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Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XL

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Capítulos que se le olvidaron a Cervantes
Capítulo XL - Donde se da cuenta del famoso torneo del castillo
de Juan Montalvo
Capítulo XL

Capítulo XL

Cubierto de sus armas se echó afuera don Quijote, mandando a su escudero ensillar sobre la marcha a Rocinante. Una vez a caballo el valeroso manchego, se le vio comparecer en la liza, alto el morrión, calada la visera, gentil y denodado como el doncel de don Enrique el Doliente. Hallábanse ya los justadores en la arena, y el rey de armas les repartía el sol y el campo, divididos en dos cuadrillas, todos a cara descubierta.

-Quien quiera que seáis, caballero -dijo el juez del torneo a don Quijote-, obligado estáis a descubriros, porque tal es la condición de la batalla.

-Soy contento de ese capítulo -respondió don Quijote; y alzando el encaje puso de manifiesto su rostro largo y enjuto, con aquel su bigote sublime que consistía en ocho pelos de más que mediana longitud. Echó en torno suyo una mirada soberana y fue reconociendo sucesivamente a los campeadores. El primero que se le ofreció a la vista fue Gaudencio Calderara Musolungo, caballero milanés, montado en un soberbio alazán que con ojos sanguíneos y feroces estaba pidiendo entrar en combate. Vestía este caballero calzas atacadas, jaqueta de grana sobre el jubón, ostentando en las vueltas un camisón de bordados primorosos. De su cinto pendía una larga vaina de metal blanco, que chacoloteaba contra el estribo en sonoros, marciales golpecitos. Mostrósele en seguida Jacques de Lalain, uno de los más preciados justadores franceses; y luego el más preciado de todos, Beltrán Claquin, Guesclin o Duguesclin, que todo es uno. Gobierna éste un bridón castaño obscuro, de canilla negra y ancho casco, crin revuelta en pomposo desorden, cola prendida en el anca a modo de penacho, atusada militarmente; jaquimón, petral y grupera de grandísimo precio por las chapetas de oro con que están taraceados. El broquel del señor Duguesclin trae empresa y mote, cual conviene a los caballeros provectos, con las armas de Francia, pues el dicho caballero representa a esta nación en el torneo. Sobre su calzacalzón de raja se descuelgan las faldas de la loriga, cuyas láminas están despidiendo mil diminutas centellas, según que varían de viso con los movimientos del belicoso caballo.

Vio luego al inglés Jeremías Oberbory, rígido caballero que manifiesta su adustez, bien así en la persona propia como en la montura, sin más adornos que los de la sencilla naturaleza, la cual enamora de suyo y prevalece cuando es fuerte y grandiosa. Reconoció después a los alemanes Boukebourgo y Exterteine; a los españoles Alfarán de Vivero y Mosén Diego de Valera; al portugués Late Jiménez de Oporto, gran señor que llena la plaza con su entono, haciendo quiebros sobre un cuatralbo hermoso. Las armas de este lusitano son sinoples, sinople igualmente su vestido, sin más que una pluma azul en el capacete a modo de graciosa disonancia.

Ofreciose luego a la vista de don Quijote Juan de Merlo, caballero en un corcel de mediana alzada, no muy gordo, negro como la cola de armiño, cuyos ojos despiden llamas. Este paladín se encontró de vista con el de la Mancha, y al ojo se concertaron los dos para combatirse.

Vio en seguida un moro a la jineta, arrogante por demás en su apostura, que todo lo miraba como señor natural de vidas y haciendas. Es el rey Gradaso, quien trae a Durindana colgando de un talabarte de cuero de lobo marino. El soberbio pisador de este pagano es blanco: sus ancas desaparecen bajo una gualdrapa carmesí, paramentada de argentería morisca, y gruesas borlas de entorchados de plata bajan hasta los corvejones. El jinete lleva sobre los hombros un capellar sujeto al cuello con un gafetón de oro, y está sofrenando a la continua a su fogoso animal que solicita la batalla con grandes manotadas que da en el suelo, resoplando belicosamente.

El barón Ornobasso de Caprino hace armas con nombre de «El caballero de las Tinieblas»: dos alas negras, abiertas sobre el escudo de fondo azul con veros blancos, son la empresa. El mote: Muor mentre se lieto.

Timoteo Ghirlandayo Montelupo tiene parte en la jornada bajo el nombre de «El caballero de la Esperanza». Verdes son sus armas; la empresa de su escudo, un árbol con gruesos pomos amarillos; al pie del árbol, una zorra que está mirando hacia arriba. El mote dice: Eh, quando sia quel giorno!

