Cartas desde mi celda: 3

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Obras (1885) de Gustavo A. Bécquer
Carta tercera
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
CARTA TERCERA


Queridos amigos: Hace dos ó tres días, andando á la casualidad por entre estos montes, y habiéndome alejado más de lo que acostumbro en mis paseos matinales, acerté á descubrir casi oculto entre las quiebras del terreno y fuera de todo camino un pueblecillo, cuya situación por extremo pintoresca me agradó tanto, que no pude por menos de aproximarme á él para examinarle á mis anchas. Ni aun pregunté su nombre; y si mañana ó el otro quisiera buscarle por su situación en el mapa, creo que no lo encontraría: tan pequeño es y tan olvidado parece entre las ásperas sinuosidades del Moncayo. Figúrense ustedes en el declive de una montaña inmensa y sobre una roca que parece servirle de pedestal, un castillo del que sólo quedan en pie la torre del homenaje y algunos lienzos de muro carcomidos y musgosos: agrupadas alrededor de este esqueleto de fortaleza, cual si quisiesen todavía dormir seguras á su sombra como en la edad de hierro en que debió alzarse, se ven algunas casas, pequeñas heredades con sus bardales de heno, sus tejados rojizos y sus chimeneas desiguales y puntiagudas, por cima de las que se eleva el campanario de la parroquia con su reloj de sol, su esquiloncillo que llama á la primera misa, y su gallo de hoja de lata que gira en lo alto de la veleta á merced de los vientos.

Una senda que sigue el curso del arroyo que cruza el valle serpenteando por entre los cuadros de los trigos verdes y tirantes como el paño de una mesa de billar, sube dando vueltas á los amontonados pedruscos sobre que se asienta el pueblo, hasta el punto en que un pilarote de ladrillos con una cruz en el remate señala la entrada. Sucede con estos pueblecitos, tan pintorescos, cuando se ven en lontananza tantas líneas caprichosas, tantas chimeneas arrojando pilares de humo azul, tantos árboles y peñas y accidentes artísticos, lo que con otras muchas cosas del mundo, en que todo es cuestión de la distancia á que se miran; y la mayor parte de las veces, cuando se llega á ellos, la poesía se convierte en prosa. Ya en la cruz de la entrada, lo que pude descubrir del interior del lugar no me pareció, en efecto, que respondía ni con mucho á su perspectiva; de modo que, no queriendo arriesgarme por sus estrechas, sucias y empinadas callejas, comencé á costearlo, y me dirigí á una reducida llanura que se descubre á su espalda, dominada sólo por la iglesia y el castillo. Allí, en unos campos de trigo, y junto á dos ó tres nogales aislados que comenzaban á cubrirse de hojas, está lo que, por su especial situación y la pobre cruz de palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el cementerio. Desde muy niño concebí, y todavía conservo, una instintiva aversión á los campo-santos de las grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una tienda de géneros ultramarinos; aquellas calles de árboles raquíticos, simétricas y enarenadas, como las avenidas de un parque inglés; aquella triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan los nervios. El afán de embellecer grotesca y artificialmente la muerte, me trae á la memoria esos niños de los barrios bajos, á quienes después de espirar embadurnan la cara con arrebol, de modo que, entre el cerco violado de los ojos, la intensa palidez de las sienes y el rabioso carmín de las mejillas, resulta una mueca horrible.

Por el contrario, en más de una aldea he visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubierto de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión siempre melancólica, es verdad, pero mucho más suave, mucho más respetuosa y tierna. En aquellos vastos almacenes de la muerte, siempre hay algo de esa repugnante actividad del tráfico; la tierra, constantemente removida, deja ver fosas profundas que parecen aguardar su presa con hambre. Aquí nichos vacíos, á los que no falta más que un letrero: «Esta casa se alquila»; allí huesos que se retrasan en el pago de su habitación, y son arrojados qué sé yo adonde para dejar lugar á otros; y lápidas con filetes de relumbrones, y décimas y coronas de flores de trapo, y siempre-vivas de comerciantes de objetos fúnebres. En estos escondidos rincones, último albergue de los ignorados campesinos, hay una profunda calma: nadie turba su santo recogimiento, y después de envolverse en su ligera capa de tierra sin tener siquiera encima el peso de una losa, deben dormir mejor y más sosegados.

