Brenda/XXI

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En la noche del lunes, los elegantes salones de la casa-quinta del señor Samuel Stewart, en el camino de la Agraciada, daban cabida a una brillante concurrencia ávida de esas emociones y placeres que reservan siempre un secreto de deleite, aun cuando hayan sido con frecuencia saboreados.

Terminábanse unas cuadrillas. Ocupaban el centro del primer salón dos parejas que atraían todas las miradas, y que al interés de otras veces, unían ahora el de la novedad, por la presencia de Raúl Henares, cuyo nombre había servido de tema a los comentarios de anteriores días con motivo del percance que comprometió la vida de Areba y de su amiga Julieta. El joven acompañaba a Brenda, y tenía a su izquierda a la señorita de Linares y a de Selis.

Julieta había logrado conquistarse a Zelmar a pretexto de que éste debía hacerle la presentación de su amigo Raúl, como ella lo deseaba: enmedio de un intervalo, de modo que todos los ojos presenciasen la escena, en un paso complementario, en tanto descansaba la orquesta, como aparte grave e interesante, ante el que ninguno podía mostrarse indiferente. Verificose así el acto, con todo el aplomo de un diplomático por parte de Zelmar, y acompañamiento espontáneo de sonrisas y murmullos en las filas. Quedó satisfecha Julieta hasta el punto de arrastrar a su compañero al frente, sin darse la pena de consultarlo. Zelmar se conformó filosóficamente, pensando que el mal cuarto de hora se compensaría bien con la vecindad del flanco. Areba, en cuyo semblante se pintaban frecuentes desazones, originadas por el envidiable embeleso de Brenda y Henares, que parecían estar solos enmedio de aquel centro de expansiones y alegrías, tuvo un momento de hilaridad que reprimió sin esfuerzo, aun cuando llegó a producir escozor en Zelmar.

Pareciole que Areba guardaba para él algunas severidades.

Pero el caso era que, aparte de ese incidente, Julieta, sin dejar de ser elegante y dama de cascabel por la calidad del aderezo y del brocado, lucía esa noche un traje singular, como arrancado del tapiz, cuyos colores contrastaban con el moreno subido de su rostro y el lunar más oscuro todavía, con que un hada maléfica la obsequió desde la cuna. Esta circunstancia de detalle, si bien ella no estilaba modas de antaño, puso en evidencia un capricho, contribuyendo a provocar en la misma Areba un arranque de buen humor.

Zelmar advirtió por primera vez, que su compañera tenía algo de egipcia, esa noche más que nunca, y tentado estuvo de hablarla de los cocodrilianos y cisnes negros del Nilo Azul como de cosas familiares. Pero recordó que Julieta, fuera de ser en extremo susceptible, había recibido una educación enciclopédica; y guardose bien de provocar una disputa de dudosos resultados.

Ya concluidas las cuadrillas, Julieta se detuvo en su paseo junto a las columnas de mármol que dividían en dos compartimientos el salón, sitio favorecido por algunos grupos, y dirigiéndose a Zelmar, dijo con marcada intención:

-Parece que la simpatía de su amigo Henares hacia Brenda Delfor se acentúa, y que hay riesgo de que él sea el agraciado exclusivo de la reina del baile. ¡Esta crónica tendrá mucho interés!

¡Sin embargo -prosiguió bajando la voz y procurando atraerse la atención de los grupos-, dicen que hay seria oposición!

Zelmar se encogió de hombros, y arrastró dulcemente a su compañera lejos de aquel sitio. Empezaba a compadecer a Raúl.

-He calificado, con justicia en mi concepto, reina de la fiesta a la señorita de Delfor. Convenía también que lo declarara ahí, para advertir de su hinchazón chocante a Tula, esa rubia pálida que estaba reclinada en una columna, fría como una piedra, insustancial y vanidosa, hasta pretender para sí todos los laureles, con sus ojos de plomo deslucido y cabellos de mazorca. Usted la conoce. ¡Carga con su aire majadero!

