Carlo Lanza/En Buenos Aires

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
En Buenos Aires.

Una vez en camino y seguro de que el único interesado en su viaje, el dueño del hotel, ni siquiera lo habria sospechado, Carlo Lanza recobró todo el buen humor que habia perdido momentáneamente y se trasladó al comedor, donde ya estaban reunidos los demas pasajeros.

Vestido correctamente el jóven y con su presencia simpática, al momento trabó relacion con los pasageros que le pareciéron mas respetables y de mejor posicion.

Y volvió á resucitar su historia de grandezas, diciendo que era un capitalista italiano que venia á estudiar á Buenos Aires para ver si se podia establecer algo de notable respecto á comercio.

Y con este motivo volvió á su fiebre de adquirir informes respecto á todas las cosas, obteniéndolos magnificos para los planes que llenaban su cabeza.

Buenos Aires presentaba una oportunidad brillante, segun le decian, para las empresas de gran capital.

Acababa de salir de una epidemia tremenda que habia postrado su comercio, el dinero andaba escaso y no habia quien se arriesgara á una especulacion séria.

—Yo me hubiera establecido en Montevideo, donde he pasado unos pocos dias, decia Lanza, pero no es ese el país que yo he pensado ni el que me conviene.

Aquí la mayoria de la poblacion extrangera es española y la mayor parte de su comercio se hace con la España.

La base de mis operaciones está en Italia, y entónces necesito fijarme en un punto donde el comercio con Italia sea relativamente fuerte.

—Pues entónces nada mejor que Buenos Aires, le dijéron, allí el comercio con Italia es muy fuerte, porqué en Buenos Aires tiene usted cien mil extrangeros, de los cuales sesenta mil son Italianos, estando la mayor parte de estos dedicados al comercio en pequeña y grande escala.

Fácilmente encontrará usted con quienes entenderse respecto á negocios, porqué hay casas italianas muy fuertes y muy bien tenidas.

Carlo Lanza encontraba comprobados ventajosamente todos los datos que tenia respecto á Buenos Aires y alentadas todas las esperanzas que habia concebido.

Decididamente su fortuna estaba en Buenos Aires, aunque su situacion respecto á fondos era sumamente precaria.

Toda aquella noche pasó Carlo Lanza en gran conversacion con unos cuantos pasajeros que venian encantados con su persona y su trato.

A la madrugada fondeaba en Buenos Aires el «Rio de la Plata,» y Carlo Lanza llegaba al tan ansiado punto de su destino.

Hizo un paquete con las ropas que se habia quitado á bordo y que constituian todo su equipaje y esperó tranquilo la visita, pues le previnieron á bordo que antes que la Capitania del Puerto pasara su visita, ningun pasajero podia bajar.

Aquí volvió á asaltarlo un nuevo temor que lo puso en el mas amargo desasosiego.

Podrian haber avisado su viaje por telégrafo pidiendo le echaran el guante á la llegada, y esto era un peligro en el que no habia pensado y que no por esto era ménos real.

Pero llegó la visita y se volvió sin haberlo molestado ni nombrado para nada, por lo que se dió por feliz, desechando toda clase de temores.

No pudo ser mas agradable la primera impresion que recibió Carlo Lanza ante aquel enjambre de boteros y dueños de embarcaciones que le hablaban á un tiempo todos los dialectos que posee la Italia.

Se le figuraba hallarse en el puerto de Génova.

Lanza no pudo ménos que estremecerse de placer cuando se encontró en el bote que debia traerlo á tierra, reconociendo en el patron y marineros no solo gente italiana sinó de su propia provincia.

Estos á su vez al reconocerlo en el acento, no quisiéron cobrarle el viaje, lo que era ya la mas estupenda prueba de afecto y desprendimiento en honor de un paisano.

—¿Es esto realmente América ó es una provincia italiana? preguntó Lanza al pisar el muelle.

El paquete famoso donde traia el único equipaje salvado en el naufragio del hotel Vashington, era solicitado en toda especie de dialectos conocidos y desconocidos para él.

Desde el genovés hasta el veneciano y desde el lombardo hasta el boloñés, que es el mas enredado de todos, en todos ellos se le pedia la changuita del equipaje, preguntándole á qué hotel se dirijia.

