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Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo IV

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Plaza de la Victoria. -La Pirámide. -La Catedral; lentitud en su construcción. -El Cabildo. -La Cárcel. -El cuerpo de guardia. -La Policía. -Casa de Riglos. -Recova vieja; proyecto de demolición. -Las viandas; quiénes se servían de ellas. -Recova nueva. -Callejón de Ibáñez. -Bandolas. -Artificio de los bandoleros. -Singular coincidencia. -Progreso actual.

I

Entramos ahora a la plaza Grande o plaza Mayor, según se denominó cuando el general Juan de Garay levantó el plano de la traza de este pueblo, señalando la área que debía ocupar la hoy espléndida Catedral y colocando la piedra fundamental de la Ciudad de la Trinidad, el 11 de junio de 1580.

Pero, siendo más familiar y más grato a nuestro oído el nombre de plaza de la Victoria, le daremos al ocuparnos de ella este nombre que se le acordó en 1808, en conmemoración de la victoria obtenida en ella el 12 de agosto de 1806, en la que quedó reconquistada la ciudad.

La plaza de la Victoria, como es de suponer, no tenía en aquellos años ni un solo árbol; más tarde, en el centro de ese inmenso cuadro, que parecía tanto mayor por su completa desnudez, se elevaba la pirámide que simboliza nuestras glorias, pero que hoy ya forma contraste por su pobre estructura con las construcciones que la rodean.

El 10 de junio de 1826 el Congreso Nacional sancionó la construcción, en vez de la actual pirámide de ladrillo, de un monumento de bronce en el centro de la plaza, con esta inscripción: «La República Argentina a los autores de la revolución en el memorable 25 de Mayo de 1810.»

Esperemos que el buen gusto y nuestros legisladores realicen pronto esta obra.

En lugar de la magnífica columnata, del bello y majestuoso frontis que hoy ostenta la Catedral, veíanse las desnudas y derruidas paredes de un edificio a medio hacer y que parecía destinado a no terminarse jamás. El año 22 se hizo algo en sentido de reparación en el frontis, pero todo se hacía allí con tal lentitud y la obra siempre quedaba incompleta, que se hizo proverbial; así cuando alguna cosa llevaba traza de no concluirse jamás, se decía muy comúnmente: -«¡Bah! esa es la obra de la Catedral.»

La casa arzobispal no existía; veíase en su lugar un sombrío paredón construido de ladrillo en barro; sólo interrumpía esta monótona serie de ruinas la extensa y cómoda casa de la familia del brigadier Ascuénaga, exactamente en el mismo estado que hoy se encuentra; muestra de la arquitectura de aquella época.


II

El frente llamado del Cabildo poquísimo había cambiado hasta los principios de 1879. La vieja torre conservaba hasta esa fecha en su frente el reloj, descomponiéndose con más o menos frecuencia; más abajo el escudo de armas de la patria, debajo de las armas la inscripción en letras doradas «Casa de Justicia» y más abajo aún, «Cabildo 1711». No sabemos con certeza cuál de estas inscripciones fue destruida por un rayo.

La Cárcel y su cuerpo de guardia, situados en la parte baja del edificio, se hacían notables por su falta de aseo.

En aquellos tiempos, desde temprano en la noche el centinela apostado en la puerta de la Cárcel daba el ¿quién vive? al transeúnte, obligando a todos a bajar a la plaza; es decir, no consintiendo su paso bajo los portales.

La Cárcel era entonces un foco de inmundicia y de inmoralidad, y aunque hasta hace muy poco tiempo continuó siendo una afrenta para un país civilizado, mejoró indudablemente de condición en todo sentido: sobre este punto nos ocuparemos más adelante.

Seguía luego la Policía de pobrísimo aspecto y con muy poca alteración, si la hay, la casa de don Miguel Riglos, con lo que termina este segundo frente. No existía en la acera opuesta la gran cigarrería Olivera con sus magníficos altos, ni el elegante edificio del doctor Juan Agustín García, sino la casa paterna de García, que tenía un piso alto y si mal no recordamos, techo de teja.

