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Brenda/XXXVI

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El trágico fin de Gerardo y Cantarela sorprendió a la señorita de Linares enmedio de los graves conflictos por que pasaban los moradores de la casa-quinta de Nerva.

El señor Perea le llevó la noticia en el acto que llegó a su conocimiento, penetrado como lo estaba del especial interés de la joven por la suerte de la infeliz pescadora.

No se hallaba ella preparada para esta impresión, y por lo mismo hubo de conmoverse hondamente.

Pensó en Zelmar...

El joven médico debía llegar en ése, o al siguiente día.

Es justo que asista a sus exequias -se dijo Areba.

A él se debe la extinción de una familia. ¿Qué mucho que sufra un poco? ¡Hay expiaciones severas para los delitos que la ley no pena, y en cuyo rigor no creen los soberbios!

La justicia había intervenido, instruyendo un sumario. Depusieron en él los que habían retirado los cuerpos de la red corvinera; pero en sus declaraciones se limitaron a los hechos producidos, hasta el instante en que Gerardo se dirigió a las pesqueras con la joven. No olvidaron consignar que su infortunado compañero padecía de mal caduco, desde algún tiempo atrás, y que en el día del suceso estaba muy pálido y abatido.

El cadáver de Cantarela exhibía signos elocuentes de un crimen; y a los efectos de un informe médico-legal indispensable, designáronse dos facultativos, que deberían expedirse en el acto de practicada la autopsia.

Uno de ellos era de Selis. Areba le manifestó su deseo de que coadyuvara al informe el doctor Bafil, que acababa de rendir sus brillantes pruebas en Buenos Aires, y cuyo regreso se esperaba en esos momentos; para lo cual ella recabaría su aquiescencia, en la seguridad de no ser desoída. De Selis defirió cortésmente.

¿Podía acaso rehusarse a nada de lo que le pidiese Areba, a cuyas hábiles maniobras debía el haber asestado un golpe mortal a Raúl, y de cuyos efectos una y otro se prometían incalculables ventajas en beneficio de sus pasiones?

Para la operación del reconocimiento científico, Areba había cedido la pequeña casa de que hemos hecho mención, y adonde fue trasladado el cadáver de Cantarela, el día del suceso, por la noche.

Con ese objeto, se arregló urgentemente una pieza espaciosa con ventanas al patio, bañada de luz profusa, proveyéndola de los muebles y útiles indispensables.

El cuerpo estaba sobre una mesa de piedra blanca y lisa, cubierto con un paño, del que se exhalaban sutiles aromas, como si todo lo hubiese preparado una mano de mujer.

Veíase en el suelo un ataúd forrado de negro con chapas de bronce, y encima de él, una corona de cuentas negras sin iniciales ni lazos de moaré; sencilla ofrenda anónima, allí arrojada por el deber piadoso.

Cuando Zelmar llegó, de Selis y el otro médico -que era un hombre serio y frío, barbicano, de pocos cabellos, frente amplia y mirar firme y sereno-, examinaban atentamente la cabeza y cuello de la víctima.

De Selis tenía los brazos remangados. Sobre una silla se veía abierta una caja de cirugía, llena de esos delicados instrumentos de acero tan límpidos como un cristal de roca, que en la mano suave y segura de un hábil profesor, parecen convertirse en apéndices metálicos de sus nervios tranquilos o de sus dedos de mujer, que aunque las toquen, nunca ajan las rosas.

Había sobre la ancha mesa, al lado del cadáver, un bisturí y un cuchillo pequeño propio para el corte de partes blandas, que no debía emplearse hasta la llegada de Zelmar.

Al ruido de sus pasos, sus dos colegas salieron al encuentro, y cambiáronse entre ellos los saludos y obligadas frases de estilo. Bafil pidió disculpa por el retraso de cinco minutos sufrido; y dejando sobre un mueble su sombrero, tiró de los guantes de hilo que cubrían sus manos, avanzándose unos pasos hacia la mesa, donde fijó su mirada rápida e inteligente.

La vividez de la luz solar ponía de relieve las menores líneas y detalles de la cabeza de la muerta.

