Capítulo I - Bajo un paraguas
El lector pío, alazán ó bayo, le tendrá sin cuidado que lloviera ó no el día siete de Marzo de 1894. ¡Y, sin embargo, llovía!
El autor tiene que recordarlo para justificar la tardanza con que volvía a su casa Don Álvaro Corro, a quien esperaba con impaciencia su mujer, doña Clara, porque se le estaba pegando el arroz, y eran las siete y media de la noche.
Pero como D. Alvaro se había ido a la oficina por la mañana sin paraguas, y no era hombre de tomar coches, estaba a tal hora en un portal de la calle de Alcalá embozado en su capa, dando patadas en el suelo, y mirando hacia abajo por si entre las mil mujeres de todas clases y condiciones que pasaban por la calle con las faldas arremangadas la vista curiosa del hombre honrado, pero un sí es no es libidinoso, descubría algo que le alegrase los sentidos; que esa nunca estorba.
Su señora esposa entretanto, iba y venía del comedor a la puerta de la cocina a preguntar si el arroz podía salvarse, y la cocinera le daba muy malas noticias.
Y como el tiempo pasaba y el agua arreciaba y D. Alvaro tenía hambre, ya iba a resolverse a llamar al primer cochero que pasara, cuando quiso su buena fortuna que de la misma casa en cuyo portal se había refugiado saliera, abriendo un gran paraguas, su amigo el médico Peláez, especialista de las enfermedades de la nariz, y hombre caritativo, aunque gallego.
— ¿Qué haces aquí, querido Álvaro? preguntó a su amigo — Hola, Manuel, aquí estoy esperaná que aclare. ¿Qué camino llevas?
— Voy a la calle de San Juan a visitar a un senador vitalicio, que tiene la nariz obstruida.
— Pues me voy contigo y me dejarás en mi casa y la tuya, Huertas 29.
— ¡Ya lo creo! Con mucho gusto.
Como el médico era más pequeño que él, y era el que llevaba el paraguas, D. Álvaro tuvo que ir agachado y andando a pasos largos como el que va a cazar tigres; y hablando, hablando, hicieron el camino los dos excelentes sujetos.
— Mucho me alegro de haberte encontrado. ¿Cómo van tus negocios?
— Ya sabes que yo no tengo negocios. Continúo en el Ministerio, como siempre. Me paré en en veinticuatro mil reales. Mi vida sería la más feliz del mundo si tuviera lo bastante para vivir; pero no me alcanza, mi querido Manuel, no me alcanza.
— Está todo muy caro.
—Aquélla se empeña en que no casaremos a la niña si no vamos a todas partes, y, naturalmente, esto ocasiona gastos que luego producen disgustos; y como yo soy débil, y por darle gusto a la niña haría moneda falsa, te digo que me veo negro para salir adelante.
— Tu niña estará ya hecha una buena moza.
— Está hecha un primor, y además es tan inteligente, que te encartaría. Como nunca vienes a vernos...
— Sí que iré; pero ahora tengo un trabajo espantoso. Desde que se han convencido — y trabajo me ha costado — de que aquí no entiende de narices nadie más que yo, no sabes la clientela que he adquirido; pero iré, iré por ver a Carmela... la he conocido tan chiquita...
— Es un talento colosal. Toca el piano, que te digo sin vanidad de padre, que te hace llorar cuando le da la gana. Me ha salido poetisa, y hace unos versos encasillados...
— Endecasílabos, querrás decir.
— Eso; ya sabes que yo, como tengo tan delicada la cabeza, a veces equivoco los nombres; bueno, pues te hace unos versos encabísalos que ya se los piden para los periódicos. De charadas, no te digo nada, porque en cuanto le dices una sílaba te la saca. Pues se puso a pintar sin maestro ni nada, y chico, ha hecho un San Roque para la iglesia de Galapagar, que por cierto ayer lo hemos enviado por ferrocaril, ¡una cosa terrible! El perro está hablando. Y no creas que por eso deja los menesteres de su casa; porque ella planchar, ella guisar, ella flores de trapo, ella todo. Hoy mismo tengo un arroz a la valenciana, que me ha anunciado esta mañana, que si quieres comerlo verás cosa buena.
—Muchas gracias, querido Álvaro. Pues a una muchacha así no han de faltarle novios.
— Naturalmente; pero encerrados en casa como unos cartuchos...
— Cartujos, cartujos, Alvarito.
— Eso, cartujos: encerrados en casa no la colocaremos; y eso cuesta mucho. Vamos con frecuencia al teatro, a reuniones, porque todo el mundo la busca; y toca, y canta, y declama; alguna vez, para corresponder, tenemos que dar una comidita a personas de buen tono... en fin, obligaciones sociales que no se pueden evitar; y con seis mil pesetas con descuento no hay bastante, te digo que no hay bastante.
— Verdad que no.
— Así tengo yo la cabeza, que no puede conjugar el sueño.
— ¡Conciliar!
— Bueno, lo que sea.
— Pero dime, ahora con la gravedad de tu tío Juan....
Don Álvaro se detuvo, y una mujer que venía en dirección contraria a ellos les dio con su paraguas una acometida en el del doctor, que, a poco más, lo pasa por ojo.
—¿Qué dices de gravedad del tío Juan?
—¡Ah! ¿Tú no sabes nada? Yo lo he leído esta mañana en un periódico: no sé si en El Imparcial, ó en el mío.
— ¿Cómo en el tuyo?
— Sí, yo publico hace un año El Correo nasal una Revista dedicada a mi especialidad... en fin, ello es que en un papel impreso he leído esta mañana que D. Juan Pesetas había sido víctima de no sé qué accidente y estaba muy malo. ¿No reside en Villarrubia de los Ojos?
—Sí.
— ¿No es el ricachón célebre en toda la Mancha?
— Sí, sí, ese es.
— Pues a él se refieren, sin duda.
Don Álvaro temblaba bajo las ballenas. Su emoción era muy grande. — ¿De veras? exclamó. Es que eso sería para mí muy importante... ¡Corre, hombre, corre!
— Ya estamos llegando.
— Pues adiós, querido Manuel, yo corro a mi casa a decirle a aquélla la novedad... Apenas tiene importancia para nosotros lo que me estás contando. ¡Adiós, adiós!
— Adiós, querido Alvaro; ya iré a veros así que esté un poco más desahogado; porque ahora es la época de los forúnculos nasales, y no tengo tiempo de nada...
Y dándose un apretón de manos, se despidieron los dos amigos.
Don Álvaro subió de dos en dos los escalones de la casa, y dio un fuerte campanillazo, que inspiró a su señora este grito:
— ¡Catalina! ¡El arroz enseguida!