Brenda/XXXVIII
Pasadas las doce del día siguiente, Julieta, llena de agitación extraordinaria sorprendía a Areba en su habitación. Graves eran los motivos de esta visita, y así se apresuró a manifestarlo, echándose atrás el velo sofocada y haciendo difíciles volteos de abanico.
Corría por la ciudad el rumor de un duelo, realizado por la mañana entre Bafil y de Selis, y del que este último había resultado muerto según las versiones más autorizadas. Las causas del lance parecían provenir de diferencias serias producidas en el acto de darse principio a la autopsia del cadáver de Cantarela. Zelmar se había opuesto resueltamente al procedimiento autóptico, contra el dictamen de sus dos colegas, y llegado hasta poner la mano en el rostro de Lastener de Selis, quien se había retirado, después de provocarlo a duelo, mediante la intervención prudente y discreta del otro facultativo.
Mientras oía todo esto, Areba, que había experimentado diversas y violentas impresiones, oprimiéndose el seno con ambas manos para reprimir impetuosos latidos, no pudo menos de exclamar a voz herida:
-¡Qué he hecho, Dios clemente!...
Julieta se interrumpió.
Viéndola ponerse excesivamente pálida, con los ojos muy abiertos y el pecho palpitante, cogiola de las manos solícita y tierna en apariencia, como llamada a su vez a cuentas por el sentimiento que humedeció los suyos; y agregó llena de fingida ansiedad:
-¿Qué te pasa, amiga mía?... Tal vez he sido imprudente al comunicarte estas cosas terribles sin exordio preparatorio. Discúlpame. La noticia hacía nudo en mi garganta, y me era necesaria la expansión, so pena de sufrir después algunos grados de fiebre... ¿Quieres aspirar un poco de esencia?
Y en el acto la acercó un frasquito de cristal fino, con fuerte espíritu de mil flores, que ella no olvidaba nunca guardar en el seno, como un atenuante de sus vértigos pasajeros o de sus dolores neurálgicos.
Areba la rechazó suavemente, y dijo, cual si quisiera aparecer superior a su emoción:
-¡No! Ya pasará. Deseo que prosigas y me trasmitas todo lo que sepas al respecto, pues no ignoras que promedia un grande interés amistoso, aparte de circunstancias de otra índole que me afectan de cerca. Habla sin recelo, amiga mía, y repíteme la versión que juzgues más acertada entre aquellas de que te haces eco.
Así requerida y facultada, Julieta Camandria abrió de súbito las válvulas de su impetuosa locuacidad, adornando su relación con cien detalles o relieves caprichosos, al extremo de transformarse la aventura en una historia fantástica de Poe. Expuestos los hechos y antecedentes del caso con tal extraño colorido, Julieta llegó por fin al episodio del lance, a modo de quien, tras de fatigosa carrera, alcanza a poner el pie en el estribo del tren cuando suena ya el silbato de partida. De tal modo temía que se le escapasen los pormenores del desenlace -que en rigor sólo se conocían en parte- entre el torbellino de versiones, conjeturas y comentarios que surgían de su boca hasta provocar mareos.
-¡Me presumía algo análogo, Areba!- agregaba nerviosa, apartándose los rulillos de la frente, y componiéndose a dos manos un tembleque con flor de perlas que lucía en mitad de la cabeza como un penacho de cacatúa-.
El lance fue en Toledo, a los fondos de una quinta de Casilda; a la espada, y a muerte. A los pocos momentos de Selis recibió la herida. Dicen que falleció en el camino, al regreso. De Zelmar nada se sabe: ha desaparecido...
