Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXVII

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XXVII

En seguida me avisó mi vigía que Biassou deseaba verme y que había de prepararme para dentro de una hora a la entrevista con aquel caudillo.

Sin duda, quedábame aún una hora de vida, y mientras transcurría, dejé correr mis miradas por el campamento de los rebeldes, cuyo singular aspecto me demostraba la luz clara del día hasta en los más pequeños pormenores. Quizá en un estado diverso del ánimo no hubiese podido contener la risa al contemplar la inepta vanidad de los negros sobrecargados, casi sin excepción, de insignias guerreras y sacerdotales despojos de sus víctimas. La mayor parte de tales adornos no eran otra cosa que algunos andrajos desapareados y sangrientos. No era cosa rara el ver una gola sobre una sobrepelliz, o una charretera encima de una casulla. Además, sin duda para descansar de las faenas a que habían estado su vida entera sujetos, los negros permanecían en un estado de inacción absolutamente desconocido por nuestros soldados, aun en las horas de descanso. Algunos estaban dormidos al sol, con la cabeza cerca de una hoguera ardiente; otros, con el semblante ya apático, ya furioso, cantaban con voz monótona, sentados en cuclillas a la puerta de sus ajoupas, especie de chozas puntiagudas, techadas con hojas de plátano y de palma, cuya forma cónica se asemejaba a nuestras tiendas de campaña. Las mujeres, negras o pardas, preparaban con ayuda de los negrillos el rancho para los combatientes, y yo los veía revolver con enormes pinchos el maíz, las patatas, los ñames, los plátanos, los guisantes, el coco, la col caribe, que ellos llaman tayo, y toda especie de frutos y plantas indígenas, que hervían mezclados con los cuartos despedazados de cerdos, de perros y de tortugas, en las inmensas calderas robadas de los ingenios. A lo lejos, en los confines del campamento, los griotos y las griotas formaban grandes círculos alrededor de las hogueras, y el viento me traía a veces algunos trozos de sus bárbaras canciones entre la música de las guitarras y balafos. Varios centinelas colocados en la cima de los más cercanos peñascos vigilaban los alrededores del cuartel general de Biassou, cuya única defensa, en caso de ataque, consistía en una línea circular de carretones cargados con las municiones y el botín. Aquellos atezados centinelas, erguidos sobre la aguzada punta de las pirámides de granito de que están erizados los cerros, daban vueltas a menudo, como las veletas de los góticos campanarios, y se corrían con toda la fuerza de sus pulmones esta palabra, que aseguraba el sosiego del campamento:

—Nada, nada.

De tiempo en tiempo se formaba en torno de mi persona un corro de negros curiosos, que todos me contemplaban con aire amenazador.