Brenda/XXXVII

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En la noche del mismo día en que ocurrió el incidente, Areba esperaba la visita del doctor de Selis, con esa natural impaciencia de la que ha madurado un plan interesante y se promete un éxito satisfactorio.

Paseábase por el gran salón de recibo, halagada por cierto contentamiento íntimo al acordarse de Zelmar, e invadida por contradictorias dudas y opuestas emociones al hacer memoria de Raúl.

Las pretensiones de Bafil respecto a ella no se conciliaban con su actual estado de ánimo; aparte de que, siendo él el amigo preferido de Henares, y por lo mismo el depositario de sus confidencias, convenía alejarle de la escena, después de someterlo a una prueba de conciencia y a un severo desengaño. Este alejamiento, en concepto de Areba, debía seguirse a la impresión grave, presumible, ante el cadáver de Cantarela a quien él juzgaba llena de fuerza, lozanía y hermosura, aguardando su regreso; impresión harto inesperada y violenta para no doblegarle y abatirle, a pesar de los bríos de su carácter y de sus escépticas ideas sobre la vida mundana.

Cierto es que Areba, al principio, tuvo por Zelmar acentuadas preferencias, distinguiéndolo entre sus adoradores sin reserva alguna; pero, no lo era menos, que ese afecto especial había empezado a decaer desde el lance en el Paso del Molino, y concluido por extinguirse al brotar la pasión real y vehemente engendrada por Raúl Henares, más que al trascender y divulgarse los ocultos amores del gallardo libertino.

Ella lo temía todo de su intimidad peligrosa con Raúl. Eliminado, en cambio, de la acción; lejos del terreno asignado al desenlace por ella previsto, fácil era que la fuerza misma de las circunstancias aproximase a Brenda y de Selis, e hiciese menos sensible la distancia entre ella y Raúl!

Mucho la sonreía esta ilusión. Y ¿por qué dejar de acariciarla? En el vestíbulo de la casa de campo, después del encuentro con de Selis, Henares había tenido para ella frases respestuosas, suaves, sin hiel; frases que aún resonaban en sus oídos, como los lamentos de Brenda durante toda una noche. «Hay un principio de justicia -decía él- que no permite condenar a un reo sin oírle... Sea usted piadosa, si escuchare que me condenan».

Y reproduciendo estas palabras en su interior, Areba se decía a su vez:

¿Quién podía condenarle? De labios de Brenda no recogí un solo reproche; que para todo le faltaban fuerzas, menos para el sollozo.

No era capaz de odiar un hombre que hablaba así. ¡Idea consoladora, la de no ser odiada!

Dora mis pobres ensueños.

Brenda, en su lucha sorda con las memorias venerables y el cariño y la gratitud del presente, cuando parece que ya expira la que ha sido su segunda madre, sin haberla manifestado otro deseo que el de una unión posible con de Selis, quizás se incline a meditar, y bastaría ese fenómeno sobre su sensibilidad exaltada para que el tiempo preparase e hiciera menos duro el sacrificio.

¿Nada pueden y en nada influyen acaso, los grandes deberes, los vínculos estrechos de sangre, la voz del corazón que se rebela contra el olvido, la pureza de alma que resiste a la tentación?

Algo se debe conceder a la lógica de la propia vida en sus combates con el dolor, a la herencia, al orgullo del nombre, a los arranques naturales, a las exasperaciones de un duelo profundo.

Verdad que Raúl Henares no es un delincuente para los demás; pero, para Brenda no puede dejar de ser nunca el matador de su padre. Aquí está el conflicto sin término, el recuerdo indeleble, la pena incurable. Privar que se acerquen es lo discreto; será fatal que se hablen, se consuelen, se arrullen arrastrados por su destino. Estos reencuentros borran toda una historia, sin dejar de ella más que la parte de adorable claridad. ¡Oh! ¿por qué no dudar? Vano sería tal vez todo empeño, si se volvieran a ver antes que de Selis recuperase la dulce estimación que precede siempre al consentimiento, se esté o no apasionada. Sucedería seguramente lo último, en caso de que esa estimación renaciese.

Pero, ¿sería eso posible?

Areba se quedó pendiente de esta pregunta, con un dedo en los labios y una sombra en el rostro. Tropezaba con la duda más seria. Púsose luego a recordar.

De Selis había pasado largas horas a la cabecera de la enferma, consagrándola todos sus esfuerzos con un celo recomendable; y seguía recurriendo a los medios más heroicos para arrancarla a las garras de la muerte. En sus atenciones con Brenda, después del encuentro con Raúl, la delicadeza y el tacto exquisito de su proceder habían sido irreprochables, hasta el punto de haber merecido de la joven alguna palabra benévola.

Esa solicitud cariñosa con la anciana y esa conducta delicada con la huérfana, podían constituir un principio o de reconciliación o de armonía precursora de una tolerancia amistosa que permitiese esperarlo toda de la obra del tiempo; y de Selis tenía que desenvolver la mayor suma de habilidad en sentido de precipitar esa acción e inclinar el ánimo de Brenda a una actitud resignada con su destino...

