Capítulo II - Mientras comen...
Mientras comen, vamos a otra parte donde hacemos falta, para que el lector se vaya enterando poco a poco de los detalles que necesita saber antes de entrar de lleno en el interesante asunto de esta conmovedora historia.
Tenemos que ir hasta el fin de la calle de Serrano y personarnos en un suntuoso hotel, donde todo respira lujo y bienestar.
Lámparas de oro; espejos venecianos,
áureos sofás de blando terciopelo,
sillas de nácar y marfil indianos,
las colgaduras del color del cielo...
Sin duda que Espronceda inspiró la instalación del opulento banquero Gavilán, que así le llamaban los periódicos y los revisteros de salones de los mismos. No diré que dominara en tal casa el buen gusto; que el buen gusto suele no ser propio de casas tales. Siempre fueron dados los ricos al relumbrón y a las cosas vistosas y a la profusión de muebles colgaduras y accesorios del domicilio, muy relucientes y muy caros. Lo mismo les da un tapiz de Goya que unas cortinas de felpilla, y con tal de que se vea mucho oro y mucha plata, se dan por satisfechos y creen que a los demás nos ha de gustar todo eso.
El hotel de Gavilán era de los que más parecen bazares de cosas muy nuevas y de mucho precio. Hogar de millonario, que en el momento histórico en que comenzamos nuestro relato estaba al caer de ser Conde pontificio, título de nobleza que le iba a costar veinticinco mil pesetas. Estaba en duda de qué título elegir y ya sabía que a Su Santidad le era lo mismo nombrarle Conde de Gavilán ó Marqués de la Vía Estrecha. Este último título le parecía más propio, según decía su señora; porque habiendo llevado el bienestar a varios pueblos de la provincia de Cuenca en tres ferrocarriles de vía estrecha, natural es que para la eterna gloria recordase en título la estrechez de sus vías. No estaba aún decidido; porque aunque a él le sonaba bien título tal, decía que tenía cierto deje de eso que llaman ahora estetismo, que pudiera dar lugar a malas interpretaciones. La gente es muy mala.
Don Alfonso Gavilán de Fernández de Badalona se llamaba, y así decían sus tarjetas; ya esto sonaba a nobleza, por más que había su trampeja en ello. Los dos des se los puso él en uso de su derecho; Fernández era el apellido de la madre, y hasta aquí vamos bien; lo de Badalona era añadidura, que completaba el rosario de apellidos; porque D. Alfonso era de Badalona, nacido en aquella ciudad industrial y de gente honrada que, sin comerlo ni beberlo, le dio al nombre de su hijo aspecto de grandeza.
Don Alfonso no había podido perder el asento de su país, de modo que a pesar de su hotel y de su gran cruz del Cristo de Portugal y de sus coches y caballos, hablaba casi como cuando era obrero de la fábrica del Anís Gloria. Esto era lo de menos, porque hablando así llegó a diputado, y estaba en peligro de ser senador, y tenía once casas y había hecho los ferrocarriles aquellos angostos, y tenía a su mesa a lo mejor de Madrid, como todo el que da bien de comer. Era en fin, una personalidad, y a su señora, que era bastante fea, la llamaban en las revistas mundanas la virtuosa señora de Gavilán, que es adjetivo a propio de las tales.
Pues aquella misma noche en que se le pegó el arroz a Doña Clara y encontró el paraguas protector D. Álvaro Corro, nuestro señor Gavilán de Fernández de Badalona tenía gran comida en su casa, y sus convidados eran de lo más florido de la sociedad madrileña: El nuncio de Su Santidad, monseñor di Rompi (que era el que andaba en lo del marquesado); el ministro de Marina; el director del Centinela de las clases farmacéuticas, primo hermano del anfitrión; el duque y la duquesa de Lumpiaque; el poeta Molino, que debía leer por primera vez su Oda a la secularización de los cementerios, y dos ó tres diputados cuneros por pueblos que no están en el mapa.
¡Oh, dramas de la vida! Eran las ocho menos cuarto; iban a llegar los invitados; el salón estaba hecho un ascua de oro; los criados, de calzón corto y medias encarnadas, encendían las luces del comedor; la señora de Gavilán estaba ya vestida y descotada hasta la rabadilla, y la orquesta de bandurrias, oculta en el jardín, templaba los instrumentos con que habían de amenizar la comida, cuando llegó D. Alfonso, tan deprisa, que a poco se cae al bajar del landeau, y subió la tapizada escalera saltando de dos en dos los escalones. Fué derecho a su despacho, y arrojó sobre la mesa, sacándolos con mano febril de todos los bolsillos, papeles, cartas, sobres, apuntes, todo el papeleo del día; y tocó el timbre, y le dijo al criado que se presentó enseguida:
—A la señora, que venga.
