Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XLI
Capítulo XLI
-Ignoras quizá -dijo don Quijote a su escudero, aludiendo al regalo de doña Engracia- que el propio honor alcanzó Gutierre Quijada después que hubo hecho armas con Miser Pierres, señor de Habourdín, bastardo del conde de San Polo. Pagado de su gallardía el duque de Borgoña, juez de la justa, le llevó a comer, le puso a la derecha, y luego le envió a su aposento un vestido de muchas orfebrerías aforrado de pieles de garduña. Otro tanto hizo el rey de Bohemia con don Fernando Guevara, cuando éste venció en la ciudad de Viena a Miser George de Bouropag: enviole un joyel de gran precio «y dos trotones muy especiales», como lo puedes ver en la Crónica de don Juan II, donde más largamente se contiene. Unas veces ofrecen los reyes mantos de púrpura a los vencedores; otras, túnicas de brocados de tres altos; otras, vajillas de oro de muchos marcos. El toque está en merecer cualquiera de estos regalos, amigo Sancho Panza. ¿Has visto cuál puede ser esa amable Secundina? Según pienso y entiendo, después de Dulcinea, no hay otra más hermosa en el mundo. Fíjate en esa mano, en la cual no sabe uno lo que admirar más, si la pequeñez, si la blancura, si la suavidad, si la gracia con que se mueven y juegan esos dedos coronados de sonrosadas uñas.
-La de mi señora Dulcinea no era tan mona -respondió Sancho-, sino como un aventador y más que medianamente carrasposa. Los dedos gruesos, pero no muy largos: en la uña del pulgar se pudiera ver la cara un gigante, sin la roña que la cubría.
-Tú sabes -replicó don Quijote- que Dulcinea estaba encantada cuando la encontramos: aunque por dentro era ella, por fuera parecía una grosera labradora. ¿Mas cómo dices eso cuando el encanto no obraba sino para mí y tú la viste en su propia forma, puesto que la conociste?
-Para mí no estaban encantadas sino las manos, señor don Quijote, habiendo querido el maligno encantador echar sobre el amo toda su malicia, y sobre el criado una parte de ella.
-Tus jocosidades no siempre tienen la sal en su punto, maleante y sofístico escudero -dijo don Quijote-: al que le encantan le encantan de pies a cabeza, con manos y todo; y al que le apalean le apalean sin poner aparte ninguno de sus miembros, según lo puedes ver por tus ojos y sentir por tus costillas. ¿Ni en las ocasiones más propias para demostrarme el respeto que me debes, has de dejar de ponerme por delante tu necedad o tu superchería? ¿Quieres que las uñas de mi señora Dulcinea sirvan de espejos donde se miren gigantes, como Polifemo, cuya cara no alcanzaba a reproducirse sino en el mar? ¿Y su mano es ancha como un aventador, monigote fementido? ¿Y áspera, no carrasposa, baratero? ¿Y sus dedos rehechos y ñudosos, espía de ladrones? ¡Yo os haré ver que el ancho, ñudoso y carrasposo sois vos, señor tunante.
Y le hizo ver, en efecto, eso y algo más con un gentil porrazo en la cabeza.
El bueno de Sancho estaba muy hecho a llevar palos; pero cuando se los daba su señor, venía como a resentirse, con decir que de ese modo le pagaba sus servicios; Sancho Panza era humilde; su amo, de buen natural y generoso: de amo a criado nunca hubo más de palo y medio, y cuando más llegaron a dos. Era de condición el caballero, por su parte, que, pasada la cólera, de buena gana hubiera abrazado a su escudero, y en haciéndole un grave daño habría vertido lágrimas. Hay hombres que se inflaman y caen sobre los que los irritan: la pólvora no es más violenta; pero son capaces de resarcir con la camisa de sus carnes los golpes que acaban de dar. Me atengo al hombre volado que se enciende a cada instante, y no al aborrecedor sombrío que oculta la cobardía tras la calma y está haciendo fermentar la venganza debajo de la paciencia.
