Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo XLI
I
Entre los resabios de la época colonial debemos incluir el pasaporte, que creemos desapareció recién con la caída de Rosas.
Por muchos años, pues, ningún residente en este país, aun cuando no lo fuese sino transitoriamente, podía salir de él sin estar munido de su correspondiente pasaporte.
El infeliz habitante de la campaña no podía salir de su partido tan siquiera por un día, sino llevaba un pase de su Comandante o del Juez de Paz. Lo gracioso es que un pobre paisano, que vivía, por ejemplo, en los confines de su partido, tenía que galopar 5, 6 o más leguas, a procurar la autoridad que debía darle el pase para poder penetrar tal vez unas cuantas cuadras en el partido lindante; y no tan malo cuando daba con él, pues que muchísimas veces sucedía estar ausente u ocupado y tener el solicitante que volver a su casa, habiendo galopado 10 o 12 leguas inútilmente, o que quedarse un día o más en el pueblito, perdiendo su tiempo y gastando, como es de suponer.
Esto último no nos debe sorprender, porque entre nosotros siempre ha sucedido y aun hoy sucede con lamentable frecuencia, que en vez de estar las autoridades cumpliendo con su deber para con el público, es éste el que invariablemente se ve sometido a las conveniencias, comodidades a veces, y aun a los caprichos de aquéllas.
El paisano tenía, pues, que someterse a todas estas molestias y cumplir con lo ordenado, porque si lo tomaba sin pase una partida, en un distrito que no fuese el suyo, aun cuando no distase sino pocas cuadras de su casa, no le valía decir que no había podido dar con la autoridad que debía concedérselo y recibía el castigo que la ley imponía.
En la ciudad, el que quería ausentarse del país, tenía que solicitar de la Policía su pasaporte. Dejaba en la Oficina de pasaportes, que en tiempo de Rosas la servía el Comisario don Ramón Torres, su nombre y el destino a que iba, y tenía que esperar que se hiciese su publicación por tres días seguidos en el Diario de la tarde y no recordamos si en otros también.
Como dijimos antes, la caída de Rosas nos libró de esta traba molesta y perjudicial.
II
Vamos ahora a ocuparnos, aunque ligeramente, de algunos detalles respecto a la creación de una institución que prestó valiosos servicios al país; nos referirnos a la «Sociedad del Beneficencia».
Por decreto del 2 de enero de 1823 se nombró una Comisión destinada a acelerar la erección de la «Sociedad de Beneficencia» y esta Comisión elevó al Gobierno las bases sobre que estimaba conveniente realizar su instalación; reservándose presentar el proyecto de reglamento para cuando el Ministerio les indicase los establecimientos que han de estar a cargo de la Sociedad, y los trabajos a que ella debía contraerse con antelación.
El resultado fue que, facultado sin duda el Ministro de Gobierno para el nombramiento de las señoras que debían componer este cuerpo, expidio títulos de socias a las expresadas.
Las señoras nombradas fueron:
Presidenta. -Doña Mercedes Lasala.
Vice-Presidenta. -Íd. María Cabrera.
Secretaria. -Íd. Isabel Casamayor de Luca.
Íd. -Íd. Joaquina Izquierdo.
Socia. -Íd. Flora Azcuénaga.
Íd. -Íd. Cipriana Viana y Boneo.
Íd. -Íd. Manuela Aguirre.
Íd. -Íd. Josefa Gabriela Ramos.
Íd. -Íd. Isabel Agüero.
Íd. -Íd. Estanislada Tartás y Write.
Íd. -Íd. María de los S. Riera.
Íd. -Íd. María Sánchez de Mandeville.
Íd. -Íd. Bernardina Chavarria de Viamont.
El doctor don Valentín Gómez formuló su Reglamento.
III
El 12 de abril de 1823 se celebró la instalación de la Sociedad. Reunidas las señoras socias en su sala, se presentó en ella el Ministro Secretario en los Departamentos de Gobierno y Relaciones Exteriores, don Bernardino Rivadavia, acompañado del Oficial Mayor en el Ministerio de Gobierno, y de algunos jefes militares.
