Brenda/XIX
Areba pasó a un gabinete pequeño, de mobiliario de nogal e impregnado como el salón de un ambiente balsámico, muy parecido al que se desprende del traje elegante y preferente de una mujer joven, escrupulosa y delicada. Difícilmente podría objetarse el gusto o la elección en los cuadros, bronces y libros que ocupaban en parte estantes de cortas dimensiones, colocados en los dos ángulos que daban a la galería; reconocíase al primer golpe de vista en el conjunto, en la armonía y distribución de los detalles, algo semejante al camarín de una artista de talento que se ha complacido en satisfacer en menor escala las exigencias caprichosas de su sentimiento estético. No todo era, sin embargo, profano allí, resaltando en primera línea algunas pinturas magistrales de la escuela italiana, relativas a episodios del Evangelio, pasajes de la Pasión llenos de fuerza y colorido, de un mérito notable, cuya posesión podía explicarse como una justa recompensa concedida a la creyente fervorosa que ayudaba siempre la caridad y al culto con dádivas valiosas, aun fuera del teatro asignado a sus bondades y mercedes. Aquellas telas habían sido enviadas de Roma. No faltaban el devocionario y algún otro libro de prácticas de iglesia, en el atril o facistol de metal dorado, abiertos, en dos descansos de la pulida pirámide, como indicando a la creyente sus deberes cotidianos de pensar y de obrar bien. Un rosario de grandes cuentas de marfil con la cruz colgante a un lado del facistol, rodeaba en varias vueltas un volumen reducido de tapas de nácar y filetes de oro, puesto al margen de las epístolas de San Pablo.
Era en este retrete solitario, interesante y odorífero donde veía transcurrir varias de sus horas aquella alma singular, llena de luces y sombras, mística en sus prácticas privadas, noble y generosa con los humildes y vergonzantes; suspicaz, fría y severa con los que aspiraban a poseerla; reacia a la tiranía de ciertos usos; contenta en su altivez dominante, creyendo que ella bastaría a domeñar la rebelión de su propia carne y de su sensibilidad excitada, el día en que su corazón reclamara herido su derecho a amar.
Parecía que esta víctima inocente del orgullo hubiese ya protestado, porque la joven se sentía triste e inquieta.
Una vez en el gabinete, sentose en una silla de hamaca, diciendo a su sirvienta:
-Advierte a Perea que puede venir ahora, y ordena se prepare el cupé para las seis.
Pocos momentos habían pasado, cuando apareció en el umbral, comedido y respetuoso, el señor don Leoncio Perea, administrador de los bienes de la señorita de Linares, de levita cruzada y mangas un tanto recogidas hacia el codo, como hombre que ejercita con sistema el brazo en el pupitre; cuellos rígidos acorazando la tráquea, y corbata negra de lazo con resorte. Frisaba este sujeto en los sesenta años, seco, acartonado y grave, con ralos cabellos casi blancos, barba de hebras cortas y gruesas, y nariz de guadaña, en cuyo extremo se asentaban firmes sus dobles ojos, cabalgando con familiaridad, como si en rigor formasen parte integrante de su fisonomía.
-¿Me trae usted el apunte de las últimas donaciones? -preguntó Areba, invitándolo a sentarse.
-Sí, señorita. Está en la página señalada en ese libro, donde todo se encuentra fielmente consignado, ingresos e inversión, por orden de fechas.
-Sé cuánto es usted de escrupuloso, Perea -repuso la joven paseando por los números una mirada distraída.
-Cumplo con mi deber.
-No es poco, don Leoncio. Una cierta porción de conciencia en administraciones de primera magnitud, bastaría a salvar el decoro. Toda su conciencia salvaría el crédito, manteniendo reservas en la caja.
-Mucho me favorece usted, señorita -dijo el digno Perea, emocionado-; pero son muy pobres mis aptitudes.
-Ricas, al contrario, porque la austeridad nunca descarría, en tanto que el talento abusa de su mérito, o la astucia sin cultura se apodera con toda sencillez de lo ajeno, en épocas anormales.
-Entiendo. La señorita habla «políticamente», en que los dineros públicos se van en mucha parte por conductos particulares...
-¡Siento placer en visar esto, Perea! Me hace creer que en verdad soy buena.
-Todo el mundo lo dice.
