Brenda/XXIX

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Hasta muchos días después de este suceso, no pudo Brenda resignarse ante el vacío que dejara Zambique en su vida retraída y solitaria. El pobre liberto había sabido granjearse buena porción de su cariño, y llegado a constituir para ella un confidente y un guardián mudo, dócil, y discreto de sus amores.

Entristecíala en esos días, la profunda inquietud de los lugares apartados, donde en otras horas resonase con estruendo el instrumento musical de Zambique; y no se atrevía a llegar a la choza abandonada y fría, que se levantaba como una vivienda africana en el confín de aquel oasis, única en su estructura e inhabitable en lo venidero. Pareciole un panteón cerrado para siempre, que nadie debía violar.

La señora de Nerva sintió también, sinceramente, el triste suceso; y dispuso que el cuerpo de su antiguo servidor fuese conducido al cementerio del Buceo, y depositado en un sencillo sepulcro de piedra, construido con ese objeto en el pequeño sitio de su propiedad.

La señorita de Linares, que había excitado los celos de la anciana contra el infeliz Galeoto, como ella le llamaba, condoliose del hecho; sin dejar de pensar que esta primera víctima del drama -la más inocente, sin haber dejado de ser por eso peligrosa-, había desaparecido en hora oportuna de la escena. Ya Brenda no iría a la choza ni al seto de los agaves, en los crepúsculos, pues que le faltaba su fiel custodia negra; y se contentaría con mirar desde lejos la zona intermedia de la quinta a las playas, sin ánimo para aventurarse en los bosquecillos.

Una tarde, sin embargo, la sorprendió en el seto donde cayera la perdiz moribunda, de pie y apoyada en el banco de piedra, fijos los ojos en la extensión de mar, que de allí se percibía azul y serena. Seguía acaso con su mirada el derrotero de algún buque a vapor que salía de balizas, perdiéndose poco a poco detrás del horizonte; o con ansiedad suspirante, la de otro que se dirigía al puerto, remontando veloz la inmensa curva lejana y tendiendo sobre su estela en el espacio transparente, una ancha faja de humo color de plomo. Pero, las más veces eran barcos de pescadores que surcaban a todos rumbos, infladas las velas; quizás el de Gerardo, que recogía la red tendida hacia la costa del levante, para volver al ancladero y plegar el paño en la hora de la puesta, inquieto y caprichoso en la virada cuanto debía de estar de nerviosa y febril la mano del pobre timonel.

-Piensa en Raúl y aguarda su pronto regreso -se decía Areba, al observarla en aquella actitud contemplativa.

Mucho de cierto tenía esta sospecha. Henares prometía a Brenda, en la carta de que fuera portador Zambique, y que ella había leído multitud de veces, encontrándola en cada una nuevos encantos y emociones, una rápida vuelta de aquella hermosa tierra del Brasil llena de prodigiosos paisajes que subyugaban sus sentidos, sólo para aumentar las ansiedades de su espíritu y los impacientes impulsos de volverla a ver. Añadía que esto no podía demorar; y a más, la agradable noticia de que se presentaría inmediatamente de su llegada en la casa-quinta de la señora de Nerva, aprovechándose de la circunstancia feliz de ser conductor de cartas para ella de dos hermanas políticas, residentes en Porto Alegre, donde las conociera en una de sus excursiones. Creía él que su lectura sería muy grata a la anciana viuda, por referirse a recuerdos que se ligaban a la vida de su esposo. La carta concluía con algunas de esas expansiones ardientes y apasionadas, propias de los que aman, que significan lo mismo en todas las lenguas, y que aun habladas y escritas en todos los idiomas, siempre tienen la elocuencia vehemente del cariño y la originalidad especial de quien lo siente y sabe hacerlo acrecentar en otra alma a través de la distancia y del tiempo.

De ahí que Brenda contemplase la mar lejana con más interés que nunca, forjándose ilusiones a la vista de cada nave que aparecía de repente y cruzaba la zona, para ocultarse al momento tras el verde marco que formaban las arboledas de las quintas como en los cuadros diorámicos; y enardeciendo su imaginación con la sola idea del deleite que el regreso de Raúl le reservaba.

Nada más bello que el ensueño que la fantasía de la mujer dora en sus días de espera, y que al anticiparle el goce de las fruiciones de la existencia real, depura el placer, le exorna con detalles preciosos y lo aleja de sus fuentes naturales, hasta transformarlo por completo y reducirlo a dulce y engañoso halago de una vida superior a la positiva y verdadera.

