Cartas de Juan Sintierra/Carta VI
Carta VI
Sobre un artículo de la Nueva Constitución de España En 10 de Septiembre de 1811 las Cortes decretaron la siguiente ley:
A los españoles que por cualquiera línea son habidos y reputados por originarios de África, les queda abierta la puerta de la virtud, y del merecimiento para ser ciudadanos. En su consecuencia concederán las Cortes carta de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la patria o a los que se distingan por su talento, aplicación y conducta; con la condición de que sean hijos de legítimo matrimonio, de padres ingenuos, de que estén ellos mismos casados con mujer ingenua, y avecindados en los dominios de las Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con algún capital propio.
«Un habitante libre de San Salvador del Congo (dijo el Diputado Terrero en la sesión del 5 de Septiembre) atraído por las costumbres europeas, se adhiere a los católicos, de quien es aquella colonia, perteneciendo a la nación portuguesa; recibido el santo bautismo se traslada a Portugal, y después con bienes que tuviese, o con otros que hubiese adquirido, pasa a otro punto de la Península, donde en vida cristiana, con su aplicación, conducta y trabajo subsiste por el espacio de diez años. En esta época es ya español según la ley; y este español sin embargo no es ciudadano. Se casa y tiene hijos que llegan a la mayor edad; y sin embargo este español y sus hijos no son ciudadanos.
Estos hijos propagan su estirpe de una en otra, y en otra generación; sin embargo estas últimas generaciones cuyos padres y abuelos eran españoles, no son ciudadanos. ¿Qué causa hay, qué urgentísimos motivos existen para que estos originarios del África sean excluidos de los más preciosos derechos del hombre libre?... Los originarios del África españoles no son ciudadanos; vendrá un francés, y éste será ciudadano: aquéllos no, éste sí».
Muy poderosas razones de conveniencia es preciso que se prueben para justificar esta conducta en un congreso que se ha declarado soberano a título de Adán y Eva: quiero decir a título de que los hombres no son unos más que otros, y que nadie los puede mandar sin su consentimiento. Así lo creía yo, Señor Editor, y le aseguro a Vd. Que me he despestañado leyendo, y releyendo los debates originales sobre este punto. Pero ¿quién lo pensara? Los jefes del partido filosófico de las Cortes, de quien ha dimanado la ley, se han contentado con manifestarse muy picados cuando se les echa en cara que ese decreto era iliberal, y dando dos o tres piruetas metafísicas, zafaron el cuerpo a todas las dificultades; los defensores de las castas emplearon en vano razón y elocuencia: el partido estaba ganado, y mal que le pese al mundo entero, millones de españoles libres, nacidos en España no serán ciudadanos, ni ellos, ni sus hijos, ni sus nietos; et nati natorum, et qui nascentur ab illis, todos serán mulatos, de mala sangre. No, Señor... porque le diré a Vd. No es lo mismo ser español, que ser ciudadano español. Esto no se sabía en España hasta ahora; pero el Sr. Argüelles lo explica, que no se puede pedir más. «La palabra ciudadano no puede ya entenderse en el sentido tan vago e indeterminado que hasta aquí ha tenido. Aunque término antiguo, acaba de adquirir por la Constitución un significado legal, y no se puede confundir en adelante con la palabra vecino». Apuesto cualquier cosa a que lo va Vd. entendiendo. ¡Claro está! Con que la Constitución nos dé un pequeño diccionario en que nos explique esas palabrotas que hasta ahora tomábamos en cerro, saldremos de mil dificultades: vg. Españoles (entendía yo antes) los que nacen en España o sus dominios. Hasta aquí vamos bien. Pueblo Español soberano, es decir, los que nacen en España componen el soberano. Ya es menester el Diccionario Constitucional. Veamos.
Todos los que nacen en España son españoles; pero no todos los españoles componen el soberano; porque nosotros las Cortes, aunque no tenemos más título para mandar, que el haber nacido en España, y hablar por los que han nacido en ella, decretamos que una porción de millones de hombres que han nacido y han de nacer aquí por los siglos de los siglos, se tengan como por nacidos en el Congo.
