Ir al contenido

Cartas de Juan Sintierra/Carta V

De Wikisource, la biblioteca libre.
Cartas de Juan Sintierra
de José María Blanco White
Carta V

Carta V

A las damas españolas que hayan tomado parte en la representación que a nombre de aquellas Señoras se ha impreso en Cádiz, dirigida al Rey del Reino Unido de la Gran Bretaña.

Muy Señoras mías:

Aunque es cosa terrible y recomendación malísima el tener que empezar a hablar con damas citando tiempos pasados, y suspirando entre clientes un yo me acuerdo, la carta o representación en que Vds. comunican sus sustos a S.M.B. ha excitado en mí tales memorias, que reverdeciéndoseme estas avellanadas entrañas con una ternura que ya no puede ser sino de padre-abuelo, he resuelto tomar la pluma con el objeto de calmar, cuanto esté de mi parte, tan interesantes temores.

Porque han de saber Vds. que habrá como cosa de medio siglo que pasé una considerable parte de mi juventud en Cádiz, y aunque no conozco las tímidas bellezas que dirigen el memorial, todavía tengo presentes a algunas de las mamás que habrán mezclado en él sus temores y súplicas, y por vida mía que eran como soles, aunque entonces andaban a la amiga.

Pero ya oigo que, con aquella viveza impaciente que con tanta gracia suele dar una respuesta antes de escuchar la pregunta, no hay una tertulia en Cádiz; en que no se escuchen mil ¿y qué tiene que ver Juan Sintierra con nuestra representación? ¡Jesús, qué majadero! ¿Lo han hecho acaso ministro? Quite Vd. allá: no lea Vd. eso. ¡Habrá semejante tabardillo! Mas aunque todo esto me lo figuro como si lo viera, no dudo que pasado el primer refregón, la curiosidad ha de abogar por el pobre viejo, y mi carta ha de ser leída. ¿Qué digo yo leída?, y agradecida también, porque con toda esa bulla sé que tienen Vds. un corazón como la seda, que no puede guardar enemiga, ni aun después de descargar su indignación con un abanicazo.

Pues iba diciendo, o empiezo a decir, Señoras mías, que la representación me ha causado la mayor lástima del mundo; no porque yo crea que hay el menor motivo para que se angustien esos corazoncitos, sino porque según veo, los hombres deben estar tan ocupados en guerra y política, que olvidan a Vds., y las dejan estar cavilando a solas todo el día. Así me parece, hablando seriamente.

Porque ¿cómo había yo de creer el buen juicio y madurez de los españoles que no hubiese uno que consolase a Vds., y calmase esos temores que exponen en su carta, cuando Vds. mismas se dan las más satisfactorias respuestas al exponerlos, cuando Vds. hacen una relación de los beneficios que han recibido de la nación y gobierno británico, y aseguran que un torrente de gratitud arrebata su consideración; ni se oyen, ni se ven, ni se tocan entre Vds. más que dulces expresiones, nobles objetos, y monumentos perpetuos de gratitud eterna hacia sus bienhechores? ¿Cómo había yo de creer, repito, que si hubieran Vds. consultado su representación con un español como los que yo conocí en mi tiempo, les había de haber dejado dirigirse, nada menos que al Rey de la Gran Bretaña para que les desvaneciese las dudas que según la representación misma, han excitado los agentes de Napoleón, acerca de la conducta e intenciones del gobierno británico? ¿Cómo podría permitir que hablando Vds. por ellos les atribuyesen la inconsecuente timidez que en damas puede pasar por gracia, pero que en hombre sería indecente, ya fuese afectada, ya fuese verdadera? Cómo hubiera dejado que los aliados viesen todo aquello de que «con tan vivos colores saben mostrar los perversos agentes de aquel tirano sus inicuas interpretaciones sobre vuestra acrisolada conducta, la de vuestro gabinete y generales de vuestros ejércitos, que han conseguido se propaguen hasta entre los más fieles patriotas. Y si no es posible que triunfen jamás de la sincera y firme confianza que tienen todos los españoles en vuestros soberanos auspicios, han logrado no obstante promover la funesta vacilación, y la mortal angustia en algunos corazones tan pusilánimes en sus dudas, como reprehensibles en la inacción de manifestar a V.M. estos incidentes, inventados acaso por la astucia de aquellos viles satélites, o por lo menos exagerados, y falsamente interpretados por su refinada malicia; pero incidentes, Señor, que podrían ofrecer un día resultas muy desagradables entre las grandes naciones aliadas...». Por Dios, niñas (hubiera dicho quitándose el habano de la boca), todo eso es changuí...

