y dos colmillos de una blancura extraordinaria.

Al apuntar el alba, y después de mediodía, bajo el sol ardiente, cuando sólo se escuchaba el canto de la cigarra o el zumbido de las langostas en las espigas y cardos, Zambique hacía oír su tambor, acompañando el movimiento de sus dedos, tardo y monótono, con cierta cantinela ahuecada y bronca. Si se hubiesen escrito las palabras de este guirigay, no hubieran sido más descifrables que un jeroglífico casi borrado. Difícilmente un concierto de los tipos gruñones de que habla Landois, producido con toda la fuerza de sus ancas, élitros y antenas, podría dar idea de los ecos de la marimba de Zambique. Tenían algo del trueno en lontananza, y del fuego graneado por hileras.

La primera vez que percibió Raúl aquel ruido o música cafre, preguntó a Selim de dónde provenía.

-Del fondo vecino, señor -dijo el doméstico-. Es el viejo gorila que golpea el tamboril.

Raúl veía siempre pasar a Zambique por delante de sus ventanas, hablando solo, y mirando con fijeza el suelo, encorvado y abatido, como un ente que considera estar de más en la colmena, y que aún resiste a la dura ley de la lucha, por algún vínculo superior al egoísmo del último descanso. Según la versión de Selim, sucedíale con frecuencia cosa distinta, una vez dentro del seto de la quinta, cuando tropezaba en el sendero de su choza con una joven pálida y bella, que era sin duda la reina de aquellos sitios. Zambique descubríase entonces con respetuoso cariño, balbuceaba las más sonoras palabras que aprendiera del idioma nacional, se sonreía, y arrancaba solícito hermosas margaritas y florecillas celestes para obsequiar a la paseante solitaria. Selim creía que esta joven era a quien él veneraba más en la tierra, con todo el fervor supersticioso de su raza.

Parece que ya se extinguió con la antigua servidumbre ese género de lealtad noble y consecuente, muy distinta a la obediencia muda impuesta por el rigor de la cadena, y que hacía para perpetuarse al calor de los hogares lo mismo que la planta invariable cuyo verde risueño no empalidece al soplo de los tiempos. En el alma del viejo negro había una siempre verde: la gratitud, que engendra al amor, la abnegación y el sacrificio.