Cuando, no sin tener que forcejear antes un poco, logré abrir la carcomida y casi deshecha puerta del pequeño cementerio que por casualidad había encontrado en mi camino, y éste se ofreció á mi vista, no pude menos de confirmarme nuevamente en mis ideas. Es imposible ni aun concebir un sitio más agreste, más solitario y más triste, con una agradable tristeza, que aquél. Nada habla allí de la muerte con ese lenguaje enfático y pomposo de los epitafios; nada la recuerda de modo que horrorice con el repugnante espectáculo de sus atavíos y despojos. Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos rojos y algunos sillares cubiertos de musgo en los ángulos, cercan un pedazo de tierra, en el cual la poderosa vegetación de este país, abandonada á sí misma, despliega sus silvestres galas con un lujo y una hermosura imponderables. Al pie de las tapias y por entre sus rendijas, crecen la hiedra y esas campanillas de color de rosa pálido que suben sosteniéndose en las asperezas del muro hasta trepar á los bardales de heno, por donde se cruzan y se mecen como una flotante guirnalda de verdura. La espesa y fina hierba que cubre el terreno y marca con suave claro-oscuro todas sus ondulaciones, produce el efecto de un tapiz bordado de esas mil florecillas cuyos poéticos nombres ignora la ciencia, y sólo podrían decir las muchachas del lugar, que en las tardes de Mayo las cogen en el halda para engalanar el retablo de la Virgen.

Allí, en medio de algunas espigas, cuya simiente acaso trajo el aire de las eras cercanas, se columpian las amapolas con sus cuatro hojas purpúreas y descompuestas: las margaritas blancas y menudas, cuyos pétalos arrancan uno á uno los amantes, semejan copos de nieve que el calor no ha podido derretir, contrastando con los dragoncillos corales y esas estrellas de cinco rayos amarillas é inodoras que llaman de los muertos, las cuales crecen salpicadas en los campo-santos entre las ortigas, las rosas de los espinos, los cardos silvestres y las alcachoferas puntiagudas y frondosas. Una brisa pura y agradable mueve las flores, que se balancean con lentitud, y las altas hierbas, que se inclinan y levantan á su empuje como las pequeñas olas de un mar verde y agitado. El sol resbala suavemente sobre los objetos, los ilumina ó los trasparenta, aumentando la intensidad y la brillantez de sus tintas, y parece que los dibuja con un perfil de oro para que destaquen entre sí con más limpieza. Algunas mariposas revolotean de acá para allá haciendo en el aire esos giros extraños que fatigan la vista que inútilmente se empeña en seguir su vuelo tortuoso; y mientras las abejas estrechan sus círculos zumbando alrededor de los cálices llenos de perfumada miel, y los pardillos picotean los insectos que pululan por el bardal de la tapia, una lagartija asoma su cabeza triangular y aplastada y sus ojos pequeños y vivos por entre sus hendiduras, y huye temerosa á guarecerse en su escondite al menor movimiento.

Después que hube abarcado con una mirada el conjunto de aquel cuadro, imposible de reproducir con frases siempre descoloridas y pobres, me senté en un pedrusco, lleno de esa emoción sin ideas que experimentamos siempre que una cosa cualquiera nos impresiona profundamente, y parece que nos sobrecoge por su novedad ó su hermosura. En esos instantes rapidísimos en que la sensación fecunda la inteligencia, y allá en el fondo del cerebro tiene lugar la misteriosa concepción de los pensamientos que han de surgir algún día evocados por la memoria, nada se piensa, nada se razona: los sentidos todos parecen ocupados en recibir y guardar la impresión que analizarán más tarde.

Sintiendo aún las vibraciones de esta primera sacudida del alma, que la sumerge en un agradable sopor, estuve, pues, largo tiempo, hasta que gradualmente comenzaron á extinguirse, y poco á poco fueron levantándose las ideas relativas. Estas ideas, que ya han cruzado otras veces por la imaginación y duermen olvidadas en alguno de sus rincones, son siempre las primeras en acudir cuando se toca su resorte misterioso. No sé si á todos les habrá pasado igualmente; pero á mí me ha sucedido con bastante frecuencia preocuparme en ciertos momentos con la idea de la muerte, y pensar largo rato y concebir deseos y formular votos acerca de la destinación futura, no sólo de mi espíritu, sino de mis despojos mortales. En cuanto al alma, dicho se está que siempre he deseado que se encaminase al cielo. Con el destino que darían á mi cuerpo es con lo que más he batallado, y acerca de lo cual he echado más á menudo á volar la fantasía. En aquel punto en que todas aquellas viejas locuras de mi imaginación salieron en tropel de los desvanes de la cabeza donde tengo arrinconados, como trastos inútiles, los pensamientos extraños, las ambiciones absurdas y las historias imposibles de la adolescencia, ilusiones rosadas que, como los trajes antiguos, se han ajado ya y se han puesto de color de ala de mosca con los años, fué cuando pude apreciar, corriendo al compararlas entre sí, la candidez de mis aspiraciones juveniles.