El patio de la Casa de Expósitos, en cuyo edificio estaba la Sala de la Sociedad se encontraba lleno de un lucido numeroso concurso. El Ministro después de haber hecho leer al indicado Oficial Mayor todos los decretos y reglamentos que se relacionan con esta Sociedad, la proclamó instalada a nombre del Gobierno de la Provincia, y en seguida pronunció un brillante discurso, que creemos se encontrará en la Abeja Argentina, mandado publicar por la Sociedad literaria de Buenos Aires.
La señora Vice-Presidenta, doña María Cabrera, tomó en seguida la palabra, agradeciendo al Gobierno por la confianza que depositaba y el honor que confería a la «Sociedad de Beneficencia».
Así terminó este importante acto, creando un cuerpo cuyos servicios y abnegación jamás deben olvidar los argentinos.
Se necesitarían volúmenes para dar completa la historia de los bienes que ha prodigado; el consuelo que ha esparcido esta bella institución desde su instalación en 1823. Por otra parte, su marcha es demasiado bien conocida en época más inmediata, razón por la cual nos hemos limitado a dar algunos datos relativos sólo a su instalación.
Hemos dicho que al doctor don Valentín Gómez debió la Sociedad su Reglamento. Algunos de nuestros lectores desearán, sin duda, saber quién es; vamos, pues, en pocas palabras, y con permiso de aquellos que ya lo saben, a satisfacer su legítima curiosidad. Fue un hombre conspicuo en su época, que, como muchos otros, yace en el olvido.
Don Valentín Gómez nació en Buenos Aires el 3 de noviembre de 1774. Muy niño aún, fue destinado al estudio de latinidad; pasó luego a la Universidad de Córdoba y recibió el grado de doctor en teología a los 20 años de edad.
En 1796 recibió de la Universidad de Chuquisaca el grado de bachiller en derecho canónico y civil. Entró luego en la Real Audiencia en esta capital a la práctica forense para recibirse de abogado, y si no concluyó esta carrera, fue por haberse dedicado a la de la cátedra.
A los 23 años de edad, fue nombrado Fiscal Eclesiástico; permaneció en este empleo hasta que hizo voluntaria renuncia por incompatibilidad de sus funciones con la cátedra de filosofía que se le había dado en concurso de opositores en 2 de enero de 1799.
Cuando tuvo la edad competente, recibió las órdenes sagradas que le fueron conferidas en la ciudad de Córdoba por el Ilustrísimo señor doctor don Ángel Mariano Moscoso, Obispo de esa diócesis.
Después de 5 años de servicio en la parroquia de Morón, obtuvo, en concurso, el curato de Canelones en el E. O., ejerciendo igualmente las funciones de Vicario foráneo.
De vuelta de Canelones en 1811, fue nombrado, en esta ciudad catedrático interino de teología, sirviendo el cargo hasta que en 1812 obtuvo la canonjía, habiendo sido gradualmente promovido hasta la segunda dignidad del Senado Eclesiástico.
En 1813 fue Provisor y Gobernador del Obispado, cargo que renunció en 1815. Fue elegido nuevamente en 1821.
En 1826 el Presidente de la República le nombró Rector de la Universidad, encomendándole la organización y reglamentación de los estudios. Planteó importantes mejoras, y renunció en 1830.
IV
En el orden político prestó eminentes servicios, cuando se proclamó la Independencia en 1810.
Fue diputado en la Asamblea Constituyente desde su instalación hasta que terminaron sus trabajos, y desempeñó en ella por algún tiempo el cargo de Secretario por el término que fijaba la ley.
A la creación del Directorio, fue miembro del Consejo de Estado.
En 1818 fue enviado extraordinario a las Cortes de Londres y de París, hasta 1821. Poco tiempo después, fue nombrado Diputado para la Junta de la Provincia, cargo que desempeñó hasta 1823.
En todo sentido era el doctor Gómez un hombre ilustrado. En política, sus principios fueron siempre los más liberales; su moral ejemplar; grande fue siempre el amor a su familia. Murió rodeado de ella, lleno de virtudes, el 20 de septiembre de 1833.