Brenda/XXX

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Dirijamos ahora una mirada a la ribera.

Pasado un mes, desde el primer día de su enfermedad, Cantarela fue sintiéndose con fuerzas, acentuose la mejoría, volvieron a llenarse sus mejillas descarnadas, los colores hermosearon el rostro, y abandonó por fin el lecho para recuperar muy en breve todo el vigor de su juventud. En los primeros días de convalecencia no quiso salir del interior del pobre hogar, complaciéndose en recorrerlo a pasos lentos, callada y mustia, sin una lágrima ni una queja. La acción benéfica de Areba se había hecho sentir en él con frecuencia. Marcelo solía acompañarla, compasivo, en tributo a su antigua amistad con el viejo pescador; y ella compensaba esa conducta con humilde afecto y las únicas sonrisas que entreabrían sus labios. En la última visita, el doctor de Selis prescribió el ejercicio, indicando a la joven la conveniencia de cortas excursiones por el río o las pesqueras, siempre que saliesen botes de la costa. Le eran necesarios aire puro e impresiones. Cantarela, sin embargo, no se había resuelto a ello. Inspirábale temor y tristeza la simple vista de la ribera y de las aguas, teatro de sus primeros años juveniles y amores desgraciados. Las rocas eran como recuerdos informes y sombríos, que renovaban en su cerebro débil, escenas que quisiera olvidar. Junto a ellas la habían vejado en otro tiempo, y mostrádole el puño las mujeres descalzas y remangadas de la orilla. Gerardo debía vagar también por allí mudo y fatídico, amarrando barcas y revisando las redes, o recorriendo el interior del casco de La Madrépora, de cuyo aseo él cuidaba con preferencia. Este pequeño y airoso barco que la joven veía algunas veces desde el ventanillo del cuarto de las redes, columpiándose al suave vaivén de la marea, recogida su vela de polacra en el mástil enhiesto, en forma de huso de hilandera, con una faja blanca sobre la línea de flotación, y un gallardete ahorquillado de lanilla azul con una letra inicial roja en el centro, acariciado en lo alto por el alisio, recordábale los días tranquilos de los derroteros atrevidos, cuando casi lamiendo con su borda la espuma bullidora, hinchado el velamen y crujiendo el aparejo, dócil la caña a la mano de Gerardo, partía veloz la golondrina de mar, dejando en su camino luminosa estela, adonde bajaban entre notas estridentes las aves de las costas.

La sombra de su padre se dibujaba entonces en la proa, viejo, activo e infatigable, tirando de los cabos y atendiendo a la vela, hasta perderse la visión en el sinuoso litoral del oriente.

Pero, nada la perturbaba tanto como el recuerdo de Zelmar, cuya conducta había herido profundamente su corazón y disipado todos sus míseros ensueños. Cantarela tenía también su fondo bravío, sus instintos ásperos y temibles de carácter hereditario, junto a aquellas pasiones vehementes de abnegación y de amor que la habían arrastrado a entregarse sin reservas. Ciertas ideas y planes siniestros la absorbían, por instantes. En otros, divagaba pensando si ella no sería injusta; y formábase el propósito de volver a la casita de la ribera, arrojar de allí a la odiosa Gertrudis, a quien ya no podría ver sin repugnancia, y esperar resignada el regreso de su querido, con cien caricias imaginables. Él volvería tal vez a amarla como antes, en presencia de los nuevos incentivos con que ella se reservaba reavivar sus deseos. Mas, pronto recaía en las dudas y desesperaciones crueles; en la idea constante y amarga de que Zelmar necesitaba de otras mujeres, de otros gustos, de otras satisfacciones que ella no podía proporcionarle en su humilde esfera. Cegábala entonces una cólera sorda, que estremecía sus carnes flácidas aún, y daba a sus ojos un reflejo color de sangre. Un pensamiento de venganza concentraba todo su ser, y el odio subía hasta su boca para brotar entre frases saturadas de veneno.