Areba volvió a fijarse con indolencia en el libro. Aparecían en él sus dádivas a los menesterosos, partidas asignadas a las instituciones de beneficencia, a las obras de templos y a los asilos de huérfanos. El hospital tenía también su cuota reservada. La lista era larga e interesante, sin echarse en ella de menos dos subvenciones especiales para escuelas privadas infantiles de ambos sexos.
La señorita de Linares cerró al fin el libro y preguntó:
-¿Quién es todo el mundo?
Removiose en su asiento el honrado administrador, tosiendo un poco nervioso y levantando los ojos al cielo raso en actitud de recapitular concienzudamente. Enseguida contestó algo confuso:
-Todas las gentes honestas, señorita... don Jorge el boticario; Mollejón, el dueño de la talabartería de la esquina; Potrilla, que tiene su comercio de lozas y cristales en la calle de Cámaras; ...Gavancho, el tendero habilitado; la señora Estefanía, de la casa de modas... Hum...
Y Perea hizo castañetear los dedos, mirando al suelo en procura de otros nombres rebeldes a la memoria.
Areba, en cuyos ojos retozaba la risa comprimida, se apresuró a decir:
-Creo, don Leoncio, que por todos esos conductos vienen a casa las drogas, monturas, porcelanas, encajes, blondas y vestidos; así como los votos para un candidato oficial en las elecciones muchas veces.
-Precisamente, señorita; como en las cosas de gobierno, que son tan respetables siempre...
-¡La de los favorecidos! -repuso la joven como hablando consigo misma- ¡grande opinión y valioso mundo el de los traficantes, que cambian de conciencia por lo general, cuando se les retira el favor! La verdadera opinión es la de aquellos que no lo reciben, sin incluir a los familiares. El mundo tiene más egoísmos y perversiones que virtudes, Perea.
El administrador, que había vuelto a mirar al techo, aprobó con la cabeza, guardándose bien de desplegar los labios. Se sentía atribulado.
-¿No ha habido hoy reclamo alguno de interés?
-Dos mendigos se presentaron, señorita, con carta sospechosa, e hice las averiguaciones preliminares, despidiéndolos, a fin de que se muniesen de otra más aceptable, en mérito de mis instrucciones y de aquello de que, a la sombra de la manquera fingida y de la llaga falsa, andan los brazos ladrones y la salud borracha.
-Procedió usted bien, Perea. Ha de mediar razón para obtener gracia o prebenda; que en estos países se asientan mejor los vicios y defectos de otros, que las virtudes propias. Hay muchos de esos lisiados fingidos que llegan a manejar arcas mayores, en otro orden de cosas, por obra de milagro.
-Alguna nueva tengo a más que revelar, señorita. Me consta por informes oficiosos, que Carlo Roveda, el viejo siciliano a quien la señorita favoreció con la sumaca Madrépora, se encuentra muy enfermo desde su último viaje a Maldonado. Como sé cuánto él la estima y respeta, consigno la noticia...
-¡Pobre el viejecito! ¿Es muy grave su dolencia?
-Parece que asumió carácter alarmante, cuando él supo que su hija se había ido.
-¿La linda Cantarela ha abandonado a su padre? ¡Oh, qué triste es eso! ¿Está usted bien informado, don Leoncio? Me apena usted con esa nueva.
Más lo estoy yo, señorita, por haber dado motivo a ese disgusto -dijo el señor Perea, haciendo estremecer, al hablar, las gafas en su nariz-. Del hecho no tengo duda.
Guardó Areba silencio, esparciéndose por su rostro una impresión de pesar. Después dijo pensativa:
-No obstante, pasará usted por allí, y me traerá datos circunstanciados de todo lo que haya pasado y ocurra por el momento. Deseo enterarme bien, don Leoncio, y usted debe poner el mayor empeño en la averiguación del asunto.
-La señorita será complacida.
-Quiero que sea hoy mismo,
El señor Perea se inclinó.
-¡Una historia oscura! Cuando una menos piensa sufre desencantos, Perea, y en la aflicción por lo ajeno no hay tiempo para afligirse por lo propio. ¡Quién diría de Cantarela!
-Nadie hubiera pensado mal -repuso aquél compungiendo el semblante afilado y rugoso.
-Usted nunca se casó, don Leoncio...
-Libre quedé por mala suerte, señorita -dijo el administrador, abriendo con asombro sus ojillos claros y apacibles.