A qué hotel; este era el problema que Lanza tendria que resolver en el momento, pues era preciso que á algun hotel fuera á parar.

Entre aquel mundo de caras italianas, despues de recorrerlas á todas con una mirada rápida y conocedora, eligió entre ellas la que le pareció mas inteligente.

A ese le entregó el paquete diciéndole que lo llevara á un hotel italiano, pero que no fuera un hotel de lujo, porqué no queria hacer aparato.

—No necesita decir mas, respondió el peon, que era uno de aquellos bachichines andariegos y conocedores de toda la ciudad.

Todo el trayecto del muelle y Paseo de Julio, Lanza lo recorrió con placer infinito.

Le parecia que andaba entre un pueblo italiano.

En los negocios, en los cafés, en la calle, en todas partes en fin, no oia sino hablar italiano y no veia sino costumbres italianas, hasta en la haraganeria clásica de uno que otro lazarone tendido cómodamente en los banco del paseo.

En uno de los fondines por donde pasaba, sintió jugar á la morra y no pudo ménos que detenerse á escuchar las voces del juego y los clásicos juramentos que lo acompañaban.

—Si no supiera que estoy en Buenos Aires, dijo el changador, juraria que estoy en Génova y aun estoy por jurar que allí me encuentro, porqué esto y Génova es lo mismo.

—¡Ya lo creo que es lo mismo! exclamaba alegremente el changador, aquí por el bajo vivimos como en Italia; hay muchos compatriotas!

Lanza estuvo mucho tiempo entretenido en oir las conversaciones y vocingleria de los cafés, hasta que mandó á su peon que siguiera adelante.

—¡Ya tendremos tiempo de pasear la ciudad y conocer sus costumbres!

El peon tomó la calle Corrientes, que pareció á Lanza otro barrio italiano y enfiló hácia el Hotel Marítimo.

El Hotel Marítimo, situado en la calle Corrientes y á cargo de su propietaria la señora Nina, era un hotel de segundo órden, pero bueno y de excelente trato.

Allí paraban y comian gran cantidad de capitanes de buques de ultramar y gente de mar de aquella que le gusta la buena vida y que no se fija jamás en cuanto gasta.

Solo exijen que se les dé de comer bien y suculentamente y que el servicio sea de un aseo irreprochable.

Como tenia buena clientela, la señora Nina habia surtido bien sus bodegas y el cocinero allí era de primera fuerza.

La cuestion para ella era tener conformes á sus clientes y que no cambiaran de alojamiento.

Era la señora Nina una mujer afable, de un carácter franco y desprendido, que vivia de la renta que le proporcionaba su hotel, renta que hubiera bastado á contentar al mas exigente.

Habituada á tratar con la gente de mar, honrada é íntegra sobre toda ponderacion, creia que todo el mundo era lo mismo y jamás abrigaba la menor desconfianza del que llegaba á su casa, por mas mala facha que tuviera, pues bajo la peor capa puede muy bien esconderse el mejor bebedor.

Allí se cuidaba y se atendia á los huéspedes de manera que ninguno tuviera de qué quejarse, para lo cual Nina les andaba adivinando el gusto en la manera de mirar.

Las piezas eran sumamente cuidadas, sin lujo, pero con un confortable completo y con todo lo necesario para pasar la noche de una manera agradable.

Comparado con el inolvidable hotel Washington, aquello era el cielo comparado con un pesebre de tambo.

—Cuando yo lo traigo aquí, dijo á Lanza su peon cicerone, es porqué puede alojarse el mismo Victor Manuel, sin extrañar ni su mesa ni su aposento de Palacio.

¡Qué sacramento!

La Nina trata á sus clientes á cuerpo de rey, y el que de aquí salga descontento, lo hará de puro vicioso.

—Me parece bien, respondió Lanza, me parece muy bien; de todos modos si me has alojado mal, peor para ti, porqué cambiaria de hotel sin ocuparte para la mudanza.

—No tenga miedo, ya vera usted como nunca ha comido ni dormido en un hotel de una manera mas famosa.

La señora Nina, sin malicia alguna, como lo hemos dicho ántes, quedó encantada no solo de la persona sinó del trato de Carlo Lanza.