Al principio -tan desfigurada estaba- Bafil mantuvo su mirada aguda, profunda, clavada en aquella cabeza, como inquiriendo en sus perfiles la razón de la sorpresa que le sobrecogía; pero luego que dio un paso más, maquinalmente, y arrancó con increíble ligereza el paño que encubría el tronco, algo semejante a una conmoción eléctrica crispó todos sus nervios, y ahogó un grito en su garganta, que trascendió en forma de espiración ronca y violenta.

Los otros médicos se miraron.

Zelmar permaneció inmóvil, con la vista fija en la mesa. Estaba yerto. La sangre se había retirado de la periferia, y refluía a su corazón a saltos tumultuosos, al punto de sentirse casi vencido, por un instante, aquel temperamento enérgico y varonil capaz de resistir entero las más fuertes luchas, los más serios sinsabores presentidos, ¡pero no lo imprevisto!

La cabeza de Cantarela -el semblante hermoso que él había llenado de caricias en sus horas voluptuosas de muy cercanos días-, presentaba un aspecto lúgubre y horrible.

Tenía la boca casi abierta, las encías y los labios amoratados, saliente la extremidad de la lengua, de un color negro de crespón; las mejillas cubiertas de manchas, los ojos fuera de órbitas, la frente sajada, cual si en ella hubiese alguno trazado círculos con la punta de un puñal. Todos los signos imborrables de una muerte violenta se descubrían en aquel rostro alterado, que era apenas un trasunto irónico del semblante encantador del hada de las costas. ¡Qué expresión desesperada en esta máscara verdinegra!

Un brazo había quedado encogido, y la mano parecía llevar sus dedos al cuello, en parte circuido de manchas violáceas; la piel de las sienes presentaba pequeñas heridas de labios o bordes incoloros, sin duda por la acción del agua marina; el seno estaba intacto.

De Selis se fue acercando a la mesa; y creyendo interpretar el pensamiento de Zelmar, después de seguir su mirada penetrante y escudriñadora, se apresuró a decir:

-Observa usted el cuello. En realidad he notado también ahí las huellas de una mano, que debe haber sido de un vigor nada común. Examine usted de más cerca, y podrá percibir las señales de los dedos: aquí se han cerrado como grandes pinzas de acero, hundiéndose en los tejidos y oprimiendo la tráquea, hasta producir la asfixia.

Diré a usted. Esta joven convalecía de una fuerte fiebre que la postró por algún tiempo, y su físico se encontraba muy delicado y débil en los momentos en que fue víctima de una venganza, al parecer. Tuve oportunidad de asistirla en su dolencia. A mérito del régimen prescrito, hacía ayer su primer ejercicio en una barca por el río, acompañada del pescador que, con la de ella, concluyó su vida. Según mis datos, este pescador padecía de epilepsia...

Zelmar interrumpiéndole, sin prestar atención a sus palabras, le miró de una manera que hubo de inspirarle inquietud. El joven esforzó una sonrisa, murmurando:

-¡Asfixia por estrangulación!

Su acento era extraño. Parecía hablar consigo mismo, sin preocuparse para nada de la presencia de sus dos colegas.

Sus ojos volvieron luego a fijarse con honda insistencia en las facciones de la muerta, y algunas frases entrecortadas salieron como soplos de su boca; verdaderos desahogos de un sollozo, dominado en su intensidad por un esfuerzo supremo.

-Nótanse lesiones interesantes -dijo el médico de la barba cana-, en los parietales; muy especialmente, en el izquierdo. Se reconoce a primera vista que la cabeza ha sido sacudida contra un objeto solido y consistente, tal vez contra las banquetas de las bandas o las barras del lastre, y esto ha debido suceder cuando la víctima sostenía lucha con el que la oprimía ya el cuello con la fuerza de una tenaza. Advierta usted la posición de ese brazo, enarcado y contraído, y los rasguños en los dedos; la víctima, obluctando enérgicamente, parece haberse desgarrado la piel con sus propias uñas. En el parietal izquierdo se percibe un ligero hundimiento.

-Cortaremos en esa parte la cabellera -repuso de Selis-, antes de sajar la piel del cuello. Creo que el examen debe empezar por las lesiones del cráneo.