¡Cómo, pues, se tilda (a la comisión) de iliberal! (exclama muy sentido el Sr. Argüelles). «El artículo (continúa) no está examinado como debía. No priva a los originarios de África del derecho de ciudad: indica sí el medio de adquirirlo». ¡Ciertamente! Esto es como si los diputados en Cortes se convidasen mutuamente a una comida a escote, y yéndose ya a sentar a la mesa con las mejores disposiciones del mundo, se hallase la comisión de constitución que ni ellos tenían asiento, ni los otros intención de dejarles probar bocado. ¡Que iliberalidad!, exclamaría probablemente el más hambriento. Eso no lo puedo oír con indiferencia, podría responder algo atufado el principal trinchante: A los señores de la comisión no se les priva del derecho de comer; se les indica sí que lo busquen como Dios les ayude.
Esta inconsecuencia de las Cortes podría excusarse de algún modo si las leyes anteriores de España no tuvieran por Españoles a los descendientes de Africanos; porque podrían decir: la nación sólo se compone de los que son legalmente españoles, y nosotros sus representantes no queremos admitir en nuestra asociación política a gozar igualdad de derechos a tales, y tales castas. Pero lo particular es que las leyes de España tienen por naturales y vecinos (palabras que significaban cuando los castellanos sabían de derechos civiles y políticos antes que los académicos de Cádiz les hubieran explicado el ciudadanato) tenían, digo, por naturales y vecinos a todos los que no eran esclavos. Los que no podían probar limpieza de sangre, no eran admitidos a empleos, o cuerpos que por otras leyes particulares la pedían; pero éstas eran distinciones que los colocaban en el escalón más bajo de la nación española, como otras distinciones colocaban a los grandes y al clero en lo más alto. Y en verdad que es muy raro que las Cortes que tan indistintamente, y según las leyes de la naturaleza pura han querido entender la voz nación, que ni a los grandes ni al Clero los han tenido por otra cosa que por españoles, no tengan en nada a la naturaleza cuando se trata de descendientes de africanos.
Pero, según dan a entender los jefes del partido que ha ganado la votación en este punto, circunstancias muy poderosas y razones fortísimas de conveniencia los han arrastrado contra su voluntad a este decreto. Veamos las que han obrado en la materia.
Los efectos del decreto no se han de sentir en España, sino en las Américas, que es donde viven estas clases numerosas de descendientes de africanos. Las únicas preocupaciones que podían merecer atención en este punto serían las de aquellos países. Cuán fuertes debieran ser estas preocupaciones, y cuán funestas las resultas de atacarlas, para poder privar a millones de hombres de los derechos que les da su nacimiento, y degradarlos por castas en una asociación política que se está tratando de renovar según las leyes de la naturaleza, lo dejo a la consideración de los prudentes. Pero ¿qué dirán éstos, qué dirán los presentes y venideros del espíritu que domina al partido que se llama restaurador de la libertad de España, cuando sepan que han promovido y logrado el decreto de que hablo, contra las reclamaciones más fuertes de los diputados españoles de América, desentendiéndose de cuantas razones de utilidad y conveniencia han alegado, y de las malas resultas que les han hecho presentes? Permítame usted copiar aquí algunos de los párrafos que han oído, aunque sea algo dilatado.
Sobre la importancia de las castas, «El grande, el noble, el ciudadano podrán decir al labrador y al artesano que son ellos los que desempeñan los cargos más difíciles del gobierno, los que velan en la custodia de las leyes sobre la recta administración de justicia, y sobre la seguridad común; que sus talentos conservan el decoro de la patria y el de la sociedad; pero también los otros podrán responderles de una manera sin réplica, que son ellos los que proporcionan a la patria la abundancia, que mantienen a la sociedad con el sudor de su rostro; que la suministran los géneros para adornarse, y cuanto es necesario, útil y cómodo para la sociedad. Este lenguaje que es cierto donde quiera, lo es mucho más en la América.
Nuestras castas son las depositarias de todo nuestro bien y felicidad; nos suministran brazos que cultivan la tierra que produce sus abundantes frutos: los que nos extraen de sus entrañas, a costa de imponderables afanes, la plata que anima al comercio, y que enriquece a V.M. Salen de ellas los artesanos; se prestan a cualquier trabajo público y particular; dan en aquellos países servicio a las armas, y son en la actualidad la robusta columna de nuestra defensa y de los dominios de V.M. donde se estrellan los formidables tiros de la insurrección de algunos de nuestros hermanos». (Señor Uría).
