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Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo XXXVIII

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Las flores. -Jardines. -Jardines antiguos. -Incidente. -Vasijas para plantas. -El Barón de Holmberg. -Catálogo antiguo. -Sillas en la calle. -Braseros en la vereda. -Pescado frito. -Puestos. -Cómo se vendía la carne. -Carretas de carne en las calles. -Traje del carnicero de entonces. -Carnereros.

I

La afición a las flores no es de fecha reciente en Buenos Aires; existía desde los años que venimos recitando, y tal vez aún antes del año 1810. No había entonces ni hubo por muchos años, el lujo y gusto que se nota hoy en los jardines, tanto en las casas de campo como en los patios en la ciudad, siendo muy pocas las casas en que no los hay.

Las estatuas, los copones, las fuentes, etc., no se conocían; sin embargo, existía el gusto por las flores, con la diferencia que entonces las señoras las cultivaban con sus propias manos y hoy gran número de ellas las hacen cuidar con sus jardineros.


II

Los jardines se improvisaban con la mayor facilidad: con unos pedazos de tabla acomodados sobre unos pequeños pilares de ladrillo o sobre pies de madera, formaban lo que llamaban bancos; en hilera se colocaban en ellos, y con la simetría posible, las vasijas con plantas. En las casas en que se contaba con mayores recursos, había cierta uniformidad, pues se empleaban pequeñas tinas o cajones más o menos iguales en el tamaño, y con una mano de pintura, verde generalmente, hasta el tiempo de Rosas en que todo era colorado.

Esto nos trae a la memoria un pequeño incidente; buscábamos en esa época la casa de un amigo; sabíamos la calle en que vivía pero no conocíamos el número. Cuando nos suponíamos próximos a la casa, preguntamos a una mujer parada en una puerta de calle, y nos contestó: «camine usted dos cuadras derecho, y como a la mitad de la otra cuadra, sobre la derecha, una puerta colorada; no tiene usted cómo errar.» Se comprenderá que las señas eran infalibles o lo que llaman mortales... ¡todas las puertas eran coloradas!

Pero volvamos a los jardines. En las casas más pobres era una verdadera miscelánea; allí todo se aprovechaba, desde la cacerola agujerada, o el balde de lata viejo, hasta la... en fin, todo se utilizaba y cuando un tiesto viejo ya no servía para su primitivo destino, decían «para poner una planta está bueno.» El balde de lata abollado a fuerza de servir formaba al lado de un tarro viejo o de una palangana rajada.

Allí pasaban las señoras sus horas en sacar el pastito y los yugos que crecían en las vasijas, en poner varillas a las plantas de clavel, en perseguir las hormigas, en regar, etc. Por lo que hace a las niñas eran probablemente lo que son hoy día, muy afectas a las flores, pero enemigas de cuidarlas.


III

Por muchos años fue muy limitada la variedad en las flores: más tarde empezaron a llegar diversidad de plantas y semillas. El Barón de Holmberg fue de los primeros, sino fue el primero, que introdujo plantas exóticas y se dedicó a su aclimatación. Los introductores y cultivadores se multiplicaron hasta elevar ese ramo a la altura que todos conocemos, y que el extranjero admira al contemplar la variedad y el gusto que ostentan nuestros jardines.

A pesar de esto hay algo con que no puede lo importado competir. Por ejemplo, en el inmenso número y variedad de rosas que ha venido al país, desde algunos años acá: ¿puede presentarse alguna, cuya fragancia se aproxime siquiera a la de nuestra rosa de todo el año o rosa criolla?... ¿y el jazmín del país?

Trataremos mientras tanto de salvar, aun cuando no sea más que en parte, el catálogo que entonces imperaba y que dentro de algunos años quedaría sepultado en el olvido. Aun hoy mismo ha de haber muchas personas que ni tan siquiera han oído el nombre de algunas de las flores que en tiempos pasados formaban parte de un bouquet.

He aquí algunos:

Clavel, Clavellina, Rosa de olor, de cien hojas y de la India, de mayo, bomba, morada, Multiflora, Congona, Toronjil, Bergamota, Cedrón, Albahaca, Palma imperial, Campanilla, Unquillo blanco y amarillo, Clérigo boca abajo, Violeta del país (la francesa no se conocía), Alelí blanco y amarillo, Retamo, Jazmín del país, de Chile y del Paraguay, Marimonias, Botón de oro, Siempreviva, Jacinto, Agapanto, Espuela de Caballero, Trébol de olor, Flor de cuenta, Virreina, Copete, Nardo, Yuca, Pensamiento, Margarita, Madreselva, Buenas noches, Narciso, Don Diego de día, Calá, Diamela, Alberjilla, Pastilla de olor, Mosqueta, Flor de caracol o tripa de Fraile, Pelegrina, Viuda, Taco de la reina, Amapola, etc., etc.


