Brenda/XX
Zelmar Bafil había estado varias veces en la solitaria casa de la ribera, que servía de refugio a Cantarela, después de la entrevista que conocemos. A pesar de todo, íbase entibiando su afecto en el mismo grado en que aumentaba el de la joven. Comprendíalo ella así con ese instinto certero que la pasión ardiente y tenaz sobrexcita y aguza en la mujer, y la predispone a nuevos esfuerzos, a otros halagos más seductores, y acaso a mayores sacrificios, que acepta y consuma resignada con tal de que no se evapore el entusiasmo primero por completo, o se extinga la luz consoladora del amor. En este desasosiego triste, el corazón que se ha dado todo entero, sin reservar un solo latido para un afecto extraño al que lo absorbe, no se explica como pueda exigírsele más, ni encuentra en su angustia acerba el secreto de hacerse más grande, más cariñoso, y más avasallador. ¡Todos los vasos están llenos de pasión y desbordan!
Y ella, con el fuego de la juventud y el vigor de las primeras sensaciones, había exagerado su cariño hasta el punto de pensar a cada momento y de soñar siempre con él, como si nada existiese en el mundo fuera de ese culto sincero e inefable. ¡Cuánto debía, pues, dolerle el menor síntoma de frialdad o de hastío de su parte! Algunos había notado con pena indecible; y por primera vez, quizás, meditó sobre la fragilidad de su suerte. Al acordarse de su padre, pareciole que ella no merecía su gracia; y halló entonces que aquélla sería muy negra y cruel, el día en que se retorciera desesperado su pobre corazón.
Trajo a la memoria otros días serenos. Aquellos en que aguardaba a su padre, pensativa e inmóvil al caer de las tardes, sobre las peñas, mirando el mar y las blancas lonas de las barcas que cruzaban a lo lejos hinchadas por la brisa, como grandes aves heridas en el ala que levantasen su extremo hacia el cielo flotando a merced de las corrientes.
Por entonces, los pescadores creían que ella empezaba a querer a Gerardo; y al levantar sus redes, se decían:
-¡La playa está muda desde que él se fue!
Parecía, en verdad, que le fuera dulce -suelta la trenza e inclinado el dorso, aspirando el alisio- el poner sus ojos allá en el punto del horizonte en donde se escondió la vela. Una vez dio a Gerardo una ancla pequeña de acero, para que la llevase prendida en la gorra.
-¡Lo quiere! -pensaron sus compañeros.
Y muchos días después, observaron que eran menos frecuentes sus risas juguetonas, y sus visitas a las rocas para escuchar como de costumbre el canto de los pescadores, cuando, recogidas las redajas, se reunían en la orilla, con las pipas en las manos, al rayo de la luna, a endulzar en armonioso coro la hora del descanso. Coincidían estas faltas con las ausencias de Roveda y de Gerardo.
¡Es porque él no está! -murmuraban sus amigos.
Sin embargo, un día Marcelo dijo:
-¡Creo que algún buzo anda detrás de la coralina!. Otro de los pescadores agregó datos acusadores sobre la conducta de Cantarela. La sospecha empezó a invadir los ánimos, a divulgarse, y a empañar a la joven.
Ella notó, por fin, que la acogían con prevención, y más de una vez tuvo que sufrir humillantes desdenes. La atmósfera del barrio se había hecho casi irrespirable: en cada rostro, un gesto de reproche, y en cada boca, una frase amarga. Sus horas discurrían solitarias, saturadas de acritud y llenas de fantasmas. La oscuridad del aislamiento, a solas con su Virgen -a quien ya no elevaba por los que andaban en la mar sus plegarias fervorosas-, abría las puertas al genio de la tentación, que concluía por vencer las dudas. ¡Cómo latía con fuerza su pecho, y qué ensueños tan blancos la arrullaban al dormirse! Olvidábase de todo. En tanto hacíase en los hogares humilde comentario de la caída, se hincaba el diente en su deshonra y se esparcía cal sobre los pobres amores de Gerardo.
Y los días pasaron, y con ellos las resistencias del pudor...
