Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XLII
Capítulo XLII
Las damas del castillo, con todos sus alfileres, estaban fulgurantes esa noche; los jóvenes, de tiros largos, y don Quijote de la Mancha metido en sus gregüescos, secas, estiradas las piernas, y un tanto quebradizas; con una cara de santo por lo flaco, de vista en cuchara por lo prolongado, de emperador por lo grave y señoril. Buena cuenta con no reírse tenían las señoras; pero así como el hidalgo volteaba las espaldas, no había contener la que les atormentaba el pecho. Graciosas e invencioneras las muchachas, no les faltó arbitrios para ilusar a don Quijote, tomando, a imitación de los justadores, nombres altisonantes y caballerescos que halagasen sus oídos. Alda de Sansueña es una joven de singular hermosura, que llama la atención, por la cabellera especialmente, rara en el color como en el caudal, y por el donaire con que la trae derramada sobre los hombros y la espalda en gruesos chorros. Nuestra madre Eva no cultivó más linda mata de pelo, ni con el suyo se hubiera rodeado y cubierto los blancos miembros tanto como esta Alda de Sansueña, la cual en verdad no se llama sino Elena Cabanillas.
A su lado está Lippa de Boloña, obscureciendo a su compañera con la luz de esos ojos que resplandecen cual dos carbunclos negros. Ésta lleva traje de raso blanco con largos torzales de hilo de oro, salpicada la chaqueta de estrellitas azules; la chaqueta, por donde quieren escaparse las dos gordas palomas retenidas apenas en su cárcel.
-Elena -dijo a su amiga a media voz-, ¿te casaras con don Quijote?
-No digo que no, como tú te casases con Sancho: así vendrías a llamarte Jóvita Ponce de Panza.
-¿Y el de León dónde me dejas?
-Ponlo al fin y serás Jóvita Ponce de Panza de León.
-No suena tan mal como de burro, ni tan bien como Elena Cabanillas de la Mancha -concluyó doña Jovita, y se echaron a reír las dos hermosas.
Lida Florida, señora de Cambalú, sigue a Lippa de Boloña en ese coro de ángeles femeninos. En otra cosa consiste su belleza que en lo vivo de la mirada y en lo activo de las maneras: sus ojos son azules, cargados de tan poética melancolía que harto dan a conocer una tierna pesadumbre. Deslumbrara la blancura de su tez, si no acudiera la sangre a sus mejillas y las pusiera como bañadas de rosa. Cuando se ruboriza esta joven, una llama divina desciende del trono de las Gracias y la hace arder en las más delicadas sensaciones.
Viene en seguida Oliva de Sabuco, niña tan alegre y picotera como apacible y silenciosa la enamorada Lida. Mas a su izquierda tiene una buena pareja, porque en el reírse, el moverse y el hablar no le cede una mínima la señora Chimbusa. ¡Chimbusa! ¡Y cómo le hacía bailar en la uña al mal aconsejado que se llegaba a requebrarla! Sólo don Alejo de Mayorga tiene el aguante necesario para no sucumbir a esas carcajadas en las cuales resuenan el desdén, la fisga, el sarcasmo, porque la tal Chimbusa es de las que hacen algunas víctimas antes de serlo ellas mismas, y Dios sabe de qué tonto! No es tan tierna que no debiera tener un cariño, por no decir dos; pero se había propuesto no amar a nadie, y hasta entonces se estaba saliendo con la suya, bien por dureza natural de corazón, bien porque el capricho labraba cierta insensibilidad facticia que la mantenía en sus trece. ¡Pobre Chimbusa!... El amor tardío suele mostrarse de repente con toda su madurez: en llegando su fermentación a lo sumo, revienta sin dar lugar a nada. Estas pasiones son las temibles: toman de sorpresa, exigen, ejecutan y muchas veces dejan en tiempo limitado tristes despojos de la que se prometía larga edad florida. Mejor es amar desde un principio, poco a poco, si puede ser, para ir acostumbrándose a la enfermedad de los dioses, sin hurtar el cuello al yugo de ese pequeño rey absoluto, a cuyo imperio no hay quien se sustraiga.