-O por buena quizás -replicó Areba con un suspiro y columpiándose en su asiento-, que sólo una elección certera hace la felicidad y la conserva. Usted debió tener un buen golpe de vista, Perea, en sus mocedades...
Sacudió don Leoncio sus escasos cabellos, asomando una fina sonrisa a su boca pequeña y fruncida, y contestó con seriedad:
-No lo creería la señorita; pero la única vez que tenté fortuna, un hombre ojizaino, fue más dichoso entrometiéndose a destiempo.
Mirole un instante Areba con atención, y lanzó una carcajada vibrante y sonora, que puso en conflicto la circunspecta gravedad del intendente, a pesar de serle conocidas las genialidades de la joven.
Moderose ella bien pronto, volviendo a su actitud melancólica; en tanto, don Leoncio pasaba delicadamente un pañuelo de seda por debajo de su nariz, un poco moteada en sus fosas por el rapé y coloreada por la rinalgia.
La señora está hoy en vena de chancearse -pensó él-; pero yo mucho me engaño, o ella no es la misma de hace un mes.
-Quiero dejar que usted aproveche sus horas, Perea -dijo Areba-. No olvide las instrucciones recibidas, y lo mucho que me interesa el resultado de sus pesquisas.
Don Leoncio hizo un ademán de seguridad, prometiendo el más estricto cumplimiento, y una respetuosa reverencia; retirándose luego con el paso medido y cuidadoso de aquel cuyas piernas ya flaquean, inflando los faldones de la levita en las corvas con rítmico movimiento.
Abstrájose nuevamente la joven en sus anteriores meditaciones, tratando de estimar el grado de ansiedad que en el ánimo del doctor de Selis había producido, a no dudarlo, lo abstruso del secreto; y lo que era aún más importante, el del rigor de las consecuencias que su revelación podía originar en el periodo álgido de los envidiados amores. Esto la preocupaba seriamente. Una vez rotos los vínculos de la simpatía, ¿quién podría reanudarlos, si el obstáculo era incontrastable? Partida la roca por un golpe eléctrico, sus bordes ya no se unen jamás, y poco a poco se deslíe el volumen en arena al embate eterno de las olas. Debía, pues, sobrevenir la separación imprevista y el alejamiento nostálgico y cruel.
De las ruinas hace la historia edificios; una obra de arte se reconstruye si de ella quedan los escombros y en la tradición flotando el pensamiento del artífice, creador y perdurable; el lienzo ajado y descolorido en que se vislumbra apenas una imagen de pincel maestro, resucita en la mente admirada con doble vigor, si en sus rasgos principales no ha dejado impresa su injuria el tiempo; con la estatua de mármol mutilada que se arranca del seno de la tierra, renace entera y grandiosa la inspiración de una época; la momia se preserva intacta, vieja de tres mil años; y recrudece cada día el dolor de Laocoon, tan acerbo y profundo como antes lo imaginaron...
Pero, una gran pasión que deriva y escolla, ¿quién puede volverla a arraigar y robustecer? Hay algo que no se rehace, ni revive, y eso es una ilusión perdida. Recuerdos sólo quedan luego que la memoria alumbra con su luz sin calor ni brillo, y destaca como siluetas informes entre la niebla del pasado.
Sonreíase Areba al dar vuelo a su imaginación, y hundíase más y más en devaneos ardientes, cuando el reloj dio las cuatro. Levantó la joven su cabeza y dispúsose a llamar; pero en ese instante previno su intención la sirvienta, quien apareciendo, en la puerta, dijo con voz tranquila y sonora:
-El caballero Raúl Henares.
Volviose Areba con viveza, como si hubiera oído mal, y poniéndose de pie, preguntó, sofocando su emoción:
-¿Quién?
Repitiósele el anuncio.
-Que pase -contestó con acento trémulo.
Se fue acercando luego a pasos lentos, y la mano en el seno, al espejo ovalado que adornaba la pared del fondo. Hallose pálida en extremo. Sentía confusión en la mente y violentos latidos en el pecho.
Es preciso componer este semblante -se dijo- nunca sufrí tal fuga de colores. ¡Ah!... lo inesperado me enflaquece el ánimo; pero ya pasará, señor Henares...
Momentos después, con la cabeza inclinada ligeramente a un lado y un aire lleno de dignidad, Areba se dirigía al salón de recibo.