Una tarde decidió alejarse, para no volver. Así mismo la persiguieron las miradas de desprecio; pero ¿qué importaban? Ella se creía feliz.
Ahora que una convicción amarga penetrando su espíritu la hacía echar de menos en su amante el entusiasmo de los primeros tiempos, y la arrastraba a abismamientos dolorosos, sentíase débil ante esa nube de recuerdos.
¡El amor! ¡Cuánto cuidado exquisito en su crecimiento noble, y cuánta ternura en su período álgido, para verlo desaparecer a un solo golpe!
Mansa y cariñosa recibe el agua del mar la altiva y ligera nave que se confía valiente al viento y a la aventura; obra de lenta labor y de ímprobos esfuerzos, que lleva al frente un símbolo de fe y al costado el áncora de la esperanza; pero surge de improviso la ola formidable que enturbia el transparente espejo, y disipa su azul de ilusión; y la nave arrojada a los cantiles choca y se sumerge, llevando esperanza y fe al fondo del piélago bravío.
Pausa, y no enfriamiento de pasión: tregua breve y necesaria era sí la que hacía Cantarela a sus afanes, lastimada por los signos de indiferencia de su amante. En ese intervalo lúcido y tranquilo sintió los torcedores del pesar, al agolparse tumultuosas las memorias queridas; mas, muy pronto volvió a imponerse el profundo afecto, y borró todo remordimiento, a impulsos de los celos, el monstruo, que el gran poeta inglés pinta de verdes ojos y productor del alimento de que él mismo se nutre.
El deseo durable y violento exaltose aún más con el aguijón inesperado. Ocurriósele recién a ella que Zelmar no era un oscuro barquero, sin otros horizontes que aquel en que el cielo parece unirse a las aguas; y lloró al pensar cuántas mujeres lindas lo querrían, ofreciéndole halagos y ternezas que ella no podía brindarle...
No fue ahora él, como otras veces, el que secó sus lágrimas, ardientes y copiosas, sino el enojo del celo, concentrado y siniestro. Por vez primera se quejó a solas de un dolor desconocido, punzante, agudo, cual si hiriesen a mansalva su entraña más noble de improviso robándole la quietud y el sueño. No de otra manera la aguja de acero sepultada en las carnes, fina y sutil, que camina errante por el cuerpo a través de los tejidos, llega a hincarse de repente en fibra vibrante y demasiado sensible arrancando un grito de dolor.
Bajo la influencia de tales torturas morales se encontraba una noche Cantarela, en el pequeño aposento cuya ventana daba a la costa. Tres días hacía que no veía a Zelmar; y si bien esto no podía causarla extrañeza, dada la conducta observada siempre por su amante, en esta ocasión acrecentábase su angustia con la doble nueva del viaje proyectado y de la enfermedad de Roveda.
El aposento estaba en tinieblas. Por la ventana abierta penetraban agradables ráfagas de brisa de la ribera; y un rayo de luna hería el semblante de la joven.
Muy cerca, de pie y con los brazos cruzados, dibujábase la figura de la suave y meliflua Gertrudis, menos antipática en la sombra, que velaba discretamente sus verdugones y alifafes, a la vez que la expresión cínica de su rostro convertido en máscara por el colorete.
Hacía momentos que conversaban, algo de interés a juzgar por la actitud de Cantarela, en cuyo ánimo parecían sucederse las emociones violentas con un rigor implacable.
Rompiendo el silencio que por un instante había guardado, la joven preguntó:
-¿Decía usted que el mal no era grave?
-Eso me aseguraron, hija mía. No tienes porqué afligirte tanto, pues se le asiste con mucho esmero. Nada le falta. Ayer de tarde estuvo el señor Perea, que tú conoces, en casa del patrón Carlo, y prometió todo género de recursos en nombre de la señorita de Linares.
-Sin embargo, yo debo ir...
