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Canciones Surianas/Florinda

De Wikisource, la biblioteca libre.
Canciones Surianas
de Juan Bautista Delgado
Florinda
Gris
FLORINDA.


A Ignacio M. Luchichi.


Es Florinda la muchacha,
la simpática pastora
más gentil y seductora
del alegre Ajuchitlán;
son sus labios que tiñeron
de rubí los cardenales,
dos riquísimos panales
que manando miel están.

El nervioso y revolante
colibrí tornasolado,
busca el jugo almibarado
de esa boca virginal,
que al abrirse muestra blanca
dentadura, que se antoja
una espléndida panoja
que aun no cuaja en el milpal.

En su aliento tibio y blando
hay selváticos aromas,
sus mejillas son dos pomas
matizadas de carmín;

y sus ojos por brillantes,
por serenos é impolutos
se parecen á los fintos
del agreste capulín.
 
Es del Sur: de esa comarca
de productos tropicales,
la de vastos cafetales
que fecunda el ígneo Sol;
de esos campos donde cruza
Atoyac el altanero,
y donde abre el bananero
su chinesco parasol.

No bien llueve en los alcores
rosas pálidas la aurora,
cuando vase la pastora
á un estanque entre el juncal;
y allí baña con deleite
de la linfa en los cristales,
los hechizos sensüales
de su cuerpo escultural.

Y comienza su trabajo:
se dirige á la majada,
y entre toda la vacada

á su josca va á ordeñar;
y después que ha conclüído,
el cacharro al hombro se echa
y retorna satisfecha
caminito de su hogar.

Cuando el Sol se ha levantado
—ascua de oro—tras la cumbre,
y el influjo de su lumbre
todo aviva al parecer;
la zagala bulliciosa,
con donaire y con salero,
á su novio, á su yuntero
lleva alegre de comer.

¡Ah! Florinda nunca tiene
un instante de sosiego,
por sus venas corre fuego:
es ardiente y es feliz.
Ora silba á los zinzontes
pastoral canción sencilla,
ora envuelve mantequilla
en las hojas del maíz;
 
Ora riega los jacintos,
las violetas, los claveles,

retozando en los vergeles
como inquieto pica-flor;
ora teje fina hamaca
(muestra en todo su progreso)
ó fabrica el lácteo queso
que le ofrece á su señor.
 
Es de verla los domingos
con las criollas de su raza,
caminar rumbo á la plaza,
con su garbo y con su sal;
y lucir la gargantilla,
los aretes, el peinado,
y en el talle, bien terciado
el rebozo nacional.

Y seguido se confiesa
con el viejo tata cura,
quien celebra su hermosura
y de bodas le ha de hablar;
mientras ella, el rostro bajo,
ruborosa, avergonzada,
queda trémula y turbada
sin poderle contestar.

Así vive la zagala,
la simpática Florinda,
siempre fresca, siempre linda,
trabajando con afán;
en su pueblo, allá en su tierra,
esa tierra que Dios quiso
fuera el fértil paraíso
del florido Ajuchitlán.