Cartas a Lucilio - Carta 14
Séneca a su Lucilio saluda,
Reconozco que insito llevamos en nosotros el amor por nuestro cuerpo, reconozco que de él nos corresponde la tutela. No me niego a ser indulgente con él, me niego a ser su esclavo, pues de muchos es sirviente el que de su cuerpo es esclavo, el que por él demasiado se inquieta, el que a él todo refiere.
Debemos comportarnos de manera tal de no vivir que por y para el cuerpo, pero con la idea de que sin él no podemos vivir. Nuestro excesivo amor por él nos abruma de miedos, nos sobrecarga de desasosiego, nos circunda de inquietudes Lo honesto es vil para quien el cuerpo es demasiado caro. Brindémosle el más diligente de los cuidados, reservándonos, si así lo exija la razón, la dignidad, la fe, el derecho de entregarlo a las llamas.
No obstante, hagamos todo lo necesario para evitarle, no sólo peligros, sino toda incomodidad. Nos refugiemos en lugar seguro, reflexionando sobre todo lo que permita mantenerlo alejado las cosas que fuesen de temer. Estas, si no me equivoco, son de tres géneros: nos aterra la penuria, la enfermedad, lo que acontece por la violencia de los más poderosos.
De todo ello nada nos perturba más que lo que de la violencia ajena depende, esta se anuncia en efecto con gran estrépito y tumulto. Los males naturales a los que me referí antes, la penuria, incluso la enfermedad, se deslizan en silencio, no inducen a los ojos ni al oído terror alguno. Desmesurada es la pompa de estos otros: el hierro llega escoltado de fuego y cadenas y de una turba de fieras prontas a despedazar nuestras vísceras.
Imagínate en este punto las cárceles, las cruces y los caballetes de tortura, los garfios, el hombre empalado con la pica emergiendo de su boca, los miembros humanos descuartizados por carros tirando en distintas direcciones, las túnicas impregnadas y tejidas para nutrir las llamas y todas las otras cosas ideadas para tamañas crueldades.
No sorprenderá entonces que máximo sea el terror de todo esto, cuya variedad y aparato es terrible. Pues de alguna manera tanto más eficaz es el verdugo cuanto más instrumentos de suplicio exhibe; el aparato en efecto vence lo que la capacidad de sufrir soporta. Así, de todo aquello que somete y doma nuestros espíritus, lo más eficaz es lo que más posee para ostentar. Las otras pestes, lo digo, no son menos graves: el hambre, la sed, las supuraciones que carcomen nuestras entrañas, la fiebre que incendia nuestras vísceras. Pero se mueven en las sombras; nada tienen que puedan mostrar, nada con que alardear. Las primeras se asemejan a esos grandes que ganan guerras ya con su sólo aspecto y preparativos.
Manos entonces a la obra, abstengámonos de ofender. A veces es el pueblo a quien habremos de temer, a veces, si la disciplina de aquel quiere que lo más sea transigido por el senado, serán a estos señores, otras veces, a ese alguien único a quien el pueblo haya dado el poder sobre el pueblo. Tener a toda esta gente como amigos es bastante trabajoso: baste no tenerlos como enemigos. Por eso el sabio nunca provoca la ira de los poderosos, más bien los esquiva de manera no muy diferente como el navegante a las tormentas.
Cuando llegaste a Sicilia, atravesaste el estrecho. Tu temerario navegante despreció la amenaza del Austro, este es pues quien exaspera al mar del Siculum, obligándolo a levantarse en torbellinos. Buscó aproximarse al litoral, pero no hacia la margen izquierda, sino cerca de donde Caribdis enrolla los mares. En lo que a éste respecta, otros peritos más cautos preguntan a los lugareños qué significa un tal hervidero, qué signos dan las nubes y mantienen su curso lejos de esas regiones de infames turbulencias. Lo mismo hace el sabio: evita a los poderes nocivos, pero de una cosa tiene particular cuidado: de no mostrar que los evita. Parte en efecto de la búsqueda de la seguridad radica en esto: no hacerlo de manera muy ostensible por aquello de que quien fuga se condena.
Debemos entonces examinar como podemos estar protegidos del vulgo. En primer lugar, nada habremos de desear similar a lo que este: la riña tiene lugar sólo entre competidores. Luego, nada poseamos que los intrigantes puedan para su gran provecho arrancarnos; procura llevar en tu cuerpo lo mínimo que se pueda expoliar. Nadie viene especialmente a derramar la sangre por ella misma, o por lo menos muy pocos, la mayoría hace las cuentas sobre lo que olfatea. A aquel que va desnudo, el ladrón deja pasar; incluso en el camino más mal frecuentado hay paz para el pobre.
