Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo VI
Capítulo VI
Llegados al pueblo, hizo el vicario una breve plática alabando la piedad de sus feligreses y exhortándolos para que concurriesen todos con el mismo objeto la semana venidera. Dispersose la gente, fuera de los curas vecinos y más eclesiásticos que tenían ese día mantel largo en casa de su huésped. De apacible genio y nada rencoroso debía de ser el señor vicario, cuando lejos de toda inquina, convidó con suaves razones a su vencedor; si no era que, conociendo su locura, le movía antes la compasión que el deseo de vengarse. Era regular hubiera entre las personas del concurso algunas más o menos instruidas en materias de caballería, puesto que, echando leña al fuego, le sacaban de juicio al aventurero con una furia de dudas y argumentos.
-¿Cree vuesa merced en esas cosas como en artículos de fe? -le preguntó un religioso cuya respetable gordura se le escurría un tanto por la jovialidad de su genio-: trabajo le mando de que me nombre algún autor católico que hubiese escrito esas historias como ciertas; ni podría citarme un solo caballero andante, sino de imaginación.
- «Lanzarote y D. Tristán,
- Y el rey Artús y Galbán
- Y otros muchos son presentes
- De los que dicen las gentes
- Que a sus aventuras van»,
respondió don Quijote. Y no se me dirá que Alvar Gómez de Cibdad Real hubiese sido pagano, ni historiador de poca fama. Duden vuesas mercedes de Esferamundi o del obispo Turpín; pero habrán de dar asenso a testigos como Santa Teresa, quien gustaba de la caballería, en términos que a su parecer eran cortos los días y las noches para saborearse con sus aventuras; y aun sucedió que muy de propósito compusiese un libro, cuyo argumento son las de un caballero famosísimo.
-Si nuestra madre Santa Teresa ha escrito jamás ese menguado libro -replicó el fraile-, él fue, sin duda, una de las causas de sus inquietudes y pesadumbres posteriores; mas nadie sostendrá que en tales nonadas se hubiese ocupado durante la madurez de su juicio y virtud.
-El gran Carlos V -dijo don Quijote- era lector infatigable de libros andantescos, y pudo renunciar la corona imperial, mas no prescindir de esas historias.
-El emperador las había prohibido -arguyó el fraile-; si él, por lo que tocaba a él, no hizo caso de su prohibición, lo hemos de atribuir a flaqueza, y como hombre, no le podían faltar. ¿Pero cuáles son los caballeros andantes que realmente han existido y hecho lo que de ellos se cuenta?
-¿Cuáles? -respondió don Quijote-; el Caballero de la Fortuna, el del Ave Fénix, el del Unicornio; don Amadís de Gaula, don Amadís de Grecia; Tirante el Blanco, Tablante de Pricamonte, Félix Marte de Hircania; don Cirongilio de Tracia, don Siloís de la Selva, don Briances de Boecia; Reinaldo de Montalbán, Esplandián, Galaor, el príncipe Rosicler, y toda esa gloriosa falange que por sus altos hechos vive en la memoria de las gentes.
-Si vuesa merced da por inconcuso cuanto de esos fantásticos personajes se refiere -dijo uno de los coadjutores- habrá de convenir asimismo en la existencia de los mágicos, nigromantes y adivinos, los gigantes y las gigantas, los jayanes y las jayanas de que están rebosando esos libros del demonio.
-¿Quién duda de todo eso? -respondió don Quijote-. ¿Qué fue Merlín sino un sabio encantador? ¿Qué Artemidoro sino un famoso adivino? ¿Qué Morgaina sino una incomparable mágica?
-¡Dios nos asista! -exclamó el fraile-. ¿Ahora va a probarnos vuesa merced que hasta las mujeres se han metido en esas herejías?
-Ni lo podían por menos -respondió don Quijote-; Morgaina, Urganda la desconocida, Hipermea, la dueña Fondovalle, Alcina, Melisa, Logistila. ¿Piensa vuesa paternidad que Onoloria, la sin par Oriana, Polinarda, Florisbella, la linda Magalona, la princesa Cupidea, la reina Ginebra y otras muchas no han existido real y verdaderamente? ¿Pues a quiénes amaron, por quiénes vivieron muriendo esos que se llamaron Lismarte de Grecia, Amadís de Gaula, Palmerín de Inglaterra, Esplandián, el valiente Pierres?
-Luego el fin de esa profesión no es tan católico -replicó el fraile en tono recalcado y zahiriente.
-Su fin es el desagravio de las doncellas ofendidas -dijo don Quijote-, el socorro de las viudas angustiadas, la humillación de los soberbios; su fin es acudir al menesteroso, levantar al caído, valer al indefenso. Si todo esto no es católico, ponga vuesa merced ahora mismo en entredicho el reino de la caballería, y príveles del agua y del fuego a sus campeones.
-Al contrario, señor caballero, si las aventuras son de las romanas, digo, de las apostólicas, no es imposible que yo abrace la carrera de las armas, en pudiendo haber frailes andantes.
-No sé -repuso don Quijote-; no me acuerdo haberlos hallado en mis viajes ni en mis libros.
-Ya le quisiera yo ver a fray Pancracio encambronado a lo barón de la Edad media -dijo un vejarro que comía a la esquina de la mesa-; si bien me temo que no hubiera peto ni ventrera para su persona. ¿Propónese llevar el coselete con todas sus piezas? Coraza, espaldar y brazales; escarcela y greba; capellina y yelmo con su respectiva visera; aindamáis la manopla de hierro: fuera en verdad cosa de ver.
-Y muy de ver, hermano Paco -respondió el flexible y avenidero religioso-. Pero ya el señor don Quijote me ha desviado de mi resolución: si no hay frailes andantes, me debo estar humildemente en mi abadía.
-Si ya no quisiere vuesa merced -dijo don Quijote- venirse conmigo a título de capellán, con cargo de ir absolviendo a los que yo fuere derribando. Pero ni esto se me acuerda haber visto en las historias; y lo mejor será siga adelante cada cual en su manera de vida y profesión.
-¿Luego vuesa merced no aprueba el modo de proceder de Carlos V, que deja a un lado el cetro del mundo, y se humilla y evangeliza hasta el extremo de pasar a un monasterio a llamarse fray Carlos simplemente?
-Si yo ganare un imperio, será para regirlo -dijo don Quijote-; y no por medio de privado ni valido, sino en persona.
-¿Se siente vuesa merced, señor don Quijote, con el numen y el tacto que se han menester para el mando de un gran pueblo? Cosa delicada es, señor: muchos reinan, pocos saben gobernar. El que se halla al frente de un imperio ha de saber gobernar; y en sabiéndolo, no ha menester palaciegos favorecidos que le desacrediten por una parte y le defrauden de su gloria por otra. La sabiduría en ninguna parte es más útil a los hombres que en el trono; y el cetro, o el poder, en ninguna mano está mejor que en la del sabio.