El jóven tenia el don especial de prevenir en su favor á cuantos hablaban con él, mas si su interlocutor era una mujer.

El jóven habia hecho un estudio especial del lado flaco en las mujeres, al extremo de descubrirlo á primera vista y explotarlo en su beneficio.

En cuanto cambió cuatro palabras con la señora Nina, le vió la pierna de que cojeaba y se le durmió de ese lado.

Nina era sumamente afecta al buen trato, le gustaban las galanterías y los modales finos y atentos.

Y Lanza, de lanza se convirtió en un merengue, viendo que este era el modo de agradar á la señora Nina.

—¿Y los otros peones? preguntó esta, pensando que ningun jóven de aquel aspecto podia venirse desde Europa con solo aquel miserable paquete que habia traido el peon.

Aquí tuvo Carlo Lanza que improvisar una de aquellas famosas fábulas para cuya fabricacion parecia nacido.

—Me ha sucedido una desventura, dijo, que no sé como la voy á remediar, porqué me parece ya tarde para hacerlo.

Yo me bajé del paquete en Montevideo, pues tenia ganas de conocer la ciudad, y de todos modos hasta el dia siguiente no seguíamos para Buenos Aires.

Tomé de mi equipage la ropa necesaria para vestirme ese dia y esa noche, y bajé á tierra.

Con algunas relaciones que tengo en Montevideo, paseamos todo aguel dia y gran parte de la noche.

Al dia siguiente por la mañana nos fuimos á un pueblo vecino de la campaña, á almorzar en la quinta de un compatriota y amigo y pasamos tan agradablemente el dia, que se nos fué el tiempo.

Cuando acordamos, era tan tarde que apénas tendríamos el tiempo necesario para llegar á la ciudad.

Tomamos las volantas á gran prisa y emprendimos la vuelta.

Pero estaba de Dios que algun fracaso debía sucedernos.

La señora Nina estaba encantada de la fina jovialidad con que hablaba Lanza y de sus afligidas gesticulaciones.

Le parecia estarlo viendo en el momento de sus apuros.

—En vano apuramos á los pobres caballos, continuó Lanza, en vano ofrecimos al cochero doble paga, todo fué inútil.

Cuando llegamos á la ciudad era demasiado tarde y el paquete habia seguido viaje.

Nada me importaba la pérdida del tiempo ni del pasage.

Lo que me mortificaba sumamente era que en el paquete iba mi dinero.

Yo habia bajado á tierra con unos pocos cientos de francos, mas que lo suficiente para pasar allí un dia y una noche, aunque hubiera tenido que hacer grandes extras.

No es que yo pensara que á bordo pudieran robarme, sinó que no podia calcular el rumbo que iba á tomar mi equipaje abandonado.

Mis amigos me tranquilizaron á este respecto.

Escribiremos á amigos de Buenos Aires, me dijéron, sin perjuicio de hacerles un telégrama ahora mismo, y ellos se encargarán de recoger tu equipaje.

A este respecto no tengas el mas mínimo cuidado.

Aquella manifestacion de mis amigos me dejó tranquilo y no pensé mas en mi equipaje.

Como ya estaba allí, aquellos diablos se empeñáron en hacerme pasear y conocer la ciudad por completo.

Es una lástima, me decian, que habiendo bajado no te quedes una semana, un par de dias ó tres.

¡Ya verás qué momentos te vamos á hacer pasar!

Aquellos demonios me tentáron de una manera poderosa.

Yo, que no necesito mucho para esta clase de diversiones me encontré en mi elemento y acepté la propuesta.

Me quedé en Montevideo con el propósito de pasar dos dias alegres.

Confieso que aquellos traviesos me hiciéron perder la cabeza y la memoria, al extremo de que yo no pensaba mas ni en mi equipaje ni en mi dinero.

Y tan perdi la memoria y tan me quedé allí á mi gusto, que hasta se me olvidáron las fechas, y los dos dias se me volviéron ocho.

La falta de ropa era subsanada por ellos, que me daban ropa para cambiarme.

¿Qué mas necesitaba entónces?

