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Carlos VI en la Rápita/XV

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XV

No seguimos, porque entró Beramendi. Su discreta esposa nos dejó solos, después de decirle que ya me había informado de la terrible conspiración, y que habíamos temblado y reído de aquel arcano tremebundo y jocoso. De mal temple venía el Marqués, sin duda porque acababan de darle informes nuevos, alarmantes. Ampliando lo que yo por su esposa sabía, díjome que el actual plan del absolutismo no es un risible sainete, sino un drama con gran arte compuesto. No se trata de quitarle la corona a Isabel II, sino de cuajar el pacto de familia, aprobado ya, según dicen, por una parte y otra. La rama femenina accede a bajar del trono, con tal de ver restaurado el poder absoluto, puesta en la cumbre la fe católica, y la Libertad en la situación que tiene el diablo a los pies de San Miguel. Desde que la Revolución de Julio del 54 aterrorizó a la familia reinante, andan los de acá y los de allá en tratos y contubernios. Dicen, y no les falta razón, que conviene sacrificar algo para no perderlo todo. El Rey Francisco y don Carlos Luís, heredero de los derechos de Carlos V, han tirado de pluma grandemente en estos años, y de su continuada correspondencia furtiva ha salido al fin el amasijo. Don Carlos Luís, Conde de Montemolín, subirá al trono con la denominación de Carlos VI... La actual Reina Doña Isabel y su esposo se avendrán a una jubilación decorosa, conservando título y honores de Reyes... El hijo de Montemolín se casará con la Infanta Isabel, y subirá al trono cuando cumpla veinticinco años... Isabel y Carlos reinarán juntos con igual derecho majestático, y se titularán Segundos Reyes Católicos...

«Esto es lo fundamental -añadió Beramendi-. De los principios políticos que han de ser alma de este cuerpo, no tenemos noticia exacta. Presumimos que caerá hecha cisco la Constitución, y que se hará un llamamiento a todos los beatos furibundos para que vayan preparando la traída de la Inquisición y demás zarandajas... ¡Y que no han tenido poco arte para organizar el movimiento! Existe, aunque esto te parezca mentira, una Comisión regia suprema, organismo hipócrita que se ajusta dentro de las piezas del organismo visible del Estado. Esta Comisión, compuesta de personas afectas al Pacto de familia, se ha dado buena maña para meter en todas las Capitanías Generales individuos que trabajan en la sombra, y que han extendido por España una red de voluntades absolutistas. Tiene ya la red tal extensión, que no sé lo que aquí pasará si O'Donnell y su Ejército no vuelven acá de un brinco. Confían los montemolinistas en que don Leopoldo tiene quehaceres en África para un rato, y activan su organización... Bien se ve que quieren aprovechar esta soledad de tropa, las Capitanías Generales en cuadro, las plazas desguarnecidas... Lo peor, querido Confusio, es que si no miente el público secreteo, también en el Ejército de África hay militares de todas graduaciones a quienes ha comprometido para el alzamiento la maldita Comisión regia suprema. No quiero pronunciar ningún nombre ni dañar a ninguna reputación, mientras no sepa la verdad. Dudo ya de todo, y no aseguro ni niego la incorruptibilidad de nadie... Vendrán los hechos, y todo se aclarará... La Historia que cuchichea me fatiga, me enloquece. Venga de una vez la Historia que grita, aunque nos traiga desengaños y catástrofes».

-No pongamos tanta atención en la Historia inédita -le dije yo-, en el caudal corriente de las conversaciones de hombres ociosos, porque gastando nuestro corazón y nuestra mente en idear y sentir con intensidad y en falso, derrochamos un tesoro anímico, sin sacar de ello más que los pies fríos y la cabeza caliente... Y pues tengo yo que ir a donde están encendiendo la hoguera facciosa, dígame ya qué tengo que hacer. Si efectivamente he de hacerme pasar por clérigo, sepa yo qué clase de órdenes debo figurar en mí, pues como sean más de las menores, en gran compromiso he de verme.

-Vas a un país revoltoso, nidal de fanatismo y partidaje, donde encontrarás infinidad de clérigos que habrán limpiado ya las armas para lanzarse a pelear por Carlos VI. Conviene que con los curas pacíficos, así como con los valentones, hagas buenas migas. Llevarás cartas de recomendación muy eficaces. Con esto y con hacerte tú el apocado y el santito, dando a conocer tus sabidurías de cosas dogmáticas y litúrgicas, andarás por todo el país sublevado sin que nadie te moleste, y observarás, y recogerás gran conocimiento, que me irás contando por escrito, cuándo y dónde puedas. Hablemos ahora del nombre que te he puesto, y que va ya expresado en las cartas de recomendación. Yo creo que el Confusio te va bien para segundo apellido. Quédate con el nombre de pila, añadiéndole un patronímico cualquiera, y llámate Juan Pérez de Confusio. ¿Qué te parece?