En ciertas noches de estrellas, tibias y azules, dejaba el ventanillo con los ojos llenos de lágrimas, e iba a arrojarse del rostro en su lecho entre hondos quejidos, revolviéndose irascible con el furor de una pantera. Las que la escuchaban no se atrevían a acercarse, temiendo un acceso de demencia, por efecto de una renovación del mal y del delirio. Pero, a estos arrebatos violentos seguíase una calma profunda, y un sosiego semejante al marasmo. Cantarela se quedaba quieta y silenciosa, con el cabello desprendido y enredado, cuyas hebras se caían de la piel sin esfuerzo al arreglarlo, lacias y sin brillo. El sueño venía bien pronto a devolver sus fuerzas al organismo y el reposo necesario al espíritu abatido.

En una hermosa tarde apacible y sin celajes, Marcelo, el buen amigo de Carlo Roveda, adusto y tosco, pero leal y sincero, invitó a la joven a un paseo en su barca hasta el sitio en que se había tendido la red corvinera. Ella se rehusó al principio, excusándose con vaguedades y frases sin sentido. Marcelo, por primera vez, se mantuvo firme en insistir, invocando en su apoyo lo ordenado por el médico, y la necesidad de un completo restablecimiento; añadiendo que, en eso de hacerla gozar de los aires puros del agua salada, era en lo único que le reconocía tino al médico. Había estado muy sabio. Sobre el líquido elemento se respiraba un vientecillo sin mezclas, que parecía venir del fondo, con olor a marisco, que daba contento al ánimo y fuerza a los pulmones.

Cantarela concluyó por ceder, sin expresar la menor alegría, de una manera voltaria e inconsciente.

En esa tarde, la ribera presentaba un aspecto muy risueño y pintoresco. Veíanse esparcidas a lo largo de la costa muchas mujeres de caras redondas y coloradas, con las polleras levantadas hasta las rodillas y las piernas desnudas, ocupadas unas en lavar ropas en las pequeñas cuencas de los peñascos, llenas de agua de lluvia; y otras en tender redajas en las mesetas de piedra y hacer inspección de corchos, relingas y plomadas, sirviéndose de los vértices de los ángulos agudos que formaban las rocas con sus erizadas excrecencias, para suspender los extremos y revisar las mallas. Regular número de criaturas descalzas y desgreñadas, con calzones sostenidos por tirantes y camisas en parte flotando al aire, alegres y bulliciosas, corrían en bandas por la orilla con los pies en el agua, ya escarbando la broza y reuniendo fragmentos de madera, ya persiguiendo a los cangrejos negros y rosados que abrían sus pinzas amenazadoras al buscar refugio en sus secretos asilos, ya a las medusas pesadas y torpes, que el agua arrastraba a la arena en mansas ondulaciones.

Los de mayor edad entre ellos, desprovistos de ropas, se arrojaban a la parte honda de cabeza, desde una peña algo sumergida, unos en pos de otros, formando un conjunto de pies en la superficie que se agitaban en círculo entre la espuma para desaparecer y resurgir por momentos, hasta que salían las cabezas sonrientes y sacudíanse las cabelleras, celebrándose con alegres risas las burlas y juegos entre dos aguas. No pocos se entretenían en escoger las más lindas y caprichosas conchas y piedrecillas, que tentaban con sus colores la vista a través del líquido transparente. Los menos, sentados con gravedad en las peñas entrantes, botaban barquitos de madera o cartón; y alguno, más paciente y reposado, se mantenía atento a su caña de pescar, fijo el ojillo ansioso y vivaz en el corcho, por si picaban las sardinas.

Al pasar Cantarela, acompañada de Marcelo, un grupo de mozas frescas y rollizas que cerca había, suspendió su faena, y todas se incorporaron poniéndose las manos sobre los ojos en forma de viseras, para evitar los resplandores del sol, agitadas y curiosas, mirando a la convaleciente de arriba abajo con aire de malicia, y cambiándose entre ellas irónicas frases. Más lejos, desde el fondo de una concavidad abierta en las peñas, no faltó alguna que profiriese un sarcasmo en voz hiriente, mostrando con el puño el brazo remangado. Uno de los pequeñuelos traviesos, cesando de súbito en sus diversiones, exclamó con mucho asombro:

-¡Mira! ¡la Cantarela!

El resto de la cuadrilla quedose en suspenso, poniendo cada uno sus manos juntas detrás, en actitud de contemplación, como si se tratase de una cosa rara y extraordinaria.