«No hablaré sobre los derechos de la igualdad tan reclamada en este augusto Congreso, ni sobre la monstruosidad (tal es para mí) que me presentan las Américas por el aspecto que toman en este artículo, por el que aparecen gozando el dulce título de ciudadanos todos los de las clases precisamente consumidoras, mientras que los de las productoras, es decir, las más dignas o con más justicia (hablo de la justicia y dignidad relativas al objeto y al fundamento) para obtener este título, se ven despojados de él... Su carácter no es el que comúnmente se cree: su constitución física y moral; su docilidad e inteligencia; su industria y demás dotes, les dan otro digno de interesar la atención de un Gobierno que piense en su felicidad, y en el bien general de la Nación». (Señor Gordoa).
«Señor, el asunto es de mucha importancia y trascendencia; no se trata del bien de uno u otro, sino de millares de súbditos de V.M. que pueblan las Américas de españoles fieles a V.M... A más de esto las castas son las que en América casi exclusivamente ejercen la agricultura, las artes, trabajan las minas, y se ocupan en el servicio de V.M. ¿Y se les ha de negar la existencia política a unos españoles tanbeneméritos, tan útiles al estado? ¿En qué principios de equidad y justicia se podrá apoyar semejante determinación? Son contribuyentes a V.M. y ayudan a sostener las cargas del estado; pues por qué no se les ha de honrar y contar entre los ciudadanos? (Señor Castillo).
«No me valdré, Señor,... de pinturas que puedan parecer exageradas, o creerse hijas de una imaginación exaltada, o de un acalorado patriotismo; omitiré también las bellísimas descripciones que de esa apreciable clase de gentes hacen célebres autores americanos y extranjeros, para librarlos de toda imputación; y sólo echaré mano de la que hace un europeo, que se dice conocedor de la América y carácter de sus gentes, y quién parece que tiene algún crédito en Cádiz.
En uno de sus impresos dice hablando de las castas (permítame V.M. leerlo a la letra): Son la más apreciable parte del pueblo; la más amante de los europeos; la más laboriosa; la que ha peleado con el mayor denuedo a favor de la España en la revolución; la más desatendida por hallarse sin propiedad territorial ni protección en sus manufacturas. Son (la mayor parte) de tan buena presencia como nosotros; de un espíritu brioso; que no conoce el miedo; de una debilidad, al mismo tiempo, que los recomienda sobre todos los habitantes de las Américas españolas: labra en ellos la razón... Sumamente reconocidos al bien, le distinguen del mal con el mejor discernimiento. Éstas son las castas. Ahí tiene V.M. una idea bastante para formar un juicio de las castas de América. Si pudiera imputarse alguna parcialidad a su autor, yo aseguro no sería en favor de las Américas». (Señor Arizpe).
Opinión de los Americanos sobre las Castas:
«Síguese a examinar la opinión de las Américas en lo general sobre la existencia política de esos desgraciados españoles. El Sr. Argüelles ha padecido sin duda un grande equívoco en sentar en su florido discurso que los diputados americanos, al discutirse el vacilante y obscuro decreto de 15 de octubre, se dividieron en sus opiniones en esta parte: la fórmula de decreto que todos presentaron al segundo día de instaladas las Cortes, es un testimonio irrefragable y auténtico de su opinión; allí reclamaron la igualdad de derechos entre españoles europeos, y los naturales, y habitantes libres de América; allí exigieron que en el censo, que debía ser la base para el nombramiento de diputados, se contara indistintamente con todos los libres súbditos del rey. El 29 del mismo septiembre reclamaron también todos la expresada igualdad de derechos para todos los hombres libres; y si en el decreto de 15 de octubre no se comprehendieron las castas, tampoco