IV

Una costumbre muy generalizada fue por muchos años la de sacar sillas los tenderos, almaceneros, talabarteros, etc., en las noches de verano, y sentarse en la calle debajo del cordón de la vereda, a fin de no impedir el tránsito de los pedestres; y como tenían la calle por suya, puesto que no había peligro de tranways, carruajes y demás, allí tocaban algunos tranquilamente la guitarra, instrumento favorito, divirtiendo a los transeúntes.


V

En nuestras enlodadas calles de aquellos tiempos, veíase con frecuencia al frente de los puestos que entonces abundaban, o impidiendo el paso en las veredas, enormes braseros con su correspondiente sartén en que se freía pescado, que vendían a 3 centavos la posta, en dichos puestos. Según el estado de vacuidad o de plenitud del estómago del transeúnte, así le incitaba o le repugnaba el olor que el pescado despedía.

Esta clase de obstrucciones en las veredas, como otras muchas, eran toleradas por la Policía.

En los puestos se vendía pan, chorizos asados y cocidos, verdura, etc., y los había en todas partes de la ciudad.

En la estación, a más de éstos, establecíanse, también por diversas partes, puestos especiales para la venta de sandías, melones, duraznos y otras frutas.

Todo esto desapareció con el establecimiento de mercados con sus correspondientes radios; pero parece que volveremos a los puestos aun en los puntos más centrales, si hemos de estar a una resolución municipal de fecha reciente.


VI

El modo de vender carne fue por muchos años, entre nosotros, repugnante por mil circunstancias y muy especialmente por falta de aseo.

A ciertas horas de la mañana y de la tarde, se estacionaban en diversos puntos, principalmente en las boca-calles, unas carretillas con toldas y costados de cuero vacuno o caballar, en que venía la carne colgada en ganchos. Llegados allí desprendían los caballos, quedando la carreta inclinada hacia adelante, descansando sobre el pértigo; frente a éste, extendía el carnicero sobre el suelo (con barro o con polvo), un cuero en el que destrozaba la carne con hacha, pues que entonces nadie soñaba en dividir los huesos con serrucho. El cuero presentaba centenares de soluciones de continuidad, por las que pasaba a la carne, o el barro o el polvo. Es claro que el carnicero no lo mudaba sino cuando ya estaba hecho trizas e inservible.

Cuando llegaba la noche, raro era el que ostentaba un farol: casi siempre encendían una vela de sebo (vela de baño), hacían una incisión en un cuarto de carne y allí colocaban la vela, que con la brisa o el viento fuerte, según fuese el caso, goteaba o chorreaba el sebo sobre la carne, que era un gusto.

Como el despacho se hacía inmediato al cordón de la vereda, el viandante no dejaba de pasar con cierto recelo, al ver enarbolar la enorme hacha, ni se veía libre de algunos salpiques.

Esta carne, tan desaseadamente conducida, tan desaseadamente despachada, iba a dar a la tipa no menos desaseada, de la negra cocinera que era la compradora.

Esas tipas eran de cuero, y cuando más de junco con fondo de cuero, de las que construían los negros; poco se conocía la canasta de mimbre. Aquellas tipas, por mucho que se quisiesen cuidar, siempre ofrecían una vista desagradable y un aspecto repugnante, repugnancia que sólo la costumbre podía atenuar un tanto.

El traje del vendedor o carnicero estaba en relación; calzoncillos anchos con fleco, y en los más lujosos con cribo, salpicado de sangre y de lodo; en mangas de camisa en verano, con poncho en invierno, descalzo o con bota de potro.

El modo desaseado de conducir la carne desde los mataderos sobrevivió por muchos años a la abolición de las carretillas, pues hasta hace poco se traía en carros y aun a caballo, expuesta al sol, el polvo, el lodo, etc. Es de data muy reciente su condución en carros aseados, con cortinas y demás accesorios.

Cruzaba también por nuestras calles el carnerero con una pila sobre el caballo, de cuartos de carne de oveja, que colgaban por ambos costados, atravesando pantanos y recibiendo sus correspondientes salpiques de barro.

Los vendedores eran generalmente muchachos, gastaban el mismo traje que los carniceros e invariablemente andaban descalzos. Así transitaban las calles, gritando «Capón de grasa pa el alivio de tu casa» o «de peya pa el alivio de la beya.»


VII

Después de las carretas en las calles, vinieron los puestos o cuartos de carne en diversas partes de la ciudad. Esto duró mientras no se establecieron los mercados y con ellos los radios. Entonces poco a poco fuese introduciendo el traje más decente de los vendedores, las mesas de mármol y demás mejoras que hoy todos conocen.

Emprendiéronse también importantes reformas en los mataderos.