Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo X

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Españoles; extranjeros, ingleses en su mayor número. -Apreciación de un paisano. -Los muchachos y las señoras inglesas. -¡Ahí va el lobo! -Los hermanos Robertson; su obra sobre estos países. -Don Roberto Billinghurst: su entusiasmo por el almirante Brown. -Bonpland. -Brodart. -Ribes. -De Angelis, sus servicios a Rosas. -Los primeros médicos ingleses. -El doctor Brown. -Wilfrido Latham: su cabaña. -Más ingleses que franceses. -Estafeta, comunicación del «Argos». -Casas de comercio. -Matrimonios entre protestantes, casamientos a flote. -Primer cementerio inglés. -Primera capilla protestante. -Carro fúnebre.

I

Sabido es que en los primeros tiempos fueron los españoles los que exclusivamente se hallaban al frente de todo negocio que se iniciaba en el país, y como decimos en otra parte, fueron reemplazados paulatinamente en diversos ramos, primero por los criollos, y más tarde por hombres de diversas nacionalidades.

No hay duda que por algún tiempo después de los sucesos del año 10, prevaleció un antagonismo hasta cierto punto justificable.

No existía más título, que el derecho de la fuerza, para que se mantuviera sujeta la América por más de tres siglos a los Reyes de España. Nuestra emancipación era inevitable. Esto bien lo conocia la mayoría de los españoles residentes aquí, si bien algunos se mantuvieron fieles a sus principios realistas. Sin embargo, los más se plegaron a las nuevas ideas.

Los exaltados calificaban de rebeldes a los hijos del país, a quienes miraban con cierto rencor y desprecio, mientras que eran retribuidos por éstos, con el epíteto de Gallego, Sarraceno, Mutarrango, etc.

Pero esta saña recíproca, fuese felizmente, relajando, y se estableció una mejor inteligencia; prueba de ello, que entre otras mutuas demostraciones, vino una también de la Autoridad, que el 3 de agosto de 1821 derogó el decreto de 11 de abril de 1817, que prohibía el matrimonio de españoles con hijas del país.

Las causas que pudieron mantener vivas esas ideas encontradas, pendían, sin duda, de apreciaciones. Muchos españoles creían de buena fe que su posesión era justa, «por el valor de sus armas y sus largos años de posesión no perturbada.»

En cuanto a su valor, nadie lo ha puesto jamás en duda. En cuanto a su larga posesión, es un argumento contraproducente. Por esa regla no existiría la independencia de los Estados-Unidos del Norte, y la España misma, sujeta por más de ocho siglos a los moros, no habría por ese principio, podido jamás pensar en sacudir el yugo y recobrar su libertad; y sus heroicos esfuerzos por reconquistar su independencia, se mirarían como actos de rebelión.

Lo que hizo, pues, la España con los Moros, hizo, a su vez, la América con España. Ambas se libertaron de un poder opresor, y ambas gozan hoy del premio de sus nobles esfuerzos.

Estas ideas lógicamente fundadas, trajeron el convencimiento al ánimo de todos, y por eso se ven hoy españoles y americanos confundidos como una sola familia, y unidos por lazos de imperturbable amistad.


II

Hasta 1810, el número de extranjeros era muy limitado, contándose entonces como residentes a los señores Orr, Wright, Gowland, O'Gorman, Barton (Diego y Tomás), Liuch, French, Atkins, Robertson y algunos otros.

Los ingleses, cuyo número era mayor que el de las demás naciones, dejando a un lado esa reserva que puede decirse les es peculiar, y abandonando su costumbre de asociarse casi exclusivamente entre sí, estrechaban sus relaciones con las familias del país, existiendo, desde entonces, entre ellos y los nativos, la mayor cordialidad.

Por parte de la clase baja no eran tan amistosas las relaciones; miraban de reojo a los extranjeros, a quienes invariablemente calificaban de ingleses, cualquiera que fuese su nacionalidad. Efectivamente, por muchos años, no sólo la plebe, sino también aun entre la clase más elevada, llamaban ingleses a todo extranjero, y para complemento, para ellos, todo inglés debía llamarse Don Guillermo.

Recordamos, a propósito, la singular apreciación de uno de nuestros hombres de campo. Existía aquí, por el año 28, un inglés, que a la sazón tendría unos 25 años; había venido muy joven; pronto aprendió el idioma y tomó nuestras costumbres, especialmente las de campo. Andaba a caballo a uso del país; usaba riendas con pasadores y argollas de plata, espuelas del mismo metal, tomaba mate, usaba tabaquera, yesquero, etc.

