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Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXXVI

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XXXVI

En tanto, había llegado la hora del almuerzo de Biassou, y los sirvientes pusieron ante el mariscal de campo de Su Majestad Católica una gran concha de tortuga llena de una especie de olla podrida, en que las tajadas del mismo animal hacían el oficio de carnero, y las batatas, el de garbanzos, todo profusamente condimentado con lonjas de tocino, mientras una enorme col sobrenadaba en el caldo de aquel puchero. A entrambos lados de la concha, que servía a la vez de marmita y de sopera, había dos cáscaras de coco convertidas en copas y llenas de pasas, sandías, higos y ñames, que servían de postres. Un pan de maíz y una bota de vino, con el sabor a pez que le da el cuero, completaban el banquete. Sacó luego Biassou un puñado de ajos del bolsillo, y restregó con ellos el pan, poniéndose a comer sin mandar siquiera que se llevasen el aún tibio cadáver que yacía en su presencia, y convidando a Rigaud para que hiciese lo mismo. El apetito de Biassou tenía en sí algo de espantoso.

El obí no participó de sus manjares, y comprendí que, cual todos los de su calaña, jamás comía en público, para persuadir a los negros que era de una esencia sobrenatural y que vivía sin alimento.

Al tiempo propio de almorzar mandó Biassou a uno de sus ayudantes que hiciese empezar la revista, y la turba de sus secuaces comenzó a desfilar en buen orden por delante de la gruta. Los negros de Morne-Rouge pasaron los primeros, en número como de algunos cuatro mil, divididos en apiñadas mitades bajo la guía de sus oficiales, quienes iban, según ya he dicho, adornados con unos calzoncillos o un cinto color de grana. Estos negros, casi todos robustos y de alta estatura, llevaban fusiles, hachas y sables, aunque muchos, a falta de otras armas, se habían provisto de arcos y flechas y azagayas. No tenían cubierta la cabeza y marchaban silenciosos, con aspecto de desconsuelo.

Al desfilar de esta escuadra inclinóse Biassou al oído de Rigaud, y le dijo en francés:

—¿Cuándo acabará la metralla de los blancos de quitarme el estorbo de estos forajidos de Morne-Rouge? ¡Los aborrezco porque casi todos son congos! Y, además, no saben matar sino en la pelea, siguiendo el ejemplo de su imbécil caudillo, su ídolo Bug-Jargal, ese muchacho necio, que quisiera echarla de magnánimo y generoso. ¿Tú no le conoces, Rigaud? Pues entonces confío en que te quedarás para siempre sin conocerle, porque los blancos le han hecho prisionero, y me libertarán de él, así como lo hicieron con Bouckmann.

—A propósito de Bouckmann—respondió Rigaud—; ahí vienen los cimarrones de Macaya, y veo pasar entre sus filas al negro que envió Juan Francisco para anunciarnos su muerte. ¿Sabes que ese hombre podría destruir todo el efecto de las profecías del obí acerca del fin de aquel jefe si contara que le habían detenido media hora en las avanzadas y que me había participado su noticia antes que le mandaras entrar?

—¡Qué diablo!—dijo Biassou—. ¡Y razón que te sobra, amigo! Es preciso buscar un medio de taparle a ese hombre la boca. Aguarda...

Entonces, alzando la voz, llamó a Macaya.

El comandante de los negros cimarrones se aproximó, presentando, en señal de acatamiento, su trabuco de boca ancha.

—Haz salir de tus filas—repuso Biassou—a aquel negro que va allí y que no debiera.

Era el mensajero de Juan Francisco. Macaya le condujo a presencia del general, quien cobró de súbito en el semblante aquella expresión de cólera que sabía fingir con tanto acierto.

—¿Quién eres?—le preguntó al negro sobrecogido.

—Mi general, soy un negro.

¡Caramba! ¡Eso ya lo veo! Pero ¿cómo te llamas?

—Mi sobrenombre de guerra es Vavelan; mi protector entre los bienaventurados es San Sabeo, diácono y mártir, que se conmemora veinte días antes de la Natividad...

Biassou le interrumpió:

—¿Y con qué cara te atreves a presentarte en la parada, en medio de espingardas relucientes y de tahalís blancos, con el sable sin vaina, los calzones desgarrados y los pies cubiertos de lodo?...

—Mi general—respondió el negro—, no es culpa mía. El gran almirante Juan Francisco me encargó de traer el parte de la muerte de Bouckmann, comandante de los cimarrones ingleses; y si mis vestidos están destrozados y los pies sucios, es porque he corrido, sin descansar ni tomar aliento, a fin de llegar antes con la nueva; pero me detuvieron a la entrada del campamento, y...

Biassou arrugó el ceño.

—¡No se trata de eso, gabacho, sino de tu desvergüenza en asistir a la revista tan desaliñado! Encomienda el alma a tu santo patrón, San Sabeo, diácono y mártir, y anda que te fusilen.

Aquí tuve nueva prueba del poderío moral que ejercía Biassou sobre los rebeldes. El infeliz, a quien se ordenaba ser él mismo portador de la orden de su muerte, no se atrevió ni aun a dar quejas. Bajó la cabeza, cruzó los brazos al pecho, hízole un triple saludo a su implacable juez, y, después de haberse arrodillado ante el obí, que le dió una absolución compendiada, salióse de la cueva. ¡Algunos minutos después, una descarga le anunció a Biassou que el negro había obedecido y había muerto!

Libre ya el caudillo de todo recelo, se volvió hacia Rigaud, brillándole los ojos de contento, y con una expresión sarcástica de triunfo que parecía decir: “¡Admírame!”