Francesco Eremitano Pietrasanta, alboloñés de pro, monta un caballo árabe, cuyo cuello está erguido como el de la jirafa. Nació este noble bruto en los campos tartéseos de una yegua de esas que conciben del céfiro y dan hijos veloces como el viento. Francesco Eremitano Pietrasanta se denomina «El caballero del Triunfo». Sus armas son gules; su broquel tiene por empresa un león que está sesteando a la sombra de una palma; el mote reza: Sodi tu che vinci.

Entre los caballeros franceses reconoció además don Quijote a Jacques de Xalán. Las armas de este paladín son jaldes como las de Laucareo, esto es, amarillas, el color de los celos y la desconfianza: la empresa, una ninfa de dos caras: el mote: Bien fol est qui s'y fie.

Alfarán de Vivero y Mosén Diego de Valera montan cada uno un gran tordillo cuyo pecho tiembla cual provocativa cuajada. La cerviz forma un arco robusto; la crin, repartida en dos mitades, cae a un lado y otro, larga y abundosa; las manos son negras hasta las rodillas; el casco, limpio, ancho; la cola, crespa, larga hasta la tierra. Los dos españoles hacen armas con una misma empresa, dos gemelos unidos por un vínculo de oro. El mote es: Honni soit qui mal y pense.

Otros señores había en el palenque, pero don Quijote no se detuvo a mirarlos, satisfecho de tales adversarios cuales había visto uno por uno. El rey de armas y los mariscales dividieron los bandos, mantenedores aquí, aventureros allí, arrostrados con silencioso denuedo hasta cuando se oyese la señal de acometer. La señora doña Engracia de Borja y don Prudencio Santiváñez habían hecho lo posible por evitar semejante juego; pero don Alejo y sus amigos se empestillaron en que se había de llevar adelante la demostración guerrera, y no hubo forma de cambiar el reporte con otro menos peligroso. Cuando don Alejo de Mayorga quería una cosa, la quería fuertemente, como Marco Bruto. Sus pretensiones se mostraban a sus padres o sus tíos con ruegos y caricias, pero ruegos y caricias de consistencia tal, que no dejaban resquicio a la contradicción. Doña Engracia había propuesto se dispusiese un sarao en vez del torneo: su sobrino resolvió el sarao tras el torneo. No hallando modo la señora de frustrar ese temible alarde, puso a lo menos el artículo de que ninguno de los justadores había de usar de sus armas propias, sino de las que ella les proporcionara. Mandó, pues, hacer unos rejones que sirviesen de lanzas, y aun esos con zapatilla, a fin de evitar el derramamiento de sangre. Las señoritas tomaron sobre sí el adorno de las armas, y las adornaron efectivamente con cintas de colores varios, distinguiéndose cada una según la solicitud de su corazón y la osadía de su voluntad. Hallábanse todas en un tablado construido al propósito, y a cual más puesta en orden, servían de estímulo al valor de los combatientes.

-Caballero -dijo el rey de armas, llegándose a don Quijote-; no es de buena caballería servirse de armas superiores a las del enemigo: tenido sois de arrimar la vuestra lanza formidable y proveeros de una igual en un todo a la de los otros campeadores.

-Así es la verdad -respondió el hidalgo-: no se dirá que don Quijote de la Mancha salió con la victoria merced a la superioridad de las armas. Rugero echó en un pozo el escudo encantado que le había servido para vencer a tres andantes; no usaré yo, por tanto, de esta mi buena lanza. A ver acá la que se me destina, que para el buen campeador todas son unas.

Y tomando el rejoncillo que se le presentaba, lo requirió despacio, y dijo:

-Por mi vida, caballeros, gran ridiculez y mengua será que tales hombres cuales aquí nos vemos depongamos nuestras armas por estos bolillos de vieja. Echadme acá una almohadilla de salvado por escudo, y las gafas verdes para complemento de la armadura. ¿Vamos a correr sortija o a dar una batalla?

-Para el buen paladín toda arma es buena -respondió el rey Gradaso-. Yo juro por Mahoma y su alfanje de dos hojas llamado Sufagar, envasaros con este que llamáis bolillo de vieja, de tal suerte, que entrándoos él por los espacios intercostales, os salga media vara por las espaldillas.


-Passa il ferro crudel tra costa e costa,
É fuor pel tergo un palmo esce di netto,


dijo Michele Papadópoli, señor de la Punta de La Motta, y añadió:

-Yo hago el mesmo juramento, con la adehala de sacarle uno de sus riñones en la punta de mi bolillo.

-A mí me bastará un mondadientes para sacaros todos los vuestros -respondió don Quijote-. No gastemos prosa y vengamos a las manos, si no sois malos y falsos caballeros.

Aventose el rey Gradaso sobre don Quijote, diciendo en alta voz:

-¡Don follón y mal nacido, pagar heis con la vida esta insolencia!.