Esténse Vds. quietas, y no vayan con esos cuentos a Inglaterra, porque dirán que acá alborotamos a nuestras mujeres con chismorrerías, o que las echamos delante como cuando se empieza un motín.

Así me parece que hubiera concluido el asunto uno de aquellos majos rancios que en mi tiempo, y antes que se hubieran llenado las salas de estrado de petimetres a la francesa, no abrían la boca sino para decir una gracia o una sentencia, y sabían curar miedos mujeriles a las mil maravillas. Pero verdaderamente, es vergüenza que los que Vds. ahora padecen tengan su origen en sus mismos contertulios, y que vengamos a salir con que no hay quien cure de histéricos en Cádiz, y que es obligación del gobierno inglés el mandar allá la receta.


¿Y a qué se reducen los temores de que han contagiado a Vds. esos señores? O yo he perdido el tino, o no hay medio humano de encontrar la menor razón de ellos en la carta. Permítanme Vds. que les ponga delante de los ojos los párrafos mismos de su representación, y acaso Vds. verán que, como sucede no pocas veces, basta pararse para que se desvanezca el objeto que atemoriza.

«Todos (los agentes de Bonaparte, según la representación) han pretendido inspirarnos odio a vuestra persona, desconfianza en vuestro gobierno, y aversión hacia vuestros súbditos: nos han pintado a los caudillos de vuestras armas como unos ineptos, suspicaces, y asoladores de nuestro suelo, atribuyéndoles mengua en la capitulación de Junot sobre Lisboa; cobardía, robos y tropelías en la retirada de Moore sobre Galicia; entorpecimiento en los movimientos ulteriores a la victoria de Talavera; indiferencia en las pérdidas de Ciudad Rodrigo y Badajoz; inconstancia en el malogrado ataque de los campos de Chiclana; arrepentimiento e inacción en los triunfos de la Albuera, y últimamente apatía y mala fe en los planes decantados para la desunión del grande ejército combinado de las tres potencias sobre el Guadiana.

Así pretenden, Señor, que lancemos de nuestra consideración la grata memoria de los héroes de la Gran Bretaña: del solícito Dahymple, del esforzado Moore, del intrépido Graham, del valiente Beresford, del activo, del bravo, del invencible Wellington humillador del arrogante Mussena».

¿Conque todo eso pretenden? ¿Conque esos bribones de satélites de Bonaparte quieren que Vds. tengan por ineptos, suspicaces, y cobardes, a los que Vds. mismas llaman activos, solícitos, e invencibles? Pues seguramente no es menester recurrir a S.M.B. para deshacer tan rara dificultad -porque sino es que por la condescendencia de oír a semejantes truhanes, se han llegado Vds. a infestar con sus opiniones, no hay que salir de la sala para concluir el asunto, diciéndoles con el airecito que Vds. saben, que son unos pillos empleados en sembrar cizaña- y poniéndole un remate al discurso con dos o tres exclamaciones de ¡enredadores! y ¡franceses!, mis hombres se quedarían tamañitos, y se les quitaría la gana de ir con embajadas de Bonaparte a las damas españolas.

«De vuestro gobierno (continúa la representación) nos presentan mil datos denigrativos de su política: nos dicen que sus enérgicos esfuerzos tienen una sublime apariencia en nuestra defensa, y una idea de realidad en nuestra destrucción; que en mil ocasiones en que hubiera podido decidir nuestra gloriosa lucha, lejos de mostrar vehemencia ha ostentado una tibieza indisimulable; que habiendo podido destacar de una vez sobre nuestra península fuerzas irresistibles, y adelantar las hostilidades hasta los Pirineos, ha mostrado una retracción maliciosa en sus resoluciones y coartado mezquinamente las facultades de vuestros generales en España; que en el mayor ardor del belicoso Reino de Galicia no quiso acceder a las súplicas de sus diputados, negándoles hasta por el dinero los fusiles que abundaban en vuestras armerías de Londres; que habiendo ostentado siempre su prodigalidad, derramando tesoros entre cuantas potencias han sostenido guerras momentáneas contra Napoleón, sólo prestó auxilios a nuestras provincias para emp eñarlas en la sangrienta lucha, negándose ya a continuar sus socorros, o prestándose a darlos en tan mezquinas sumas, y con fines tan siniestros y restricciones tan violentas, como desconformes a la magnanimidad y constancia de la Nación Española; que la idea de separación de nuestras Américas (golpe mortal para ellas, para su digna Metrópolis, y quizás para vos mismo ) no sólo es grata a vuestro gabinete, sino que está sostenida por un plan de oculto manejo, citando hasta contestaciones duras entre los comandantes de vuestras fuerzas navales sobre Caracas; y Buenos Aires con los encargados de nuestro gobierno para estrechar su bloqueo; y por último, que repetidas veces ha exigido vuestro ministerio condescendencias humillantes para el acreditado esplendor de nuestros dignos guerreros, y repugnantes a la dignidad, y a la plenitud de la Soberanía española».