Para terminar, tres cosas, según viejos preceptos, debemos evitar: el odio, la envidia, el desprecio. Cómo esto se logra, sólo la Sapiencia lo muestra. Difícil es en efecto mantener el equilibrio, debemos precavernos que el temor de caer en la envidia no nos lleve a caer en el desprecio y que tampoco, por el hecho de no querer pisotear a nadie, seamos vistos como pudiendo ser pisoteados. A muchos, ser temidos, les trae razones para temer. De lo uno y lo otro nos preservemos: no menos daña ser envidiado que despreciado.
Nos refugiemos ergo en la filosofía: sus enseñanzas son, lo digo, no sólo para los buenos sino aún para aquellos de maldad mediocre, un hito de referencia. Porque la elocuencia forense y todas las otras cosas que mueven al pueblo, tienen adversarios: la filosofía, apacible y limitada a su quehacer no puede ser objeto de desprecio puesto que para todo arte y aún para los malvados es honorable. Nunca tanto crecerá en ella la disipación, nunca de tal modo se conjurará en contra de la virtud, que se despoje el nombre de la filosofía de su carácter venerable y sacro. Por otra parte, la filosofía ha de ser abordada con modestia y tranquilidad.
¿Cómo entonces - dices - puede aparecer para ti M. Catón filosofando con modestia, él, que condenó con sus sentencias a la guerra civil, que se interpuso en el medio del furor de las armas de los príncipes, que mientras algunos combatían a Pompeyo, otros a César, atacó a ambos a la vez? Se puede de alguna manera discutir si en aquel tiempo el poder público era de asumir por el sabio. ¿Qué quieres para ti, Oh Marco Catón? Ya no se trata de libertad. Ya después de un largo tiempo se la arrojó al fondo del abismo. La cuestión es quien de los dos, César o Pompeyo se adueñará de la república: ¿qué tienes que hacer tú en esa contienda? En nada te concierne. Un jefe será elegido: ¿Qué te importa a ti quien de los dos gane? Puede ser que el mejor venza, no podrá ser menos peor el que venciere.
Toqué de Catón solamente los últimos períodos, pero los años anteriores no eran tales como para admitir a un sabio en esa rapiña de la cosa pública. ¿Qué otra cosa que vociferar podía Catón, qué aparte de lanzar voces estériles aquella vez que vapuleado por las manos del pueblo y cubierto de escupitajos fue arrancado del foro y conducido del senado a la cárcel?
Pero luego veremos si corresponde que el sabio intervenga en la cosa pública: en el ínterin te exhorto a hacer lo que los estoicos, quienes excluidos de la cosa pública, se separaron para cultivar el arte de vivir y ofrecer al género humano directivas de vida sin ofender a los poderosos. El sabio no perturba las costumbres de los pueblos ni hace convergir hacia sí las miradas con extravagancias en su vida.
"¿Qué entonces? ¿En seguridad se encontrará aquel que siga dichos propósitos?" No puedo más prometer tal cosa que prometerle buena salud a un hombre equilibrado y sin embargo, la templanza hace a la buena salud. Algunas veces una nave se hunde en el puerto: ¿Pero qué crees que sucede en alta mar? ¿Cuánto más pronto no está el peligro para aquel que se lanza en muchas empresas, para aquel para quien ni siguiera el reposo es seguro? Perecen a veces inocentes - ¿quién lo niega? - nocentes sin embargo mucho más. En nada se envilece el arte de aquel que es alcanzado a través de una armadura.
Para concluir, el sabio observa respecto de todas las cosas la intención, no el resultado. Los comienzos están en nuestra potestad, del resultado juzga la fortuna. En lo que hace a mí, no le confiero el derecho de sentencia. "Pero ella te traerá vejaciones, adversidades": no condena el bandido que asesina.
Estiras ya tu mano para el óbolo cotidiano. De oro es el óbolo que hoy la llena, y ya que al oro mencionamos, recibe una astucia para utilizarlo y gozarlo de tal manera que para ti sea más gratificante. "Aquel que más goza de la riqueza es aquel de menos de la riqueza depende". "Y bien" - preguntas - "¿quién es el autor?". Para que sepas cuan benignos somos, el propósito es alabar a terceros: es de Epicuro o de Metrodoro o de algún otro de esa famosa oficina.
¿Y qué importa quien lo dijo? Lo dijo para todos. El que depende de la riqueza, teme por ella. A nadie sin embargo aprovecha una fortuna que inquieta. Aumentarla en algo, fatiga: mientras cavilamos sobre como incrementarla, nos olvidamos de aprovecharla. Nos sumergimos en las cuentas, erosionamos el foro, con los vencimientos nos atormentamos: de Señores nos transformamos en encargados.
Que sigas bien.
Notas
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