Me ha parecido bien esta resolución de su parte, mi querida amiga; era él ya una piedra de escándalo en nuestro medio ambiente. La crónica registraba todas las semanas algún hecho alarmante, con excepción de este mes de ausencia; amoríos nada lícitos, ya sabes... ¡la de Silvana!... No se ha hablado de otra cosa, con motivo del suceso; esa mujer queda en descubierto. ¿Y qué me dices de Irma? ¡A la vista está!... La había empeñado él palabra de matrimonio, que la muy inocente creyó de buena fe. ¡Ya la tiene buena! Este suceso del lance ha venido a hacer olvidar un poco en nuestro círculo el tremendo episodio de Raúl Henares. ¡Oh! Ese sí que es un hombre distinguido. Pienso como tú. Su desgracia aflige aún a los que sólo lo conocen por su noble conducta en el Paso del Molino, cuando corrió a nuestro socorro con tanto denuedo. Todas las simpatías son para él, es un ser de prestigio misterioso que va invadiendo todos los corazones y llenando de esperanzas la mente de más de una soñadora. ¡Feliz del que cautiva con sólo el nombre!...
- ¡Oh, calla, Julieta! -dijo Areba estremeciéndose-. Me recuerdas a la pobre Brenda, y a su protectora, que espera de un instante a otro dejar el mundo, y mi deber de acompañarlas por largas horas enmedio de tantos pesares.
-¡Qué cúmulo de desgracias, amiga mía! Te compadezco de veras por el profundo interés que en ellas te tomas; pues parece que en rigor sufres sensible quebranto. Observo desde hace días en tu rostro, en tu aire, en tus palabras, en tu figura misma, que pasas por crisis morales nada convenientes a tu salud; en este momento estás muy pálida, Areba; y quizás me ocultas que no te sientes bien.
-No lo creas -repuso ella con firmeza-. Efecto de las veladas. Aparte de esto, experimento emociones naturales, sentimiento, pena, no sólo por lo que ocurre en la quinta de Nerva, sino también por el hecho inesperado que acabas de comunicarme. De Selis era un amigo de méritos.
-Bien lo comprendo. Se duele una por acción refleja, según los términos de moda; ¡y tal me acontece!
Con las seguridades que me das, voy a dejarte, pues a las dos debo hallarme en casa de Pepa. Es otra de las admiradoras de Raúl Henares. ¡Adiós, querida amiga! Deseo que te tranquilices pronto, y que cesen tus afanes.
-¡Gracias! -contestó Areba, rebosando de amargura.
Cuando Julieta hubo salido, quedose mirando el suelo, grave e inmóvil, cual si recién sintiera sobre sí el peso enorme de aquella catástrofe no incluida en sus cálculos y combinaciones.
¡Todo se derrumbaba por su base arrastrando ensueños y esperanzas! Zelmar abría a su amigo la puerta de la fe, batiendo el terreno hasta derribar el obstáculo. Su acción había sido proficua. ¡Y era ella la que la había preparado con propósitos distintos!... Empezó por reconocerse impotente para jugar con pasiones, a modo de piezas de ajedrez; a la evidencia estaba que traían en último extremo lo imprevisto; y lo imprevisto podía ser, como en su caso, el estrago y el desastre. Con la muerte de Lastener de Selis la obra se destruía en el instante de su coronamiento; Raúl y Brenda volverían quizás a mirarse sin zozobras. Ella ignoraba, por otra parte, qué grado de intensidad habría alcanzado el sentimiento en el ánimo de la huérfana por la revelación del secreto; después de la violenta escena en que esa revelación se produjo, Brenda se había reconcentrado en un mutismo absoluto, sólo interrumpido, a no dudarlo, por los lamentos y el llanto solitario.
-Pero ¿quién podía leer en su alma? Si fuese cierto que para los grandes amores no hay imposibles, sería natural también suponer que en el fondo de su corazón llameara el cariño, voraz e inextinguible.
Esta idea reagravó en Areba la tristeza y el desconsuelo; y sintió ansias de llorar.
Levantose y anduvo vacilante por el gabinete y la alcoba, sin saber lo que hacía; pensando en él, sintiendo que le amaba más; que por ella había expuesto su vida; y pues que era joven, hermosa, opulenta, grata al beneficio, él debía haberla querido... ¡a no ser Brenda!