Estos mirajes se disiparon a la aproximación de la señorita de Linares. Brenda abandonó sus paisajes celestes, súbitamente impresionada por una ráfaga fría, de esas que a cada hora llaman a la realidad y recuerdan que la existencia es lucha severa en que triunfan siempre las pasiones mejor dirigidas. Púsose sobre sí.

Venía Areba un poco agitada y seria.

En su conversación estuvo llena de reticencias. Había estado hablando con la señora de Nerva desde media hora antes, sobre paseos, fiestas y bailes, con la intención de entretenerla, pues la había encontrado bastante marchita y ensimismada.

-Y a propósito -dijo- ¿hace mucho tiempo que estás aquí?

Brenda reveló inquietud.

-¿Por qué me lo preguntas, Areba?

-No te alarmes. Deseaba saber eso porque he creído observar en tu protectora nuevos síntomas de la dolencia que parecía extinguida, y sería prudente precaver que se acentúen.

-¡Ay, y yo que la dejé tan bien! -exclamó Brenda afligida-. ¡Corramos allá! ¿Crees que pueda ser eso grave?

-No diría tanto. Sin embargo, no ignoras cuánto ha sufrido de su enfermedad al corazón, que parece ser la que se renueva. Conversando conmigo se quejó varias veces, y me manifestó su temor de ataques más violentos que los anteriores. Bien pudiera juzgarse ésta como una presunción infundada; con todo, a su edad provecta cualquier novedad debe infundir recelo y cuidado.

Manifestose Brenda muy pesarosa.

Sin decir palabra, cogió el brazo de su amiga, y juntas, encamináronse rápidamente a la casa. En un instante recorrieron el sendero central.

Cuando las jóvenes entraron, la señora de Nerva, que aún permanecía en el corredor, acababa de ponerse de pie con intención de pasar a su dormitorio. Se sentía en realidad desazonada, y con alguna fatiga.

Brenda corrió a su lado, prodigándola suaves caricias y ofreciéndola su apoyo. La anciana la miró con ternura, diciendo:

-Estoy un poco indispuesta, otra vez... Pero no te aflijas por eso, hija mía, que no ha de tener importancia.

-Así me dice Areba, madre -contestó la joven apenada-; pero yo quiero que te recojas hasta que el médico disponga. Este malestar que sientes me disgusta, aunque nada sea de grave. ¿Cómo quieres que no me aflija, si a los pocos minutos de dejarte buena y tranquila, te encuentro demudada y con fiebre? Vas al lecho ¿verdad?... ¡Yo te lo ruego!

Era tan dulce y persuasivo el acento de Brenda, que la anciana no opuso objeción alguna.

Una vez en su lecho, parecieron disiparse los amagos de recaída a las solícitas atenciones prodigadas; y un sueño oportuno y reparador se sucedió a las perturbaciones del momento.

Esto llevó calma y alegría al ánimo de Brenda, que estaba en extremo desasosegada y nerviosa. Para no interrumpir el reposo de la enferma, llevó a su amiga a la habitación contigua, en donde podían hablar a media voz, sin recelo, invitándola a sentarse a su lado en un diván, puesto al frente de la ojiva que se abría al jardín.

Suspiró allí, como aliviándose de un peso mortificante; y dijo, enmedio de ese goce fugitivo que invade al espíritu al desvanecerse una zozobra y devuelve su luz a los ojos y su calor a la sangre:

-¡Qué dicha! Se ha dormido de un modo apacible, respirando sin esfuerzo. Bien decías que no había por qué alarmarse tanto.

Areba contestó con un movimiento de cabeza, volteando sin cesar suavemente el abanico.

Después de una corta pausa, en la que había estado meditando, fijó la mirada en su amiga, diciendo con tono reflexivo:

-Estos amagos se han seguido muy pronto a la última crisis, en la querida señora, y podría suponerse que en ellos influían causas morales desconocidas.

¿No crees que algún afecto de ánimo contribuye al mal, precipitando su reaparición inesperada?

Brenda se estremeció.

Sin volver la vista y reprimiendo su emoción, repuso:

-Tal vez. Pero la aqueja desde mucho tiempo atrás, con la misma intensidad siempre. La muerte de Zambique la disgustó, y yo temí por su salud en los primeros días...

-Otras circunstancias quizás -insistió Areba-, sin ser eso, y que pudieran relacionarse contigo.

-¿Conmigo? -interrumpiola Brenda con vehemencia e inquietud pintada en el semblante.

-Yo no sé, pues que tú, nada me has dicho -repuso Areba acentuando sus palabras-. Sólo he aventurado una frase.

-¡Ah, no! -dijo Brenda, turbada y sobrecogida por una angustia indecible, al propio tiempo que lastimada en lo más vivo. Incurres en un grave error, si supones que alguno de mis actos pueda ocasionarla tan grande amargura.