Ellos habian recibido contestacion de sus amigos, cuyas señas traigo apuntadas en la cartera, diciéndoles que mi equipaje estaba seguro.

La farra continuó un par de dias mas, hasta que les declaré terminantemente que me venia á Buenos Aires.

En vano aquellos diablos quisiéron detenerme aún mas; tuve que ser firme, porqué si no, era negocio de quedarme en Montevideo todo el año.

Y como el punto de mi destino era Buenos Aires, donde debo abrir inmediatamente mi casa de comercio, no era posible ni juicioso demorarme más.

Demasiado me habia divertido ya y era necesario que aquello terminara de una vez.

Pedí las señas de las personas que se habian hecho cargo de mi equipaje, pues el paquete en que yo vine ya habia pasado por Montevideo de regreso, y aquí me tiene usted, mi señora, apto para el trabajo, porqué con la calaverada hecha en Montevideo tengo ya para un año.

Esta historia inventada al minuto, dejó encantada á la señora Nina, que víó en Lanza un jóven alegre y travieso, pero que no perdia el rumbo en la senda del trabajo ni se dejaba seducir por tentaciones endemoniadas.

Y no extrañó ya la falta de equipaje en aquel pasagero que tenia todo el pelage de ser un hombre rico que hablaba como uno para quien el dinero es la última cosa de la vida.

Carlo Lanza fué alojado en una pieza de balcon á la calle, alegre y bella y donde tenia toda la independencia que podía apetecer.

—Como yo aquí no tengo familia, dijo él a la señora Nina, no vale la pena que amueble casa para un hombre solo; cuando abra mis negocios, si en caso me gusta, seguiré alojándome aquí.

—Es mucho más cómoda la vida del hotel para el que, como yo, no tiene quien lo cuide.

Y Lanza, que habia observado que la señora Nina era algo sensible, hizo una larga tirada sobre el amor materno, lo que él adoraba á su buena vieja, y lo que iba á extrañarla miéntras estuviera en América. Cada vez la hotelera estaba mas enamorada de aquel jóven de tan nobles sentimientos y de corazon tan sencillo.

—Yo trataré de reemplazar su familia en lo que sea posible, le dijo, y en cuanto á trato, espero en Dios que no ha de tener por qué quejarse.

La buena mujer arregló la pieza de Lanza como si se tratara de un hijo, diciéndole:

—Esto es por hoy; pero ya mañana podrá disponer de la salita de al lado para recibir sus amigos y tratar de sus negocios.

Una casa de comercio no se improvisa á dos tirones y miéntras usted abra la suya, necesita una pieza que no sea dormitorio, para recibir á las personas que han de venir á verlo.

Con sus fábulas y sus cuentos Carlo Lanza se habia echado al bolsillo á la señora Nina y estaba seguro que seria tratado á cuerpo de rey.

—Preciso es confesar que he andado con suerte, aquí y en Montevideo.

Ese diablo de changador parece que hubiera adivinado mis necesidades del momento, trayéndome á una casa instalada para que yo la ocupe.

¡Qué patrona! ¡qué patrona me ha tocado en suerte!

Creo que al lado de ésta mi mismo patron del Washington quedará eclipsado.

Ahora es preciso que me reponga algo de tanta mala noche pasada, para quedar con el cuerpo descansado y entregarme á mis asuntos.

Lanza no habia dormido la noche anterior á bordo.

El jabon sufrido al salir de Montevideo y al llegar á Buenos Aires por temor á las autoridades, lo habia fatigado mas que todo.

Así es que apénas almorzó, se metió á la cama y se durmió profundamente.

Y sueño fué aquel que duró hasta el dia siguiente.

Varias veces subió la señora Nina á ver si algo se le ofrecia, pero viéndolo dormido tan plácidamente, se retiró sin querer turbar aquel sueño y murmmando:

—¡Como se conoce el sueño de un hombre justo y bueno! ¡duerme como un ángel!

A la hora de comer, la señora Nina volvió al cuarto de Lanza para despertarlo.

Pero dormia tan bien y tan plácidamente, que juzgó un crimen recordarlo, y despues de estarlo contemplando un buen rato, resolvió dejarlo dormir.