Y esa odiosa de Julieta que se había estado complaciendo en hincarla su diente negro en el pecho sin piedad, empezaba a hacerse digna de su menosprecio; fabricaba sus goces con el dolor ajeno. ¡Qué insistencia en hablarla de Raúl, y qué intención pérfida y maligna! Toda la hiel se le revolvía en la sonrisa y toda la hipocresía en los ojos. Esta criatura iba degenerando sin escrúpulos, y amenazaba concluir en monja revoltosa.
Lastener muerto... ¿Quién hubiera podido prever este golpe, de manos de Zelmar?
Raúl no se gozaría en el hecho, porque era noble y generoso; mas ¡cuán dichosa fuera, si pudiese leer en su pensamiento íntimo en aquellos instantes!... ¡Ay, no, que no habría para ella ni un recuerdo dulce y vago en el fondo de su alma, llena toda del esplendor de Brenda como de una luz de estrella!
Areba dejose caer en su lecho lentamente, y permaneció inmóvil, con el rostro vuelto hacia abajo, y las manos en las sienes.
Minutos después, un temblor convulsivo agitaba su cuerpo; y prorrumpía en profundos sollozos.
En esa misma hora, Raúl, en posesión de la grave noticia, no experimentaba impresiones menos amargas; y precisamente, contra la sospecha de Areba, era ella la que absorbía su espíritu.
Una carta de Zelmar, que tenía en sus manos, se lo había revelado todo. Esta carta había sido escrita a bordo del Sénégal, que zarpaba en esa tarde para Europa: era también un adiós al amigo.
Bafil describía a grandes rasgos sus amores con Cantarela; y luego, de un modo sucinto, el incidente imprevisto, el duelo y la muerte de su adversario.
El nombre de Areba Linares se mezclaba con frecuencia al relato, y sugería a Zelmar sagaces reflexiones, que su amigo debía someter a una meditación tranquila en obsequio a sus planes futuros. Por lo demás, el terreno quedaba libre.
El lance había sido rápido, enconado y sangriento: un asalto, varios golpes de escuela, una parada falsa de Bafil, que facilitó al adversario correr el acero hasta el hombro en donde dejó una línea de sangre; y por último, en guardia baja, una estocada en el ijar -que se diría en esgrima de florete, bote de arta obligada- pasando el hierro vísceras y entrañas nobles, para surgir por la espalda de Lastener. Sobrevino una hemorragia grave, y enseguida la muerte. Todo, en pocos minutos. ¡Diez bastaron para destruir la obra lenta y laboriosa de Areba!
Zelmar añadía:
«Prescindamos de ésta, que ha de aparecer negra aventura en mis memorias del Parque de los Ciervos. Abandono a la avidez y a la saña de los malevolentes mi reputación envuelta con los despojos de mi querida, para que hocen en ella y me fulminen.
»El placer de confundirme, producirá en Julieta Camandria un baile de nervios y un cosquilleo delicioso de lengua por dos meses. El vinagre cría vibriones; pero una mujer fea y mala propaga microbios. Ya verás qué ruido ocasionará su trompa, hasta aturdir el círculo en que nos hemos escaramuzado con frecuencia. Todo eso no puede sorprenderte. En pos de una caída todos se asoman siempre presurosos al borde del precipicio, donde resbalara el desgraciado; y observan llenos de curiosidad en qué actitud llegará al fondo, o en que risco se abrirá el cerebelo, o qué grito final arroja, que pueda darles luz sobre los móviles íntimos; pues la gracia del caer, presenta al luchador por el gusto estético antiguo, es también impuesta hasta en el suicidio, por la sociedad moderna. No sé si he caído con gracia; pero me avanzo a asegurar, que no deja de tenerla, eso de concluir con un semillero de intrigas y ambiciones, tan difíciles como un nudo de Gordium, con una flanconada formidable.