-Murmura de mí, bellaco -dijo don Quijote-; omite el cumplimiento de tus deberes; escóndete el rato del peligro; reclama el botín de guerra como cosa tuya; mas no pongas tu lengua viperina en la señora a quien yo sirvo, porque te he de matar. ¿No sabes, mal nacido, que las damas de los andantes, por fuerza han de ser conjuntos de perfecciones, mujeres aparte, creadas ex profeso para ser queridas y servidas por estos que nos decimos y somos andantes caballeros? ¿Quieres que la principal, la llamada sin par por antonomasia, tenga las manos y las uñas que dices, cuando nada pone más de manifiesto lo ilustre de la sangre que esa nobilísima parte del cuerpo humano? Ahí tienes a Oriana, ahí a Carmesina, ahí a Polinarda, ahí a la reina Bricena, ahí a la linda Magalona: mira si son manos de aventadores las suyas, o manecitas admirables, azucenas por el color, jazmines por la pequeñez, terciopelo por la suavidad, y saca por ahí lo que deben ser las de Dulcinea. Cuando se las viste como dices, no estaban ellas encantadas, sino tus ojos obscurecidos con telarañas, basura y otras inmundicias. De hoy para adelante, señor bueno, so pena de la vida, habéis de pensar y creer que no hay en toda el haz de la tierra princesa, reina o emperatriz que tenga mano más pulida, limpia y graciosa, ligera y bien proporcionada, que Dulcinea del Toboso.
-Más vale mala avenencia que buena sentencia, señor don Quijote -respondió Sancho-: con vuesa merced no tengo pleito. Pensaré y creeré de bonísima gana lo que vuesa merced dice; pero llanamente, como a mí se me entienda, y no por antimonasia ni otros rodeos, porque todo lo echaré a perder. Cosa del diablo fue el haber yo visto así a mi señora Dulcinea: prometo verla en lo adelante con mano de azucena, pie de lirio, boca de alabastro y más finezas concernientes a las señoras andantes.
-La belleza requiere que los labios sean sonrosados -volvió a decir don Quijote-; cuando se te ofrezca delinear un difunto, puedes servirte del alabastro para la boca.
-Y cuando a vuesa merced se le ofrezca poner en alguna parte el cabo de su lanzón, no busque la persona de quien le quiere bien, para echarlo ahí como si lo hiciera adrede. Sin haber sido del torneo he sacado mi ración en la cabeza, mi aflicción en el corazón.
-Y guárdate de la quitación -respondió don Quijote-, la cual puede ser de más consideración, por la sencilla razón de que un baladrón como tú, que no pierde ocasión de manifestar su mala intención respecto de la dama de su patrón, trae la cabeza en continua disposición de recibir sobre ella el asta de mi lanzón. Tú eres gente de ración y quitación... Pero no haya más; y desdoblando la hoja, dime: ¿Se te trasluce cuál de las infantas del castillo es la que ha puesto en mí los ojos? Corazón herido de saetas, corazón apasionado, Sancho. A tales arbitrios suelen acudir las doncellas de pro, a fin de insinuarse con los caballeros cuya imagen tienen en el pecho; y la mensajera es parte esencial de los amores: testigos, la dueña Quintañona, Darioleta, Floreta, Placerdemivida, la viuda Reposada y otras. Ayúdame a descubrir a esa misteriosa enamorada, si bien ella misma tendrá buen cuidado de darse a conocer, pues amor que da la seña no tardará en llegar. Esta pasión sublime obra como el fuego, Sancho: su alimento es el aire, tira siempre hacia la luz; y aunque a veces arde escondida, no hace sino tomar cuerpo en la obscuridad; luego se la ve romper hacia afuera y esparcirse en grandes llamas. Los ojos son ventanas del alma, dicen; son también tirabuzones, amigo Sancho: como vea yo reunidas a las princesas, de una mirada le arranco su dulce secreto a esta bella Secundina.
-Una vez descubierta, ¿qué piensa hacer vuesa merced? -preguntó Sancho.
-Nada -respondió don Quijote-: ¿parécete que sería digno de mi lealtad ponerme a sacar en limpio secretos de doncellitas melindrosas? Bueno fuera andar correspondiendo a todas, cuando con ser sabedor del achaque amoroso de esta divina incógnita me parece que ofendo y pospongo a la sin par Dulcinea. Lo que ahora ocupa mi ánimo no es la cuita de esa doncella, sino el acabar de una vez con el rey Gradaso y hacer del todo mía la deseada Durindana. ¿Qué suerte habrá corrido el moro? Si mal no me acuerdo, le descargué encima tal mandoble, que será maravilla no le haya dividido hasta el suelo, con caballo y todo.