-Como el Confusio no les suene a mentira o artificio, paréceme que no está mal mi nuevo nombre, y que da cierto eco de personalidad erudita y casi filosófica.

-Verás cómo no te faltan lances peregrinos, quizás conquistas más afortunadas que las de Marruecos. Aplica toda tu atención y el sortilegio de tus gracias a las amas de cura, que por allá entiendo que las hay muy guapas. Si pescas alguna, puede serte de mucha utilidad para el estudio esotérico de nuestras guerras civiles... Las cartas que llevas han de abrirte holgados caminos. A más de las que yo te daré, Manolo Tarfe te está preparando algunas que te causarán asombro cuando las veas. Hoy está en Aranjuez. ¿Sabes a qué ha ido? A conseguir que te recomiende una monjita de San Pascual, parienta suya. Manolo es de la piel del diablo para estas cosas. En ellas está como el pez en el agua, y cuando le toma el gusto a la intriga, se embriaga con las dificultades, y acaba por realizar verdaderos prodigios. Con decirte que pretende sacarle a sor Patrocinio una carta para no sé qué Provincial o Prepósito de allá, está dicho todo. Nada, hijo, que irás bien favorecido y hasta popeado de monjitas y con olor de santidad... No te quejes. Quisiera yo ser tú, y andar en esos trotes... Mañana, ya dispuesto, limpio de barbas, te vienes a recibir las cartas y nuestras últimas advertencias, que por la tarde sin falta has de salir. ¡Dichoso tú mil veces! Tú vives en España, tú la tratas íntimamente, tú gozas de ella y en ella engendras los hijos de tu fantasía...

Afeitadito, con todo el aire de un motilón ordenado de menores, me presenté al día siguiente en la casa de mi protector, donde ya me aguardaba el saladísimo Tarfe con las cartas que había conseguido en San Pascual, de Aranjuez. Una le fue dada por su prima doña Margarita de Barcones, monja profesa; otra llevaba la respetable firma de don Mateo Valera, administrador del Real Sitio, y la tercera ¡ay!, la tercera traía todo el olorcillo de un sagrado mensaje. Habíala escrito la mano divina y llagada de la Madre reverenda. Iba dirigida al venerable Vicario de Ulldecona, varón docto y bien calificado de virtudes, carlista por los cuatro costados, con brillante hoja de servicios en la anterior guerra civil, que ilustró con ruidosas hazañas. De mí decía la carta lindezas que debo agradecer, aun considerándolas dictadas de la travesura de Tarfe. Yo soy, según la carta, un joven de buena familia, aplicadito desde mi tierna infancia a la piedad primero, a los estudios religiosos después. Descuellan en mí las virtudes de humildad y castidad, las cuales, con el adorno de mi sabiduría, me hacen amable, y dueño de la simpatía de cuantos me tratan. ¡No me pusieron poco hueco los elogios que hacía de mí la santa Madre!... Mis nobles amigos me recomiendan con la seriedad más socarrona que procure hacerme digno del concepto que merezco, y me exhortan a seguir la senda de aplicación y honestidad por donde llegaré a coger la breva eclesiástica que Dios reserva a sus elegidos. En la carta de la Madre, así como en las otras que Tarfe me ha traído, se dice que voy a completar mis estudios en el Seminario Tarraconense, al paso que tomo posesión de una capellanía heredada de mis ilustres antecesores... Bueno, señor. Adelante con la farsa, y Dios me saque vivo y sano del laberinto en que quieren meterme estos exaltados caballeros.

Pasé un rato delicioso oyendo a Tarfe la descripción del interesante convento de San Pascual, de Aranjuez, cuya importancia histórica quedará bien patente con decir que a él tienen que acudir Narváez y O'Donnell cuando desean el Poder o temen perderlo. Las manos guerreras que han blandido la espada heroica, agarran un cirio y acompañan, con devota flojera de miembros y ojos caídos, las procesiones que alrededor del claustro limpio y oloroso se organizan un día sí y otro no para solaz del Rey don Francisco de Asís. Según Tarfe, la enseñanza de señoritas tiene en aquella casa una organización perfecta, según el moderno estilo francés, sin que falte el adorno de piano y bailecito conforme a etiqueta. La beatísima Patrocinio será lo que se quiera; pero de tonta no tiene un pelo. La placidez y blancura de su rostro mueven a confianza y piedad. En un aposento dispuesto con cierto artificio teatral y amorosas obscuridades que inducen al misterio y la ilusión, tiene la Madre su divino Cristo de la Palabra, el cual, en instantes de pío recogimiento, dice todo lo que debe oír y entender el candoroso espíritu de la Reina. Ya está cansado el buen Señor de recomendar a todos los individuos de las dos ramas borbónicas que hagan las paces y vivan como hermanos; no se ha mordido la lengua para decir que por ningún caso sea reconocido el Reino de Italia, y que se pongan todos los obstáculos a la desamortización y venta de bienes de la Iglesia. O'Donnell y Narváez, a cuyos oídos llegan más o menos pronto los buenos consejos del Santísimo Cristo, no saben a qué santo encomendarse para dejar contentos a todos, Trono y Pueblo, Altar y Tribuna.