-¿Con qué objeto, niña? Las cosas están tirantes, y podrías ocasionar algún disgusto serio que alcanzase de veras a todos los que por ti se interesan. Reflexiona que no te perteneces, y que tu conducta tendría que desagradar tal vez al caballero Bafil, cuya generosidad supera a la misma ponderación... Lo demás, en último resultado, ha de ser satisfactorio, sin necesidad de que tú vayas. Advierte también que en el barrio hay ojeriza, que sus gentes te tienen hincha y todavía te muerden con envidia, como era de colegirse una vez que te apartases de la atmósfera de vapores de pescado en que ellas viven.
Cantarela movió la cabeza colérica.
-No me hacía usted esas observaciones cuando iba en mi busca...
-Cierto que no. Pero nunca fue innoble el oficio de obviar dificultades entre dos que se quieren; y en obsequio a eso, natural era que yo sólo consultase tus deseos y los de aquel rico señor que se consumía por poseerte sin tener en cuenta lo que barruntase la tribu de barqueros. Así sucedió que te decidiste a cambiar de condición, prefiriendo con buen gusto y mejor juicio un domicilio por otro, que allí los peces muertos únicamente abundaban, y aquí relumbraba lo bueno, y las monedas excedían a los peces en cantidad respetable, por obra del cariño, que no de las manos, sin privaciones ni sudores; pues el beso amoroso, hija mía, vale más cuando gana corazón y bolsa, que el trabajo triste y duro de arrancar agallas y tejer redes, en veinte años.
La joven la miró con desprecio. Después, apoyando la barba en la mano, dijo irritada:
-El amor me arrastró hasta aquí, no el interés. ¡Honrado trabajo el suyo: traficar con corazones! Parece que hubiese sido el de toda su vida; y bien sé que de este comercio ha sacado usted lucro. Si fuera usted madre, quizás la hija antes de nacer se enviciara en sus entrañas; y al ver la luz mamara ya el secreto de perderse.
Gertrudis secose el sudor sofocada, y reprimiéndose, repuso con acento hipócrita y meloso:
-No hay que envenenarse la sangre, hija mía, por palabras dichas sin intención de ofender; pues no puedo olvidar que te debo merecimientos y agasajos, por estima y por gratitud. Es preciso que te reportes, porque unas más que otras en el mundo, somos víctimas de nuestras mismas debilidades, y a nadie enrostrar las suyas podemos sin que sintamos a la vez que se nos sube la culebra a la garganta y nos muerde en la lengua...
Levantose Cantarela con ímpetu, y fuese en silencio, sin mirarla. Sufría un gran dolor.
Sin detenerse ni volver el semblante, con las sienes ardiendo y el ademán convulsivo, alargó el brazo, señalándola la puerta.
Una vez en la pieza cercana, en donde ardía a medias una lámpara, cambiose llorando, sus zapatos por otros; cubriose en parte la cabeza y cuello con una manta ligera; deslizó de uno de sus dedos, sobre la mesa, un anillo, recuerdo de Zelmar; y enjugándose el llanto, salió resueltamente a la calle.
El sereno cantaba las once con voz llena y robusta, en la acera, haciendo oscilar en el pavimento el vivo chorro de luz de su linterna. Junto a él pasó Cantarela veloz como una sombra.
El guardián nocturno volvió la cabeza, alumbrándola por detrás; compúsose la garganta y murmuro:
-¡Buena estampa y malos pasos!
Oyole ella, pero siguió su camino impasible. Se iba acostumbrando a las palabras duras y a los improperios hirientes, ya sin fuerzas para cohonestarlos. ¡Cuántas cosas sombrías en su pobre cerebro! Caminaba bajo una excitación profunda, atropellándose, tropezando con las piedras, doblando las rodillas en cada desnivel del afirmado, estremeciéndose ante las sombras sospechosas y al escuchar el escarceo de las olas en las toscas, que parecían hablarla de una historia reciente con su música extraña. Sus penas de amor, el deber filial, el aprecio perdido, todo esto abatía el vigor de su temperamento en aquella hora, retratando en su mente las imágenes de un hombre que no era ya todo de ella, de un anciano enfermo cuyo nombre mancillaba, y de otros seres que la quisieron pura, y que ahora ni el recuerdo de esa pureza conservarían. Había sido desterrada tal vez, de toda memoria. Así como uno que ha muerto ignorado, tras de una vida infame, sin dejar dos ojos que le lloren. Y en esta exageración de su dolor, la joven se detenía temblando, volvía sobre sus pasos, y tornaba a andar agitada, con más fiebre, comprimiendo sus suspiros, y sintiendo que allá en el fondo de su alma parecía formarse un vacío más grande que la inmensidad de la noche...