En Sevilla, y en la margen del Guadalquivir, que conduce al convento de San Jerónimo, hay cerca del agua una especie de remanso que fertiliza un valle en miniatura formado por el corte natural de la ribera, que en aquel lugar es bien alta y tiene un rápido declive. Dos ó tres álamos blancos, corpulentos y frondosos, entretejiendo sus copas, defienden aquel sitio de los rayos del sol, que rara vez logra deslizarse entre las ramas, cuyas hojas producen un ruido manso y agradable cuando el viento las agita y las hace parecer ya plateadas, ya verdes, según del lado que las empuja. Un sauce baña sus raíces en la corriente del río, hacia el que se inclina como agobiado de un peso invisible, y á su alrededor crecen multitud de juncos y de esos lirios amarillos y grandes que nacen espontáneos al borde de los arroyos y las fuentes.

Cuando yo tenía catorce ó quince años, y mi alma estaba henchida de deseos sin nombre, de pensamientos puros y de esa esperanza sin límites que es la más preciada joya de la juventud; cuando yo me juzgaba poeta; cuando mi imaginación estaba llena de esas risueñas fábulas del mundo clásico, y Rioja en sus silvas á las flores. Herrera en sus tiernas elegías y todos mis cantores sevillanos, dioses penates de mi especial literatura, me hablaban de continuo del Bétis majestuoso, el río de las ninfas, de las náyades y los poetas, que corre al Océano escapándose de un ánfora de cristal, coronado de espadañas y laureles, ¡cuántos días, absorto en la contemplación de mis sueños de niño, fui á sentarme en su ribera, y allí, donde los álamos me protegían con su sombra, daba rienda suelta á mis pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles, en las que hasta el esqueleto de la muerte se vestía á mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas! Yo soñaba entonces una vida independiente y dichosa, semejante ala del pájaro, que nace para cantar, y Dios le procura de comer; soñaba esa vida tranquila del poeta que irradia con suave luz de una en otra generación; soñaba que la ciudad que me vio nacer se enorgulleciese con mi nombre, añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos; y cuando la muerte pusiera un término á mi existencia, me colocasen para dormir ef sueño de oro de la inmortalidad á la orilla del Bétis; al que yo habría cantado en odas magníficas, y en aquel mismo punto adonde iba tantas veces á oir el suave murmullo de sus ondas. Una piedra blanca con una cruz y mi nombre, serían todo el monumento.

Los álamos blancos, balanceándose día y noche sobre mi sepultura, parecerían rezar por mi alma con el susurro de sus hojas plateadas y verdes, entre las que vendrían á refugiarse los pájaros para cantar al amanecer un himno alegre á la resurrección del espíritu á regiones más serenas; el sauce, cubriendo aquel lugar de una flotante sombra, le prestaría su vaga tristeza, inclinándose y derramando en derredor sus ramas desmayadas y flexibles como para proteger y acariciar mis despojos; y hasta el río, que en las horas de creciente casi vendría á besar el borde de la losa cercada de juncos, arrullaría mi sueño con una música agradable. Pasado algún tiempo, y después que la losa comenzara á cubrirse de manchas de musgo, una mata de campanillas, de esas campanillas azules con un disco de carmín en el fondo que tanto me gustaban, crecería á su lado enredándose por entre sus grietas y vistiéndola con sus hojas anchas y trasparentes, que no sé por qué misterio tienen la forma de un corazón; los insectos de oro con alas de luz, cuyo zumbido convida á dormir en la calurosa siesta, vendrían á revolotear en torno de sus cálices; para leer mi nombre, ya borroso por la acción de la humedad y los años, sería preciso descorrer un cortinaje de verdura. ¿Pero para qué leer mi nombre? ¿Quién no sabría que yo descansaba allí? Algún desconocido admirador de mis versos, plantaría un laurel que, descollando altivo entre los otros árboles, hablase á todos de mi gloria; y ya una mujer enamorada que halló en mis cantares un rasgo de esos extraños fenómenos del amor que sólo las mujeres saben sentir y los poetas descifrar, ya un joven que se sintió inflamado con el sacro fuego que hervía en mi mente, y á quien mis palabras revelaron nuevos mundos de la inteligencia, hasta entonces para él ignotos, ó un extranjero que vino á Sevilla llamado por la fama de su belleza y los recuerdos que en ella dejaron sus hijos, echaría una flor sobre mi tumba, contemplándola un instante con tierna emoción, con noble envidia ó respetuosa curiosidad: á la mañana, las gotas del rocío resbalarían como lágrimas sobre su superficie.