Juan de Merlo se interpuso y dijo:

-Nadie sea osado a usurparme lo que a mí solo me pertenece y atañe: tengo ofrecida al diablo el alma de don Quijote, y mi promesa he de cumplir aunque huya él y se esconda en las rendijas del infierno.

-¡Deteneos, paladines! -gritó Brandabrando, tirándose adelante-. Desde muy antes de ahora me debe la vida este caballero, que se la vengo perdonando diariamente por pura conmiseración. Mas llegado es su día y acaban todas las cosas para él, que ya es demasiado compadecer a tan mortal enemigo.

-Eso sería donde no estuviese Duguesclin -dijo éste abalanzándose a la lid-. De fuero se me debe la batalla, pues nada más corriente que el restaurador de la caballería francesa las haya con el de la española. Os intimo, caballeros, que os hagáis atrás dejándome barba a barba con tan poderoso contrario.

-En buenhora sean venidos todos éstos -dijo don Quijote- a quienes, si no fuera amenguar mi acción y aplebeyar la victoria, llamaría de cobardes y alevosos.

-Yo solo he de castigar este desaguisado -dijo Late Jiménez de Oporto, echándose al centro de esa belicosa muchedumbre-. No estoy hecho a sufrir semejantes alusiones, y así me hieren los insultos comunes como los personales. ¡Oh, mi señora Rosinuña de Lisboa, agora me amparad y me acorred y me creced el corazón, para que yo saque a la luz del mundo la sandez y e atrevimiento del que no reconociere y confesare la supremacía de la vuestra fermosura! Mirad por vos, mal caballero, o sois muerto sin confesión.

-Vos sois quien la necesita -respondió el manchego, y abrió la batalla con un tajo tan desmedido, que si el arma fuera un alfanje, allí quedara el portugués para la huesa. En esta sazón los farautes soltaron las bridas y gritaron:

-¡Legeres aller, legeres aller, é fair son deber!.

Y rompiendo las trompetas en una entonación guerrera, principió esa escaramuza, que no le fuera en zaga a las más famosas de los tiempos caballerescos. Hacía mucho que don Quijote de la Mancha tenía olvidado que todo era puro simulacro, y se andaba por ahí en medio de la folga repartiendo golpes a Dios y a la ventura, con tal ardimiento, que iba sacando de sus quicios a los mantenedores, los cuales principiaban a volver palo por palo, y muy de veras.

-¿Dónde está ese rey Gradalso? -decía-; y vos, hermano Papadópoli, ¿por qué os metís entre los vuestros? ¡Mostrad la cara, Juan de Merlo, vencedor en tantas justas!.

Y menudeaba fendientes y reveses tan bien asentados, que más de cuatro paladines tenían ya sus burujones en la cabeza, a pesar del yelmo, si bien éste era de la propia fábrica y hechura del de don Quijote. Los más estropeados, que eran Late Jiménez de Oporto, Juan de Merlo, el rey Gradaso y Michele Papadópoli, empezaron a mostrar su cólera, arremetiendo y parando con enojo manifiesto. El juez del torneo vio que la cosa olía a chamusquina, saltó al palenque, y echando el bastón a la arena, declaró concluida la batalla. Como en don Quijote nada podía más que los usos y reglas caballerescos, fue el primero en contenerse. Bien quisieran los otros asentarle algunos porrazos de adición; pero como ya él no mostraba acometer, todo golpe hubiera sido caer en mal caso y en una nueva cólera suya. Paráronse los campeadores sofrenando a los corceles que bailaban cubiertos de espuma en un bélico jadear muy del gusto de don Quijote, quien tenía por suya la victoria. Es evidente, por lo menos, que ese día repartió muy buenos palos, llevando también algunos de primera clase. Apeados todos y retraídos en sus aposentos a descansar y curarse los chichones, doña Engracia envió a nuestro caballero una chaquetilla de terciopelo verde con briscados de seda y una escarcha de plata muy bien distribuida. No regocijó tanto al noble manchego esta fineza, cuanto el presente que después le trajo una doncella cuyo embozo dejaba ver apenas la pupila rutilante. Era el obsequio un pañuelo no más grande que un lavabo, con bordaduras, en medio de las cuales se estaba exhibiendo un corazón herido de una flecha. Al pie de este hermoso emblema, en caracteres rojos, el nombre de su dueña: «Secundina». Tuvo el trapo don Quijote por pañuelo de finísima batista, y llevado del agradecimiento buscó en la faltriquera una onza de oro con qué regalar a la joven Quintañona; pero ni él la halló, porque no la había guardado, ni la muchacha diera tiempo, según huyó veloz por esos corredores.

-Mira si nos quieren bien, Sanchito -dijo a su escudero-, y si nos envían corazones heridos de saetas.

Sancho Panza admiró escandalosamente la buena fortuna de su amo, y le enteró de que el castillo estaba rebosando en sus alabanzas.