Más pronto de lo que ella creía, llegó a la casa del viejo pescador. De la puerta entreabierta salía alguna claridad. Dos hombres estaban junto a ella, en la vereda, apoyados en la pared, fumando en silencio y sosiego. Pronto reconoció Cantarela en ellos a Marcelo y Carolo, y se detuvo a pocos pasos, emocionada e indecisa. Pareciéronla sus siluetas las de dos espectros mudos, lúgubres y amenazadores, envueltas en una humaza espesa y fantástica. Gruñó un perro de aguas allí cerca tendido, dando con la cola en la piedra.
Marcelo se adelantó, cogiéndole por una oreja con suavidad, y diciendo con la pipa en la boca:
-¡No hay que gruñir a la señora Bagre! Pronto olvidas los respetos.
-Buenas noches...
-¡Las de Dios!
Carolo mordió su pipa, mirando a la costa, sin moverse, la gorra caída sobre la sien, y añadió con acento frío y sarcástico:
-El cielo la acompañe, aunque ya no es hora de bordejear.
Cantarela avanzó hasta el umbral, temblando, y se detuvo de nuevo.
-¿Por qué no entras? -preguntó Marcelo, volviéndose, con voz ruda- ¡Ahí está!...
-Sí, pues -arguyó Carolo arrojando una bocanada de humo, y dirigiendo su vista de soslayo a la joven-. Nadie la priva de entrar.
-¡Parece que te comiera un gusano el corazón! Ella dio unos pasos maquinalmente, lastimada y llorosa; y viose en la pieza de las redes, que tan bien conocía.
La vela de la imagen estaba encendida, y reinaba en el interior un profundo silencio.
A su entrada, un hombre se levantó de la banqueta de un extremo, con los brazos sobre el pecho. Tenía el semblante color de bronce, ajado y marchito, sin duda por los insomnios; el pelo largo y negro abierto al frente, cayéndole con descuido por detrás de las orejas; y la estatura elevada, de formas vigorosas y fornidas, apenas encubiertas por un pantalón de hilo crudo, una camiseta a cuadros de algodón, una faja solferino y unas botas fuertes a media pierna, a propósito para andar sobre el guijarro y la conchilla. Un pañuelo de seda plomizo anudado al cuello, y formando triángulo sobre su dorso, escapular de atleta, completaba su traje tosco de labor, sin colores vivos ni fútiles adornos.
Este nombre miró a Cantarela con aire huraño, retraído y taciturno, y la barba clavada en el pecho, que oprimía con sus dos brazos musculosos. Ella dejó caer la manta a la espalda, elevando trémula la mano y volviendo despacio a un lado la cabeza, para fijar sin brillo sus ojos en el suelo.
La había concluido de imponer aquella figura apuesta y bizarra, en cuyas facciones viriles parecían haber dejado burilada una dureza salvaje, las peleas oscuras y heroicas con el huracán y las olas. Cantarela sufrió una impresión de miedo y dijo al fin, balbuciente:
-¿Puedo verlo, Gerardo?
El pescador irguió la cabeza lentamente al eco de aquella voz llena de ruego; y observó recién quizás, que el hermoso rostro de quien le hablaba tenía un color terroso, el párpado caído, el mirar vago y los labios secos.