¡Válgate Dios por política! ¿Quién ha sido el amanuense o secretario que semejante párrafo de plomo ha introducido en la producción a que prestan su nombre las Mariposas de Europa? ¡Oh!, esto no lo perdonaré en mi vida, que aunque un poco temblón, todavía tengo mis humo s de galán, y no puedo sufrir que se quiera hacer creer que semejante sarta de desatinos, que semejante plasta de pasmo y de malicia pudiera grabarse en la memoria de ninguna española, aun cuando fuese fea, beata, y hubiese cumplido los cincuenta.

¡Vean Vds. con lo que sale el tal francés que se acoge a las faldas españolas! Que Inglaterra hubiera podido decidir la lucha de España en mil ocasiones -sin duda alguna- y sin gastar dinero ni gente. Que podía destacar de una vez fuerzas irresistibles sobre la Península, y adelantar las hostilidades hasta los Pirineos. Eso quisieran los Monsiures, para asustarme a las damas españolas. Con que si ahora que apenas pueden los ingleses a fuerza de habilidad contener a Marmont fuera de Portugal, las ponen en cuidado sobre las intenciones que este gobierno puede tener de esclavizarlas, buena sanfrancia se armaría si fuese allá a la vez ese ejercitazo que pudiese barrer a los franceses hasta los Pirineos, quedando hecho árbitro del país. Pero la dificultad no está en eso, Señoras mías, sino en que esos ingleses como castillos, rubios y colorados que da gloria el mirarlos en esa calle Ancha, tardan más de veinte años en ponerse capaces de irse a matar por Vds., y si se mandan todos juntos, no sabremos qué hacer de las damas españolas en caso de un desmán. Pero ¿es posible que también haya complicado a las Señoras en materias de rentas, cuando por su naturaleza sólo están destinadas a gastarlas, según he oído a más de un millón de maridos?

¡Vaya! si vinieran Vds. a Inglaterra, de quien esos contertulios se quejan que no manda dineros a España, se habían Vds. de hacer cruces al ver comprar una india con tiras de papel, que por ninguna de ellas habían de dar en Cádiz un abanico. ¡Es muy gracioso que con diez millones de hombres se quejen esos caballeros de que Inglaterra no les manda gente, y con las minas de México y Potosí abiertas se enojen porque no les mandan pesos duros! ¿Pero qué hay de extraño en que se dé oídos a tales quejas, si han hecho creer que con el dinero en la mano, no quieren los ingleses vender fusiles a los diputados de Galicia? ¿Y las Américas? ¡Oh, en eso no volveré yo a meterme! No, no: que le pregunten a mi amigo el autor del Español, cómo ha salido con sus argumentos, sobre la locura como él lo llama, de declarar guerra a Caracas y Buenos Aires, y no contentarse con que mandaran los pesos duros que ahora piden los tertulios a Inglaterra. Y también eso de hablar con dureza a Elío. No, eso no me gusta; Elío llevaba allí una comisión... cosa ligera, no más que ahorcar a la Junta de Buenos Aires; y es muy fuera de término que con semejantes durezas como gastan los almirantes ingleses, no le dejasen añadir a la cuelga dos o tres capitanes de buques mercantes británicos que vendían géneros a los insurgentes. Pero los ingleses lo pagarán, según dicen los señores tertulios: los ingleses pagarán el delito de no hacer la guerra en América, a lo cual estaban obligados desde que la Regencia se dignó declararla (aunque pudiera muy bien haberla evitado, por el mero hecho de que estaban haciendo otra guerra mucho mayor para sostener a la misma Regencia en España). En esto soy con los tertulios.