Después de remontado el sol, sus rayos la dorarían penetrando tal vez en la tierra y abrigando con su dulce calor mis huesos. En la tarde y á la hora en que las aguas del Guadalquivir copian temblando el horizonte de fuego, la árabe torre y los muros romanos de mi hermosa ciudad, los que siguen la corriente del río en un ligero bote que deja en pos una inquieta línea de oro, dirían al ver aquel rincón de verdura donde la piedra blanqueaba al pie de los árboles: «allí duerme el poeta». Y cuando el gran Bétis dilatase sus riberas hasta los montes; cuando sus alteradas ondas, cubriendo el pequeño valle, subiesen hasta la mitad del tronco de los álamos, las ninfas que viven ocultas en el fondo de sus palacios, diáfanos y trasparentes, vendrían á agruparse alrededor de mi tumba: yo sentiría la frescura y el rumor del agua agitada por sus juegos; sorprendería el secreto de sus misteriosos amores; sentiría tal vez la ligera huella de sus pies de nieve al resbalar sobre el mármol en una danza cadenciosa, oyendo, en fin, como cuando se duerme ligeramente se oyen las palabras y los sonidos de una manera confusa, el armonioso coro de sus voces juveniles y las notas de sus liras de cristal.

Así soñaba yo en aquella época. ¡A tanto y á tan poco se limitaban entonces mis deseos! Pasados algunos años, luego que hube salido de mi ciudad querida; después que mis ideas tomaron poco á poco otro rumbo, y la imaginación, cansada ya de idilios, de ninfas, de poesías y de flores, comenzó á remontarse á épocas distantes, complaciéndose en vestir con sus galas las dramáticas escenas de la historia, fingiendo un marco de oro para cada uno de sus cuadros y haciendo un pedestal para cada uno de sus personajes, volví á soñar, y, como en las comedias de magia, niievas decoraciones de fantasía sustituyeron á las antiguas, y la vara mágica del deseo hizo posible en la mente nuevos absurdos.

¡Cuántas veces, después de haber discurrido por las anchurosas naves de alguna de nuestras inmensas catedrales góticas, ó de haberme sorprendido la noche en uno de esos imponentes y severos claustros de nuestras históricas abadías, he vuelto á sentir inflamada mi alma con la idea de la gloria, pero una gloria más ruidosa y ardiente que la del poeta! Yo hubiera querido ser un rayo de la guerra, haber influido poderosamente en los destinos de mi patria, haber dejado en sus leyes y sus costumbres la profunda huella de mi paso; que mi nombre resonase unido y como personificándola, á alguna de sus grandes revoluciones, y luego, satisfecha mi sed de triunfos y de estrépito, caer en un combate, oyendo como el último rumor del mundo el agudo clamor de la trompetería de mis valerosas huestes para ser conducido sobre el pavés, envuelto en los pliegues de mi destrozada bandera, emblema de cien victorias, á encontrar la paz del sepulcro en el fondo de uno de esos claustros santos, donde vive el eterno silencio y al que los siglos prestan su majestad y su color misterioso é indefinible. Una airosa ojiva, erizada de hojas revueltas y puntiagudas, por entre las cuales se enroscaran, asomando su deforme cabeza, por aquí un grifo, por allá uno de esos monstruos alados, engendro de la imaginación del artífice, bañaría en oscura sombra mi sepulcro: á su alrededor, y debajo de calados doseletes, los santos patriarcas, los bienaventurados y los mártires con sus miembros de hierro y sus emblemáticos atributos, parecerían santificarle con su presencia. Dos guerreros inmóviles y vestidos de su fantástica y blanca armadura velarían día y noche de hinojos á sus costados; y mientras que mi estatua de alabastro riquísimo y trasparente, con arreos de batallar, la espada sobre el pecho y un león á los pies, dormiría majestuosa sobre el túmulo, los ángeles que, envueltos en largas túnicas y con un dedo en los labios, sostuviesen el cojín sobre que descansaba mi cabeza, parecerían llamar con sus plegarias á las santas visiones de oro que llenan el desconocido sueño de la muerte de los justos, defendiéndome con sus alas de los terrores y de las angustias de una pesadilla eterna.