Recorrió y examinó Tarfe todo el convento (que allí la clausura no rige con los poderosos), y lo que más maravillado le dejó, despertando en él envidia del ameno vivir de aquellas santas señoras, fue la magnífica pajarera que allí tienen éstas para su recreo. No hay en todas las Españas colección de pájaros tan variada y nutrida. Su Majestad el Rey no repara en gastos para reunir allí las avecillas más bonitas, las más exóticas, las de plumaje vistoso y las de canoro pico. ¡Vaya con el museíto ornitológico! ¡Y que no se embelesa poco la Madre con los tiernos hijuelos que a falta de otros le depara su valimiento! Monjas y educandas se esmeran en instruir a las especies habladoras, familiarizándolas con las formas corrientes del lenguaje. Cuenta Tarfe, y porque él nos lo ha dicho lo creemos, que en la sección de loros hay uno tan bien enseñado, que dice Jesús cuando Sor Patrocinio estornuda.

Escribo en mi casa el final de esta larga epístola, para dejarla con su debido remate antes de lanzarme por el camino de mis desconocidas andanzas. Concluyo diciendo que como el tiempo apremia y tengo que prepararme para la partida, dejé la morada de Beramendi. Éste me dio sus últimas instrucciones en cuatro plieguecillos de papel bien aprovechados de letra, y me encargó muy encarecidamente que por el camino me aprenda de memoria el texto de los pliegos, y luego los rompa. A los libros de Teología que llevo, agregó un tomo del Concilio de Trento, El Genio del Cristianismo y la Vida de Jesús del Padre Rivadeneyra. Ha insistido en que no debo escribir con la idea de que sea él mi único lector: conviene que mis relatos vayan mentalmente dirigidos a mayor público y a la misma Posteridad, que nunca podría decir: «de aquella agua no beberé». Sin pensarlo, vengo yo aderezando mis cartas como si hubieran de ser gustadas por innumerables lectores. Ahora lo haré con más determinado propósito, alentado por mi Mecenas, el cual me recomienda una y otra vez que, por miedo a una publicidad remota, no recorte ni desfigure la narración de mis sucesos y trapisondas personales. Está muy bien: como me llamo Confusio, que así lo haré.

Me ha marcado el Marqués este itinerario: saldré en la diligencia de Guadalajara y Zaragoza, siguiendo en ella de un tirón hasta Alcolea del Pinar. En este pueblo, un amigo y colono de mi protector cuidará de encaminarme a Molina de Aragón; traspasaré después la Sierra Menera para entrar en la provincia de Teruel. Las observaciones que haga por el camino me indicarán si debo dirigirme a la noble Alcañiz o a la vetusta Morella. En una o en otra comarca ha de estar la mayor rescoldera del volcán por donde voy a pasearme. Quedo en libertad de escoger la ruta conveniente, según lo que oiga y vea por esos endiablados pueblos. Dineros llevo cuantos pueda necesitar, pasaporte en regla, y cartas para señores sacerdotes o caballeros pudientes, que mirarán por mí si me veo en algún peligro. Yo nada temo; confío en mi buena estrella, y en salir con donaire de cualquier mal paso en que mi curiosidad o mi arrebatado temperamento me metiesen.

Arreglo mis asuntos con la patrona; doy la última mano a la ordenada estiba de mi ropa y libros en la maleta; me da el corazón una o más punzaditas al acordarme de Lucila y Vicente, a quienes no veré más... me acuerdo también de El Nasiry, y hago voto de decirle algún día cuatro frescas si descubro que me engañó poniendo lacras y pestilencia sobre el invisible rostro de la hermosa Erhimo... Entra Beramendi en mi modesto cuarto; me da prisa. Escribo rápidamente el final de ésta, y se la entrego para que la lea y archive... Adiós, Madrid mío. Ahí te queda un suspiro del pobre Confusio.