Dícenos un día el paisano: -«Niño (tendríamos entonces 12 años), ¿conoce a don Ricardo. ¡Como no lo ha de conocer; qué mozo tan güeno, mejorando lo presente; qué caballero!» -Y después de haber puesto a su don Ricardo por las nubes, terminó diciendo: -«¡Él es extranjero, es verdad, pero muy civilizado!»

Por lo que se ve, la civilización para él consistía en lo que dejamos enumerado; usar espuela grande y sentarse bien a caballo.

Las señoras inglesas, particularmente, sufrían cuando salían a la calle, debido a la grosería de los muchachos, a quienes llamaban mucho la atención la gorra o sombrero que aquellas usaban, llegando su atrevimiento hasta seguirlas a veces, por cuadras enteras, gritando «¡ahí va el lobo!» querían decir el globo, refiriéndose a la gorra. «Ay sey» (Y say), «tu madre toma café» y otras lindezas por el estilo. Las señoras, por supuesto, seguían su camino sin darse por aludidas.

Lo que nos sorprende sobremanera es, cómo un pueblo tan culto, tan dado a las buenas costumbres, tan caballeresco como el nuestro, haya podido tolerar y dejar sin castigo a esos pilluelos insolentes; y, sin embargo, nadie intervenía en favor de las señoras, que hacían su propia defensa con un largo y paciente silencio.


III

Por los años 16 o 17, llegaron de vuelta a Buenos Aires los hermanos Robertson, después de haber permanecido algunos años en Corrientes y Paraguay. A estos señores les debemos una obra sobre estos países, que ya hemos citado (Letters on South America), retirándose definitivamente el mayor a Europa en 1830 y su hermano en 1834.

Existían aquí por esa época (1817), entre otras muchas personas recomendables y de posición social, los señores Dickson, Brittain, Fair, Cartwirght, Mackinley, Staples, Sutward, Macneile, Macdougall, Orr (Guillermo y Roberto), Mac Craken, Mac Farlan, Newton, Higgimbothom, Dixon, los hermanos Gowland, Wilde (Santiago), habiendo solicitado y obtenido carta de ciudadanía los señores Wilde y Gowland (don Daniel). Creemos que los primeros que la obtuvieron en época muy anterior, fueron los señores Winton y Miller (don Juan), casados ambos, con hijas del país.

Muchos jóvenes porteños aprendieron el idioma inglés: entre ellos el doctor Manuel Belgrano, los señores Riglos y Sarratea; algunos, aunque pocos, estuvieron en Inglaterra, pero los más lo aprendieron como dependientes de casas inglesas. Más adelante se generalizó, debido al número de escuelas en que se ensañaba, y a la facilidad de aprender que tienen los hijos del país.

Uno de los primeros ingleses que vinieron al país, fue don Roberto Billinghurst, padre de nuestro estimable don Mariano; casó en 1810 en la familia de Agrelo, y en 1812 se hizo ciudadano argentino. Era decidido admirador del almirante Brown, y cuéntase que, a su arribo, después de una de sus espléndidas victorias marítimas, el señor Billinghurst, que era de musculatura atlética, tomó por las varas un tílburi y entró con él, a guisa de carro triunfal, al río, para conducir a tierra al héroe. ¡Qué entusiasmo el de aquellos tiempos!

Aunque en los primeros días de la independencia había pocas familias extranjeras, tuvimos, sin embargo, algunos hombres distinguidos, como el señor Bonpland, célebre explorador y naturalista francés: el señor Brodart, oficial francés, no sabemos de qué graduación, hombre de finos modales, de elegante figura, a pesar de haber perdido una pierna y servirse de una de palo. Ostentaba en el ojal de su levita el cintillo significativo de pertenecer a la Legión de Honor. El señor Zimmerman y su esposa, alemanes. El señor Pellegrini, ingeniero italiano.


IV

En la época de Rivadavia aumentó el número de extranjeros. De aquel tiempo era el señor De Angelis, napolitano, hombre superlativamente feo, pero de modales muy finos y de vasta instrucción.

Angelis había sido preceptor de los hijos de Murat y de Carolina Bonaparte, cuando ocuparon el Trono de las dos Sicilias, y aun su enviado diplomático a la Corte de Rusia. Vino, como ya hemos dicho, a Buenos Aires, en tiempo de Rivadavia, y fundó el Ateneo, en que tantos jóvenes se educaron.

Sirvió después, con asiduidad, a don Juan Manuel Rosas, redactando el Archivo Americano, que se publicaba en inglés, francés y castellano; periódico destinado, casi exclusivamente, para producir efecto fuera del país; aquí poquísimas personas lo leían. Dícese que, a pesar de esta aparente consagración a los intereses de Rosas, era benévolo y que prestó recursos y protección a muchos hijos del país desvalidos y perseguidos por el tirano.