Cuando volvio á subir á la pieza ántes de recogerse y ya tarde de la noche, lo halló durmiendo en la misma posicion que lo habia dejado.

Se conocia que el jóven no habia hecho ningun movimiento.

Esto y la profundidad e insistencia de aquel sueño, la alarmáron mucho, hasta el extremo de acercar su oído á la cara de Lanza para cerciorarse de que no estaba muerto.

Y no pudo ménos que sonreir maternalmente al escuchar aquella respiracion tranquila y cadenciosa.

Y por tercera vez renunció á despertarlo, calculando que aquel sueño le haria mas bien que la mejor comida.

Y á aquella hora, ¿para qué iba á despertarlo?

Le echó una manta sobre los pies y se retiró á acostar.

Al dia siguiente Lanza se habria repuesto de las fatigas del viage y estaba segura que le agradeceria de no haberlo despertado.

Recien al otro dia temprano despertó Lanza de su profundo sueño.

Habia durmido tan sin sentirlo, que al despertar pensó que estaba en el mismo dia que se habia acostado y que dentro de poco lo llamarian á comer.

Grande fué su sorpresa cuando vino la señora Nina con una gran taza de café con leche, haciéndole burla por el sueñazo que habia echado.

—Dormir un dia entero con su noche, le dijo, es algo de enorme y que no sucede á todos los clientes!

—¿Cómo un dia y una noche? exclamó Lanza asombrado; ¿quiere decir que yo he venido ayer y que me he dormido hasta hoy?

—Tan es así, que aquí venia á despertarlo con una buena taza de café con leche y á recordarle el asunto de su equipage para que haga las diligencias del caso.

A pesar de la seriedad con que hablaba la señora Nina, Lanza se resistia á creer que su sueñlo hubiera sido tan largo.

Fué necesario que ella le abriese el balcon y le mostrase prácticamente que estaban en las primeras horas de la mañana.

Lanza no dudó ya un segundo, pues el movimiento de la ciudad era el mismo que habia observado cuando desembarcó.

—Debo haber dormido mucho y muy bien, porqué me siento el cuerpo perfectamente descansado y el espiritu alegre.

—Yo estuve ayer varias veces y sentí una fuerte tentacion de despertarlo, pero dormia tan bien que me dió pena el hacerlo.

De todos modos no tenia nada urgente que hacer.

¿Para qué iba á turbar entónces un sueño tan apacible?

Lo dejé dormir y no me arrepiento, puesto que tan bien le ha aprovechado el sueño.

Carlo Lanza agradeció afanosamente á la señora Nina todas las atenciones que le habia dispensado.

—Se me figura que estoy en mi casa y al lado de mi vieja, cuando siento el cariño con que usted me trata.

Francamente nunca soñé hallar en tierra extrangera una persona tan buena y tan amable.

La señora Nina estaba con esto en el bolsillo de Lanza; y el bribon, que sentia el mágico efecto que producian sus palabras, apretaba la mano y se le descolgaba con mil cariños y zalamerías.

Engulló el café con su buen apetito de veinte y cuatro horas que hacia no tomaba nada y empezó á hacer sus planes para pasear la ciudad.

Para darle mayor confianza y concluir de ganársela, Lanza llamó á consulta á la señora Nina, para resolver ambos el problema del paseo.

—Yo no conozco la ciudad ni siquiera tengo idea de las diversiones, le dijo, temo perderme y no se me ocurre con quien salir.

Si usted quisiera prestarme un mozo á horas en las que no tuviera que hacer, me prestaria un señalado servicio.

—Algo mejor, mucho mejor que eso, respondió la señora Nina.

Despues de almorzar yo lo pondré en contacto con un capitan de buque que pára aquí actualmente.

Es un hombre muy jovial y paseandero.

No tiene nada que hacer durante el dia, se pasea toda la ciudad entera, de la que conoce hasta el último rincon.

Ni mandándolo hacer encontraria usted un compañero mas á propósito.

Carlo Lanza se empaquetó perfectamente.

La ropa salvada era la mejor que tenia, de modo que á su trage no habia reproche que hacerle.

Tomó asiento en la mesa redonda, y allí la señora Nina lo puso en contacto con el capitan Pietro Caraccio, que era la persona de quien le habia hablado.