Enseguida extrajo de la caja una tijera.

Bafil se puso bien cerca de la mesa, más reposado y frío, y dijo con acento firme:

-¡Ni cortar, ni sajar!

De Selis se quedó mirándole, con el instrumento cortante en la mano, y pasando los dedos de la otra por sus hojas, un tanto sorprendido.

-Es necesario en mi concepto -objetó.

-Pero no en el mío.

De Selis se encogió de hombros; el otro médico movió la cabeza.

Ambos cambiaron una mirada de inteligencia.

-Opino como el doctor de Selis -dijo aquél-, y aun cuando el señor discrepe, el cometido impuesto debe cumplirse de una manera concienzuda

-¡Es elemental! -exclamó de Selis, sonriendo con cierta agitación nerviosa, y llevando la mano a la espléndida cabellera de la muerta.

-Está de más la lección -repuso Zelmar con la frente nublada y el labio trémulo-; mis motivos tendré para oponerme a que se profane ese cadáver. ¡Absténgase usted de cortar!

-¡Caballero!

-¡Extraña conducta!

-¡Pese a los dos! -prorrumpió Bafil-; me opongo, y no se ha de hacer.

De Selis puso un gesto desdeñoso, e introdujo la tijera en el cabello.

Zelmar, rápido y osado, dejó caer su mano fornida y potente como una zarpa leonina sobre la de Lastener, arrancándole el instrumento; en tanto que le azotaba el rostro con los guantes, cogidos por la otra de las bordillas.

De Selis intentó arrojarse sobre él, iracundo; pero el médico grave e impasible de la barba cana, colocose enmedio, y alzó su voz diciendo:

-¡Nada de pugilato indigno, en nombre de la ciencia! Tiempo sobra para lavar ofensas, y nunca es tarde para el desagravio.

Nuestra misión ha concluido, doctor de Selis; respetemos la razón íntima y secreta que puede haber impulsado a este caballero a oponerse de un modo violento al examen sesudo y científico del cadáver; pero declinemos en él también nuestra responsabilidad por completo, desligándonos en este acto mismo de un compromiso enojoso. ¡Dígnese usted acompañarme!

Zelmar, de brazos cruzados junto a la muerta, pálido y resuelto, miraba con altivez a su adversario.

De Selis arrastrado algunos pasos por su colega que le había asido fuertemente del brazo, obligó a éste a detenerse un instante, y dirigiéndose a Bafil, dijo, reprimiendo sus arranques de reconcentrada cólera:

-¡Nos volveremos a encontrar mañana, si su coraje tanto rebosa!

-¿A qué hora, y dónde?

-A las diez, en Toledo.

-¡Allí estaré!

Los dos médicos salieron.

Cuando Zelmar se vio solo, pasose la mano por la frente cual si pretendiera calmar así el rigor de su negra pesadumbre.

A ella se impuso su fortaleza de ánimo, y reflexionó.

Reconocía a Areba en aquel golpe rudo -¡el designio oculto, quizás!- a que se había referido Raúl por intuición, cuando le hablara él de sus esperanzas. El convencimiento llegaba de súbito, y era eficiente; no debía persistir más. Areba no podía amarle; en cambio, él se encontraba en aptitudes de destruir todos sus proyectos. ¿De qué manera? Lo dirían al día siguiente el valor y la destreza.

En tanto, ¡qué trágico fin el de la pobre Cantarela! Allí estaba rígida y yerta, pareciendo que la habían puesto un antifaz horrible, ¡ella, tan hermosa, apasionada y ardiente!

Contemplábala sombrío.

Aquellos ojos saltados y vidriosos, que otrora trasmitiesen a los suyos el dulce fluido del amor, aquella boca que quemó la de él con fuego inextinguible, aquellas manos que jugaron con sus cabellos temblantes de ternura, aquel cuerpo esbelto y flexible que ella dio en canje de su cariño y aquella cabellera de ondina, negra y profusa en que se envolviera su busto mórbido en las noches de deliquio, ¡qué aspecto lúgubre presentaban!

No pudo el joven resistir por mucho tiempo el desnudo realismo de este cuadro; y cubriendo con la manta los despojos, de allí se arrancó violentamente.