III

El frente que separa esta plaza de la del 25 de Mayo, estaba como está. La doble fila de cuartos que forman la Recova vieja, constaba casi en su totalidad de tiendas de ropa hecha, generalmente de lo más ordinario: allí acudían preferentemente los marineros.

En 1869 se presentó un proyecto, creemos que por el municipal señor Tamini y otro del diputado provincial señor Rom, proponiendo la expropiación de la Recova vieja, para dar con su demolición mayor ensanche a la plaza de la Victoria; exigencias públicas de otro género impedirían sin duda su realización. Esta sería tal vez, una obra de embellecimiento, pero pensamos que ella no compensaría los inconvenientes y aun perjuicios que traería consigo. A más de que está en armonía con otro frente de la plaza, constituye un pasaje sumamente útil; es un refugio para los concurrentes contra el sol, el frío o un aguacero repentino en medio de una fiesta; sin ella la plaza de la Victoria estaría a merced de los vientos fríos y a veces violentos del río, convirtiéndola en un sitio incómodo y molesto en vez de un paseo agradable. Pero ésta no es sino una opinión de paso; volvamos a nuestro relato.


IV

Por aquellos años de Dios, comían todos los tenderos de la fonda. Los llevaban la comida en viandas de lata, y entre 2 y 3 de la tarde, (hora en que entonces se comía), no se podía pasar por la Recova porque el olor a viandas era insoportable y el tufo a comida que en verano salía de cada tienda de esas, volteaba como un escopetazo. Es imposible que los que por aquella época acostumbraban pasar por allí, hayan olvidado ese olor sui generis.

No se crea que se limitaba sólo a la Recoba el reparto de estas históricas viandas; se llevaban a distintos puntos de la ciudad; a las tiendas y casas de negocio y aun a muchas particulares. Eran generalmente de lata y una que otra familia las tenía de loza. Los conductores eran casi en su totalidad negros y para llevarlas empleaban palancas semejantes a las que llevan al hombro en el día los vendedores de pescado. Pero, falta aún un frente de la plaza.


V

Este frente es conocido con el nombre de Recova nueva, cuyo techo fue por mucho tiempo de teja. No se veía allí por aquellos años ni las confiterías, cigarrerías, fotografías, almacenes, y sobre todo, ese enjambre de escribanías, que por entonces no tuvieron necesidad de abandonar el Cabildo o sea el Callejón de Ibáñez.

Esta denominación dada al paso por los portales del Cabildo es conocida por la mayor parte de nuestros lectores; sin embargo, muchos habrá que ignoran su procedencia; en obsequio de éstos haremos otra digresión.

En la época a que nos vamos refiriendo el pueblo de San Isidro Labrador, o como también lo denominaban, la Costa de San Isidro, era ya un pueblito de moda; muchas familias pasaban allí los veranos y los domingos y días de fiesta afluían los jóvenes de la ciudad a visitar aquel delicioso lugar. Es el caso que, a cierta distancia en el camino, había una larga y estrecha callejuela con tupidos matorrales por ambos costados. Este pedazo peligroso del camino era conocido con el nombre de Callejón de Ibáñez, por pertenecer al señor Ibáñez los terrenos subyacentes, hoy de propiedad, creemos, que de la señora de La Prida.

Allí pues, eran asaltados con aterradora frecuencia, aun de día, los pacíficos transeúntes, quienes escapaban muchas veces como verdaderos Adanes, sin dejarse de contar, según lo refieren las crónicas, algunas Evas de entre las pobres campesinas que regresaban de la ciudad con el producto de la venta de huevos, gallinas y pollos. Diremos, sin embargo, en honor de los salteadores de aquellos tiempos, que el número de muertos y aun de heridos fue casi nulo, pues que sus proezas se reducían a llevarse el dinero, la ropa y demás prenditas de sus víctimas.

