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Carlos VI en la Rápita/XIV

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XIV

No necesitó el buen Fajardo extremar los recursos de su mágico talento para que yo me sometiese a cuanto de mí deseaba, sin meterme a discutir sus designios ni a indagar las causas que movían su conducta. Ofrecile desempeñar cuantas misiones diplomáticas o de cualquier género quisiera confiarme, y sólo puse la objeción del corto tiempo que para mi descanso en Madrid me concedía; alegué, en apoyo de este deseo, la necesidad de ver a Jerónimo Ansúrez, para quien el renegado me dio un pliego que debía yo entregar en propia mano.

«No está en Madrid Jerónimo -me dijo Beramendi-, ni le verás aquí mientras su hija permanezca en la Villa del Prado engolfada en sus cuentas. Yo sé de qué tratan las cartas de Gonzalo, que traes para su padre y su hermana, y a decírtelo voy, para que veas que no me oculta el celtíbero ningún secreto de su familia. Uno de los hijos de Jerónimo, llamado Gil, Egidius, según el sagaz investigador Maese Ventura Miedes, ha salido aficionado a la vida bandolera. En tierras de la baja Cataluña y del Maestrazgo ha dado no poco que hacer a la Guardia Civil, asaltando masías o acechando caminantes desprevenidos, ya solo, ya en cuadrilla con otros vagabundos y ladrones. Afortunado en algunas de estas malandanzas, fue desgraciado en otras, viéndose tan perdido, que de la libertad de sus atrevimientos vino a parar a la cárcel, y de aquí al presidio de Tarragona, de donde le habría sacado el verdugo si él con artificios increíbles no se escapara para volver a su vida criminal en los montes de Gandesa. Después se ha sabido que, valido Gil de disfraces ingeniosos, anda por los pueblos de las bocas del Ebro, engañando a las gentes sencillas con un comercio que al menor tropiezo puede llevarle otra vez al presidio. En estas barrabasadas de Gil o Egidius, ve Jerónimo la deshonra de su familia, al fin rescatada de la miseria y del oprobio por la unión de Lucila con Halconero; y no pudiendo persuadir a ese pillastre a cambiar de vida, ha escrito del particular a su hijo Gonzalo para que vea si con halagos podrá éste inclinarle a que se vaya con él a tierras de moros, donde ha de ser más fácil que aquí someterle y llevarle a una buena conducta. Más que ver a Gil en un patíbulo, quiere Jerónimo verle moro y circunciso. De esto han tratado en largas epístolas el celtíbero y el renegado, y en el pliego que tú traes vendrá seguramente el plan de Gonzalo para llevarle con astucias o promesas al delicioso país berberisco, donde por los duros medios mahometanos será domado ese tunante... Puedes dejarme el pliego, que será puesto en manos de Ansúrez en cuanto aporte por acá, y vete sin cuidado, que yo quedo en Madrid encargado de este negocio».

-Bueno, señor -le dije accediendo a cuanto me proponía-. En sus manos pongo el pliego de Gonzalo Ansúrez... Haga usted lo que quiera con los papeles, que yo me desentiendo absolutamente de estos particulares.

-Vengan los papeles... y ahora... fíjate bien en lo que te digo. Es muy variada y compleja la familia de los Ansúrez. Por los lugares que has de visitar cuando salgas a la comisión que te encargo, anda ese tuno de Gil o Egidius. Si con él te encuentras, ten mucho cuidado, Juan, que podrá engañarte y meterte en un gran enredo que dé contigo y con él en la cárcel. Ya sabes que todos los individuos de esa familia, de ese índice histórico, de ese resumen étnico, son de una agudeza formidable. El ingenio y la simpatía personal los asisten, así para el mal como para el bien. Guárdate de ese Ansúrez andariego, que es, entre ellos, el verdaderamente peligroso. Y por hoy, nada más te digo sino que descanses, y vuelvas mañana bien preparado del entendimiento y de los oídos.