Así pensando, de pronto Areba se dio cuenta de la demora de Lastener.

No pudo menos de extrañarla, porque él había prometido estar allí a la hora de costumbre. ¿Se hallaría, acaso, junto al lecho de la señora de Nerva? Esta sospecha tenía visos de fundada. El estado de la anciana era gravísimo, y exigía siquiera como un deber o un consuelo un auxilio médico permanente.

Pero, Areba había resuelto pasar esa noche en la quinta, como otras veces; y desde luego su impaciencia en conocer el resultado de la autopsia del cadáver de Cantarela y las impresiones experimentadas por Zelmar, podría satisfacerse en breves horas, así que ella se avistase con el doctor.

Dio sus órdenes, cuando el reloj del gabinete señalaba las nueve y media.

Instantes después ocupaba su carruaje, en compañía del señor don Leoncio Perea, persona indispensable para todas las comisiones discretas y delicadas, y por cuyo intermedio la señorita de Linares recibía siempre los informes concienzudos que determinaban sus actos decisivos. Era un edecán sin reemplazo posible, para sus asuntos íntimos. Todo se le confiaba, y nada salía de él. Semejante a una cripta llena de tesoros, el secreto de su boca sólo pertenecía a Areba.

Contra todas sus esperanzas, la joven no se encontró en la quinta con el doctor de Selis; circunstancia que no dejó de preocuparla. La enferma seguía en el mismo estado.

Estos datos le fueron comunicados a la entrada, en donde ella se detuvo, para trasmitir ciertas instrucciones al señor Perea.

Mientras lo hacía, alcanzó a distinguir como una sombra en la ventana iluminada de Raúl, que se divisaba claramente desde la verja.

Areba sintió una emoción dulce, extraña, indefinible. ¡Aquella sombra debía ser la de él! Parecía inclinado hacia afuera, inmóvil, en posición de escuchar los ruidos de la noche; cual si en ellos esperase recoger algún eco interesante, alguna nota expresiva que pudiese partir de la cercana vivienda.

Areba se entró, suspirando.

La sombra que ella había visto, era la de Raúl en realidad.

En toda esa tarde, desde el instante en que le dejara Zelmar, el joven ingeniero no se había movido de su gabinete de estudio.

Pasaba por esas transiciones de ánimo y ese estado de excitación que se siguen a los grandes quebrantos, una vez que el espíritu ahonda el problema, o empieza a medir el alcance verdadero del golpe que lo ha anonadado en las primeras horas.

Las palabras de aliento de su amigo le habían conmovido apenas; comprobándose el aserto de que nada es tan difícil como llevar la persuasión a un corazón lacerado, y nada tan fácil como la recaída en las cavilaciones que sugieren los intensos dolores morales.

Una idea le mortificaba, constante y cruel, una idea que parecía resumir toda su vida psicológica del momento; y esta síntesis fatal de sus devaneos y pesares, era la de que su adversario se hallaba en mejores condiciones que él para aspirar al triunfo, tantas veces soñado y apetecido por los dos. ¿Podía él ocultárselo acaso? No. ¡Al fin, Lastener de Selis no era el matador de Pedro Delfor! Contaba a más con la influencia y el beneplácito de la señora de Nerva.

¿Qué grado de energía podía oponer la huérfana a estas compulsiones morales, que debían obrar simultáneamente en su espíritu con mayor fuerza, en el caso probable de muerte de su protectora? Todo bien considerado, el horizonte presentaba oscuras perspectivas, ya que no claros lineamientos de una solución cierta e inevitable.

Verdad que a él le quedaba un recurso extremo, aunque aleatorio, recurso de fuerza sometido al azar, que siempre había desechado con levantados sentimientos. Ahora, el rigor de la pena lo inducía a acariciarlo nuevamente, y a forjarse sobre su éxito risueñas creencias e ilusiones.

No hacía cuestión consigo mismo, del derecho que a ello le asistía: un lance personal quedaba justificado por los mismos antecedentes del antagonismo con de Selis; lance cuya iniciativa no creyó le correspondiese, mientras pudo reinar sin sombras en el corazón de Brenda, pero que, en el momento actual, él debía asumir como la única actitud lógica, conciliable con la gravedad de los hechos y lo insólito de su posición.

Para provocar ese lance, bastaría un nuevo encuentro, una mirada agresiva, una palabra enconada. ¡Los dos guardaban serios agravios!

Enmedio de su soliloquio, Raúl sintió que en el fondo de su ser se removían gérmenes de odio; y acusando a la fiebre que le encendía la sangre, oprimiose con ambas manos la frente, y fue a apoyarse en el alféizar de la ventana, ansioso de aspirar la fresca aura de la noche.

Fue en ese instante, que Areba alcanzó a percibirle.