En los huecos de la urna y entre un sinnúmero de arcos con caireles y grumos de hojas de trébol, rosetas caladas, haces de columnillas y esas largas procesiones de plañideras que, envueltas en sus mantos de piedra, andan, al parecer, en torno del monumento llorando con llanto sin gemidos, se verían mis escudos triangulares soportados por reyes de armas con sus birretes y sus blasonadas casullas, y en los cuarteles, realzados con vivos colores, merced á un hábil iluminador, las bandas de oro, las estrellas, los versos y los motes heráldicos con una larga inscripción en esa letra gótica, estrecha y puntiaguda, donde el curioso, lleno de hondo respeto, leería con pena y casi descifrándolos, mi nombre, mis títulos y mi gloria. Allí, rodeado de esa atmósfera de majestad que envuelve á todo lo grande, sin que turbaran mi reposo más que el agudo chillido de una de esas aves nocturnas de ojos redondos y fosfóricos, que acaso viniera á anidar entre los huecos del arco, viviría todo lo que vive un recuerdo histórico y glorioso unido á una magnífica obra de arte; y en la noche, cuando un furtivo rayo de luna dibujase en el pavimento del claustro los severos perfiles de las ojivas; cuando sólo se oyesen los gemidos del aire extendiéndose de eco en eco por sus inmensas bóvedas; después de haberse perdido la última vibración de la campana que toca la queda, mi estatua, en la que habría algo de lo que yo fui, un poco de ese soplo que anima el barro encadenado por un fenómeno incomprensible al granito, ¡quién sabe si se levantaría de su lecho de piedra para discurrir por entre aquellas gigantes arcadas con los otros guerreros que tendrían su sepultura por allí cerca, con los prelados revestidos de sus capas pluviales y sus mitras, y esas damas de largo brial y plegados monjiles que, hermosas aun en la muerte, duermen sobre las urnas de mármol en los más oscuros ángulos de los templos!...

Desde que impresionada la imaginación por la vaga melancolía ó la imponente hermosura de un lugar cualquiera, se lanzaba á construir con fantásticos materiales uno de esos poéticos recintos, último albergue de mis mortales despojos, hasta el punto aquel en que sentado al pie de la humilde tapia del cementerio de una aldea oscura, parecía como que se reposaba mi espíritu en su honda calma y se abrían mis ojos á la luz de la realidad de las cosas, ¡qué revolución tan radical y profunda no se ha hecho en todas mis ideas! ¡Cuántas tempestades silenciosas no han pasado por mi frente; cuántas ilusiones no se han secado en mialma; á cuántas historias de poesía no les he hallado una repugnante vulgaridad en el último capítulo! Mi corazón, á semejanza de nuestro globo, era como una masa incandescente y líquida, que poco á poco se va enfriando y endureciendo. Todavía queda algo que arde allá en lo más profundo, pero rara vez sale á la superficie. Las palabras amor, gloria, poesía, no me suenan al oído como me sonaban antes. ¡Vivir!... Seguramente que deseo vivir, porque la vida, tomándola tal como es, sin exageraciones ni engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos, sin inquietudes, sin ambiciones, con esa felicidad de la planta que tiene á la mañana su gota de rocío y su rayo de sol; después un poco de tierra echada con respeto y que no apisonen y pateen los que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y floja que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un cardo silvestre y alguna hierba que me cubra con su manto de raíces, y por último, un tapial que sirva para que no aren en aquel sitio, ni revuelvan los huesos.

He aquí hoy por hoy todo lo que ambiciono. Ser un comparsa en la inmensa comedia de la humanidad; y concluido mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores, sin que me silben ni me aplaudan, sin que nadie se aperciba siquiera de mi salida.

No obstante esta profunda indiferencia, se me resiste el pensar que podrían meterme preso en un ataúd formado con las cuatro tablas de un cajón de azúcar, en uno de los huecos de la estantería de una sacramental, para esperar allí la trompeta del juicio como empapelado, detrás de una lápida con una redondilla elogiando mis virtudes domésticas, é indicando precisamente el día y la hora de mi nacimiento y de mi muerte. Esta profunda é instintiva preocupación ha sobrevivido, no sin asombro por mi parte, á casi todas las que he ido abandonando en el curso de los años; pero al paso que voy, probablemente mañana no existirá tampoco; y entonces me será tan igual que me coloquen debajo de una pirámide egipcia, como que me aten una cuerda á los pies y me echen á un barranco como un perro.

Ello es que cada día voy creyendo más, que de lo que vale, de lo que es algo, no ha de quedar ni un átomo aquí.