—Por Dios, Alfonso, ¿sabes la hora que es? —dijo al entrar su descotada esposa. Vístete corriendo, que antes de diez minutos vendrá ya alguno de los convidados...
—Sierra la puerta Senaida — dijo el opulento, de pie delante de su mesa y de todos sus papelotes.
—Pero hombre — observó su Senaida — ¡mira que es muy tarde! Si tienes algo que decirme ya me lo dirás luego; anda en tu cuarto tienes preparado el frac y todo...
—Siéntate, Senaida ca tenemos qu' hablar, y así se queden sin comida todos esos que te esperas, yo tengo que desirte las cosas que pasan, porque yo no sé si tandré que pegarme un pistolaso antes que cumamos!
La señora de Fernández de Badalona se puso pálida como la propia muerte, que los poetas dicen que es pálida (¡Pálida mors!) Así se puso Zenaida Corro de Fernández de Badalona. Cayó, como cuerpo muerto en el sillón mirando fijamente a su D. Alfonso, y exclamando:
—¡Dios mío! ¡Qué pasa! ¡No nos estropees la comida! ¿Qué es ello?
—Pus es que hoy he perdido dos millones y pico a la baja; que la Sosiedad de las Canteras de Pososeco ha hecho quiebra; que tengo que pagar mañana letras por valor de tres millones y pico y que esto es una perdisión, y que estoy arruinado, ¿comprendes Senaida mía? ¡Arruinado!
La señora dio un suspiro tan fuerte que le saltó una ballena del corsé; el corsé estalló y salieron a pública luz cosas que debieran estar ocultas... — ¡Dios mío! ¿Qué me dices?
—Sí, Senaida, sí; aquí no hay más tio páseme al río que morir ó desirle a la Sosiedad de Madrid que el banquero Fernándes de Badalona está por las puertas!
En esto entró un criado y dijo:
—Ya hay en el salón uno de los señores convidados.
—Voy enseguida — dijo la infeliz esposa. — ¿Lo ves Alfonso? Ya comienzan a venir, hay que disimular por esta noche; sabe Dios lo que pensarían...
—¡Y hay que haser buena cara, cuando estoy para reventarme!
—Tú que tienes tanto talento financiero, saldrás de seguro de este conflicto; cálmate hijo mío; luego, a última hora, cuando se vayan nuestros amigos, me contarás detalles, no puede ser que así, en veinticuatro horas, nos quedemos en la miseria...
— ¡Ma lo temo mucho! Anfin, voy a vestirme y a pasar el calvario de dar conversasión a los que vienen a comer a casa. ¡Qué ajenos estarán de lo que le pasa a mi bolsa!
—¡Arruinados! ¿Por qué no tomas tus precauciones? ¿Temes que te embarguen el hotel? Di la verdad.
— Lo temo todo, y aquí no hay más que una solusión.
El criado volvió a aparecer en la puerta, diciendo:
— Ha llegado el señor ministro de Marina.
— ¡Alfonso, por Dios!
—Voy desiguida. No hay más que una solusión, y es llamar a tu primo Álvaro Corro, a ver si quiere, mediante una cantidad que le daré, figurar como dueño de todas mis fincas, ponerlo todo a su nombre, y salvar lo que se pueda.
— Mi primo y su mujer apenas nos ven; ¡como no los convidamos a nada, y ellos están metidos en su rincón...
— Pues que vaya nuestro hijo Martín a verles y les convide a todo lo que quieran...
Nueva aparición del criado:
— Ha llegado el señor duque de Casa-Verde.
Don Alfonso se decidió, por fin, a ir a vestirse.
— Anda Senaida, resíbelos tú mientras yo me pongo el frac. A última hora juntos los tres, es desir, Martín, tú y yo resolveremos; ahora hay que haser la comedia.
— Voy corriendo al salón.
Y se dirigió a la puerta y su marido se fué por otra que había junto a la mesa, pero antes de separarse, D. Alfonso le dijo:
—Senaida.
—¿Qué quieres, hijo mió?
—Arréglate un poco el corsé, te lo agradeseré,
—Ah sí, es verdad, no tengas cuidado!