se excluyeron terminantemente, y todo pendió de la mayoría de votos del Congreso, en la que no concurrió un sólo americano. Los diputados, pues, de las Américas han expresado en aquel tiempo su uniforme opinión en favor de las castas, y no es fácil entender como quiere hacerse mérito de su división de opiniones. Lo que parecerá prodigioso a los que alguna vez inculcaron que los diputados no obraban conforme a los intereses de sus representados, es el observar que han coincidido entre sí perfectamente en lo general de las Américas, y particularmente en las provincias que han tenido alguna ilustración y tal cual libertad para expresar, no la voluntad de un cabildo, cuyos intereses suelen estar en oposición con los del pueblo, sino la general de éste. Tiremos la vista sobre las provincias de la América del Sur, y hallaremos que han pedido este derecho ante V.M. o lo han proclamado por sí. La desgraciada América del Norte se ha explicado como ha podido; jamás se ha opuesto a favorecer las castas, y aún las ilustradas Guatemala y Nueva Galicia, la opulenta Zacatecas, la benemérita de Coaguila, y la extensa intendencia de San Luis Potosí, cuyas instrucciones vi al pasar por su capital, quieren que se borren y proscriban para siempre de nuestros códigos y aun de nuestros papeles públicos los odiosos nombres de gachupín, criollo, indio, mulato, coyote &c.; que en todos reine la fraternidad más íntima; que todos sean hombres buenos y capaces por la ley de todo derecho, ya que reportan toda carga, sin más diferencia que la que induce la virtud y el merecimiento; por cuyos grados puedan también estos infelices algún día ocupar puestos honoríficos. Están sin duda conformes en lo general las Américas con lo que han querido y quieren sus representantes en favor de las castas». (Señor Arizpe).
...«El Señor Arizpe, expresando varias provincias de la América Septentrional favorables a los descendientes, por cualquiera línea, de África, omitió otra, y entre ellas la de México, de quien tengo el honor de ser representante tanto por la metrópoli de aquella América y parte muy principal de toda la monarquía, cuanto por ser su población la más numerosa (extendiéndose por los cómputos más moderados a millón y medio) no debo omitir la explicación de mi voto en asunto tan importante. La provincia de México, Señor, desea y estima de justicia la reintegración de todas las castas en los derechos de ciudadanos».
(Señor Cisneros).
...Añadiré todavía para satisfacer al Señor Argüelles que el consulado de Guadalajara, corporación ilustre, y que debe a V.M. una consideración particular, recomienda al diputado de su provincia, aunque éste no lo haya expresado, sea por un efecto de delicadez, o bien olvido natural, promueva como punto de interés general la necesidad de abolir la infamia de las castas, o de llamarlas por el camino del honor o ponerse en estado de ser tan útiles al país como podían, siendo advertencia que todos o la mayor parte de los individuos de esa corporación son no sólo personas ilustradas, y del más acendrado patriotismo, siendo también naturales de la península. (Señor Gordoa).
Por no causar no cito los votos de todos los diputados de América, propietarios y suplentes que afirman ser ésta la opinión general en aquellos países. Pero oigamos algo de lo que dicen de:
Las consecuencias del Decreto
«¿Qué funesta no sería la rivalidad de las castas, si en ellas se excitase contra el resto de la población? ¿Quién podrá calcular los desastres que les serían consiguientes, y quién no conoce los que producirá la negativa de un derecho común a todos? No es materia ésta en que debo internarme; basta insinuarla para que la medite la prudencia; la que dicta suprimir el artículo; pues no por sostener un parrafito hemos de arriesgar la pérdida de un Mundo. (Señor Alcocer).