Puntual acudí a la mañana siguiente, ya mejoradito de ropa, que adquirí a bajo precio en un bazar de elegancias económicas, y las primeras palabras del Marqués fueron para felicitarme graciosamente por mis aventuras en la casa de El Nasiry, que acababa de leer en las cartas que yo mismo he traído. Mucho le ha regocijado mi tentativa de asaltar el harem y de llevarme a Erhimo, así como la solución discreta que el agudísimo renegado supo dar a mi travesura. En cuanto a la apreciación del hecho, los puntos de vista del Marqués pareciéronme harto ligeros. Sostiene que lo de los malos humores de Erhimo, y lo de su ojo tuerto, su mal olor de boca y sus accesos de locura, no fueron más que un sutil artificio de El Nasiry para desilusionarme y resolver pacífica y donosamente una cuestión tan grave. En ello se reveló el hombre de extraordinaria marrullería y de artes de gobierno, pues si hubiera yo conseguido mi objeto, sabe Dios cuáles habrían sido las consecuencias. Probablemente habrían acabado en Tánger mis pobres días.

Según Beramendi, la mora, de quien no pude ver más que los dedos amarillos, era realmente el prodigio de hermosura sólo comparable a los ángeles del paraíso mahometano. Cansada la odalisca de su esclavitud, me había elegido a mí por su caballero libertador... Al decirojo, no quiso expresar que estuviese tuerta, sino recomendarme que anduviera yo muy listo y con mucho ojo y donaire para libertarla. Los árabes emplean figuras en sus más usuales formas de lenguaje... Y con la voz jumento quiso decir que tuviera yo preparado este humilde animal para que la salida de la prófuga no fuera notada... Y me ordenaba que tomase yo las trazas de zapatero remendón con el mismo objeto de fingir insignificancia y modestia. Sin duda, El Nasiry supo el contenido de la carta por delación de Quentza, y tramó el engaño con que me había desarmado del caballeresco empaque de mi aventura.

Aunque no acabaron de convencerme las razones y crítica del Marqués, sentí renacer en mí la penita de mi desengaño amoroso. Pero mi ilustre amigo acudió a consolarme, sosteniendo que debo estar muy agradecido a El Nasiry por su conducta discreta y humana. Habíase mostrado magnánimo y paternal, evitándome un conflicto de solución violenta, y quizás trágica... Naturalmente, admití el consuelo reparador, y lo pasado, pasado. El presente continuaba ofreciéndose a mis ojos rodeado de tinieblas y misterio. Digo esto, porque antes que termináramos el Marqués y yo la conversación que copio, entró un tal Sebo, ex polizonte y servidor clandestino de mi noble amigo en sus recónditas excursiones por el subsuelo político. Traía el tal una maleta casi nueva o a medio uso, harto más capaz y decente que la mía de Tánger. Díjome el Marqués que aquel valijón sería mi compañero en la caminata que iba yo a emprender. Si me agradaba llevar tan buen acomodo para mi ropa, luego, cuando levantó Sebo la tapa de la maleta y vi lo que contenía, el estupor me hizo prorrumpir en exclamaciones disonantes. Vi ropas de cura, bonete, breviario, viejos librotes, la Summa y los Lugares Teológicos. Riéndose de mi asombro, me rogó el Marqués que me probase la sotana, para ver si caía bien a mi estatura y talle. Así lo hice, riéndonos todos, que era lo procedente en la extraña y por mí no entendida metamorfosis que se me preparaba. A mi casa llevarían la maleta para meter en ella mi ropa de paisano, en la cual no debía faltar un traje de color enteramente igual al de los ataúdes.

Pues, señor, ya veríamos en qué paraba aquella farsa, y cuáles eran el propósito y fines de mi noble protector, en cuyo humorismo claramente se advertían vislumbres de extravagancia. Marchose el feísimo y ordinario Sebo, y a poco entró un joven muy simpático y bien vestido, a quien todo Madrid llama familiarmente Manolo Tarfe. Yo le había conocido en aquella misma casa poco antes de mi partida para Cádiz y Ceuta, y no tuvo necesidad Beramendi de presentarme a él. Comprendí que entre los dos estaba el juego y se escondía la clave de aquella conspiración o mundana intriga. Lo primero que me dijo Tarfe fue que me afeitase toda la cara, limpiándomela del bigote y de las barbillas ralas con que adornada la tengo en la presente edad histórica... Ya no hay duda de que me disfrazan de clérigo para esa misión que me va pareciendo una humorada carnavalesca. ¿Qué será? Por Dios que rabio de curiosidad, y que doy gustoso mis barbas por salir de esta incertidumbre.