Pero no seré con ellos jamás en que con semejantes cuentos exalten las imaginaciones de las amables españolas hasta hacerlas olvidarse de su natural bondad, de modo que adelanten injurias bajo condición, y como dicen allá, por si forte. «No creemos, Señor, (dicen Vds. en su representación) de ningún modo en las sugestiones de los agentes malvados del vil subyugador del continente; pero tampoco debemos ser obstinadas en despreciarlas temerariamente, o al menos en no descubrir nuestras cavilosidades». Y después de pintar toda la fealdad que tendría una traición de Inglaterra con España; después de exclamar: «vuestra política falaz, sería confundida con los gritos de nuestra justicia, que llevarían de gente en gente las demostraciones horrorosas de vuestra felonía, protestando por la trigésima vez que están Vds. muy distantes de asentir a tan vagos e increíbles rumores; con un tono de amazonas, que jamás pudo salir de boca gaditana»; «¿Qué creéis? (dicen Vds. a su augusto amigo) ¿Qué creéis que haría el magnánimo y celoso pueblo español? ¿Qué creéis que haríamos nosotras mismas? ¿Pensáis Señor que nos posternaríamos a vuestras plantas? ¿Pensáis que presentaríamos nuestras mejillas para que las marcaseis a vuestro arbitrio con el hierro de la esclavitud? (¡Dios nos asista, Señoras!). ¿Pensáis que correríamos a vuestros bajeles para que nos condujeseis a poblar alguna de vuestras Islas?». ¡Ya , por fin, esto no sería tan malo! Pero con perdón de Vds., el cumplimiento no es muy delicado.


Yo me figuro que la representación se puede comparar a una carta que un marido, picado de caballero y atento, escribiese a una de Vds. en esta forma:

Mi adorada Mariquita, o Pepita, &co. Lleno de la sensibilidad que me distingue, y atentado de la dulce confianza que tu amor me inspira, he pensado comunicarte las noticias que acerca de ti me escriben ciertos sujetos todos los correos. Supongan Vds. que aquí el prudente marido ponía el por menor de las noticias, en un capítulo de culpas semejante en la lista de ellas al que la representación hace al gobierno inglés, aunque muy diverso en la materia; y que luego proseguía: Yo bien sé que todas estas noticias proceden de personas que me quieren muy mal, y a ti demasiado bien. Pero si fuera verdad lo que me dicen.

¡Perdona, niña de mis ojos, estas cavilosidades: yo sé que eres como una paloma; si, pero si fuera verdad! ¿Qué crees, ingrata hembra, que yo haría? ¿Piensas que había de ser un Juan Calzas? ¿Piensas que presentaría mi frente para que me la marcases a tu arbitrio? ¿O piensas que dejaría que me viniesen a poblar mi casa como si fuera isla desierta?, pues bien os engañaríais vos, Señora, bien se engañarían ellos, y bien saldrían vanas vuestras esperanzas, y las suyas... ¿No sería el tal marido un prodigio de delicadeza?

Señoras mías: que Vds. tengan temores no es extraño; pero que no haya quien los aquiete entre los que rodean es ciertamente muy sensible, y más sensible que todo, que se diga, en la exposición que en ella se manifiestan los sentimientos del pueblo español. Si así fuera, los temores de Vds. serían más que fundados, porque reinando tal desconfianza no es posible adelantar un paso contra los franceses que tan sans façon quieren hacer a Vds. una visita.

Yo celebraré que al recibo de ésta estén Vds. más tranquilas. Yo no perdonaría trabajo en favor de este objeto, ofreciendo a Vds. tres o cuatro disertaciones con que pudieran responder a esos tertulios, que tal les ponen a Vds. las cabezas; pero ellos se quedarían en sus trece, y Vds. se expondrían a una jaqueca con tan enorme dosis de política. El mejor remedio es que, supuesto que Vds. conocen que son agentes de Napoleón los que inspiran estos temores, «cubiertos unos con la piel de león, y disfrazados otros con la de oveja» hagan Vds. un barrido de sus tertulias en que no quede ninguno de semejantes títeres con cabeza.

Queda de Vds. su más rendido y apasionado servidor.

Juan Sintierra.