La puerta de la habitación del enfermo estaba entornada; y en ese instante podíase percibir un leve murmullo de voces de personas que conversaran muy bajo, como evitando perturbar el sueño del paciente. Estos diálogos cortados y monótonos en la penumbra, junto al lecho de un enfermo grave, sugeridos por la duda, la impaciencia o el afán oficioso de los extraños, transformados en medicastros infalibles, que remedan letanías de misa de alba, y se susurran al oído entre suspiros de ansiedad y presentimientos fúnebres, llenando la pobre atmósfera del doliente con alientos y bostezos interminables, ruidos de faldas inquietas y toses importunas, a la par que se concentran en su semblante desencajado, miradas repetidas y fastidiosas que parecen anunciarle que ninguno daría por su vida ni una hebra de cabello; todos aquellos misteriosos rumores, anticipos a veces de rezos agonizantes o preludios de la hora final, indicaron a Cantarela que allí había comadres del barrio, aplicando acaso al envés las recetas científicas o discutiendo la competencia del facultativo con una formalidad cómica e irritante.
Si bien el estado de su espíritu no la permitía este género de apreciaciones, bastole saber que eran manos extrañas y cuidados ajenos los que atendían a su padre, para sentir que su sangre afluía con mayor violencia sofocándole el corazón y golpeándole en las sienes, enmedio de sordos zumbidos y contracciones musculares.
Cuando volvió a elevar sus ojos hacia Gerardo, todo su cuerpo se estremecía como una caña. Había en su cara una sombra de desvarío.
-Duerme -contestó secamente el pescador-. No importa... Esperaré a su lado que despierte.
-A tu vista su mal se aumentará.
-Verás que no... ¡Por esa Virgen adorada!
-Ya no alcanza a ella tu ruego. El patrón Carlo dice que tú nunca lo has querido.
-¿Eso dijo?... ¡Oh, no! Si no lo quisiera tanto no habría yo venido llorando con una gran puntada aquí en el pecho... Si cometí delito era aparte de amarlo siempre, porque no fui jamás perversa, que yo quise con mi ventura la de él...
-¡Dichosa te crees!
-En mi misma desgracia. ¡Pobre de mí!...
-Verdad. Aquellos días serenos de las playas eran menos felices, porque para serlo tú era preciso que perdieses el rubor, de modo que no limpiase tu alma toda la sal de las aguas.
-No reproches la pérdida de lo que nunca fue tuyo, que ese derecho es sólo de mi padre...
-Nunca cae por el anzuelo sino manjar bueno para el plato de los ricos... ¡te han gustado bien! ¡Y tienda uno la red corvinera con confianza para atraer el cardumen, mientras escoge la mejor presa el tiburón que nadie espera, y por casualidad viene allá por el cabo, rompiendo la malla y dando el chapuz! ¡Buena pesca, por el infierno!...
Y el marinero levantó crispado el puño, con un gesto de ira y de desprecio.
Cantarela lanzó un grito.
Momentos antes, en la habitación del enfermo, tres mujeres allí reunidas, esmeradas y diligentes, después de abrigar los pies de Roveda y arreglarle la almohada, releían una receta que llevaba al pie la firma del doctor de Selis, creyendo entenderla a la perfección a la luz de una mariposa; y comentaban en voz de secreto la sabia medida, adoptada por la más experta de las tres como remedio eficaz, la cual había consistido en la aplicación al pecho del doliente, sin que el médico lo hubiese sabido, pues el experimento sólo duró algunas horas, de un emplasto especial de yerbas y hojas de una virtud prodigiosa, a falta de una mandrágora infalible.
A ella atribuían las solícitas enfermeras el período de calma en que parecía entrar Roveda. Mas, para asegurar mejor el éxito, era necesario poner al relente el emplasto, que ya había sido retirado, a la claridad de la luna, y quemarlo en un horno al día siguiente, hasta, reducirlo a cenizas.
Objetaba a esto, con la mayor gravedad, una de las mujeres, que el temperamento usado hasta entonces se diferenciaba sustancialmente del propuesto en cuanto prescribía que el emplasto debía quemarse en una llama de vela de cera después de dejarlo al sereno toda una noche, a la influencia del cuarto creciente.
La tercera preopinante añadió, por su parte, con acento sentencioso, que ella creía también que de esa manera únicamente podía extirparse de raíz el «daño» que habían echado al patrón Carlo en el café, o en la pipa de fumar; pues no estaba ella muy firme en si el espíritu o ánima mala hubiese entrometídose con el líquido o el humor aunque estaba segura que había picado en el riñón al hombre.