Cantarela llegó hasta la barca con la vista baja, el paso lento, e insensible al parecer, a aquellas demostraciones de menosprecio. Sólo allí, a un metro de las aguas, experimentó un estremecimiento notable, y volviose hacia Marcelo, interrogándole con la mirada. Mostrábase indecisa, con un poco de fatiga, falta de ánimo y cavilosa.

El marinero la ayudó a subir, diciendo:

-Siéntate ahí, a popa, que es más cómodo. De aquí a cinco minutos estoy de vuelta.

Tras estas palabras, el pescador se dirigió rápidamente hacia la rampla, en busca de algunos útiles de pesca, recogiendo a su paso ligeros murmullos.

De entre unas rocas, a cuyo pie había estado sin duda sentado, saliole Gerardo al encuentro, y le detuvo. El aspecto del pescador parecía tranquilo y su voz revelaba perfecta calma.

-Te he visto pasar con Cantarela -dijo.

-¿Adónde la piensas llevar?

-Se ha resuelto a paseo, hasta las pesqueras de la Punta. Como necesita de aires la triste me he avenido en embarcarla, con algún trabajo.

Gerardo pensó un momento, y repuso:

-Ocupa tú mi barca, y déjame la tuya.

-¿Con la carga?

-Sí. De otro modo no habría motivo. Deseo hablar un poco con ella, y tú debes complacerme.

Marcelo se acarició la barba cana, preocupado, diciendo luego:

-Tú habías prometido no ir hoy a las pesqueras, y todos estábamos en ello muy conformes, porque tu salud no anda bien hace días. ¿A qué exponerse, y en esta ocasión del diablo? ¡Maldita idea la que tuve!

-Fue buena, al contrario, y te la agradezco tanto como ella. Mi cuerpo está sano y fuerte; y si los aires de la mar vienen bien al débil, igual provecho han de hacerme a mí, caso de que algún daño leve tenga.

-Sí -replicó Marcelo, pasando la mano por debajo de la gorra, que echó un poco sobre la frente-. Pero el caso es que yo me he comprometido a acompañar a la hija del viejo Roveda...

-Te disculparé, y no ha de serla tan repugnante mi presencia.

-¡Oh! por eso, no digo... Mas, tu no puedes embarcarte, Gerardo; y después, es serio desplegar velas en la boca de la tormenta...

-No temas. Te esperaré en la pesquera, sin novedad. Y mira, ya es tiempo: veo que Carolo desata el cabo de su barca, allá junto a la canaleta.

Marcelo lo miró con aire de duda y desconfianza, rascándose la nuca; y moviendo la cabeza lleno de contrariedad siguió despacio su camino, murmurando palabras ininteligibles.

Gerardo, por su parte, fuese a pasos lentos también hacia la playa, sigiloso, ceñudo, huraño, cual si presintiera una mala acogida, o las congojas rudas de un encuentro a solas.

Deslizábase sin ruido sobre los guijarros, deteniéndose de vez en cuando, con los ojos clavados en el suelo, como a escuchar los latidos de su pecho y los gritos interiores de su alma conturbada.

Al pisar la playa, volvió a detenerse, ya cerca de la barca, sumergido en honda reflexión.

En aquella playa había nacido su esperanza de ventura, allí había muerto y estaba sepultada, como el áncora rota en que apoyaba su pie, hundida en la arena batida y cubierta sin cesar por las mareas. Al contemplar ese despojo pareció sentir una conmoción profunda, que dejó blanco su rostro, algo semejante a los extremos arrebatos de rabia terrible que concluía por asomar a sus labios en forma de espuma, como si en la rota áncora viese la fiel imagen de su corazón partido. Instintos encontrados trabáronse en lucha sorda bajo su cráneo; una nube de sangre veló sus ojos; vaciló en avanzar, temiendo llevar su planta al borde de una sima insondable; pero, bien pronto, ahogando una especie de aullido, pasose la mano por la frente cubierta de sudor, aspiró con ansia el aire puro de la ribera, y poco a poco fue serenándose, hasta adquirir cierto dominio sobre sí mismo. ¡Cuán fatídicas eran aquellas llamaradas espantosas de sus pasiones!

De súbito, dirigiendo la mirada vaga y torva a la superficie de las aguas, para observar si las surcaban ya los botes, notó que estaban aún desiertas, y encaminose resueltamente a la barca de Marcelo.