Por el año 36, publicó un trabajo importante: Colección de Obras y Documentos relativos a la historia antigua y moderna de las Provincias del Río de la Plata.

Este señor, como antes hemos dicho, feo en grado superlativo, era casado con una señora francesa, extremadamente afable, muy bonita y de esmerada educación.

De esa misma época era el señor Bevans, de quien hablaremos en otro capítulo.

Hacia el año 22 también llegó a esta ciudad don Próspero Alejo Libes, francés, nacido en la Rochela; hombre instruido, hablaba inglés y su idioma con perfección, tocaba el violín como nadie había tocado hasta entonces, entre nosotros. Su carácter era franco y original: su educación y su talento lo puso en contacto con la mejor sociedad. Empezó a dar lecciones particulares en las principales casas, de los idiomas que poseía, y en 1824 estableció en el grande edificio denominado el Consulado, donde hoy existe el Banco de la Provincia, una escuela por el método de Lancaster, donde sólo se enseñaba francés e inglés. Nosotros fuimos del número de sus discípulos, y recordamos con placer, su enseñanza, y muy particularmente, el orgullo con que nos presentamos a nuestros padres, portadores de un hermoso balero de marfil, como primer premio de la clase de francés. Perdónesenos este pueril recuerdo.

Muchos jóvenes, y aun hombres, asistieron a sus lecciones, pero el carácter inconstante e inquieto de Ribes, le hicieron abandonar al poco tiempo su establecimiento.

En los primeros meses del año 27, cuando los brasileros bloqueaban este puerto, un buque cargado de comestibles y bebidas, naufragó en las costas del Tuyú; monsieur Ribes se hizo cargo, en nombre de la casa a que pertenecía el cargamento, de ir a recoger todos los bultos que el mar había arrojado a la playa, de los cuales se habían apoderado los gauchos, como tenían costumbre de hacer con cualquier objeto que encontraban en la playa. La presencia de este señor francés, desconocido entre ellos, y que con su carácter original les reclamaba las presas que habían adquirido, sin más autoridad que su persona, que ningún respeto les imponía; gauchos semi-bárbaros en aquella época, y en parajes desiertos, no tardaron en quitarle la vida; asesinato que se cometió sin que jamás se supiera quien lo perpetrara.

La noticia de ese lamentable suceso consternó la sociedad de Buenos Aires, porque Ribes era muy conocido y generalmente querido.

Todas estas personas que hemos citado, y muchas no menos meritorias que nos es imposible incluir en esta breve reseña, formaban un valioso contingente de inteligencia y buena voluntad en favor del país, en aquella época.

Los primeros médicos ingleses fueron allá por el año 23, los doctores Lepper (algunos años después médico de Rosas), y Oughan, acreditado médico irlandés, que, desgraciadamente, fue atacado en sus últimos años de enajenación mental.

Los farmacéuticos fueron: Jenkingson y Whitfield.

Por largo tiempo practicó, algo más tarde, con buen éxito, el doctor Andrés Dick. El doctor Bond (norte-americano), vino después, casó en la familia de Rosas.

Algunos años más tarde, llegó el doctor Alejandro Brown, nativo de Escocia; fue cirujano en la escuadra argentina, durante la guerra del Brasil, habiendo llegado a ser cirujano mayor. En 1828 se estableció en la ciudad. Su práctica fue extensa, siendo remarcablemente constante en la asistencia de sus numerosos clientes, por espacio de más de 40 años. Efectivamente, a las doce de la noche, a la una de la mañana, veíase a Brown a caballo, continuando sus visitas. Fue médico de gran número de familias pudientes; asistía gratis una larga clientela de pobres, y según opinión pública, ejerció muchos actos de caridad. Era brusco e imperativo en sus dichos y en sus maneras, y más de una vez dijo al enfermo rotundamente: -«Usted muere, su mal es sin remedio.»

En prueba de que era hombre de pocas palabras, recordamos lo siguiente: Tenía un portero andaluz, cincuentón, rechoncho, conservador inveterado. Un día, hablando en la puerta de la calle con un conocido, le decía: -«Mire uté; hace cuatro años que sirvo al dotó, y por la Virgen de los Milagros, no le he oído más palabras que Juan, saca la caballo: Juan, mete la caballo.»

Murió soltero, y a su muerte, que acaeció en 1868, dejó una buena fortuna, creemos que a una hermana.

El general O'Brien (entonces coronel), después de haber hecho las campañas de Chile y Perú a las órdenes de San Martín, pasó a Europa en 1822, a visitar a su familia en Irlanda. Contrató 200 jóvenes aptos para trabajos de agricultura, que vinieron acompañados de un médico y de un clérigo.