-¡Oh crueldad!

-Es lo exacto. Cuando canta en el coro, va toda de tules y muselinas blancas con las trenzas flotantes para asemejarse a las imágenes sagradas; en el paseo, maneja los caballos briosos con pretensiones de un Byron con polleras y quiere ir siempre a la delantera; en el teatro se cuaja de brillantes y se viste de azul otomano, con humos de Validé insuperable; y en el baile, ya la ve usted, disputando a Brenda la superioridad, ella que es incapaz de interesar con su trato a un hombre de mérito, y que sólo dice vaciedades y fruslerías suficientes a desilusionar en un minuto a un soñador con cara de flautista... Siquiera una, sin ser tan agraciada, dispone de ciertos atractivos sin afectación. ¿No le parece a usted?

-¡Quién lo duda! -exclamó Zelmar con mesura-. La elegancia resalta más en usted; el cuerpo de ella es incorrecto y difícil de disimular; el de usted es airoso y serpentiforme, por naturaleza. Luego, la sal sólo es patrimonio de las morenas; las rubias, las Ofelias, las Margaritas, no son más que pastas de harina fina sin azúcar, que los poetas sazonan con lagrimones de dudosa transparencia.

-Me place oírlo hablar así -dijo Julieta con coquetería-; bien se conoce que usted va en pugna con el criterio vulgar. Y ahora he de decir que mucho se habla de las predilecciones de usted respecto a Areba, permitiéndome regañarle con este motivo por su reserva con las amigas antiguas. ¿Hay algo de cierto?

Zelmar volvió a encogerse de hombros, sin que se alterase en lo mínimo su semblante.

Animose Julieta, golpeándose la falda con el abanico.

-Ya es tiempo, caballero, de que usted se preocupe un poco de la seriedad de esos rumores, para confirmarlos o desvanecerlos.

Zelmar asumió un aspecto grave, y respondió con acento enfático:

-En la tabla rasa de mi espíritu, no he grabado aún ninguna imagen de mujer.

-Muy metafísico está usted -repuso la joven frunciendo el labio con ironía.

-Por el contrario, harto práctico. Me conservo simplemente. Vea usted, lo mismo puede decir aquella su amiga, la de los dolores neurálgicos...

-¡Ah! es terrible con su jaqueca, y por eso abusa de las perlas de trementina.

Zelmar levantó la nariz con aire malicioso, murmurando:

-Nada dije a usted del fuerte olor de violetas que he sentido al pasar por su lado...

La joven, desconfiada y prevenida siempre contra las ocurrencias de su compañero, había vuelto el rostro hacia la puerta que daba al jardín, apenas viole el gesto.

-Vuelve Areba con el doctor de Selis -dijo-. ¿No ha notado usted lo animado de su conversación? Parece que trataran asunto de importancia. Y ¿qué se ha hecho nuestra pareja del frente en las cuadrillas? No la distingo en este salón.

-¡Ah, la preciosa Brenda! Está bien acompañada, y debe encontrarse en la sala del ambigú... ¡A buen seguro que no ha ido a probar nada de lo muy delicado que allí se exhibe!

-¿Ya tuvo usted ocasión de verlo?

-Ningún hombre de mundo, Julieta, inicia la danza sin permitirse antes dirigir una visual sobre lo que más tarde ha de ser excelente restaurador de sus fuerzas.

-¡Qué prosa!...

-Sólida y sustancial. Invito a usted con un hojaldre de jamón.

-Muchas gracias... Estoy casi segura que el compañero no tendría tiempo de obsequiarme.

-Verá usted que a todo podrá atenderse... Aquello es un primor aderezado como en casa de sibarita, que hace pensar en el comedor de Cleopatra todo cubierto de rosas hasta la altura de una vara, según dicen los egiptólogos. Decídase usted por el hojaldre.