-Él fue -respondió Sancho- el que viendo por tierra su cabeza se agachó, la tomó y la besó, con mucho amor, en la mejilla. Las baladronadas del jayanazo, señor, nos daban mucho que temer por la vida de vuesa merced; pero, como dicen, gato maullador, nunca buen cazador. Bien muerto está: ni me debe, ni le debo. Duerme Juan y yace, que tu asno pace; y el muerto a la fosada y el vivo a la hogaza.
-Mal ajeno de pelo cuelga, Sancho -dijo don Quijote-: sigue adelante en tus refranes; camino llevas de agotar, no solamente la colección de don Íñigo López de Mendoza, sino también las de Mosén Dimas Capellán, el Racionero de Toledo, y el Pinciano, o sea el Comendador Griego. No olvides los retraeres del Infante Juan Manuel, ni los adagios que las viejas dicen al fuego, del Arcipreste de Hita. Si en vez de ese hormiguero de adagios y refranes te hubieras metido en la cabeza algunos preceptos relativos a la caballería andante, el día de hoy te hallaras en potencia propincua de ceñir la corona real. Pero yo tengo mis barruntos de que con tu modo de hablar estomagas y enojas a los encantadores, quienes están retardando cuanto pueden el fausto acontecimiento de mi propia coronación. Ahora dime, pedazo de estuco, ¿se te entiende cachiforrarme con la pamplina de la cabeza de Gradaso? Deja que yo te eche al suelo la tuya, y como aciertes a besarte tú mismo en la mejilla, aquí te armo caballero, y de camino te doy el título de sumiller de la Cava, sin contralor que revea tus actos ni te llame a residencia. Si estoy en lo cierto, San Dionisio fue quien tomó del suelo su cabeza y la besó, después que un esbirro se la hubo echado abajo. Tú no has oído campanas, y aplicas mal y por mal cabo a los acontecimientos actuales tus confusas reminiscencias. Déjalas dormir en el endiablado revoltijo de tu memoria y no me batanees con tus necedades. Si a dicha tiene aún el circasiano la cabeza sobre los hombros, nada habrá perdido por haber esperado.
Salió don Quijote en demanda de Gradaso, cuando ya no había más Gradaso que don Alejo de Mayorga, quien se andaba por ahí hirviendo entre los suyos.
-Caballeros -preguntó-, ¿sabréis decirme en dónde para aquel soberbio rey del Asia con quien me combatí ahora ha poco?
-El señor Gradaso barruntó, sin duda, las nuevas intenciones de vuesa merced -respondió el conde de Mayorga-, y se ha puesto en cobro a pesar de sus heridas. Una de a jeme en el pecho, señor; otra en la cabeza, abierta por la comisura, desde la orilla de la frente hasta el occipucio, pasando por el sincipucio. Otra en la garganta, por donde podía entrar y salir un cocodrilo.
-¿Hacia dónde y cómo huyó el moro? -volvió a preguntar don Quijote.
-Hacia el Oriente, señor, en una jirafa que hendía el aire como un sacre. Creo yo que la fuga la tomó por su cuenta una sabidora llamada Zirfea, quien se lo llevó a curarle las heridas en los montes de la luna.
-Esta es la costumbre de los encantadores que me persiguen -dijo don Quijote-: hurtarme el enemigo a quien tengo a punto de muerte, Pero ya veremos si el señor Gradaso muere o no a mis manos, con jirafa y todo. Ahora sepamos lo que mandáis, señores, que me parto.
-No diga tal vuesa merced -respondió el conde de Mayorga-: las damas no tienen otro empeño que el de festejar a vuesa merced esta noche con un baile que para el efecto están disponiendo. Verá aquí la flor y nata de la caballería, portentos de hermosura y prodigios de habilidad en la danza.
-¿Eso hay? -volvió a decir el caballero-: no quiera el cielo que don Quijote de la Mancha falte a la cortesía, rehusando el obsequio de tan hermosas y principales señoras.
Y se quedó una noche más en el castillo, para satisfacción de Sancho Panza y gusto de los estudiantes.