Ante mí hablaron de política Tarfe y Beramendi. Ambos son partidarios frenéticos de O'Donnell; quieren que éste, al volver de África victorioso, se revista de la mayor autoridad, y tome aliento para una dominación estable, implantándonos aquí una imitacioncita del Imperio francés, segundo de este nombre. No hay ahora en España más fuerza que la Unión Liberal, sincretismo, como algunos dicen, que es la última palabra de la ciencia política, fuerza que ha de ser liberal para las ideas y despótica para las acciones, conciliadora del progreso y la tradición, con proyectismo largo de obras públicas y de fomento material, enseñando siempre la estaca para que el país obedezca y olvide las bullangas. La Unión Liberal quiere ilustración y silencio; quiere mejorar a España de comida y ropa, manteniéndola en el encantamento de las glorias militares. De lo que dijeron colegí que confían en el porvenir, y que su ídolo, don Leopoldo, tiene cuerda política para mucho tiempo; pero algún recelo dejaron entrever, algún misterio se esconde en las altas esferas, que a mis dos amigos trae inquietos y cavilosos.

No pude enterarme bien de los motivos de esta inquietud, porque Tarfe ponía frenos a su palabra, como no queriendo expresarse con claridad delante de mí. No obstante su discreción, bien dejaba comprender que estamos sobre un volcán (así solemos designar el próximo estallido de una conflagración); que este volcán no es revolucionario al modo democrático y popular, sino que alimentan su fuego poderes muy altos... ¿Pero a qué devanarme los sesos por descifrar el enigma, si poco había de tardar la satisfacción de mi curiosidad? Beramendi, cuando me despedí, me ordenó volver a la noche, para ponerme en autos de lo que debo hacer, y darme sus instrucciones con la prolijidad que exige asunto tan delicado.

Acudí puntualmente, y el criado me notificó que el señor Marqués había salido a un asunto urgente, y me suplicaba que le esperase. Por dicha mía, fui recibido por la señora Marquesa, que me acortó el plazo de espera con una graciosa y amena plática. Es mujer tan amable y discreta, que, oyéndola, no repara uno en la poca gracia de su talle y rostro. «Pues verá usted, Santiuste -me dijo haciéndome sentar a su lado-. Yo me alegro de que Pepe haya tenido que salir, porque así puedo darle a usted mi parte de instrucciones. Yo también conspiro; yo también me entretengo en mis trabajitos de zapa. ¿A usted no le han dicho aún Pepe y Manolo que anda por debajo del suelo que pisamos una tremenda conjuración? Pues yo se lo digo para que tiemble un poquito. Yo, si he de hablar a usted con franqueza, no he temblado ni pizca cuando lo he sabido. ¿Quién conspira? Los absolutistas. ¿Quién los mueve? Pepe y Manolo, que son los descubridores de tal enredo, me aseguran que los hilos de la conjura los mueven dos grandes familias hermanas, la una fuera de la Península, la otra en nuestra propia casa, y llamo así a Palacio, porque Palacio es la Nación... por el lado solariego y heráldico. ¿No tiembla usted?».

-No, señora: ni el más ligero temblor me sacude los nervios... Me asombro, sí, de que ahora no se azoten las dos ramas, sino que se injerten y se unan. ¿Contra quién? Contra España y la Libertad, ¿no es eso?

-No sé qué contestarle, amigo Santiuste; porque como no creo en ese fragmento de historia inédita que han descubierto Pepe y Manolo, tampoco sé contra quién vienen las dos ramas unidas... Me figuro que es contra la Unión Liberal, contra el justo medio, etcétera, etcétera... Usted lo entenderá mejor que yo. Lo que veo con claridad... y con mucho disgusto, créame usted, es que Pepe, con estas cosas, está medio loco. Es hombre que, a poquito que se exalte, recae en una dolencia que llama efusión popular, efusión estética... Nada, tonterías... pasión de ánimo, entusiasmo ardiente por cosas que maldito lo que le interesan... Su cerebro es muy delicado, propenso a la congestión de ideas. Gracias que me tiene a mí para el alivio de sus manías y aligerarle la carga excesiva de sus cavilaciones. Soy el sangrador de su pensamiento.