Algún chusco halló, pues, analogía entre este Callejón y el Cabildo y así lo bautizó. Sentimos no conocer el nombre del autor de este epigrama un tanto cáustico en verdad, para los escribanos, procuradores, etc., quienes por otra parte parecen haberlo recibido sin darse por ofendidos, para transmitir ese nombre a la posteridad; pero lo haremos si llegamos a averiguarlo, y estas páginas alcanzan los honores de una nueva edición. Pero volvamos una vez más a la Recoba nueva.


VI

Desde la esquina de la calle Defensa hacia la de Bolívar, los arcos de esta Recova se extendían sólo hasta la mitad de la cuadra, o sea más o menos hasta la casa del señor Díaz-Caveda: lo restante se construyó recién cuando edificó el señor Crisol: antes solamente había hasta la esquina calle Bolívar un veredón. En fila y a la orilla de esta ancha vereda se veía lo que se llamaban las bandolas. De éstas hubo una también por muchos años en la plazoleta frente a San Francisco.

Estas bandolas eran una especie de mercería o cachivachería volante. Constaba cada una de un cajón como de 2 varas de largo, por una o más de ancho, colocado éste sobre 4 pies; todo el aparato era de pino, con una tapa con goznes. Abrían los señores bandoleros sus tiendas levantando esta tapa que se convertía en estante o armazón.

Sus efectos constaban en su mayor parte de peines, alfileres, dedales de mujer y de sastre, rosarios, imágenes, anillos, pendientes y collares de vidrio o con piedras falsas e infinidad de chucherías, todas de poquísimo valor.

Cuéntase que estos señores de bandola formaban una logia muy unida y que, visto lo exiguo de su negocio, se valían de ciertas tretas, que ellos reputarían sin duda muy legales, y para cuya ejecución se auxiliaban recíprocamente.

Sus principales parroquianos eran los sirvientes, la gente de color y los hombres de campo que bajaban a la ciudad a hacer sus compras. En éstos había una propensión marcada por las raterías, y las efectuaban con bastante habilidad siempre que se les presentaba ocasión en las casas en que llegaban a comprar.

Alentar esta propensión era la táctica de muchos de estos señores y uno de los recursos con que contaban para hacer negocio. Su plan no deja de ser ingenioso: veamos cómo procedían.

Se acercaban algunos paisanos a una bandola y empezaba el negocio: comprado algo y conocida la inclinación al hurto, daban al descuido la oportunidad para que levantasen y ocultasen algún objeto aparentando no haber visto. Llegaba el momento de pagar y entonces daban la voz de alarma, concurrían los demás bandoleros confabulados, se apoderaban del delincuente, lo registraban y en cambio de enviarle preso le hacían pagar 2, 3 y aún 4 veces más de lo que valía el objeto robado.

¿Qué tal?

Singular coincidencia; muchos años después han venido a agruparse en el mismo sitio, gran número de escribanos con su indispensable séquito de procuradores, corredores de pleitos, etc., constituyendo otra formidable falange, quizá no menos temible.


VII

En el presente capítulo hemos expuesto cuanto nos ocurre respecto a la plaza Mayor, hoy de la Victoria. Mucho quedará sin duda por decir: pero es imposible abarcarlo todo, ni son del resorte de una obra como la presente, la inmensidad de episodios, de recuerdos de un pasado glorioso, que este sitio conspicuo y notable de nuestra ciudad trae en raudal a la imaginación.

Contentémonos con la contemplación de las conquistas materiales que observamos: con el contraste halagüeño entre lo que acabamos de diseñar y los espléndidos edificios que hoy circundan la plaza; sus bien arreglados pisos y veredones de piedra, sus jardines y arboleda, sus fuentes, su alumbrado a gas, su aseo, sus filas de carruajes públicos y todo lo que nos pone a nivel de otras naciones grandes y cultas.