-Puede usted tomarlo en mi nombre, aparte de una buena dosis en el suyo; más ahora que le he sorprendido un visaje de hastío y sueño. ¿Por qué viene usted al baile?

-No lo crea usted, interesante Julieta; me siento con placer a su lado... Pero, si he de ser franco, vi hace un momento abrir la boca con la mayor delicia a aquella señora anciana, que está en el confidente de la izquierda; y nada causa más envidia que un bostezo, aunque el mío fue un barrunto...

Conque iremos, mi encantadora Cleopatra...

-Le tengo advertido, caballero Bafil, que no le permito confianzas, ni comparaciones odiosas. Está usted hoy pesimista en extremo, y sin apartar la vista de Areba y de Selis, como si algo le fuera en ello...

Felizmente aquí se aproxima mi compañero para la mazurca, que me resarcirá de sus momentos y a quien haré confianza de cosas muy interesantes que reservaba para usted

-¡Oh! cuánto lamento esta circunstancia que me priva... ¿Quién es? -agregó interrumpiéndose, al oído de la joven, viendo acercarse al candidato.

Mirole Julieta con enfado y dijo:

-Un poeta de delicadeza suma, y de dotes muy relevantes, que no se acuerda para nada del jamón y del pastel cuando va con una dama...

-Al papamoscas le llaman boyero.

-¿Qué dice usted? ¡Tiene reputación hecha en todos los círculos! -replicó Julieta enconada, y moviendo la cabeza de modo que agitose trémula la flor de su tocado y ondularon sus crespos flequillos al viento de su cólera.

-¡Oh sí, conozco su fama! -dijo Zelmar con mucha flema-. No haga usted caso de una broma.

En ese instante se acercó un joven solicitando su pareja. Bafil desprendió suavemente su brazo, mirando de soslayo y por encima del hombro a su libertador, con aire compasivo.

Diose vuelta Julieta, ya risueña, y haciendo un ademán de amenaza con el abanico:

-Si olvida usted caballero Bafil, el compromiso de bailar las primeras cuadrillas, olvidará también el mío de narrar a usted una crónica importante.

Zelmar, que se había quedado en actitud de cortesía, entretenido en dar vueltas a la borlilla de un guante, no pudo menos de sonreírse, y decirse:

-No recuerdo haber incurrido en tamaña ligereza. ¡Esta mujer es capaz de arrastrar al pecado a ese inocente!

Buscó enseguida a Areba con la mirada. Encontrábase la joven en un grupo, del que formaban parte Brenda, Raúl y de Selis. A la derecha, en un diván forrado en seda color granate, estaba la señora de Nerva, cuyo semblante marmóreo, casi transparente, parecía revestirse por intervalos de sombras, como si mantuviese una lucha de opuestas impresiones. El vestido negro hacía más intensa la blancura del rostro. La expresión de sus ojos era fría y severa, y los tenía fijos en Henares y en Brenda, quien experimentaba algo semejante al desaliento de la angustia a cada encuentro con aquella mirada rígida, honda y persistente. Ella sabía que los enojos de su protectora nunca salían de ese lenguaje mudo, elocuente en su mismo mutismo; y se había acostumbrado a interpretarlo y comprenderlo, de modo que jamás los labios vertiesen un reproche. En esta ocasión parecíale a la pobre niña que ella había cometido un gran pecado, a juzgar por la extraña e inusitada luz de aquellas pupilas ya débiles y cansadas: y en su zozobra, dirigiose en silencio a Raúl, como impetrándole una gracia, que en el fondo sólo era una pena para los dos.

Penetrose bien el joven de ese malestar, a que él no era ajeno tampoco, sintiendo cómo se infiltraba en su espíritu la corriente fría que dominaba el grupo, cual si en rigor hubiera allí uno de más; y apresurose a colocar a Brenda en el extremo opuesto del diván, respetuoso y atento.