Caraccio era un hombre de mas de cincuenta años, pero jovial y alegre al extremo de parecer un muchacho.

El venia á Buenos Aires una vez al año, y el mes ó mes y medio que tardaba su buque en la carga y descarga, lo empleaba en pasear y divertirse de todos modos.

En las reuniones alegres, en los cafés, en los teatros, en todas partes donde podia pasarse alegremente el rato, estaba siempre presente.

Sus amigos los Italianos mas acriollados lo llamaban Caracho, y él aceptaba el juego alegremente.

Caraccio era íntimo amigo de un ingeniero Caporale, veneciano tan alegre y travieso como él mismo, que andaba siempre exprimiendo á la vida todo el jugo que le podia sacar.

Caporale conocia cuadra por cuadra el Buenos Aires alegre, de modo que cuando se juntaba con el amigo Caracho no dejaban vericueto que no recorrieran.

Si Carlo Lanza hubiera mandado fabricar dos cicerones, no los hubiera hecho tan completos ni tan á su conveniencia.

Caracio lo pondria en contacto con Caporale, Caporale con Moretti, este con el ciego Maggi, y en un momento, entre todos, lo pondrian al corriente de lo que era Buenos Aires, y lo que se podia hacer en negocios nuevos.

Tanto el capitan Caraccio como los demas marinos que habia en la mesa, simpatizáron en el acto con aquel jóven tan espiritual y tan franco, que los trataba como si toda la vida los hubiera conocido.

El marino no desconfia nunca del hombre que tiene al frente, miéntras este no le dé un motivo notorio de desconfianza.

Juzga á los demas por sí mismo y se abre pronto á las impresiones de la buena amistad.

¿Por qué habian de desconfiar de Lanza, cuya juventud y exterior simpático tanto prevenia en su favor?

Luego la señora Nina lo habia recomendado tan cariñosamente, que Caracio le dijo:

—El jóven corre de mi cuenta; déjenos no mas que ya nos entenderemos perfectamente.

Carlo Lanza vió en el capitan Caraccio un nuevo filon que explotar; y estudiándole el lado flaco durante el almuerzo, le inventó un par de historias que dejáron encantado al viejo lobo marino, pues empezó por decirle:

—Mi vocacion era la mar, pero mis padres que me quieren con exceso, me la contrariáron desde el principio, dándome una colocacion comercial, que ellos estimaban ménos peligrosa.

Con una buena educacion comercial, me decia mi buen viejo, y dinero que, gracias á Dios, no ha de faltarte, tienes tu porvenir perfectamente asegurado.

La mejor marina son los escudos, muchacho, con la diferencia que estos no naufragan, y aun en el caso de naufragar, nunca comprometen la vida.

Y aquí tienen á un hombre que, nacido para la mar, se vé obligado á convertirse en ponton de una casa de comercio que para él no tiene ningun encanto.

Pero en fin, puesto que mis padres lo han querido, mandaremos un banco en vez de mandar un barco; cuestion de una letra cambiada y nada mas.

Con estos discursos Lanza se ganó á los buenos y francos marinos, al extremo que, cuando concluyéron de almorzar, hablaba con Caracio como podia haberlo hecho cun un amigo de veinte años.

La señora Nina vino á informarse de como les habia parecido el compañero, quedando sumamente complacida al oir decir á Caracio:

—Es el mejor jóven con que he tropezado en mi vida.

Corre de mi cuenta enseñarle la ciudad y todo lo que le dé la gana de aprender en ella; por eso no ha de haber inconveniente.

Es un jóven que me gusta de alma y que tomo bajo mi amistad por todo el tiempo que me queda de estar en Buenos Aires.

—Yo no se hacer cumplimientos, respondió la señora Nina, pero le aseguro, jóen, que no podia caer en mejores manos.

Va á conocer cuanto necesita y divirtiéndose en toda regla.

Despues de tomarse una buena taza de café con una mejor copa de grappa, el capiran Caraccio declaró que estaba á disposicion de Lanza desde aquel momento, puesto que no tenia nada mejor que hacer.

Lanza subió á su pieza, dió un repaso á su traje y peinado, y acompañado del insigne Caracio salió del hotel Marítimo.