-No he querido avanzar eso precisamente; aun cuando no se me oculte que tú eres la preocupación tenaz de la señora de Nerva, y que por lo mismo ella haya notado en tus sentimientos una tendencia contraria acaso a la felicidad que te desea.

Areba pronunció estas frases con alguna acritud.

La joven la miró con dignidad y esa expresión enérgica que el carácter más dulce sabe comunicar al rostro en momentos de excitación.

-¿Y bien? -preguntó con firmeza.

-Habría estado entonces yo en lo cierto, al inferir que de las preocupaciones sobre tu suerte emanaban sus tristezas profundas. Aunque no me lo hayas revelado, sé tanto como ella lo que pasa en tu corazón; sin otros antecedentes, bastarían para denunciarte, tus dulces emociones en el sitio en que cayó la perdiz moribunda. Estaba yo allí, ¿te acuerdas?

-Sí -dijo Brenda en el mismo tono firme y resuelto-, ¡allí estabas!

-De este amor, cuyas menores escenas pareces conocer, he impuesto a quien todo lo debo en mi orfandad, sin que de sus labios saliese un reproche que obligase mi gratitud a un sacrificio, o por lo menos, la pusiera en conflicto con la pasión que se ha adueñado de mí. A ti, nada dije, es verdad. Pero ¿crees que en mi afán no he deseado cien veces depositar en tu cariño todas mis alegrías y secretos, como un tesoro que sólo se entrega a quien bien se ama y estima? ¡De ese impulso espontáneo, sincero, me ha apartado sin embargo otras tantas, algún pensamiento, alguna sospecha amarga, cuyo origen no conozco, de no ser acogida con una indulgencia digna de mis expansiones! Que no me engañaba, acabas tú de indicármelo en tus frases, en el tono de tus confidencias, en tu susceptibilidad herida, cuando yo menos debía esperarlo. ¿Es acaso un delito amar? Responda de ello mi corazón que sintió, antes que yo pensase. Si el objeto de esa pasión, que con ser grande no entibia otros afectos entrañables, fuese indigno de mi culto, ya habría recogido la dolorosa confidencia de labios de mi bienhechora; y, ¡cuán afligente me es recibir de los tuyos un reproche que ella no intentó lanzarme!

-¡No eres justa, Brenda! -profirió Areba en un arranque de cariñosa reconvención, que ella sabía fingir admirablemente-. Yo he estado lejos de afirmar lo que imaginas; mas a pesar de mis fervientes votos por tu dicha, no debo halagarte con frases banales, ni hacer ahora una defensa de mis sentimientos, que tan mal interpretas. Concretándome, pues, al hecho principal, ¿ignoras acaso que tu protectora te deseaba a de Selis por esposo, y que resiste a Raúl Henares?

El rostro de la huérfana se cubrió de una palidez, que dejó en transparencia sus venas azules al oír aquel nombre querido en boca de Areba.

-No me lo ha dicho -murmuró con los labios trémulos-, pero lo adivinaba, y siempre supuse que su resistencia desaparecería cuando él viniese. Así que le conozca, ella llegará a quererlo, porque es noble, abnegado y bueno.

-¡Quién sabe! -repuso Areba con un aire de despecho y de misterio-. Los motivos pueden ser poderosos.

Brenda la miró fijamente en las pupilas, levantando su bella cabeza airada, y preguntó llena de una emoción profunda:

-¿Crees que puede haberlos en contra de aquel que por ti expuso su vida, en un arranque de sublime desprendimiento?

Los ojos de Areba resplandecieron de pronto con un fulgor extraño, y agitósele el seno violentamente, como si aquellas palabras hubiesen ido a remover todas las pasiones encadenadas por la altivez y el orgullo en el fondo de su alma; contrajo la ironía su boca pronta a despedir a manera de dardo emponzoñado una frase cruel e irreparable, y moviose de arriba abajo su cabeza con un ceño duro y siniestro de leona encelada, que inspiró temor a Brenda. Pero, haciendo un esfuerzo sobre sí misma logró dominar con la voz de su gratitud y de su amor desdeñado, el escozor agudo de los celos que sugerían a su mente terribles sarcasmos; y limitose a responder con acento incisivo y penetrante:

-¡Sí! Razones dolorosas: ¡barrera insalvable, tal vez!

Al oír esto, Brenda se levantó llena de sorpresa, la mano puesta en la mejilla, la vista clavada en Areba excitada, confusa, cual si aquella frase hubiese suscitado en su cerebro cien ideas y recuerdos.

En ese instante, el doctor de Selis apareció en el umbral.