Al inclinarse para volverse, observó que la señora de Nerva había hecho un movimiento muy vivo hacia atrás, clavando en él con nueva fuerza su vista. Sintió encenderse entonces en su mente, como un fuego fatuo que giró por su cerebro para desvanecerse muy pronto sin dejar rastro alguno, una reminiscencia vaga e indecisa...

-¡Verdad que no comprendo! -hablose a sí mismo con extrañeza.

-¡No se digna invitarme! -díjose a su vez Areba contrariada, viéndolo alejarse.

Y lo siguió mirando hasta que él desapareció por una de las puertas que daban al jardín, con ese aire de despecho y de enojo reprimido que realza el semblante de una mujer hermosa.

De improviso oyose una voz alegre:

-¡Señorita, llaman a lanceros!

Era Zelmar quien había hablado.

-Cierto que son con usted -repuso Areba pasando su brazo al del joven, y mirando a de Selis de una manera significativa-. Doctor: la demanda aumenta, y no es del caso quedarse sin la reina.

Sonriose Zelmar al oír las últimas palabras, pronunciadas con acento suave e intencionado, y dijo volviendo a otro lado el rostro:

-¿Qué se habrá hecho Raúl? Es parte obligada del cuadro, y hay que citarlo a comparecer.

-Fuese hacia el vestíbulo que da al jardín -respondió Areba disimulando su contento, y observando de soslayo que Brenda tendía a de Selis su mano estremecida.

-Es de suponer que no haya ido a filosofar, y sin ser importunos haremos reclamo de su persona.

Nada contestó Areba; y encaminándose al vestíbulo, decíale el joven con cierto tono que no le era peculiar:

-¡Cuánto me congratulo de que usted no haya puesto en práctica su resolución de no asistir a este género de fiestas!

-¿Por qué?

-Por mis íntimos contentamientos.

-¡Ah!... Si he de ser franca, esta vez estuve débil. Luché, pero inútilmente. Hubo al fin que desalojar el ánimo de tristes preocupaciones, lo mismo que se espantan los mosquitos con el plumero, por una rendija de la ventana; y aquí me tiene, encontrándome al paso con los personajes, las fisonomías y las escenas de siempre, aun cuando los buenos amigos saben romper la monotonía con momentos muy agradables.

-Creo contarme en ese número, si no es excesiva pretensión, Areba...

Volviose la joven para cerciorarse de si la otra pareja seguía sus pasos; y ya fuera del salón, convencida de que así era, y paseada una mirada inútil en busca de Raúl, dijo en voz alta:

-Es delicioso el ambiente que aquí se respira; y manifiesto con franqueza mi deseo de que posterguemos los lanceros y descendamos al instante al jardín.

-¡Excelente idea! Se ven muchas parejas en los senderos.

Brenda y de Selis, que venían a pocos pasos, bajaron la corta gradería de mármol en pos de la señorita de Linares y de Zelmar. Caminaban en silencio, y como abstraídos.

El jardín, al frente, ofrecía un aspecto fantástico: globos chinescos, bombas de cristal, luces venecianas de caprichosas formas, unidas por hilos metálicos a las ramas ocultas, modelaban en el espeso follaje bellos pabellones de cien colores. Algunas linternas de intenso reflejo, colocadas en el interior de los grandes árboles con los lentes vueltos a los surtidores, convertían en mil chispas de rubíes, zafiros y topacios las menudas gotas, improvisando fajas transversales rojas, blancas o azules, según el color de los lentes reflectores, cual iris espléndidos en media noche.

Oíanse rumores de voces y alegres risas entre los árboles, como gorjeos de pájaros que se anticipan a la aurora o sueñan inquietos en las ramas. Desarrollábanse por allí escenas más variadas que las del baile.

Hermosos bosquecillos se seguían a los cuadros de plantas de la plazuela; y uno de ellos venía a concluir en ángulo agudo sobre la misma, formando dos calles profusamente iluminadas, una de las cuales concluía en un pequeño lago con puente de piedra.