«Es imposible que la cordura, sabiduría y religiosidad de los señores de la comisión hubiera insertado este artículo si hubiera podido entrever siquiera lo que ya toco con las manos, y me ha obligado decir a V.M. que me estimula a hablar como americano que acaba de dejar su país. Desde luego convendrá V.M. conmigo en que la justicia y prudencia cristiana, la conveniencia, la política, en suma la conciencia, que no quiero prostituir, así como no me dejan libertad para callar, me la limitan también para expresar todo lo que llevaría hasta la evidencia este punto, y que yo debo dejar a la penetración de V.M., eligiendo (si cabe) entre los males el menor. Debe saber V.M. que la sanción de este artículo no hará más que llevar adelante el ataque de las discordias, rencores y enemistades, o sembrar el grano de que ha de brotar infaliblemente tarde o temprano el cúmulo de horrores de una guerra civil más o menos violenta o desastrosa, pero cierta y perpetua».Tales son los anuncios de desastres que repiten en sus discursos los diputados americanos, y que yo no copiaré, lo uno por no dilatar esta carta, y lo otro porque basta una recta razón para discurrir las consecuencias de esta injusticia funesta. Yo he oído (porque en cuanto a leer no he leído mucho) que el más célebre de los pueblos libres de la antigüedad tuvo bastante con saber que un proyecto era injusto, para desecharlo sin más examen, a pesar de que le aseguraban que era infinitamente útil. A fe que no lo imitan, en el caso presente, los jefes de la opinión de las Cortes. Sólo la más dura necesidad podía inspirarle esta conducta con ocho o diez millones de habitantes de América, de hijos del país que si tienen una gota de sangre africana, se halla ahogada en un río de sangre española; sólo la necesidad pudiera disculpar que se provocase el resentimiento de las castas cuando hierve, o arde la América toda con el espíritu de independencia. Mucho había meditado, y grande me había siempre parecido el poder del espíritu de partido para cegar a los hombres; pero éste verdaderamente es uno de los ejemplos más extraordinarios que pueden hallarse.
Considere Vd. que no ha cegado como quiera a un cierto número de hombres de buena razón, en otras materias sino que a un individuo de tantas luces como el Sr. Argüelles lo ha convertido en corifeo y defensor del más palpable delirio que ha cometido gobierno alguno. ¡Y con qué razones! Una de las que indica para el decreto es que haciendo que la ciudadanía sea una recompensa para las castas, éstas ejercitarán su valor en el teatro digno que ahora ofrecen las Américas; y encubriendo con un velo de palabras lo odioso del pensamiento, compara a los que degüellan españoles en América con los que se cubren de sangre francesa en la Península. Los españoles (dice) que mantienen la tranquilidad de tan preciosos países; los que reducen al respeto y obediencia de las leyes y de la autoridad legítima a los que por una fatalidad los habían desconocido ¿no son tan beneméritos, tan dignos de premio como los jefes y militares que ha citado el señor Uría, en la madre patria? Yo dejo al honor militar que escoja entre estos dos tan iguales campos de gloria que les presenta el señor Argüelles ¿mas tan ciega está su recta razón que no adivina la respuesta que le darán las castas, a quienes convida a sostener los decretos que las degradan? Vosotros sois una raza de maldición, les dice, y esto lo declaramos en virtud de habernos declarado a nosotros mismos soberanos vuestros. Id, pues, pelead con esos que os tienen por hombres iguales a ellos, y cuando con vuestro peligro, y su muerte, hubiereis consolidado nuestro poder, que os degrada, entonces acudid a nosotros a pedir humildemente que os permitamos ser ciudadanos. El cálculo no es más humano; pero en verdad que no lo disculpa la sutileza de su artificio político.
La ceguedad que ha reinado en este punto se acerca mucho a delirio. Vea Vd. otra de las disculpas de la comisión que ha precipitado a las Cortes en el abismo de este decreto. «La comisión (dice el señor Argüelles) fue detenida y mirada, porque ha querido aplicar en todo el rigor posible los principios más liberales, sin comprometer por eso la tranquilidad y contento de toda la monarquía»... La comisión bien hubiera deseado que circunstancias particulares, mejor conocidas de los señores diputados por América que de los de la Península, le hubiesen permitido, u omitir el artículo, o concebirle en términos, ya que se quiere llamar así, más liberales». ¡Esto sí que es raro! La razón dicta que las castas seguirán a quien las honre, y se volverán contra quién las injurie. Los diputados de América que conocen bien a su país, y que naturalmente debían suponerse preocupados contra ellas,dicen que la América se pierde si no se les hace justicia; y la comisión se disculpa de su iliberalidad, con la misma necesidad que está clamando porque no incurran en tan grande injusticia.