»El hecho es que en esta lucha, a pesar de todo, he conseguido aprender a desconfiar un poco de mis propias fuerzas. La agradezco este progreso... En cuanto a Areba, ¡espléndida mujer! no será esposa de nadie, y es ella misma, quien se ha impuesto esta pena: rara, caprichosa, excéntrica, vivirá para el huérfano y para el mendigo. Ellos la verán envejecer y tal vez llorar a la menor sensación de disgusto; extremo forzoso a que arriba un organismo que ha sofocado sus expansiones enmedio de los ardores de la misma juventud. Vigílala, sin embargo: ella te ama con todo el vigor del sentimiento, y por eso tentó alejarme de la escena para quedarse a solas contigo y batir el campo a de Selis, hasta estrechar a Brenda entre el respeto a su protectora y la memoria de su padre. La terrible flanconada vino en tu auxilio. Completará sus efectos el fallecimiento probable de la señora de Nerva; pero, no olvides que Areba ha de sufrir cien vacilaciones antes de abdicar, y que los cariños obstinados de una mujer inteligente y hermosa suelen concluir por atraer y fascinar el corazón más duro.
»Mi gira durará dos años. Voy resignado. Estos contrastes no me abaten ni decepcionan. No he de buscar, pues, cuadros flamencos, ni la verdad desnuda de las hojas del Aretino empapadas de lascivia, ni los voluptuosos delirios de Musset, ni las risas epilépticas de Espronceda en el festín de los senos palpitantes y de las carnes rosadas y calientes, ni las orgías en que brotan gritos de adulterio como un adiós al amor que se extingue y un saludo al amor que viene, con pámpanos en vez de azahares, y caricias lúbricas en vez de castos besos; no he de buscar nada que ofrezca este sabor infernal, este prestigio tentador para los pechos sin consuelo, en el hueco de cuya entraña se enrosca la pena como una sierpe para hacerlos renegar de todo pudor y de toda virtud. No tengo por qué aturdirme. Mis dolores son proporcionados a las resistencias del cerebro; y bien pueden ocupar alguna cavidad, sin detrimento. Han de irse a su tiempo, lo mismo que se van en estación oportuna las aves de agüero que se asilan en una ruina, en donde no han dejado de graznar aún en horas en que brotaban a raudales por las ojivas de la que fue sala, rumores de fiestas y alegrías. Dichoso sería si un amigo como tú me acompañaras en esta gira a que el hábito me hubiera inducido, a no ser la necesidad. ¡Pero bien sé que eso no es posible! Debo concretarme a enviarte un abrazo, con mis votos más fervientes por tu dicha. ¡Espero verlos realizados a mi regreso!».
Como hemos dicho, esta carta produjo estupor en el joven ingeniero; aun cuando lo que le afectaba personalmente no hubiese dejado fibra alguna susceptible de mayores emociones.
Pero el acontecimiento era grave y se vinculaba demasiado con su destino, para que él pudiera sustraerse a sus efectos.
Algunas horas lo tuvo abstraído.
Caía el crepúsculo, cuando arrancándose a sus reflexiones y a la sorpresa que le causara aquel nuevo rasgo caprichoso de la suerte que eliminaba a su rival de una manera tan inesperada se dirigía al interior de la quinta reproduciendo en su memoria frase por frase el contenido de la carta de Zelmar, y planteándose con nuevos elementos el problema del futuro.
Pero al pasar junto al seto, olvidó por un instante cuánto le absorbía, y extendió su mirada por los sitios linderos que él había recorrido sin zozobras en días venturosos.
Allá cerca de la gran puerta que daba a la calle del estanque, reunidas en compacto grupo, distinguió varias personas de la servidumbre, que parecían comentar algún suceso extraordinario. Si Raúl se hubiese encontrado más próximo a ellas habría podido observar rostros llorosos, y oído lamentaciones que brotaban de todas las bocas; pero a la distancia, estuvo lejos de presumir que aquél fuese un grupo de plañideras, limitándose a suponer que se tratara del trágico lance en que de Selis perdiera la vida. Y al alejarse, ocurriósele una pregunta que era expresión de todos sus anhelos: ¿qué fenómenos pasarían en esos momentos por el alma de Brenda?
Ya que él no podía adivinarlo, debemos nosotros decírlo: un nuevo trance la anegaba en el dolor, y era éste el último cuadro del drama doméstico.
La señora de Nerva acababa de morir.