Con este motivo y en defensa de las dos tesis o de sus proposiciones accesorias, trabose un parloteo precipitado y empeñoso, mezcla de arrullos de palomar y de enjambre de avispones, cuyo diapasón se elevaba o decrecía por intervalos asumiendo el tono de la gresca o de la armonía, según las peripecias de la disputa o el mayor o menor grado de terquedad en el absurdo, de que aquella asamblea -como hay muchas- hacía para el enfermo cuestión de vida o muerte. El interés particular de cada una en el debate, y el ofuscamiento producido por la viveza de las réplicas, no permitió a las buenas vecinas poner atención a las ocurrencias de la pieza próxima; y fue necesario que el grito de Cantarela llegase hasta ellas, para llamarlas al orden.
Carlo Roveda abrió los ojos, dando un quejido ronco, e incorporose un poco sobre los codos, con la boca abierta, hundidas las carnes, lívido, y ese aire de azoramiento súbito que causa, como una conmoción eléctrica, lo inesperado o lo imprevisto.
-Alguno llora ahí -dijo en voz muy baja y débil.
-Parece que es Cantarela...
-¡Ah!...
Tras esta exclamación casi ahogada, Carlo Roveda dejó caer la cabeza poco a poco hasta encontrar apoyo; y sus ojos se cerraron. Recorrió bien luego su semblante una crispación nerviosa, y no tardaron en asomar bajo los párpados ajados y violáceos, deprimidos en el fondo de las cuencas, dos de esas lágrimas que escapan sin lamento y que vienen de lo más hondo.
-Povera fanciulla! -murmuró. Quiero verla.
Las tres mujeres se miraron un momento en silencio: el caso era grave y afligente. Cambiaron luego opiniones en voz baja.
-No merece eso la indigna -dijo una.
-Ella le echó el «daño» -añadió otra.
-Va a sofocarlo con sus humos -susurró la tercera, cuarentona, biliosa, y llena de pecas-. Prefirió el lujo al crepido de aserrar espinazos y aletas; y es capaz de entrarse vestida de terciopelo con todo el calor que nos ahoga... Abriose de golpe la puerta...
Penetró Cantarela sin fijarse en ellas, muda y ligera como un fantasma, arrastrando su manta, y descompuesto el cabello, el mirar sostenido y firme, sin pestañeo, las manos juntas contra el seno, amarilla, ojerosa.
Las enfermeras se retiraron en silencio sobre la punta de los pies...
Tendiola en sosiego el viejo pescador la diestra, que ella besó enmedio de arranques y sollozos, para levantar luego la frente y decir con acento de intenso dolor:
-No me odies... ¡Cuán quebrantado estás! Yo vengo a acompañarte y a servirte... Tú eres bueno, padre, y yo una infeliz.
-¡Ninguno te compadece!
-Ninguno. Todos me rechazan y desprecian.
El viejo, con una voz semejante a un hálito, poniendo la mano temblorosa sobre la cabeza de su hija, murmuró:
-¡Yo te perdono!
Cantarela reclinó su semblante en el pecho del enfermo. La mano callosa seguía posada en su cabeza, y por dos veces se estremeció.
Largos momentos pasaron.
En la pieza próxima, las mujeres hablaban en un lenguaje vivo y exaltado, y parecía ser Cantarela el objeto de aquella excitación. Esta oyó, a pesar de su situación de ánimo y de la languidez profunda que se había apoderado de todo su cuerpo como una somnolencia abrumadora, que una decía:
-¡Ella acabará con él!
La frase la hirió, advirtiendo recién entonces que la mano del viejo pescador pesaba como un plomo sobre su cráneo. La apartó dulcemente; el brazo estaba duro y rígido. Acercó su mano al pecho y no latía. Levantose de golpe, espantada, y lo miró al rostro profiriendo una queja.
Carlo Roveda tenía la cabeza caída hacia atrás, dejando al descubierto todo su cuello; los ojos semiabiertos, fijos y dilatados; la piel dura y fría; la boca contraída por la última sonrisa; inmóvil, tieso, casi helado. Estaba muerto.