-Sangradora, médica, inteligencia de primer orden. Yo me permito una pregunta: ¿está usted plenamente convencida de que es absurdo y fantástico lo que han descubierto el Marqués y Manolo Tarfe?

-Le diré a usted con toda franqueza que me he reído con los cuentos de la tal conspiración, como con una comedia de esas que son obras maestras en el arte de los disparates... Me he reído, me he reído... pero al fin, tanto me dicen, y tales razones me dan, que he concluido por ponerme seria. Si no afirmo que las dos ramas estén de acuerdo para darle un papirotazo a la Constitución, tampoco me atrevo a negarlo... En la duda, espero con un poquito de temor y con otro poquito de tentación de risa.

-Pues si usted teme, aunque sea riendo, pensemos que es verdad, y confiemos en el hombre del día, don Leopoldo O'Donnell...

-Ayer le ha escrito Pepe contándole estos líos, y dándole prisa para que arregle pronto los asuntos moros, y acá se venga con su Ejército... Pero me temo que O'Donnell lo tome también a risa, y que al venir se encuentre en el trono de España a un Rey con quien no contaba: Su Majestad Carlos VI.

No pude contenerme; solté una risa franca, infantil, y contagiada de mi buen humor la ilustre señora, los dos concluimos en sonoras carcajadas sin poder articular palabra alguna. La primera que pudo pronunciar algo inteligible fue María Ignacia, que dijo: «Temblemos, señor de Santiuste, que el caso no es para menos, y temblando podremos recobrar la seriedad».

-Creo, como usted -dije yo-, que esta comedia es el supremo arte de los disparates graciosos... Y en comedia tan chusca voy yo a desempeñar un papel de clérigo: ya me han traído la ropa.

-Las cosas que inventa mi buen marido, no se le ocurren a nadie. Menos mal si con estas tonterías se distrae... Y a propósito: oiga usted mis instrucciones, y sígalas al pie de la letra... Pero entienda que las instrucciones mías son reservadas, y que de esto no debe usted darse por entendido con Pepe... Irá usted, según creo, a un país que está preparado para levantarse en armas al grito de Carlos VI Rey. No se meta usted donde haya jaleo de tiros y bayonetazos, ni nos describa batallas sangrientas, sobre todo si en ellas ganan los facciosos. Mucho cuidado con esto, Santiuste, porque Pepe, cuando le hablan de triunfos del absolutismo, se me pone tan perdido de la cabeza y tan arrebatado del temperamento, que me veo y me deseo para traerle a la tranquilidad. Siempre que haya encuentros y agarradas feroces, con heridos y muertos, tenga usted cuidado de decirle que ganan los liberales... Fíjese bien, Santiuste: que ganan los liberales... Si a mal no lo toma usted, le recomendaré que hable poquito de las salvajadas de la guerra civil. Cuéntenos las guerras y batallas de usted mismo, sus aventuras, cuitas o calamidades; descríbanos costumbres no conocidas, sucesos que se aparten de lo vulgar, escenas pintorescas, como lo que le pasó a usted en el Fondac; píntenos personas ridículas o hermosas, la blancura de Yodar, la fealdad negra de Bab-el-lah, las hechicerías de Mazaltob... Esto le encanta extraordinariamente a mi marido. Anoche pasamos un rato delicioso leyendo el pasaje de la invisible odalisca Erhimo, y luego, hasta muy tarde, estuvimos discutiendo si El Nasiry le engañó a usted o no con aquella salida de que la esclava es tuerta y le huele mal la boca... Pepe sostiene que hubo engaño y que Erhimo es una preciosidad; yo estoy por la contraria: creo que no hubo trampa, que Erhimo es tuerta y sucia, y que fue una gran suerte para usted la imposibilidad de libertarla.