Entre los que en época más reciente han contribuido al progreso del país, no debemos olvidar, por su genio observador y sus perseverantes trabajos en mejorar la cría lanar, a Mr. Wilfrido Latham que tenía su cabaña en la chacra de su propiedad Los Alamos, en el partido de Quilmes. Él fundó ese establecimiento con un plantel de negretes, de la no menos afamada Cabaña (también en Quilmes), de don Manuel Benavente, cuya meritoria contracción a esta industria era remarcable.

Latham publicó varios trabajos relativos a la industria agrícola argentina, y entre ellos, el titulado «The States of the River Plate.»

Vivió muchos años postrado por una parálisis, pero a pesar de esta inmovilidad corporal, su inteligencia continuó en pleno vigor, y desde el lecho enviaba artículos a los periódicos, llenos de conocimientos prácticos.

También desde allí, dirigía ese importante establecimiento con admirable acierto.


V

Ya por el año 21, la población francesa empezó a aumentar notablemente; algunos suponían que había en esa época tantos franceses como ingleses; pero parece que esa apreciación no es exacta. Aunque en número muy diminuto, relativamente, existían también alemanes, brasileros, italianos e hijos de otras varias naciones.

De lo que pasamos a citar, se desprende que, efectivamente la población inglesa en 1821, era la más numerosa: lo tomamos del Argos de este año, y lo transcribimos porque a la vez demuestra el estado en que se encontraba nuestra Administración de Correos, haciendo resaltar el progreso actual. El Comunicado que publica, es en contestación a otro titulado «Estafeta inglesa», en que se acusa de parcialidad por los ingleses, dice así:

«Protesta E. M. A. que hemos procurado la razón que justifique el privilegio que gozan los ingleses de mantener una estafeta particular, y ni la hallamos entre nosotros mismos, ni fuera de nosotros.

»Entre nosotros, la razón es ésta: las desgraciadas cartas inglesas que a veces, por casualidad, van a la estafeta del Correo, se sepultan en ella por días y semanas enteras. Pidiendo una alguno, se le pone todo el montón entre las manos, para que tome la que le dé la gana. Así, con gastar algunos centavos, puede la curiosidad o el interés o la malicia satisfacerse interceptando la correspondencia de cualquiera.

»Si pregunta por qué razón no se forman listas de estas cartas como de las demás (que aun cuando se hiciera no remediaría este último mal), responden (es decir, en el caso de dignarse responder, lo que no siempre sucede) que no saben leer los nombres. A todo esto, podría agregarse los muchos días de fiesta, las largas siestas, y que el tiempo del comerciante es precioso.

»Fuera de vosotros, la razón es que un oficial de buque inglés, de guerra, visita al instante a todos los buques que llegan, para recibir las cartas, o bien obliga a los patrones que las traigan a su bordo. Luego las transmite a la Sala Mercantil. Allí la primera operación es separar las cartas inglesas y enviar las restantes al Correo. En seguida, se toma razón de aquéllas; se cobra el porte que corresponda a cada una, y en media hora todos los interesados están en posesión de sus cartas, entregando cada trimestre el monto al Correo.

»Ahora comprenderá E. M. A. cuán excusada era su pregunta -'¿por qué no gozan de este mismo privilegio los italianos?' -Porque son pocos, tienen pocas cartas y ningún buque; porque les falta motivo para pedir el favor y ejecutar el servicio.»

Esto parece demostrar que estaban en mayoría, respecto a las demás nacionalidades.


VI

Por muchos años sólo hubieron tres casas de comercio norte-americanas; la de Zimmerman y C.ª, Suward y C.ª y M'Calli Ford. La mayor parte de las existentes eran inglesas.

Los ingleses, cuyo número había acrecentado considerablemente, celebraban su casamiento a bordo de algún buque de guerra de su nación, oficiando el capitán, hasta el año 25 en que llegó el reverendo Juan Armstrong.

Hasta 1821, los protestantes no tuvieron cementerio propio. En ese año que el Gobierno dio su asentimiento, y compraron un terreno inmediato al Socorro, cercándolo y construyendo una pequeña capilla. Costó el todo 5.000 pesos de aquellos tiempos, que se reunieron por suscripción entre los protestantes, siendo los ingleses los que más contribuyeron. Desde enero de 1821 hasta junio de 1824, los sepultados fueron 71, de los cuales 60 eran ingleses.

En septiembre de 1824 se instaló el primer templo protestante de ingleses, en Buenos Aires, en virtud del tratado de la República Argentina con la Gran Bretaña.

El carro fúnebre, data también desde el año 21 o 22. El que se usaba para los niños (que llamaban de los angelitos), era pequeño, celeste y blanco, con plumeros o penachos blancos y tirado por mulas, también blancas, manejadas por un muchacho.