-Marqués -dijo la señora Chimbusa al de Huagrahuigsa, que se asomaba por ahí-, gustaría yo de ver bailar a don Quijote. Oliva se ofrece a darme esta satisfacción sirviéndole de pareja. Sea vuesa merced servido de transmitir este deseo al caballero andante.
-¡No hay tal! -respondió doña Oliva de Sabuco-; Petra es la empeñada en bailar con él: yo no quiero sino ver un pie de jibado a estos dos elegantes. Don Quijote y Chimbusa, el uno para el otro.
Y soltó una sonora argentina carcajada, que llenó de armonía la sala. El marqués se tuvo por muy dichoso de hallar pronta escapatoria, so pretexto de ir por el hidalgo, pues le huía a esta Chimbusa como a Judas. Y no porque no le tuviese notable afición, siendo como era la bellaca fea de tal naturaleza que se la hubiera llevado sobre cuatro bonitas. El marqués tenía para sí que era correspondido con usura; mas satisfecho de ser amado a la distancia, y vivamente deseado por la dama, dejaba para mejores tiempos el coronar su dicha (la de ella).
La linda Magalona y Floripés estaban juntas, y ante ellas don Quijote, hincada una rodilla en tierra, empeñadísimo en aludir a los amores caballerescos de estas enamoradas princesas.
-Güi de Borgoña -dijo a Floripés- ha sido siempre un buen caballero, tan digno de ser esposo de vuesa merced, como amigo mío, por la constancia y el valor con que defendió la torre donde fue acogido por vuesa merced, junto con los otros pares de Francia. ¿En dónde para el día de hoy tan famoso caballero?
-Nos hemos reconciliado con mi padre el Almirante -respondió Floripés-; mi marido y señor se fue no ha mucho a verse con él en Guirafontaina, de donde le esperamos antes de un año. Si vuesa merced nos favoreciese con permanecer unos once meses en este castillo, el señor Güi, mi esposo, tendría mucho gusto de conocer al tan nombrado don Quijote de la Mancha.
-Once años me quedara -replicó el caballero- por estrechar en mis brazos a tan famoso paladín y tan buen enamorado, si las obligaciones de mi profesión no urgieran por la partida.
Aquí rompió la música, y los jóvenes se tiraron al centro, cada cual con su compañera. Loco era don Quijote y muy loco en ciertas cosas; advertido, empero, hasta sabio en otras: no bailó ni le pasó por el pensamiento el buscar pareja, y se rehusó con vigor a las excitaciones de los pisaverdes. La gravedad de su estado, la circunspección de su edad le hicieron mantener un porte digno; y mientras bailando a todo su poder se hacían pedazos los mancebos, él se dejó estar en una esquina de la sala, grave, alto, casi adusto.
Cintia de Guindaya, señora de elevada estatura y admirables proporciones, no se manifiesta visiblemente gorda; pero la imaginación de los que la contemplan sabe si son redondos, maravillosamente torneados esos miembros, cuya rubicundez no se detiene sino en el blanco leche de ese divino cuerpo. Cintia baila como Diana, garbosa y púdica, con empeño, pero con modestia. De ella no hubiera dicho el antiguo poeta latino: «Sempronia baila mucho mejor de lo que conviene a una mujer juiciosa y honesta».
Cintia de Guindaya pasó a la vista de don Quijote, deslumbrándole como un relámpago; y en efecto, era tan bella, que el bueno del hidalgo estuvo a pique de tenerla por su señora Dulcinea del Toboso, cuando no era sino una cierta Estela Montesdeoca.
Tras ésta vino Prusia Fincoya, morena de infernal hermosura, que había dado en qué merecer a más de un pretendiente a su mano. Digo infernal, porque se la amaba de prisa y con furor, sin esos preliminares de las pasiones comunes, afición, tristeza, vaga esperanza y más afectos indecisos que el corazón experimenta cuando se ha de amar con mesura. Agravio hubiera sido para la tal Fincoya quererla de ese modo: ella prende un vivo fuego en el cual es preciso consumirse. Súplicas fervorosas lágrimas ardientes, pasos inconsiderados; celos, iras, desesperaciones, locuras y suicidios: tales son las ofrendas que se han de depositar en las aras de ese ídolo tan perverso como hermoso.