Pero, Señor, las preocupaciones... «La comisión (continúa el señor Argüelles) desearía haber presentado en todo su proyecto la más cumplida uniformidad. Mas ¿podía hacerlo? ¿Tenía a su disposición los medios de dirigir las opiniones, las ideas recibidas y arraigadas con la educación y con muchos años? ¿De destruirlas o de transformarlas? ¿Es culpa suya no hacer el mayor de los imposibles? Mas bien es digna de compasión que de ser tachada de iliberal». ¡Pobrecita! En efecto como se le había de pedir que después de consumir las fuerzas que le dejó libre su ternura, en atacar las instituciones más arraigadas en los cimientos primitivos de la monarquía, provocando a odio del nuevo orden de cosas a las clases de más poder, y al rey, que es el primer privilegiado, y esto a despecho de las más violentas preocupaciones, tuviese valor para empezar su puesta a minar otras, en favor de los pobres descendientes de africanos.
Si uno pudiera burlarse con cosas que tan de cerca conciernen a la felicidad de una nación grande y noble como la española, lances hay que provocan a ellos. ¿Vd. no sabe, Señor Editor, que tan ágiles son los filósofos políticos de las Cortes en manejar las preocupaciones, que el Congreso de la nación española está declarado redondamente por hereje, por uno de los tribunales religiosos legalmente constituidos, y de más opinión e influjo en los estados de la monarquía española?
Tengo a la vista un edicto de la Santa Inquisición de México en que aquel sabio Tribunal de quien tan religiosamente se ha valido el Virrey Venegas para aniquilar a los insurgentes con las poderosas armas del Vaticano, da reglas a sus súbditos para que sepan distinguir las doctrinas políticas, excitándolos a poner en sus santas garras cuanto libro, (si es que no pueden haber a mano a los autores) contengan la horrible cizaña de la herejía. He aquí lo que dice el edicto de 27 de agosto de 1808, impreso en los números 1070, y 1071 del Diario de México. Establecemos como regla, a que debéis retocar las proposiciones que leyereis, u oyereis, para denunciar sin temor al Santo Oficio, las que se desviaren de este principio fundamental de vuestra fidelidad; que el Rey recibe su potestad de Dios, y que lo debéis creer con fe divina. Y trayendo en seguida los famosos textos de Per me Reges regnant, y demás acostumbrados, concluyen: que para «la más exacta obediencia de estos católicos principios renuevan la prohibición de cuantos papeles contengan la herejía manifiesta de la soberanía del pueblo». ¿Qué será de las Cortes, y de la constitución en México, donde el tal edicto debe estar colgado, según costumbre, en las sacristías de parroquias y conventos, para que lo deletreen hasta los niños de la Doctrina, mientras sale la misa de Una? En vano los prudentes Inquisidores habrán ejercitado sus talentos teológicos en ver cómo se ha de dar tornillo a su Credo. El edicto es ridículo; pero por mucho que lo sea no es menos verdad que contiene la creencia de los que lo hicieron, y de todos los de su carácter y estudios, que no son pocos en España e Indias. Yo ya lo tengo anunciado: las Cortes han tenido tan poca cuenta con las preocupaciones en esta materia, que pudiendo haber logrado constituirse con las facultades de la soberanía que necesitaban, pudiendo haberlas fijado en los representantes del pueblo para siempre, han sembrado en su constitución el germen de suruina. Hacer, y no decir debía haber sido su política; pero, no Señor, el respeto a las preocupaciones estaba reservado para cuando se trate de hacer justicia a una porción de millones de infelices.
Esta contradicción de conducta en los corifeos de las Cortes, me traía confuso. Hablando de ella el otro día con un amigo, y haciéndole notar la extraordinaria mezcla de osadía y timidez que observaba en ellos, ya viéndolos temblar de ciertas preocupaciones, ya atacar a otras más poderosas, de frente, cuando pudieran minarlas con artificio; ya despojar, por una parte, al Rey del título de Soberano; ya, por otra, bajar humildemente la cabeza a cualquier Teólogo que delira, a cualquier Inquisidor que amenaza, como no sea en esta materia, ya echar por tierra, en un día, cuanto pertenece a los antiguos Señoríos de España; ya en otro, sancionar los males de la vergonzosa preocupación de limpieza de sangre; admirándome yo de verbos tan valientes y cobardes a un tiempo, me respondió sonriendo mi amigo: yo he oído muchas veces que los hombres se atreven con los osos, y leones, cuando necesitan la piel; mas nunca he sabido que se expongan ni a una gañalada por defender de sus uñas a las liebres y los conejos. Quedo de V. como siempre.
Juan Sintierra